JULIA EN SAINT-NAZAIRE

María Fasce



Cuando bajamos del tren el aire no era frío como en París. Jean Renaud y Catherine Demolis, la coordinadora de la Maison, se acercaron a darnos la mano. Llevábamos dos valijas, una llena de mis libros y mi ropa, y otra en la que yo mismo había puesto las cosas de Julia, seguro de que dejaba fuera todo lo que realmente iba a necesitar. “Te llevo poca ropa para que te comprés lo que quieras en Saint-Nazaire”, le dije. Era un intento más para animarla. Íbamos a una pequeña ciudad portuaria de la Bretaña, conocida por sus crêpes, su industria naval y sus eventos literarios, no precisamente por la moda.

Renaud cargó la valija de Julia y yo la mía hasta el taxi que nos condujo al Building. En el décimo piso estaba el departamento destinado a albergar por dos meses al escritor de turno que había becado la Maison.

—Podemos cenar juntos en una media hora, después de que se instalen –dijo Renaud—. O bien tomamos un trago y les mostramos dónde hacer las compras. Hay un supermercado muy cerca.

Julia me miró: todavía no eran las seis de la tarde.

—Deciden tranquilos y de todos modos nos vemos en media hora, en el bar que está justo en la esquina.

Los acompañé hasta el ascensor y oí desde el palier a Julia, que abría la puerta del balcón. Había olvidado poner la silla para que no se cerrara, como nos había recomendado Catherine. Tendría que recordárselo con un cartel pegado en el vidrio, podía quedarse afuera y congelarse si yo no estaba.

“Mira”. Leía sus labios del otro lado del vidrio. Tenía los ojos brillantes como cuando nos conocimos. Me asomé y la abracé para que no tuviera frío mientras me mostraba el mar, el faro, el puente levadizo.

Entró y miró el reloj de la sala, faltaban quince minutos. Revolvió adentro de la valija y se enfrentó al espejo con un par de pulóveres y de blusas. Mientras decidía, recorrí otra vez la casa.

Un vestíbulo, una sala grande con sofá y televisor, una cocina y un lavadero. Detrás de una puerta con vidrio esmerilado, un baño con bidet y bañadera, y otro pequeño, en el que sólo había un inodoro. La ventaja de este curioso sistema típicamente francés era que uno podía afeitarse, o maquillarse –como Julia en ese momento— mientras el otro orinaba. Junto al baño estaba la habitación con cama doble a la que habíamos llevado nuestras valijas, y, del otro lado del corredor, una con dos camas pequeñas y otra que servía de estudio, con un gran escritorio, computadora y biblioteca. Desde la ventana, como desde todas las ventanas del departamento, se veía el estuario del Loire. Apoyé la frente contra el vidrio y oí abajo los pasos y el ruido de las ruedas sobre el asfalto, los graznidos de las gaviotas.

Había enviado mi solicitud tres años atrás desde Buenos Aires: una botella arrojada al mar cuando sentí que mi vida había naufragado. Desde entonces no había vuelto a escribir poesía. Conocí a Julia en un viaje a España y me mudé a su casa de Barcelona. Conseguí el trabajo en la editorial y “los acontecimientos se precipitaron”, como decían las novelas que tenía que editar. Ahora me parecía insólito que me dieran una casa y dinero por sentarme a escribir lo que se me ocurriera. “En un par de días van a decirme qué es lo que esperan que haga”, pensé.

En todos los lugares donde querría vivir o pasar una temporada me gusta el agua de la canilla. Abrí la de la cocina y me serví un vaso. Olí y degusté el agua como un enólogo. Era buena.

—¿Vamos, Julia?

Agarré las llaves que había dejado sobre el mantel de hule. Entonces lo vi. Un chupete rosa, en la repisa, junto a un frasquito de escarbadientes. Tanteé la superficie pegajosa de la fórmica. Alcancé a esconderlo en el puño justo cuando Julia se apoyó en el umbral.

—Ya deben estar en el bar.

Tenía los labios rojos y ese perfume a melón que me producía ligeras náuseas.

Tiré el chupete en la basura y lo cubrí con el Le Monde que había comprado en la estación de Montparnasse.

El dueño del bar, un corpulento pelirrojo de bigotes, vestido de negro, me estrechó la mano y le dio cuatro besos a Julia, dos en cada lado de la cara. Al parecer, ésa era la costumbre en Saint-Nazaire. Trajo cuatro copas, una botella de vino blanco y unas aceitunas.

Yo tenía que traducir los diálogos para Julia. Naturalmente me salteaba algunos. Ella asentía, ajena a mis palabras, como si entendiera todo pero le divirtiera usarme de intérprete. Se había quitado el chal, el tapado y el saco, y por un segundo sorprendí a Renaud mirándole el lunar en el escote. Ella se acomodó la blusa y supe que también se había dado cuenta. Hacía mucho tiempo que no le veía un gesto femenino como ése y me pareció una buena señal. Si hubiera sabido que un viaje al extranjero podía ser terapéutico, no habría esperado cuatro meses para pedir la excedencia en la editorial.

