LA EXPERIENCIA DEL TIEMPO EN HIMNOS TARDÍOS, DE JAIME SILES

Université Lumière Lyon2




El concepto de tiempo está presente a lo largo de la trayectoria poética de Jaime Siles, sin embargo toma mayor importancia en el poemario publicado en 1999, Himnos tardíos. El propio poeta explica que « el tiempo apareció muy tarde en [su] obra », por lo menos como concepto fundamental[1]. […]

Íntimamente unido al sentimiento de nuestra existencia, el tiempo parece escapar de todo intento de definición. Pascal lo utiliza como ejemplo de esos términos fundadores « imposibles e inútiles definir […]. Y además ¿por qué intentarlo? ya que todos los hombres conciben lo que uno quiere decir cuando habla del tiempo, sin tener que precisar aún más. […] así que frente a la expresión ‘tiempo’ todos piensan en la misma cosa »[2]. Con todo, añade : « Sin embargo, hay diferentes opiniones relativas a la esencia del tiempo ». Así pues, el tiempo aparece como una intuición inmediata y continua, pero que resulta difícil pensar.

La primera sección de los Himnos tardíos los pone bajo el signo del otoño, que el motivo de la ‘hoja’ que cae transmitirá a lo largo del poemario. Si la sucesión de las estaciones ritma la vida, el otoño corresponde aquí a la etapa de la madurez, madurez desde donde el locutor mira hacia un pasado de formación y un porvenir que se dibuja tal una « expiación ». El canto poético de estos Himnos, según la acepción contemporánea del adjetivo ‘tardío’, se eleva al final de una época: así pues la dimensión temporal se inscribe en el propio título. […]

En el poema se esparce un espacio imaginario, donde el locutor se expone como cuerpo en relación con el cuerpo del mundo. El poema « traduce experiencias vividas »:

[…]. Tú que me lees no sabes

nada, no, de mi vida. El poema traduce

experiencias vividas. Experiencias: visiones

en la memoria sidas. Experiencias: canciones

cantadas y leídas en el cuerpo del libro

único de la vida.[3]

En el verso « experiencias vividas. Experiencias: visiones », la construcción anafórica pone de realce el vocablo ‘experiencias’ repitiéndolo al principio de cada hemistiquio del alejandrino. Además y como en el verso siguiente, se añade, a la pausa marcada por el punto que cierra el primer hemistiquio, la de los dos puntos impuesta en medio del segundo hemistiquio. Esta segunda pausa crea un efecto de espera de la definición, que se encuentra suspendida una vez más con el encabalgamiento: « visiones / en la memoria sidas » y « canciones / cantadas y leídas en el cuerpo del libro / único de la vida ». La primera definición remite a una toma de conciencia interna, transmitida por el ejercicio de la memoria. El término ‘visiones’ extiende el poder de la videncia rimbaldiana hacia lo « desconocido » del pasado[4]. En cuanto a la segunda definición, nos traspone en el campo de lo sensible, a través de una puesta en relación (la etimología del participio pasado ‘leídas’ sigue este sentido) con la vida, considerada a la vez como « cuerpo » y « libro », dos realidades fundadas sobre el enlace. Ahora bien, la palabra ‘vida’ se manifiesta precisamente como el hilo conductor, desde el principio del texto: en este fragmento, tenemos una serie de cinco versos, compuestos de una rima interna rica en [ida] dimanada de la palabra vida, que aparece al principio y al final del fragmento citado. De modo que datos de la conciencia y de la sensibilidad se coordinan en una definición de la experiencia[5].

Por otra parte, la palabra ‘tiempo’ se refiere a una realidad común a todos, una amplia abstracción que cada uno interpreta durante la experiencia de la vida. El plural de la palabra ‘experiencia’ transmite la diversidad de lo vivido: la página de la segunda persona se distingue de la página de la primera persona (« Tú que me lees no sabes / nada, no, de mi vida. […] / En este libro único / tu página está escrita »)[6]. Sin embargo, esta pluralidad parece unificarse en el « libro único » de la vida. Así que vamos a intentar destacar las estructuras de un espacio imaginario colectivo que un sujeto poemático ha interiorizado.

Lo irreversible

El orden del tiempo, y más precisamente lo irreversible de este orden, se impone a nosotros. Cuando el tiempo deja de intervenir, parece que podemos invertir todo lo que tiene un sentido. Sin embargo, por más que intentemos dar media vuelta, nada puede deshacer la ida, aunque haya una vuelta. El volver, el regreso aparecen no como un sentido prohibido sino como un disparate sin sentido; toda acción, caída en el pasado, resulta ser imposible de corregir, si consideramos el sentido figurado del sustantivo ‘error’: « Han pasado los años: reconozco / el error que yo fui »[7]. Proveniendo del latin error, erroris, significa en sentido propio ‘acción de errar por todas partes’. En esa vuelta hacia sí mismo, el locutor descubre una errancia: en el pasado, creyó tener la posibilidad de decidir del sentido que daría a su vida, al mundo y a las cosas, a través del lenguaje. Pero las distintas direcciones que este lenguaje le ofreció revelan ahora « laberintos de palabras », en una especie de asimilación entre el sentido figurado y el sentido propio del vocablo ‘sentido’[8].

