LA PIEDAD DE LAS REGIONES

Juan Gabriel Vásquez

diseños de Barrio Santo


El primer anónimo llegó en diciembre, tres o cuatro meses después de que el padre Giraldo se hubiera instalado en el pueblo, cuando ya parecía posible olvidar las razones que lo habían expulsado de la escuela bogotana. Por fortuna, estaba solo en ese momento; volvía caminando desde el mercado, que en aquellos días se había convertido también en distribuidor de musgo fresco para pesebres de tradición, y al cruzar la cancha de básquetbol vio el papel pegado con cinta aislante al poste anaranjado del tablero. Lo arrancó de un manotazo, y tal vez al hacerlo ya se le había ocurrido que el asunto había vuelto a empezar. “María no era virgen”, se leía en la página (el trazado de las letras era fino y culto; tenía autoridad, y por eso era tan temible). La firma era una burla, “Pantera”, y el padre Giraldo la observó incrédulo, porque el humor no le parecía muy acorde con las intenciones del terrorista. Dobló el papel en cuatro y sólo volvió a desdoblarlo cuando hubo regresado a la parroquia y cerrado la puerta, cuando se hubo asegurado de que ninguno de sus alumnos lo sorprendería buscando entre sus textos aquella vieja y consabida herejía, Jesús como hijo de un legionario romano de nombre más bien absurdo, y pensó en los argumentos que daría —y repasó las citas bíblicas que presentaría como prueba— si alguno de los muchachos hiciera un comentario semejante; pero al guardar el papel en el cajón del escritorio ya se le había metido en la cabeza la imagen impertinente de una María embarazada, huyendo hacia las montañas con su esposo cornudo, con el hijo de Julius o Tiberius o Claudius Pantera en el vientre.

El padre Giraldo había tenido que mentir para obtener el traslado, pero hasta ahora no se había arrepentido: cualquier escuela pública de cualquier pueblo de la Sabana era un lugar menos cínico, menos hostil y descreído, que esa especie de reformatorio con ínfulas en el cual había enseñado los últimos años, y la idea de comenzar de nuevo en un internado, es decir, en contacto permanente con sus alumnos, le parecía atractiva por diferente. Había contado con que los anónimos dejarían de llegar aquí, y en efecto así había sido hasta el suceso de la cancha de básquetbol. Ocho días después, mientras ayudaba al joven Trujillo, uno de sus alumnos más problemáticos, a poner la estrella de papel aluminio sobre la montaña de musgo y un espejo que simulaba un estanque entre los camellos de los reyes magos, descubrió otro papel, recostado contra los pliegues del cartón piedra. El humor había desaparecido esta vez, pero lo había reemplazado cierta erudición burlona que tal vez era peor, porque al escribir “José no era carpintero” se esperaba (¿pero quién esperaba?) que el padre Giraldo evocara sus lecciones más inútiles, que entrara, a estas horas de la vida, en la ridícula pedantería de recordar lo que en realidad quiere decir naggar en arameo. En la tarde llamó al Seminario y habló con el padre Baumann, que se sorprendió de su inocencia y se la reprochó con delicadeza, como un tío. “Pero eso qué importa, tampoco es exacto lo del establo, sabes.” “Sí, pero yo cómo…” “Ni el burro ni el buey”, se burló el padre Baumann, “pero eso qué importa, dime tú.” Era cierto, por supuesto, pero el padre Giraldo siguió pensando en sus alumnos y en la imposibilidad radical de explicarles los avatares del pesebre —y pronunciar palabras como tradiciones, como símbolos—, y al mismo tiempo en esa otra imposibilidad, la de confesarle al padre Baumann de dónde salían sus preguntas, la de hablarle de esas misivas que lo perseguían, sí, era eso, se trataba de verdaderas persecuciones. En sus encuentros con los alumnos, adolescentes que no hubieran entendido, de todas formas, las implicaciones de que María no fuera Virgen, de que José no fuera carpintero, el padre Giraldo fingía que nada estaba sucediendo; y durante un cierto tiempo pareció que esa ficción fuera a tener éxito, porque lo que sucedía dejó de suceder.