El anuncio de la beca había llegado en el momento justo, como casi todas las cosas que uno no recuerda que necesita. Julia se había hundido y nadie conseguía sacarla a flote. Yo estaba harto de Barcelona y de mi trabajo. El 1 de enero entraba en vigor la ley que prohibía fumar en las oficinas y los bares, y no me sentía capaz de nada, mucho menos de dejar el cigarrillo.

Renaud volvió a llenar las copas y Julia agradeció con una sonrisa. Debía encontrarlo parecido a Gerard Depardieu. Hubiera pensado lo mismo de cualquier francés alto y más o menos atractivo.

—Si tiene algún problema con la computadora o lo que sea, avíseme por favor – estaba diciéndome Catherine.

Tardé unos segundos en traducirme a mí mismo sus palabras. Asentí.

—Creo que la impresora no anda –siguió—. El escritor anterior…

—¿De dónde era?

—Ucraniano. También era poeta. Guardaba sus poemas en un diskette y venía a imprimirlos en la oficina.

La oficina funcionaba del otro lado del edificio. La puerta se abría con las mismas llaves de nuestro departamento. Entramos para que nos dieran un plano de la ciudad y algunas publicaciones de la Maison.

Julia trastabilló al bajar las escaleras, un poco por el vino y otro poco por los tacos de las botas. Alcancé a sostenerla antes que Renaud.

En la puerta pensé en avisarle, pero preferí ver las caras de Catherine y de Renaud cuando les estampó cuatro besos a cada uno.

Esa noche hicimos el amor con el mismo cuidado con que se retiran las vendas de una herida, con el mismo alivio con que se descubre que ya ha cicatrizado.

—¿Todavía duele?

—Un poco.

Le besé los párpados y la abracé. Le acaricié la espalda hasta que su respiración se hizo lenta y acompasada, y empezaron esos pequeños ronquidos suyos.

Salí al balcón y miré el mar, los barcos y el faro en la oscuridad, las luces que quedaban encendidas en el Petit Marroc, la isla del otro lado del puente. Prendí el último cigarrillo y saboreé el humo como había saboreado más temprano el agua.

Volví a la cama y besé la nuca tibia de Julia. Se dio vuelta y me cubrió con su cuerpo. Frotó sus muslos contra mis piernas, hasta que ya no tuve frío sino ganas de hacerle otra vez el amor. El puente crujió varias veces al levantarse para dar paso a los barcos. Después me quedé dormido.

En la alacena de la cocina había una lata de galletas de manteca –otra especialidad bretona— y leche en polvo. En el segundo estante, detrás de las tazas y la tetera, encontré la mamadera sin tapa. La envolví en una bolsa negra que había en el lavadero y la tiré a la basura. En el cuarto, Julia intentaba levantar la persiana. Finalmente descubrió el mecanismo y vino a la cocina atraída por el olor del café.

—¿Y eso?

Estaba envuelta en una bata de toalla blanca con dos jotas bordadas en el bolsillo delantero.

—Acabo de encontrarla en el placard de la habitación.

Dio unos pasos alrededor de la mesa, abriéndose y cerrándose la bata, como en un desfile de modas. Sacó dos galletitas del paquete y lo cerró.

—A este paso, voy a ponerme como una ballena.

—Sobre la tele está el dinero de la beca para la primera semana y el plano de la ciudad. Catherine dijo que es fácil ubicarse. Para ir al centro hay que seguir derecho por la avenida Charles de Gaulle, que es la del bar, en dirección contraria al puerto. A la izquierda está la playa.

—¿Tú no vienes?

Parecía contenta. Desde hacía varios meses me negaba a contradecirla en nada, pero ahora su pregunta no era un reclamo, sino una constatación. “Aquí va a curarse”, pensé.

—Más tarde paseamos juntos. Me gustaría trabajar un poco.

Le acaricié el pelo y la dejé frente a su taza de café. Me encerré en el estudio y prendí la computadora. El teclado francés era completamente distinto al español, todas las letras, los acentos y los signos estaban en otro sitio. Debía ser la pesadilla de un narrador, pero para un poeta era un buen ejercicio. Si el verso resistía al trabajo de descifrado del teclado, valía la pena guardarlo.

En la ventana, las gaviotas planeaban desorientadas como el cursor en la pantalla. Una hora más tarde, oí cerrarse la puerta.

Me hice otro café y hojeé la pequeña guía de la ciudad que nos habían dejado en la biblioteca. Había sitios interesantes para visitar: el astillero en el que se construyó el Queen Mary II –junto a los ascensores del Building, una ilustración a escala mostraba al trasatlántico, tres veces más grande que nuestro edificio—, el submarino Espadon, una exposición de marionetas en la mediateca y un jardín botánico, el resto era publicidad gastronómica. La verdad, prefería recorrer el departamento buscando las huellas de los escritores anteriores.

En el armario en el que Julia había encontrado la bata, había un par de pantuflas de corderoy azul. Me las probé y me las dejé puestas. Quizás iban con la bata que se había quedado Julia, no conocía a ningún escritor con las inciales J.J. En el botiquín del baño sólo habían dejado un cepillo de uñas, debajo del módulo central donde había guardado mi afeitadora, el secador de pelo y el portacosméticos plateado de Julia.