En las primeras páginas del poemario, ya comprendemos que la reflexión sobre el tiempo emana de un cuestionamiento sobre la vida: « ¿Viví, viví: vivía? »[9]. Impregna el verbo ‘vivir’ de las dos modalidades del tiempo, la del instante vivido y la de la duración, a través del empleo del pretérito indefinido y del imperfecto. El semantismo del verbo ‘vivir’ permanece muy general, mientras que el pasado indefinido se utiliza más bien para señalar un acontecimiento preciso y ya cumplido. Tenemos la impresión de que la duplicación del verbo permite entonces conservar la idea de sucesión de acontecimientos, en un intento objetivo de captar el tiempo. Sin embargo, este carácter de perfección que le confiere el aspecto cumplido, se encuentra desviado enseguida, tras la pausa de los dos puntos, por el imperfecto. Implicando a la vez lo cumplido y lo no cumplido, este pasado que ya posee un pasado contiene una carga afectiva. Así que, en la experiencia cotidiana, los cursos de la vida y del tiempo se confunden. En efecto, se considera la vida como el intervalo de tiempo que separa el nacimiento de la muerte. Por otra parte, cada hombre experimenta el tiempo y toma conciencia de él a partir de su propia vida, sea contemplando el pasado, es decir el tiempo ya transcurrido, sea proyectándose hacia el futuro o el final. En su meditación sobre el pasado y su toma de conciencia del tiempo que pasa, no como una sucesión de acontecimientos sino como una duración irreversible, el locutor silesiano contempla la totalidad de la vida.

Mi final es esta

horizontal herida geométrica

que, en el fondo de un vaso,

no se detiene y, quieta,

como una marcha firme,

empieza a transcurrir.

(« Himnos tardíos I », p. 26)

Nuestra finitud y nuestros límites (el hombre reducido por metonimia al curso de su vida se encuentra encerrado en un vaso) se concentran en una línea horizontal (figura clásica para dibujar la línea del tiempo). Esta línea horizontal, « en el fondo de un vaso », recuerda el peso de la fuerza de atracción que nos ata a la tierra: estar en el tiempo, es vivir sobre la tierra y recíprocamente. En cambio, bajo la bóveda celeste, « arracimados en la sombra / de la cóncava rama que sostiene los días », « Dioses o Dios » « de vez en cuando miran / y sus ojos son ráfagas »[10]. Nuestra naturaleza temporal y terrestre se define oponiéndose a una trascendencia, representada aquí por las ráfagas verticales que rompen el curso de nuestra vida o irrumpen en él. Esta verticalidad nos conduce hacia otra dimensión temporal, que podríamos definir como una atemporalidad mítica.

La línea, la división en años, estaciones, o días corresponden a una representación espacializada del tiempo. La experiencia común nos ofrece un tiempo inmóvil, medible y divisible, que intuye el locutor de Semáforos, semáforos en el poema « Variación barroca sobre un tema de Lucrecio »: « que somos el rumor de los reflejos / de las horas, los días, las semanas »[11]. De manera similar, en el poema « Décima en el espejo » del mismo poemario, el título traiciona esta tentación de querer fijar el tiempo en la esfera de un reloj[12]: se agrega a la inmovilidad del espejo la división en décima, reproducida en la forma estrófica del poema escrito en décimas. Paradójicamente, esta manera de fijar (« está fijado como el día ») lo que nos escapa (« a qué conduce su caer ») hace aún más perceptible el transcurso del tiempo y la aproximación de la Nada[13]:

el yo repasa su número de cuenta

y ve cómo los ceros se anulan en la cifra sin números

del amor a la vida […]

(« Oda al otoño », p. 19)

El descuento del tiempo deja paso a un tiempo que se desgrana: la comparación de la vida con una cuenta bancaria que se vacía, o con el curso de una moneda como en los últimos versos del poema « El oro de los días » (« […]. Adiós, mentiras de mi pobre moneda / en curso todavía »), concreta con más fuerza el déficit al que conduce el tiempo[14]. Esta idea de pérdida implica entonces la de un retroceso imposible.

[...] mirar hacia nosotros mismos

/... /

con un amor a todo lo que somos

y a cuanto con nosotros se dispone a morir:

/... /

[...] y los puntos del tiempo

a los que no se puede regresar.