Los primeros meses del año, que en los alrededores de Bogotá suelen ser secos durante el día y traer heladas a la madrugada, fueron esta vez lluviosos, y a principios de marzo el alumno Trujillo dijo en mitad de la clase que si seguía así la cosa, para Viernes Santo el agua se habría agotado. Fue, por supuesto, una broma inocente, pero el padre Giraldo lo expulsó sin pensarlo y le puso como penitencia cuarenta Credos (esos Credos que Jesús… pero para qué pensar en eso), y en silencio lo culpó por poner en peligro una especie de tregua que durante varias semanas se había instalado entre el padre y la fuente de los anónimos. El desconcierto de la clase fue total, como era de esperarse, y el padre Giraldo notó a la semana siguiente que lo miraban con recelo, sorprendidos de que un cura joven, que en poco tiempo se había ganado fama de cómplice y tolerante, de repente empezara también con sanciones y penitencias, como si la mera proximidad de la Semana de Pasión fuera para él motivo de tensiones y crisis nerviosas en lugar de ser lo que era para los demás, el espacio de cordialidad en donde arrojar de nuevo las palabritas aquellas, tradiciones, símbolos. Para entonces ya había comenzado a quitarse horas de sueño; cada noche, antes de apagar la luz, sacaba los cuadernos del Seminario y trataba de anticiparse aunque no supiera a qué se anticipaba, dedicándose a demostrar para nadie que Jesús no era un hedonista a pesar de que en Lucas se le llamara glotón y borracho, que no tenía sangre de libertino a pesar de Tamar la prostituta y de Betsabé la adúltera y de Rahab, que regentaba un burdel. ¿Lo entenderían tan fácilmente los muchachos? Era una certeza imposible. De todas formas, los muchachos no le habían pedido explicación alguna, no se le habían acercado después de clase con expresión preocupada para decir en voz baja hemos sabido que, o corre el rumor de que, y más bien seguían, como siempre, invitándolo a jugar partidos a los que él siempre se negaba, o buscándolo en el confesionario para hablarle de masturbaciones secretas o malos pensamientos o las dos cosas a la vez, curiosamente convencidos de que al entrar en el cubículo de madera tallada el padre Giraldo dejaba de ser el padre Giraldo para convertirse en un desconocido que no volverían a ver nunca, y al cual podían hablarle, por lo tanto, de cada irrupción de la soberbia, de cada ataque de lujuria.

Alrededor del domingo el aire se llenó del olor de las hojas, del ruido que producían las manos al tejer los ramos. Las madres y hermanas y novias de los alumnos los ayudaban en la tarea, y el padre Giraldo las veía llegar y su cabeza se liberaba por breves instantes de sus obsesiones. Por esos días volvió a llamar al padre Baumann, deseoso, en el fondo, de que alguien lo escuchara, deseoso de confesar que tenía miedo (aunque no supiera qué provocaba ese miedo) y que poco a poco se había acostumbrado a mirar por encima del hombro al salir de la parroquia o a revisar el interior del armario cada vez que llegaba a su dormitorio. Pero no confesó nada. Se limitó a oír la voz preocupada del padre Baumann, que seguramente detectaba los mismos síntomas que habían precedido la huida (porque había sido eso, una huida) de Bogotá. “El Seminario es tu casa”, escuchó que le decía la voz sabia y serena del viejo teólogo, “aquí eres bienvenido cuando quieras, para lo que necesites”. Le estaba ofreciendo un refugio, pero el padre Giraldo ya había comenzado a intuir que la noción de refugio, cuando uno no sabe de qué necesita refugiarse, es ilusoria o simplemente ingenua. Es decir: comenzaba a ceder a la evidencia de su vulnerabilidad. Estaba seguro de que en cualquier momento, entre el almuerzo y el postre, antes de comenzar la clase o incluso en un encuentro casual por los corredores, sus alumnos lo confrontarían: el hijo del legionario, le dirían (no, eso era mentira), el hijo del sabio que no era carpintero (pero no, tampoco), el glotón, el borracho, el libertino… Así lo acusarían, y el padre Giraldo buscaría las refutaciones, acudiría a las autoridades, expondría su caso, y la palabra libertino le quemaría la boca, y la palabra borracho se le atascaría en la garganta.