Por el departamento habían pasado muchos escritores, pero identificar el legado de cada uno era como buscar los huesos de alguien en una fosa común. ¿Qué habían dejado Piglia, Aira, Rodrigo Rey Rosa, Alan Pauls, todos esos personajes de extrañas costumbres? Después de muerto Kierkegaard, por ejemplo, encontraron en un armario de su casa centenares de tazas de todo tipo y tamaño. Nunca tomaría café en la misma taza, o quizá simplemente las coleccionaba. Volví a la cocina. Ya no estaban ni la mamadera ni el chupete, pero había otras huellas. El escritor anterior y su mujer –o la escritora y su marido, no sé por qué me resistía a imaginarme a una escritora en ese departamento—, tenían manías alimenticias: en la estantería sobre la cocina había tres tipos distintos de aceite y de azúcar, y varios frascos de miel, uno importado de Argentina. En el armario junto a la puerta, cuatro tipos de cuscús y dos tipos de arroz.

Noté el efecto narcótico de la calefacción al entrar en el otro cuarto, el que no usábamos. El radiador estaba estropeado, o tal vez sólo apagado. Levanté el edredón amarillo como si estuviera jugando a las escondidas y fuera a encontrar a alguien. No me habría sobresaltado más si hubiera encontrado a un niño: las sábanas tenían un estampado de osos, globos y caramelos de colores. También las sábanas de la otra cama. Las saqué de un tirón y volví a poner los edredones.

No me atrevía a tirar las sábanas, como había hecho con el chupete y la mamadera. Me senté y las doblé. Ya se me ocurriría algo antes de que volviera Julia. De pronto tuve un mal presentimiento y abrí el armario. Pero sólo había toallas descoloridas, sábanas blancas, sin dibujos, y perchas de alambre. Me sentía un asesino tratando de borrar las huellas de un crimen.

—¿La llave no funcionaba? –me preguntó Catherine después de abrirme la puerta.

—Ah –sólo atiné a decir.

Había olvidado que tenía que usar las mismas llaves del departamento. Debía verme ridículo con las sábanas bajo el brazo.

—¿Un café? –sonrió.

Acepté y dejé las sábanas en un extremo de la mesa llena de papeles y ejemplares de la revista de la Maison. Las paredes estaban cubiertas de bibliotecas. Saqué un par de volúmenes de autores que no conocía y volví a ponerlos en su lugar.
Catherine apoyó la bandeja junto a las sábanas.

—¿Podría dejarlas aquí? –dije.

Asintió y no preguntó nada. El café áspero, caliente y sin azúcar corrió como un bálsamo por mi cuerpo.

Catherine todavía bebía el suyo. El líquido pasaba como una pequeña bolita por su garganta. Era extraño que me hubiera parecido gorda en la estación. Las mujeres no deberían usar abrigos ni camperas infladas, ni siquiera en el Polo.

—¿Puedo fumar?

—Claro. Voy por un cenicero.

La seguí con los ojos a lo largo del pasillo y vi algo asombroso: una trenza que le llegaba hasta las caderas. Había estado allí todo ese tiempo, quieta y dócil como una serpiente domesticada.

Julia se probaba un pulóver gris de escote en ve. Me tiré en la cama y hurgué en las bolsas que tenían nombres como “La fée”, “Cloche” y “Reverie”. Otro pulóver –de angora, negro y de cuello tortuga—, una pollera negra, un pack con cinco pares de medias de lana, dos pares de medias de seda. Junto a la cama había una caja con forma de corazón y adentro, envueltos en papel rojo, un corpiño y una bikini de encaje negro con vivos rojos, y un portaligas haciendo juego.

—Mejor probate esto –dije señalando el corazón de metal.

Me recosté con la almohada detrás de la nuca, como cuando había subido al avión en Barcelona. Como si fuera a emprender un viaje.

Tampoco por la tarde pude escribir nada. A medida que pasaban los días me sentía cada vez más un impostor. ¿Y si no se me ocurría nada? No había vuelto a escribir poesía porque había entendido que se trataba de una empresa imposible. No había tantas palabras, y había que encontrar aquellas que encajaran perfectamente las unas con las otras para que los versos tocaran el cuerpo y el alma como el viento que soplaba junto al mar. Lo increíble era que hubiera tantas personas que se declararan poetas, yo mismo unos años antes. Hacer poesía era un delicado proceso químico. Algo muy parecido al amor, por otra parte. A primera vista parecía muy fácil: había tantos hombres y mujeres sobre la faz de la tierra que, necesariamente, cada uno debería congeniar con algún otro o incluso con muchos. Pero estaban las variables, el lugar y el momento y la circunstancia. Lo mismo pasaba con las palabras. Y así, el mundo estaba lleno de parejas mal avenidas y de versos malos. Claro que mis anfitriones no sancionarían a un falso poeta. En el peor de los casos, podría presentarles un mismo verso repetido varias veces, o poner en funcionamiento la técnica y pergeñar haikus o sonetos mediocres.