Me despido de todos y de todo,

no de vosotros sólo: me despido, sobre todo, de mí,

con quien sé que nunca más voy a encontrarme-

que otro cruza la calle que yo piso,

que otro lleva la ropa que yo llevo,

/…/

Por eso la vida es un exilio

pero no de un punto sino de todo el tiempo.

(« El oro de los días », p. 17)

La reflexión sobre el pasado atestigua el carácter vano y utópico de toda tentación de regreso, aun de regreso a un espacio dado, lo que condena al hombre a un exilio perpetuo. Paradójica y definitivamente, el pasado es todo lo que fue, precisamente porque ha perdido toda existencia y se identifica con la sombra del recuerdo. Como un fantasma, vuelve a surgir bajo la forma de naufragios que son pruebas de « las borrosas ruinas de nuestra identidad »[15]: « Entre pecios hundidos y restos de naufragios / el yo repasa su número de cuenta »[16]. El pasado se va hundiendo en la Nada; el sujeto, desprovisto de identidad, se ve reducido a una pura ficción (se evoca a menudo el « personaje » del yo): « y viéndome en sus luces hundirme como un bulto / en un lienzo de sombras »[17]. En su paso imperturbable y regular (siguiendo el ritmo de los días), el tiempo toma la forma de un agujero negro, de un movimiento que paraliza y devora la vida: « la tarde avanza en multitud de muertes »[18]. El camino elegido nos lleva hacia el final y la visión del pasado contamina el futuro, futuro revelado (« el apocalipsis de los ojos ») como un campo desolado (« el veneno de la desolación »)[19]. Esta inserción del pasado en el futuro, su persistencia, ya no remite a un tiempo irreversible, sino a un tiempo irrevocable, diferencia que parecen intuir los versos de Siles:

Lo haber-ocurrido irreversible, siendo ante todo un haber-sido (fuisse), es un pasado fugaz; sin embargo, el pasado es demasiado tenaz cuando es « irrevocable »: en este caso el haber-ocurrido es generalmente un haber-hecho (fecisse) y un haber-querido cuya iniciativa pertenece a la libertad humana. […] El que el hombre sufra de lo irreversible o de lo irrevocable, depende de si la presencia del pasado no está bastante presente o de si al contrario, está demasiado presente[20].

Según Henri Bergson, « tenemos miedo instintivamente de las dificultades que suscitaría para nuestro pensamiento la visión del movimiento en lo que éste tiene de movedizo »[21]. El tiempo no acepta estar encarcelado en el espacio: lo pone en movimento y lo perturba. En esa percepción sensible y aguda de un espacio movedizo, y pues imposible de captar, los pilares fundadores se derrumban:

Ese momento en que

lo más seguro del tablero son las torres

y también éstas parecen minadas en sus bases.

Ese momento en que lo único que pasa

es el hueco todo de la vida, vacío incluso de su aire.

(« Partida de ajedrez », p. 50)

Esa visión de un espacio inestable porque atravesado por el tiempo, prolonga nuestra reflexión sobre la imposibilidad del regreso. En efecto, en el fragmento citado, notamos la estructura anafórica « ese momento en que », que se repite siete veces y que proviene de los versos siguientes: « el momento en que todo en la vida / es un retroceder »[22]. Paradójicamente, el locutor considera aquí ese instante de un posible regreso, en el que el curso de la vida no toma el camino de un devenir, sino el de un « desdevenir » que implica una pérdida de la realidad y una pérdida de sí [23]: por ejemplo, el jugador más diestro calla, las piezas del tablero « parecen zozobrarse », « los caballos levantan los cascos y las patas / en posición de salto y sin poder saltar »[24]. ¿No está ya presente, en las expresiones mi desmí, mi desyo, mi desmemoria del poema « Himnos tardíos I », este proceso de « desdevenir » (que es una forma de devenir), empezado desde el principio de la obra, a nivel del lenguaje, con el de des-significación (evocado en una Nota del autor en Poesía 1969-1980)[25]?

« Recuerdo, sí, recuerdo el oro de los días »[26]; por cierto, el recuerdo persiste, pero sólo remite a una « idea de la realidad »:

el recuerdo de lo que fue la vida

constituye nuestra única idea de la realidad.

Estamos solos, pero ya lo supimos.

(« Oda al otoño », p. 18)

Por la pérdida de contacto con una realidad pasada, el sujeto se abandona, en el presente, a la soledad, como un cuerpo lanzado en el vacío. Ahora bien, en la medida en que la construcción de sí participa de un ejercicio de memoria, aparece una identidad en ruina al ir borrándose, en la memoria, las imágenes del pasado. « El ser del pensamiento » se deshoja: « Otoño es el lenguaje del yo hacia su pérdida, / donde no caen las hojas sino el ser del pensar »[27].