Ese día amaneció radiante. Ni una nube en el cielo sabanero, ni la más mínima sugerencia de que al día siguiente, a las tres de la tarde, fuera a caer el aguacero que todos esperaban. Mientras desayunaba, el padre Giraldo pensó que una de las grandes satisfacciones de un internado era poder pasar el Jueves Santo con sus muchachos. No los había convocado en el salón de clase, pero tampoco en la iglesia, sino en la pequeña capilla lateral, para dar cierta sensación de intimidad que iba muy bien con las palabras que quería decirles. Y cuando los vio allí reunidos, los ojos bien abiertos y fijos en él como linternas, sintió que no era imposible conquistar un lugar entre ellos, y por un instante olvidó la amenaza. Abrió su Mateo y comenzó a hablarles de la cena, de lo difícil que fue para los discípulos ver a Jesús arrodillarse ante ellos y limpiarles los pies, de la revolución de todas las jerarquías y los temores de las autoridades. Les habló del discípulo que recuesta su cabeza en el pecho de su maestro; y les iba a confesar su gusto particular por ese pasaje, estaba dispuesto a hablarles en tonos íntimos de su juventud y de esas épocas en las cuales el padre Giraldo sentía que no estaba solo en el mundo, que alguien lo guiaba y que en el Seminario había maestros en cuyo pecho él podía recostar la cabeza, pero enseguida cambió de opinión, y luego, al llevar el dedo al papel para pasar la página, confirmó que esas revelaciones autobiográficas estaban fuera de lugar porque algo inexplicable lo esperaba a la vuelta del instante, como si lo miraran desde otra parte, y la página se arrugó bajo la yema de su índice lo suficiente para dejarle entrever la caligrafía y reconocerla de inmediato. Sobre el reverso de una tarjeta postal, una fotografía en tonos grises y azules de las minas de sal de Zipaquirá, el padre Giraldo encontró las palabras “Jesús era un subversivo”, pero antes de que tuviera tiempo de pensar en Zelote y su espada, en Judas y los sicarios, su mano se separó de su cuerpo y comenzó a andar por las páginas, histérica y desenfrenada como un caballo de regreso, y nuevas frases fueron apareciendo, nuevas tarjetas con imágenes que los ojos nublados no veían o no registraban, La Eucaristía es una invención, La agonía no tuvo testigos, y más adelante, frente a la carta de Santiago, Jesús nunca quiso una iglesia.

El padre Giraldo cerró los ojos. Se dijo que al abrirlos de nuevo vería alguna luz, alguna salida, pero el sonido de su propia sangre traqueteando en sus oídos lo ensordecía y le impedía pensar. Los párpados se alzaron con esfuerzo y el padre vio las caras estupefactas de los alumnos. Preguntó en voz alta quién era el responsable, se aferró al atril para ordenar que se pusiera de pie el cobarde, pero sólo logró que las caras se miraran entre sí, y se avergonzó porque se dio cuenta de que en el fondo había esperado la aparición de un chivo expiatorio, un inocente al cual pudiera señalar como exorcismo privado y acaso como mecanismo de supervivencia. Tal vez gritó algo a los alumnos, o en todo caso creyó que gritaba, y enseguida salió con paso rápido de la capilla y empezó a caminar hacia su habitación, y cuando bajó la mirada para identificar la tensión que sentía sobre las rodillas supo que estaba corriendo. El ruido que rebotaba contra las paredes no era el eco de sus zapatos contra los adoquines, eran los pasos de alguien que corría detrás, aunque al mover la cabeza como un nadador el padre Giraldo no lograra ver a nadie. En su cuarto, vagamente consciente del sudor y del dolor en las pantorrillas, se lanzó sobre el aparato y en cuestión de segundos escuchó la voz del padre Baumann. “¿Otra vez?” Pero el padre Giraldo, que nunca le había hablado de los anónimos, no supo a qué se refería. “No te hagas esto”, le decía la voz que tanto lo había reconfortado en los tiempos del aprendizaje, “vuelve aquí, no te atormentes”.

El padre Giraldo repuso el auricular: lo hizo sin demasiadas dificultades, pues le pareció, de todas formas, que la comunicación se había interrumpido mucho antes. Se quedó de pie junto al marco de la ventana, semioculto por la persiana de madera. El campo de la escuela estaba desierto: una alfombra verde, el rectángulo de cemento de la cancha, el galpón de los dormitorios. Su mirada cayó sobre una ventana cualquiera y le pareció que alguien en ella se escondía. Más allá de la ventana y del galpón estaban los límites de la escuela, y más allá la carretera que llevaba al mercado. Esperaría a que cayera la noche y entonces saldría, y con algo de suerte nadie lo vería ni lo interceptaría para hacerle preguntas; y una vez afuera sería cuestión de escoger un punto cardinal y ponerse en camino, fletando un taxi o buscando un bus municipal, porque en estas regiones piadosas no faltaban pueblos adonde llegar, ni escuelas donde comenzar de nuevo.

1 comentario:

Pablo Martín Carbajal dijo...

Juan Gabriel, leo con atención tu cuento, he preferido imprimirlo para leerlo sobre el papel (más cómodo que sobre la pantalla), y he sentido lo mismo que cuando leí, hace unos meses, Los amantes de todos los santos. En aquella ocasión escribí una reseña en mi blog, que aquí te copio por si quisieras leerla.

http://www.pablomartincarbajal.com/blog.php?codnoticia=82

Creo que ahí lo digo todo.