Me miré la cara en el espejo del botiquín. Hacía varios días que no me afeitaba. Rescaté la afeitadora detrás de varios potes de crema de belleza que Julia habría comprado también esa mañana. Tenían las indicaciones escritas en francés, español, inglés y alemán, de modo que no habría tenido problemas en encontrar lo que buscaba. Ya se había gastado por lo menos el doble de la suma que me entregaban por semana. Pero el tratamiento en Barcelona salía aun más caro, y no había dado resultado. “¡Viva Francia!”, me dije, hasta una pequeña ciudad como ésa podía ofrecer exquisiteces para el cuerpo y el paladar.

Llevábamos cuatro días en Saint-Nazaire y todavía no habíamos probado los croissants. Sentí un irreprimible deseo de tomar el café con croissants. Escribí una nota rápida y la dejé sobre la almohada para que Julia la viera al despertarse. Mi mujer había recuperado el sueño y parte de la alegría y la belleza originales. Todo lo que necesitaba era un lugar donde poder dormir sin miedo a las pesadillas, y lo habíamos encontrado.

Le di un beso en la frente. La crema había desaparecido bajo su piel sin dejar rastros y sólo se apreciaban sus efectos benéficos. Siempre pensé que hay dos tipos de mujeres: las que usan cremas y las que no. Una vez transpuesto el umbral ya no hay retorno. Era otro de mis pensamientos injustos hacia las mujeres, originado probablemente en un trauma infantil. Recordé el horror con que veía salir del baño a mi madre cada noche, transfigurada por la crema demaquillante que oscurecía y adelgazaba sus cejas y le dejaba en la cara una capa oleosa, y con qué alivio la miraba cuando venía a despertarme por las mañanas, con la piel seca y los rasgos nuevamente reconocibles.

Crucé la calle a la altura del afiche de Tintín, y tuve que caminar varias cuadras con el viento de frente, a lo largo de la avenida Charles de Gaulle. El frío me quemaba la cara, y los dedos de los pies se me crispaban como garras.

La boulangerie me abrazó como una gorda suculenta y voluptuosa, con su irresistible olor a pan y brioches recién horneados. Compré cuatro croissants, una baguette, dos quiches lorraine, y antes de salir volví por una magdalena envuelta en celofán que acababa de ver en la cesta de mimbre de la entrada.

Me olvidé del frío. Era perfectamente verosímil que Proust hubiera escrito En busca del tiempo perdido inspirado en esa pequeña maravilla que se deshacía en mi boca como la nieve que estaba por caer de un momento a otro. Pensé en Julia y en todas las cosas que Saint-Nazaire me ofrecía para regalarle: magdalenas y croissants, la nieve, las crêpes y los quesos, el vino, el faro, los grandes barcos, la playa helada. Apuré el paso para llegar antes de que se levantara. En el último estante de la cocina había también una bandeja de madera. Hacía mucho, desde antes de que fuéramos al hospital, que no le llevaba el desayuno a la cama.

La encontré sentada en el vestíbulo. No sé dónde había encontrado la muñeca. La acunaba con el pelo tapándole la cara, con un movimiento frenético, como una mecedora que no podía detenerse. Dejé caer la bolsa y la baguette. La abracé por la espalda. Temblaba y soltaba unos sollozos parecidos al hipo. Poco a poco se fueron apaciguando y le saqué la muñeca de las manos.

Nunca había reparado en que allí existía un armario. Cerré la puerta corrediza para que Julia no siguiera viendo el cochecito rosa. También había baldes, palas y rastrillos de plástico para jugar en la playa.

La senté a la mesa de la cocina. Tenía manchas rojas en la cara y los pechos le asomaban por entre la bata abierta. Empezó a delinear con el dedo las cerezas del mantel de hule. Le serví café y le acerqué un plato con los croissants.

Abrí la puerta de la cocina, junto al lavadero. Tampoco había visto esa puerta antes. El balcón rodeaba la parte trasera del departamento. Estaba tapizado de cagadas de palomas. Prendí un cigarrillo y me tragué el humo. Me hubiera comido todos los cigarrillos del paquete, uno detrás de otro. La comadrona y el obstetra me habían mirado como a un delincuente cuando confesé que era fumador. Sin embargo, nuestra hija no había llegado a aspirar ni una sola bocanada de humo. Ahora daba lo mismo morirse de cáncer, de tristeza, de tedio o de locura. El cáncer era menos doloroso y más rápido.

—¿Podríamos poner una llave en el armario del vestíbulo?

Mi francés rudimentario hacía aun más incomprensible el pedido. El armario tenía puertas corredizas, sin cerradura.

Renaud salió de uno de esos cuartos del fondo de la oficina, a los que nunca me habían hecho pasar. “¿Oui?”, dijo dispuesto a oficiar de intérprete.

Miré los ojos de Catherine. Eran grises, no negros.

Rien, rien, merci –balbuceé, y bajé la cabeza a modo de saludo.

Catherine cerró la puerta delante de su sonrisa y me quedé un rato junto al ascensor, mirando por la ventana del palier.

La luz caía como un polvo fino detrás del vidrio. La ciudad toda parecía moverse al ritmo de los barcos. Autos, hombres y mujeres se desplazaban en cámara lenta. Niños, no había. Los únicos eran los que los escritores traían al departamento del Building. Habíamos tenido la desgracia de toparnos con las huellas del anterior. La anterior. Era una niña, como la que no habíamos traído nosotros.