A menudo considerado como ser-en-el-mundo, el hombre se define también como un ser de lenguaje, pues « vivimos en la lengua »[28]. En las relaciones entre sujeto y lenguaje, la persona se transforma en personaje, o sea en un ser de ficción. Como « todo lenguaje / es —y es sólo— un acto de pensar », el vacío de los significantes contamina « el ser del pensamiento » que somos[29]. Recíprocamente, la sensación de vacío, que se apodera de nosotros, se repercute sobre el lenguaje: « ¿Quién soy, quién somos en esta noche múltiple; / quién dice, quién me dice la nada de la palabra yo? »[30]. Esta reciprocidad entre el Ser y el lenguaje se intensifica con la repetición paralela de los verbos ‘ser’ y ‘decir’, que subraya el interrogativo, señal de inquietud. El paso del tiempo aleja el pasado, que se desrealiza y se borra en nuestra memoria. Así como « memoria y pasado se confunden », sujeto y lenguaje se cruzan[31]. De modo que del cuerpo real al cuerpo del signo, la ansiedad frente al vacío invade todo el Ser, ansiedad expresada en la forma interrogativa del dístico liminar: « ¿Dónde está el mundo cuando no está en mí? / ¿Dónde estoy yo cuando en mí no hay nadie? »[32]. « Dos preguntas sin respuestas que constatan que el Yo es totalmente contingente y que el mundo existe sin él »[33]. Esta pérdida de la realidad, de sí mismo y del lenguaje nos da la impresión de un ser soltado en el vacío: « pues lo propio del tiempo es que nos hagamos sensibles menos por el don nuevo que nos trae cada instante que por la privación de lo que pensábamos poseer y que cada instante nos quita »[34]. Comparando la vida con el ajedrez, Siles explica que vivir es perder. Esta concepción reanuda con el miedo a lo desconocido. « Somos como las piezas » del juego:

[...] Nunca se sabe

qué les va a suceder a los peones,

/... /.

Nunca se sabe. No. Nunca se sabe

qué es lo que mueve a quién.

(« Partida de ajedrez », p. 53)

La repetición del sintagma « nunca se sabe » traduce la ansiedad del locutor. Dominado por un movimiento que no controla, el hombre se desplaza en la vida como un peón movido por una mano desconocida. No sabe ni a dónde va, ni cuándo se va a para el juego, sabiendo que el fin del juego significa la muerte.

Por su carácter irrevocable, el pasado es objeto de una ética del remordimiento, y su irreversibilidad puede suscitar una poesía de la añoranza. La mirada hacia una juventud « perdida », la elección del otoño, estación del ocaso, para hablar de la vida presente, coincide con ese tipo de poesía.

El empleo frecuente del verbo « sentir », y su forma pronominal, manifiestan una vivencia del tiempo. Más allá del concepto o de la idea general, el tiempo se encarna, pasa por el cuerpo. Citemos lo que Siles escribe hablando del otoño, que podemos considerar como parcela de tiempo: « Comienza a verse casi / en el mismo instante de sentirse »[35]. Como cuerpo, el hombre no se reduce a un punto situado en un espacio, es atravezado por lo que lo rodea. Invadido por el vértigo cuando, en las alturas, mira hacia abajo, « hacia el fondo », experimenta la misma sensación cuando mira hacia el pasado: « y miramos el fondo de cuanto antes era superficie / y nos sentimos mal »[36].

Entre la construcción de sí, dirigida hacia el futuro, y la « sensación de la nada », producida por el tiempo que transcurre, el dolor se insinúa. El paso del tiempo destruye toda construcción ontológica: « Dolor de no haber sido y no ser todavía / y nunca poder serlo ni en una nueva vida »[37]. Con la acumulación de estructuras negativas, el locutor personal edifica el « autoretrato del dolor »[38]. La especificidad del dolor radica precisamente en el hecho de que no puede aprehenderse sino a través de una experiencia personal; sigue siendo efectivamente difícil de evaluar de manera objetiva, de ahí la importancia de un locutor personal. Ese « dolor de vida » fragiliza el hombre que se siente desnudo: « Ya no queda sino el desnudo al sol / y este tosco vivir a la intemperie »[39]. Esa desnudez recuerda la figura del mártir que Henry Gil analiza:

Así como el Verbo se encarnó, la metafísica silesiana, abstracta hasta ahora, dedicada a decir la esencia, se encarna en un Yo cada vez más presente y mártir. Esta figura dolorosa y estóica se construye a partir de una isotopía propia del mártir cristiano, aplicada aquí a un Yo explícito que a menudo llega a ser un « nosotros » para notificar al hombre universal. Como todo mártir, ese Yo es testigo, pero más del ser que de Dios quien aparece más bien como una figura o un signo […]. La muerte del Yo […] parece ser necesaria para la voz silesiana, porque ese Yo debe encarnarse en poema y por ello desprenderse de su parte circunstancial y biográfica[40].

Ansiedad y « extrema soledad » se asocian a ese sentimiento de desnudez y están evocados en muchos poemas[41]. El poema « Perdóname lector » describe la difusión de ese dolor que se desliza en todos los rincones del Ser, haciendo de nuestra vida una « expiación » de algo que no conocemos[42]:

se extiende por dentro

hasta formar un edificio con columnas

y puertas y ventanas

orientadas hacia una idea cálida

a la que quien creemos ser se asoma

para obtener alguna imagen rápida de sí.

Pero no hay nada dentro sino esta

conciencia de la angustia.

(« Perdóname lector », p. 75)

El dolor no desemboca en una fragmentación corpórea. En la interioridad del yo, un edificio del dolor se levanta; éste se instala entonces como una construcción de la identidad, sabiendo que « la angustia es nuestro mejor relato » porque « nos aporta el falso personaje verdadero / que […] / acertamos a ser »[43].

Por eso la vida es un exilio

pero no de un punto sino de todo el tiempo

y de todas las personas que hemos sido.

(« Un sentimiento dulce », p. 78)

La necesidad de expiar precipita al hombre en el exilio. Pero ya no se trata de un exilio espacial. El malestar experimentado por el exiliado, lejos de su lugar de orígen, se vuelve la desgracia de todos los hombres como exiliados en el tiempo. El tiempo puede asimilarse al lugar de acogida en el que el hombre se siente extranjero porque rechazado de un tiempo original y de todos los tiempos que preceden el presente. Estar en el tiempo, es también estar en ningún sitio o ser de ningún sitio. El locutor debe contentarse con residir en los no-lugares de lo cotidiano, caracterizados, como el teléfono, por su capacidad para engendrar distancias con el mundo real y dejar al hombre en la virtualidad. En el poema « Muerte por teléfono », la propia muerte del hombre se reduce a un « interruptor », mecanismo trivial de las costumbres cotidianas[44]. Al fin y al cabo, el dolor avasallador se sustituye a la identidad del sujeto, de tal manera que « yo es un dolor ». El primer verso del poema señala esta asimilación de la persona al dolor, que el último verso reafirma con insistencia por la redundancia de la negación: « No, no es dolor lo que siento: soy yo que ya no existo. » Esta identificación conduce el ser del yo a la no-existencia en el sentido heideggeriano (ek-sistir), o sea que ya no puede proyectarse en el mundo, ser conciencia de sí y del mundo, puesto que ese dolor « duele en la conciencia y no en la carne »[45]. Ese dolor constituye a la vez el interior y el exterior del sujeto:

desde el difuso hasta el reconcentrado,

desde el conciso hasta el que no para

y no parece ni siquiera dolor,

porque está más allá del dolor.

(« Muerte por teléfono », p. 81)

Esa omnipresencia del dolor radica en las catorce ocurrencias de la palabra en el poema. El yo se hace a la vez activo y pasivo a través de la forma del gerundio reflexivo, « de yo doliéndome », y de la forma del participio pasado, « de yo dolido », siendo singular el dolor cuando proviene del yo, y múltiple cuando éste lo padece: « de yo doliéndome de un único dolor, / de yo dolido en todas direcciones »[46].

La experiencia del poeta

Si todo canto contiene un existir,

todo canto refleja una existencia.

(« Himnos tardíos III », p. 33)

Frente la fuerza del tiempo, la experiencia del hombre y la del poeta se reúnen en el « personaje del yo ». Paradójicamente, aunque este poemario multiplica las reflexiones sobre la vida en primera persona y parece más arraigado en lo vivido, la voz que nos habla procura, en varios poemas, romper explícitamente la ilusión autobiográfica: « Tú que le lees no sabes / nada, no, de mi vida »[47]. En el poema « Dios en la biblioteca », el locutor se dedica a destruir el marco de la biblioteca de donde parecía provenir su voz: le señala a su lector que él tampoco pisó esa biblioteca, aunque multiplique el empleo del verbo ‘estar’, subrayado por la derivación del deíctico ‘este’ bajo diversas formas: « aunque no hayas pisado —como tampoco yo— esta / biblioteca »[48]. Por mucho que el poema siga siendo « una forma de verdad », debe engendrar necesariamente « su propio personaje », o sea « quien lo dice, quien lo escribe, quien lo oye, quien lo lee »[49]. Participa pues de la ficción literaria. Y por su vínculo con la ficción, el ejercicio de la poesía conlleva sin embargo el riesgo de romper con lo real: « A fuerza de palabras estoy viviendo en mí »[50].