Tampoco el sexto día crucé el puente hacia el Petit Marroc. Di la vuelta al edificio hasta la playa. Entonces vi los otros dos faros, uno de torre verde y el otro azul, los hijos del gran faro de torre roja que se veía desde el balcón del departamento. Tuve ganas de subir con Julia hasta ese balcón que rodeaba las ventanitas y mirar el mar hasta que el frío nos convirtiera en estatuas.

La arena estaba cubierta de unos caracoles o caparazones retorcidos. Algunos estaban unidos por un lado y mostraban el interior como si alguien acabara de extraerles la perla. Un hombre con gorro de lana paseaba su perro y un viejo con calzas de lycra color fucsia hacía footing. Del otro lado de la calle, como un espejismo, había un bar de paredes vidriadas y sillas de mimbre verde –un simulacro del Deux Magots de Sartre y Simone de Beauvoir, pero con mesas de fórmica. “Ouvert” anunciaba la pizarra.

Sólo desde el bar vi los pinos que rodeaban la playa. Una especie tan curiosa como los habitantes de esa ciudad: tenían la altura de los plátanos, y una copa redonda, pequeña y tupida como una esponja. Apoyé junto al café el caracol que había recogido para Julia y saqué mi cuaderno y las Nuevas impresiones del Petit Marroc de Aira, que había encontrado en la biblioteca del departamento. Otro hombre de campera azul paseaba su perro por la playa.

Cuando alcé la vista del libro, el cielo estaba atravesado por una franja rosa y se habían prendido las luces de la costanera y de los autos.

Allez, vite –dijo de pronto la dueña del bar. Oí un ruido de sillas, gritos y puños, y con los insultos me llegó el aliento del borracho que salía tropezando, antes de que lo empujaran y cerraran la puerta. Lo vi subirse a un auto estacionado frente al bar y por un momento tuve la certeza de que iba a estrellarse contra mi mesa. Pasó de largo, con el índice en alto.

Poco después, una pick up con una valija en el portaequipajes paró delante de la playa. El conductor bajó y abrió la puerta trasera, de la que salieron dos niños y una niña con gorros y bufandas color rojo. Por el otro lado salió la madre, con un bebé en los brazos. Los chicos bajaron corriendo a la playa y el hombre pasó el brazo por el hombro de su mujer. Se quedaron un rato mirando a los chicos que jugaban cerca del mar. Después subieron otra vez al auto y desaparecieron.

Julia estaba sentada con una bolsa de croissants.

—Tienen queso –dijo mirando el pequeño rectángulo de cielo negro en la ventana de la cocina.

—No, no tienen relleno. —Me acerqué pero ya no quedaba ninguno en la bolsa.

—Se lo pondrán en la masa, entonces.

Asentí vagamente y me serví un vaso de agua. Tragué un sorbo y lo escupí en la pileta. Para ahorrar dinero y viajes al supermercado, llenaba las botellas vacías con el agua de la canilla. Saqué las dos que había guardado en la heladera y las vacié.

Con el paso de los días también el agua acababa arruinándose. El cambio era imperceptible a primera vista. Esa misma mañana había descubierto una cinta de moho en el borde de la bañadera, parecido a la falsa nieve que adornaba los pinos de navidad del Hôtel de Ville.

Dejé el caracol junto a Julia, sobre el mantel cubierto de migas.

La tercera semana descubrí en el Petit Marroc un parque infantil abandonado, con las hamacas y los toboganes destruidos, una cocina de juguete y mesas y sillas de plástico rotas. Habían reconstruido toda la ciudad después de los bombardeos de la segunda guerra, hasta la iglesia, pero se habían olvidado de ese parque. Ahora ya no tenía sentido reconstruirlo, no había niños en Saint-Nazaire. Volví a casa y metí adentro del cochecito rosa la muñeca, el balde y las palas que Julia había encontrado en el armario del vestíbulo. Lo empujé hasta la isla del otro lado del puente levadizo, y abandoné en el parque mi ofrenda, como uno de esos ramos de flores que terminan pudriéndose delante de las tumbas.

“Ya basta de croissants y crêpes y pizzas congeladas”, me dije. Iba a alimentar a Julia con el mismo cuidado con que lo hacía durante su embarazo, para asegurarle las vitaminas y proteínas necesarias. Llené el carrito del supermercado de frutas, verduras, carne y pescado. Dudé delante de los quesos: teníamos quesos de todo tipo en la heladera, y a Julia le habían empezado a salir granos, ya fuera por los quesos y la manteca, o por esas cremas que atiborraban el botiquín.

Abrí el cesto de basura para tirar las bolsas vacías y vi los envoltorios de nylon transparente de los quesos envasados, y los de papel de aluminio con la etiqueta del brie Président y La vache qui rit.

—Yo ya comí –dijo Julia. Llevaba un pijama nuevo, grande, con cuadros rosa y blanco, que me pareció haber entrevisto en las góndolas del supermercado.

—¿No querés una ensalada, o una fruta?

Se sacudió el pelo. Lo tenía un poco pegajoso, como si se lo hubiera untado con crema.

—Me voy a dormir –dijo y movió la mano despidiéndose.