En Manifeste de la poésie vécue, Alain Jouffroy ve el mundo como un punto de partida: « La poésie es primero percepción y revelación simultáneas de lo real, experiencia sensorial de la pluralidad material de las cosas cotidianas, antes de que las palabras guarden por casualidad su huella »[51]. La evolución poética de Siles va coincidiendo precisamente con un acercamiento a lo real: el poeta parece desprenderse de la obsesión metapoética, que implica un ensimismamiento del sujeto, y abrirse camino a través del espacio y tiempo reales, sin abandonar no obstante esa meditación sobre la poesía. Habiendo crecido « bajo la sombra de los diccionarios / y creía que el mundo / era un texto preciso con sintaxis exacta », el poeta recuerda los límites del « perímetro del tiempo » de sus diecisiete años y del « espacio del mundo » que constituía su habitación[52]. En el poema « Memoria del disfraz », explica que para no tener que enfrentarse con la realidad, se esconde detrás del lenguaje: « Debajo del lenguaje me oculté. / Burlé la muerte y, en la vida, fui la nada »[53]. Extraviado en « laberintos de palabras », el sujeto acaba perderdiendo toda consistencia[54].

Ser poeta supone una mirada poética sobre el mundo y sobre sí mismo que necesita una facultad de puesta en tela de juicio del propio arte, pero aun de la realidad. Por consiguiente, si el ejercicio de la literatura nos hunde en el mundo de la ficción, permite también penetrar la realidad, inopinadamente, por puertas secretas. El poeta, en el umbral que separa ambas dimensiones (realidad y ficción), se convierte a sí mismo en lugar de paso y nos traslada hacia « el otro lado de la vida » [55].

La poesía nace menos de la realidad que nos rodea que de la atención con la que miramos esta realidad: « La hoja, no: la conciencia de la hoja / es el instante de ascensión del canto »[56]. El momento de la toma de conciencia constituye pues el punto de partida de una poesía percibida como un movimiento ascendente, opuesto a la imagen de la hoja que cae: como si, simbolizada por el canto, la poesía tuviera la facultad de modificar esa caída intrínseca de lo real. En el poema « Himnos tardíos IV », el locutor presta atención incluso a la parte invisible e inaudible de lo real: « Pienso o escucho aquello que no oigo »[57]. La poesía implica pues una obligación de mirada y de escucha (« ¿No oyes, dentro de los ojos, / surgir en láminas e instantes su canción? »), aunque « en el tiempo todo se convierte en un perfil »[58].

Esa atención prestada a lo real no se nos ofrece como una experimentación intelectualizada, construida de manera artificial. Revela una experiencia realizada en el presente y la presencia del cuerpo. Las imágenes patentizan una observación aguda de lo real, y si comparamos con el poemario Semáforos, Semáforos, Himnos tardíos marca un regreso al mundo de la naturaleza y toma muchas imágenes en el reino vegetal. La descripción del otoño despierta los sentidos, puertas por las cuales el sujeto percibe y recibe inmediatamente los detalles del mundo exterior:

y va espaciando sus colores ocres,

marrones pardos y amarillos ácidos

hasta el ópalo último en que aparece el gris.

Vamos despacio por sus desfiladeros perfumados.

(« Oda al otoño », p. 18)

Siendo el color la sustancia del otoño, el locutor-poeta nos transcribe cada matiz: toma el camino de una ética de la lentitud, que supone una verdadera toma del tiempo, en la que el cuerpo del que mira se hace presencia en lo real: « Pones puntos de sangre allí donde las hojas / fueron puntos de luz »[59]. Lo afuera nos habla de lo adentro. En esa exploración minuciosa, el poeta absorbe lo real con la mirada, a la par que se encuentra aun observado por él: « En cada hoja hay un instante terso que nos mira »[60]. Notemos que la lentitud no pertenece al que observa, participa de la esencia del mundo. En esa relación poética con el mundo, el hombre-poeta ya no es quien impone su ritmo al mundo, sino que ocurre lo contrario, cual « viento sin hoja ».

Sin embargo, en el caminar hacia un espacio mental, pedazos de realidad se deshacen de ese flujo temporal. Cobran la consistencia de un instante, relevando así el ritmo de ese « viento sin hoja » sin romperlo. Concentrado de tiempo, ese instante no se destaca, en la imaginería silesiana, como una imagen fijada; se abre, cual punto dilatado, en ondas, lo que determina de cierta manera su esencia poética. Esta dilatación del instante silesiano participa del mecanismo de la memoria que debe iniciar la imagen poemática. La estructura « recuerdo que recuerdo », que ritma la composición del poema « El oro de los días » como una fórmula de encantamiento para solicitar la memoria, contribuye a ese proceso de dilatación de la imagen que sirve de soporte para el recuerdo. En efecto, el recuerdo surge bajo la forma de imagen, ya que aparece como « el instante / que los ojos recuerdan »[61]. Funciona a semejanza de la imagen poética, pero de manera inconsciente; « representa » una realidad en el sentido verdadero de la mímesis aristotélica. En efecto, el imitar no se reduce a una simple duplicación, vector de una realidad ya significante. En el campo literario, constituye una mediación entre el lenguaje y el mundo: se trata de traducir el mundo con el lenguaje, de darle sentido. Ahora bien, en Siles, el ejercicio de memoria constituye un verdadero acto de lenguaje: « [...] quien fuimos es sólo lo narrado / y el recuerdo que somos, sólo su narrador »[62]. Así pues, esa re-presentación de la realidad supone un desfase (no implicando el prefijo ‘re-’ una repetición, sino la idea de una presentación fundamentalmente segunda): « En las palabras vive lo que vivió una vez / aunque nunca lo mismo tenga segunda vez »[63]. La alquimia del tiempo que pasa actúa como sustancia mágica y transforma la realidad en poesía. La imagen del ave, que a lo lejos dibuja un signo, encarna perfectamente esta mutación, porque « En el tiempo todo se convierte en un perfil » [64].

De manera inesperada, una alusión topológica puede hacer que surja en medio de un poema el pedazo de un recuerdo, que primero pensamos autobiográfico, pero cuya anécdota permanece disimulada para conservar sólo la sensación: « Nevaba sobre el Néckar. Había también islas »[65]. De hecho, basta con « cerrar los ojos, aun hoy en día »[66]: « por si algo queda / dentro de la mirada », aunque el locutor silesiano sabe que sólo son palabras, « que pronunci[a] en imágenes / que dibuj[a] en la nada »[67]. Basta con « distraerse de la opacidad irisada de las cosas de la vida, no con un esfuerzo sino con una distracción de la memoria », para que aparezca de nuevo ese azar que es entonces el recuerdo y que nos traslada de la calle solitaria del ser amado (« Estamos en su calle ») a la sala de juego de algún tren (« y las ruletas rusas de los trenes »[68])[69].

[...] El poema recoge

las páginas perdidas: las que el cuerpo recuerda

y el alma nunca olvida. Estrofas de la carne

para siempre ya sida.

(« El oro de los días », p. 17)

A la discontinuidad e instantaneidad corpóreas, que hacen brotar el pasado de manera imprevista, se opone el alma (semejante a la conciencia de Bergson) considerada como memoria, o sea prolongación del pasado en el presente, duración continua e irreversible. No olvidemos que « la conciencia de la hoja », y no la hoja, permite « la ascención del canto »[70]; llegando a ser ejercicio de memoria, la poesía, es la argamasa que liga esas imágenes, restos de los pedazos de realidad: « Recuerdo que recuerdo, sobre todo, ceniza. / Recuerdo que recuerdo fragmentos de mi vida »[71].

Entendemos pues que lo esencial no radica en el conocimiento y la búsqueda de la esencia del tiempo, sino en el saber cómo éste es vivido por la voz poética. El hombre y el poeta, ambos asumidos (a veces simultáneamente) por el personaje del yo-locutor, se completan. El hombre entre los hombres comparte, con sus temores, una experiencia colectiva. En cambio, el poeta, que expresa esa vivencia, la trasciende. A través de él, la experiencia común se singulariza; su expresión poética y la atención prestada al mundo revelan una subjetividad que cada hombre lleva en sí como seña de su excepción. En esa relación poética con el mundo descubrimos la experiencia de la intuición que desemboca en una poética del movimiento y en una poesía en movimiento.


NOTAS


[1] J. Siles, « El Texto y su doble. Notas para una posible poética y dudas para una poética posible », Les Polyphonies poétiques. Formes et territoires de la poésie contemporaine en langues romanes, dirigido por Claude Le Bigot, Rennes, PUR, 2003, p. 300.

[2] B. Pascal, De l’Esprit géométrique et de l’art de persuader, Œuvres complètes, Paris, Seuil, 1963, p. 350.

[3] J. Siles, « El oro de los días », Himnos tardíos, Madrid, Visor, 1999, p. 17. A lo largo de nuestro artículo, destacamos las palabras importantes de los poemas en letras negrillas.

[4] Véase A. Rimbaud, Lettre du 15 mai 1871 à Paul Demeny.

[5] Louis-Marie Morfaux define la experiencia como la « a-percepción inmediata de lo real sea a través de la intuición sensible (experiencia externa, datos de los sentidos), sea a través de la intuición psicológica (experiencia interna, datos de la conciencia) », en el artículo « experiencia » de Vocabulaire de la philosophie et des sciences humaines, Paris, Armand Colin, 1980, p. 117.

[6] « El oro de los días », p. 17.

[7] « Memoria del disfraz », p. 60.

[8] Id.

[9] « El oro de los días », p. 15.

[10] « Himnos tardíos I », p. 25.

[11] Semáforos, semáforos , en Poesía 1969-1990, Madrid, Visor, 1992, p. 310.

[12] Ibid., p. 311.

[13] « Himnos tardíos II », p. 30.

[14] « El oro de los días », p. 17.

[15] « Oda al otoño », p. 19.

[16] Id.