De repente también yo me sentí gordo, pesado y somnoliento. Me preparé una ensalada y me senté frente al televisor con un repasador y la ensaladera sobre las piernas. Habían tenido la piedad de dejar una película de Hitchcock en su idioma original. Ya había empezado, no tenía que entender la trama. El sabor de las endivias frescas y los gestos femeninos de Cary Grant me relajaron como un baño de espuma. Las escenas se encadenaban a la perfección. Era como seguir los movimientos de un mago con la ingenuidad de un espectador que no intenta descifrar el truco. Hitchcock era un gran mago. Si yo fuera narrador en vez de poeta, me dije, lo tomaría como modelo.

Hitchcock le había dado a Truffaut una regla para los films de suspenso basados en la persecución de un objeto: para apropiárselo, los protagonistas debían ser capaces de violencias y asesinatos, hasta que, cuando finalmente lo conseguían, nos dábamos cuenta de que no valía la pena. En la vida, esa regla se aplicaba a la persecución de la riqueza, del amor, del éxito, de un buen poema: de todo, con la excepción, quizá, de los hijos. Pero nosotros ya no íbamos a comprobarlo.

Al final, después de un tortuoso descenso por el monte Rushmore, la estatuilla que ocultaba los valiosos microfilms se rompía, y sus pedazos —y los microfilms— yacían abandonados al pie de la cara de Jefferson. Cary Grant se quedaba con la chica, cuyo poco valor también acabaría por descubrir, tarde o temprano.

Las colillas en el cenicero me recordaron esos insectos que se carbonizan atrapados en los tubos de luz. Las tiré a la basura, sobre la cara de La vache qui rit. Habíamos llegado a Saint-Nazaire para escaparnos, y todo, hasta una película de Hitchcock por cable, nos devolvía a nuestra hija muerta. Era como esos cadáveres que los asesinos arrojan al fondo de un río y la marea devuelve a la orilla.

Busqué en el armario de la cocina otro cenicero para llevar a la habitación. Tanteé en el último estante, donde había encontrado la mamadera. Había restos de hojaldre y una caja de cartón con un pedazo de galette.

Me desnudé en la oscuridad, me puse el pijama y me acosté con cuidado de no despertar a Julia, que dormía entre las sábanas húmedas. Un olor agrio llenaba la oscuridad. Le di la espalda y me acerqué todo lo que pude al borde de la cama. Tuve un sueño extraño y reparador: pasaba de uno y otro lado del pelo de Catherine, igual que hacía cuando era pequeño con una cortina de cintas de goma que había en la quinta de mis padres.

¿Cuánto hacía que estábamos allí? ¿Dos meses? ¿Un año? El último diario lo había comprado en la estación de Montparnasse. Entré en un tabac y pedí el Le Monde. Martes 31 de enero: hacía un mes que habíamos llegado.

Vi a Julia cruzando la avenida Charles de Gaulle con dos bolsas del supermercado y retrocedí. ¿Sería el grueso tapado gris y los pulóveres debajo lo que la hacía tan enorme y lenta? Sentí una mezcla de ternura y repulsión, y tragué saliva para asimilar ese nuevo sentimiento que ahora me inspiraba mi mujer. El mismo que había sentido la tarde anterior, al espiarla por la cerradura del baño y verla sentada en el bidet, comiendo un croissant mientras las migas caían sobre la bata de toalla.

Las gaviotas, enloquecidas y ruidosas como cuervos, sobrevolaban un barco pesquero que acababa de entrar en el estuario. Di la vuelta por el lado del río, entré al bar y me senté de espaldas a la playa.

Un grupo de hombres, los mismos de siempre, bebían sentados o parados contra la barra, los ojos a la altura de los pechos de la patrona, que iba y venía llenando vasos, abriendo y cerrando la caja registradora. Tenían por costumbre pedir la cuenta cada tanto, para tratar de controlarse. Sus movimientos se hacían más temblorosos y torpes a medida que aumentaba el porcentaje de alcohol en la sangre. Se señalaban con el dedo e inclinaban el cuerpo hacia el interlocutor, pero le hablaban de costado, sin mirarlo a los ojos. Un viejo de campera de cuero tartamudeaba frente a un chico marroquí de gorro de lana y zapatillas blancas. El chico le tocaba el codo y el hombro. Buscaba el dinero de la cuenta en los bolsillos y sólo encontraba monedas de poco valor que iba poniendo sobre el platito. Al final, el viejo pagó la cuenta de los dos.

“En un rato voy a verlos salir juntos”, pensé. ¿Por qué todo en Saint-Nazaire empezaba a parecerme promiscuo y sórdido? El bar, la camarera de largas uñas rojas, sus clientes. ¿Cuál era exactamente la relación entre Renaud y Catherine? ¿Estarían juntos ahora, en el cuarto del fondo de la oficina? ¿Acaso tenía celos? No. Ese sentimiento me habría tranquilizado, habría sido un síntoma de recuperación. Pero se trataba de una reacción primitiva, la respuesta de los perros de Pavlov, que segregaban saliva y tenían hambre cuando sonaba la campana que los llamaba a comer.

La cortina tenía el mismo color amarillo de los edredones. Un paisaje de rascacielos, autopistas y edificios con antenas estaba impreso en la tela con finas líneas blancas. “El paraíso de los saint—nazarianos”, pensé. Abrí las ventanas para que el viento helado desinfectara y purificara la casa. Julia salió enseguida, como las cucarachas y las ratas cuando se enciende una luz. Más bien, como un hipopótamo en busca de comida. Los árboles negros y sin hojas, con unas vainas delgadas colgando de las ramas, parecían grietas en el paisaje.

—¿Puedo? –dijo Catherine señalando la impresora que acababa de escupir la primera hoja, sin título, con una misma línea repetida cinco veces.

—¿Una cuna vacía? –acentuó todas las últimas aes y arqueó sus cejas tupidas como el borde de los pinos de la playa.

Un berceau vide.

Me devolvió la hoja y puso su mano sin peso, como un pañuelo blanco, sobre mi antebrazo.

—En el cuarto del fondo hay una biblioteca, si quiere consultarla… –dijo en el umbral, pero yo ya bajaba la escalera y no me di vuelta.

—Llamó Renaud, para invitarnos a tomar algo en el bar de la esquina –dijo Julia y me miró con sus ojos bovinos.

Agarró su bolso como si tuviéramos que bajar en ese preciso momento, pero yo me senté en el sofá a leer el diario.

—Podrías ponerte la pollera negra –dije distraído—, esa que te compraste cuando llegamos.

Hay muy poco —o más bien nada— escrito acerca de la importancia de la ropa en el matrimonio. Si fuera filósofo, o sociólogo, en vez de falso poeta, escribiría un ensayo. El matrimonio: cuántas grandes y pequeñas tragedias, batallas, exploraciones y descubrimientos, tratados y pactos, nuevas oportunidades desperdiciadas. La historia de cualquier pareja podía ocupar más tomos que toda la historia de Francia.

Julia trataba de subir la pollera a través de las caderas. Estaba frente al espejo pero no se miraba. La pollera cayó vencida, con el cierre probablemente roto. Las medias de seda le llegaban un poco más arriba de las rodillas, y la carne blanca las rodeaba como un donut crudo. La bikini de encaje parecía un sello negro aplicado a presión sobre un gran queso.

Se puso el viejo pantalón de gimnasia que yo había metido en la valija porque sabía que lo usaba como pijama, el pulóver negro de cuello alto, y demasiado perfume de melón.

También Catherine tenía un pulóver negro. Llevaba sus largas trenzas en dos enormes rodetes a los lados de las orejas, como una princesa galáctica.

El pelirrojo nos sirvió las copas de vino blanco y las aceitunas. Esta vez trajo unas rodajas de pan.

Los ojos de Julia cayeron como tenedores sobre el pan, y su mano salió del abrigo como una boa para atrapar una rebanada. El anillo de plata con la piedra negra que habíamos comprado en México, en nuestra luna de miel, había pasado del dedo mayor al anular y parecía fundirse con la carne del dedo.

Renaud se había sentado frente a ella y le miraba la boca. No era la mirada de la primera vez. Yo mismo reconocía mi mirada en la suya.

Julia me habló al oído: “¿Dónde está el baño?”. Tenía una miga de pan en el labio superior y se levantó antes de que pudiera sacársela.

Cuando volvió, lenta y gris, con el tapado todavía puesto, me di cuenta de que no eran ideas mías. Sólo la mirada de Catherine se mantenía intacta. Una mirada de comprensión, de cariño, incluso. Si al menos pudiera rescatar el cariño de las aguas nauseabundas de mi corazón, pensé. La culpa no era de Saint-Nazaire, tampoco nosotros éramos los culpables. La culpable era nuestra hija. Un fantasma que insistía en seguirnos a esa ciudad sin niños y no acababa de morirse nunca.

Pero Julia ya no se daba cuenta de nada. Yo ya no traducía para ella, y ella ni siquiera nos miraba. Buscaba el río detrás de la ventana. Tenía los ojos blancos y opacos, como las luces sobre el agua brumosa.

—¿Y qué le pareció el texto de Mignone? –me estaba preguntando Renaud.

—Es una copia de un cuento de Cortázar, Continuidad de los parques. Puedo mandarle el libro, si lee en español.

Catherine despegó los labios y volvió a juntarlos. Faltaban apenas unos días para que terminara mi beca. Ya no podían echarme, en todo caso. Terminamos nuestras copas y nos despedimos en la puerta. Julia no les dio ningún beso esta vez. “Au revoir”, murmuró con las manos en los bolsillos del tapado. Siguió mirando el agua negra en la que temblaban las luces hasta que entramos en el edificio.

Estaba dormida cuando salí del baño. Le levanté el pijama. Le desprendí el corpiño y le bajé las medias hasta los tobillos para que los elásticos no siguieran lacerándola. Tenía la piel del torso, la cadera y los muslos atravesada de líneas rojas como latigazos.

Con los hombres era fácil saber si roncaban o no: todos los barbudos roncaban. Con las mujeres no se sabía. Hasta el ronquido de Julia había cambiado. El tenue resoplido sibilante había mutado hasta convertirse en esos bramidos nocturnos. ¿Roncaría Catherine? Yo nunca iba a averiguarlo.