[17] « Una cita con Rembrandt », p. 82.

[18] « Himnos tardíos VI », p. 37.

[19] « Himnos tardíos V », p. 36.

[20] V. Jankelevitch, L’Irréversible et la Nostalgie, Paris, Flammarion, 1983, p. 212: « L’avoir-eu-lieu irréversible, étant surtout un avoir-été (fuisse), est un passé fugace ; par contre le passé n’est que trop tenace quand il est « irrévocable » : dans ce cas l’avoir-eu-lieu est en général un avoir-fait (fecisse) et un avoir-voulu dont l’initiative appartient à la liberté humaine. […] Selon que la présence du passé n’est pas assez présente ou qu’elle est, au contraire, trop présente, l’homme souffre de l’irréversible ou de l’irrévocable ».

[21] H. Bergson, La pensée et le mouvant, La Pensée et le mouvant, Paris, P.U.F., 1966, p. 161: « nous avons instinctivement peur des difficultés que susciterait à notre pensée la vision du mouvement dans ce qu’il a de mouvant ».

[22] « Partida de ajedrez », p. 49.

[23] La palabra « desdevenir » proviene de Vladimir Jankelevitch, op. cit., p. 300.

[24] « Partida de ajedrez », p. 50.

[25] « Himnos tardíos I », p. 25.

[26] « El oro de los días », p. 15.

[27] « Oda al otoño », p. 19.

[28] Id.

[29] « De vita philologica », p. 62.

[30] « Diario Torinese », p. 47.

[31] Id.

[32] « Dónde está el mundo cuando no está en mí », p. 13.

[33] H. Gil, « La voix poématique silésienne ou les visages de l’Être », Les Polyphonies poétiques, op. cit., p. 314: « Deux questions sans réponse qui constatent que le Moi est totalement contingent et que le monde existe sans lui ».

[34] L. Lavelle, Du Temps et de l’éternité, Paris, éd. Aubier-Montaigne, 1945, p. 126: « car le propre du temps, c’est de nous devenir sensible moins par le don nouveau que chaque instant nous apporte que par la privation de ce que nous pensions posséder et que chaque instant nous retire ».

[35] « Oda al otoño », p. 18.

[36] Id.

[37] « El oro de los días », p. 15.

[38] « Perdóname lector », p. 75.

[39] « Oda al otoño », p. 19.

[40] H. Gil, « La voix poématique silésienne ou les visages de l’Être », op. cit., p. 317-318.

[41] « Oda al otoño », p. 20 : « y respiramos mientra, respiramos / como si el aire fuera no ya su transparencia / […] / sino la extrema soledad del yo ».

[42] « Perdóname lector », p. 75: « pero la vida es una expiación / de qué no sabría decirlo ».

[43] « Diario Torinese », p. 47.

[44] « Muerte por teléfono », p. 81: « […] la muerte es nuestro común interruptor ».

[45] Id.: « y duele en la conciencia y no en la carne ».

[46] Id.

[47] « El oro de los días », p. 17.

[48] « Dios en la biblioteca », p. 70.

[49] Ibid., p. 69.

[50] Id.

[51] A. Jouffroy, Manifeste de la poésie vécue, Paris, Gallimard, 1995, p. 22: « La poésie est d’abord perception et dévoilement simultanés du réel, expérience sensorielle de la pluralité matérielle des choses quotidiennes, avant même que les mots n’en portent, éventuellement, la trace ».

[52] « De vita philologica », p. 63.

[53] « Memoria del disfraz », p. 60.

[54] Id.

[55] « Ángulos muertos », p. 79: « Vivir al otro lado del poema / y no en la realidad, que es su reflejo. / Cruzar por esas calles / que están al otro lado de la vida ».

[56] « Himnos tardíos III », p. 33.

[57] « Himnos tardíos IV », p. 35.

[58] « Himnos tardíos III », p. 32 et 33.

[59] « Himnos tardíos III », p. 31-32.

[60] Ibid., p. 32.

[61] « Himnos tardíos IV », p. 34.

[62] « Diario Torinese », p. 47.

[63] « Pasos sobre el papel », p. 61.

[64] « Himnos tardíos III », p. 33. En el poema « La mañana de mayo », tenemos la imagen « de un perfil de pájaro », p. 45.

[65] « El oro de los días », p. 16.

[66] J. Semprun, L’Ecriture ou la vie, Paris, Gallimard, 1994, p. 16.

[67] « Divagación », p. 48.

[68] « Oda al otoño », p. 18.

[69] J. Semprun, op. cit., p. 16: « non pas d’un effort, bien au contraire, d’une distraction de la mémoire [...], [il suffit] de se distraire de l’opacité chatoyante des choses de la vie ».

[70] « Himnos tardíos III », p. 33.

[71] « El oro de los días », p. 15.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, muy interesante el post, felicitaciones desde Panama!