El ruido traspasaba los tapones de silicona que había comprado en la farmacia. La moví suavemente y luego con más violencia. Los ronquidos cesaron por un momento, y luego recomenzaron. Fui al estudio pero no escribí. Me dormí sobre el escritorio, envuelto en el edredón del cuarto vacío.

Fue una mañana o una tarde, no lo recuerdo. El tiempo en Saint-Nazaire no era igual que en otros lugares. Las horas pasaban como las edades remotas de la historia: una especie de dinosaurios desaparece y no importa que hayan transcurrido doscientos o trescientos millones de años. Además, el frío me había anestesiado. Al llegar de la calle no encontré a Julia. Se había llevado su valija y su ropa. Busqué por todas partes una nota, pero todo lo que me había dejado eran las cremas en el botiquín.

No hice nada ese día, tampoco al otro día, ni al otro. Pensé que Julia estaría esperándome en Barcelona, en nuestra casa. Quizás hubiera vuelto con su familia. Las aguas del Loire siguieron fluyendo hacia el mar detrás de la ventana. En las noches sólo se oían, como siempre, algunos pasos en la calle, autos que se alejaban, y cada tanto, el ruido del puente. Una madrugada, salí a fumar al balcón y el aire estaba tan húmedo que no conseguí prender el cigarrillo, se me cayó al suelo y entré porque hacía demasiado frío.

El día anterior a mi partida tomé el bus en la parada de la avenida, frente al afiche de Tintín.

—¿Hasta dónde llega? –le pregunté al conductor.

—Hasta el Tumulus de Dissignac –dijo apretando la colilla entre los dientes, y enseguida recordé la foto en la guía de Saint-Nazaire.

—Es una reliquia celta –agregó.

Una ciudad nueva se deslizaba por la ventanilla: en la rue Pornichet, dos calles con casas del siglo XVIII que habían sobrevivido milagrosamente al bombardeo, el jardín botánico junto al mar, cinco panaderías que no conocía y una biblioteca con el nombre de Anna Frank. En un cruce de caminos había un calvario, una de esas cruces de piedra que alejan los malos espíritus.

—Aquí es –me dijo el conductor. No quedaba nadie en el bus—. Paso en diez minutos a recogerlo, si no, tendrá que esperar al próximo, una hora más tarde. –Estaba de mal humor, acaso porque era domingo y sólo unos pocos buses deambulaban vacíos por la ciudad.

El túmulo estaba rodeado de un cerco y era inesperadamente pequeño, pero se trataba del mismo tipo de antigua construcción piramidal que existía en Galicia, en México, en Egipto y Babilonia. Sin conocerse, los hombres de distintos rincones del planeta habían levantado los mismos templos, monumentos y plegarias. Pasaron los años y los hombres y sólo quedaban esas piedras apiladas, roídas por el pasto o la arena, y en el interior, polvo de huesos.

Me bajé en la misma parada en la que me había subido al principio y caminé hasta el supermercado para comprar leche y algo de fruta. A la salida crucé a la antigua base submarina que habían construido los nazis sobre el puerto.

Subí por una escalera de acero y recorrí la plataforma desierta. Un laberinto de cemento erizado de alambres de púa albergaba una galería de fotos. Miré las imágenes de los bombardeos, y las de antes de la guerra, que mostraban una Saint-Nazaire dorada y feliz. Parejas con niños de la mano saliendo del correo, de una estación y de un café que ya no existían. Todo estaba destruido ahora, o tenía otro nombre. Sobre los escombros de esas calles que antes salían del puerto, habían construido el supermercado y una gran plaza parecida más bien a un párking, con una extraña escultura de colores: la plaza de América Latina.

Recorrí otra vez los pasillos de la base como si persiguiera la imagen de Julia. Era allí adonde iría cuando salía del supermercado. Pasaría las horas frente a esas fotos. Triste y vacía, ella también era una sombra de lo que había sido una vez. Se sentaría en esas sillas de acero atornilladas al suelo, esperando la nieve que nunca llegó.

Pero ahora sí estaba nevando, por fin. Unos copos ligeros como pétalos blancos. El agua del río entraba en los alvéolos de hormigón, donde antes dormían los submarinos nazis, y mis pasos resonaban como en una caverna por las galerías subterráneas de la base.

Ya en la puerta apoyé las valijas y regresé a servirme el último vaso de agua. Volvió a gustarme, porque me iba.

Al cerrar la canilla lo escuché por primera vez. Era un chirrido que venía del fondo de los caños. Un crujido, como el de los engranajes del puente. Por eso me había pasado inadvertido hasta entonces. Pero ese lamento ahogado y largo tenía que haber estado allí antes de que viniéramos. A menos que nosotros lo hubiéramos traído. Ahora seguiría en todas las tuberías de la casa, para los escritores que vendrían, y para todos los que quisieran oírlo.

Renaud me esperaba en el bar de la esquina para llevarme a la estación. Quizá también Catherine quisiera decirme adiós.

Saint-Nazaire, 10 de enero de 2006
(Este cuento pertenece a A nadie le gusta la soledad, Emecé, 2007)

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