RESPLANDOR DE LOS FRAGMENTOS

Ernesto Pérez Zúñiga



(Texto leído en la VIII Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, en Mérida, Venezuela, el 9 del 7 del 9)

Viajo hacia un país portátil, inventado por Adriano González León. No he leído ese país, pero conozco y quiero a algunos de sus protagonistas, parte de mí desde hace años, como las páginas son de la lectura. Dicen que se llama Venezuela por diminutivo de Venecia, ciudad infinitamente más pequeña que el mapa de Venezuela y, desde luego, pequeña ciudad portátil, sostenida por incontables troncos podridos clavados en el fango de la laguna. No conozco ciudad que tenga más peso de ficción. Venecia es un libro abierto que se desmorona, uno de esos libros viejos que, al leerlo, nos lega por vejez cada una de sus hojas, sueltas y con futuro inútil, en las manos. Hace poco, este avión en el que viajo ha sobrevolado Irlanda. Me he despertado de un sueño en el que aterrizaba en una pequeña isla de tierra roja y de colinas de arcilla, donde un tigre gigante luchaba a zarpazos contra un león de idéntico tamaño, cerca de la ciudad de Tombuctú. Me he despertado de esa ficción portátil justo cuando sobrevolábamos la verde Irlanda. En 1991 estuve de pie al borde de uno de sus acantilados, asombrado ante la inmensidad húmeda de la muerte que la golpea en su base. Pero desde la altura de este avión, esos acantilados no son más que bordes recortables de la silueta de Irlanda -eso quiere la ficción- y, sin duda, país portátil sobre la cinta transportadora de la inmensa Gea. Por si fuera poco, viajamos desde las 14:00 hacia las siete de la mañana, muy portátiles también hacia atrás, hacia arriba por la panza planetaria de Cronos, quien se divierte mucho con este juego tonto de las horas portátiles. Para ponerme a escribir he tenido que abandonar la lectura de un libro -Combates, de Ednodio Quintero- que mueve mitologías hacia el presente, reinventadas sobre la querida sombra de Homero, inclinado en alguna playa del cuerpo de Cronos –quizá en el hueco de una de sus clavículas- para recoger el esqueleto de un cangrejo peregrino, cuya caracola portátil lleva dibujadas las corrientes portadoras del océano.

El universo se mueve, la literatura no deja de moverse, y su acción no necesita ya de fronteras ni de la singularidad de un tiempo en el que el ser humano no asume sus ficciones. Relegamos la realidad de la ficción para la literatura cuando, sin embargo, todas nuestras certezas se han constituido en un acuerdo para no sentir como ficción lo que es falta de equilibrio, zanco en el barro. El planeta gira. El avión hace lo que puede para alcanzar con su velocidad ese giro, y nosotros contamos nuestro tiempo como monedas de oro. Pero esas monedas son cometas que se pierden en la bolsa sin fondo de un universo desconocido en esencia. La literatura portátil es un avión que concentra su energía en compensar –para robarle las horas- el giro implacable de la Tierra.

He encendido mi ordenador portátil sobre la bandeja del asiento delantero. Aquí están los electrones que figuran palabras. Aquí están, hoy, las palabras que leo. Una supernova escribe todavía la luz de lo que se extinguió millones de años atrás. Un árbol crece sobre minerales desaparecidos. Los dedos teclean obedeciendo un resplandor interno que apenas puede llamarse gruta o sombra y que, dentro de unos años, será vacío. Pero esas palabras portátiles, como la luz de la supernova, podrán leerse.

Últimamente, la literatura –no todos los libros, no todos los poemas, no todas las novelas-, la literatura me resulta lo más parecido a la realidad y a los engranajes ocultos de lo que llamamos universo.

Nada en nosotros hay tan duradero que no sea esencialmente portátil y, por eso mismo, lleno de un poder de perenne evanescencia. Venecia, la pequeña Venezuela. No hay nada que no se pueda releer y reinventar. La magia de lo portátil consiste en la gracia ingrávida de nuestro núcleo, muy por encima de todos esos sistemas que se nos quieren imponer con la pesadez de los tanques –de los tanques de agua- en la literatura y en la vida –quizá lo mismo, literatura y vida, si existe un teclado que nos sobrevuela, por encima de este avión en el que escribo-.

Dice Enrique Vila Matas en su Historia abreviada de la literatura portátil:

“Su viaje, al igual que todo poema o novela, corría siempre el peligro de carecer de sentido, pero no habría sido nada sin ese riesgo”.

“Un libro no es un fragmento del mundo sino un pequeño mundo él mismo”.

Nuestro pequeño mundo es un fragmento de un mundo ágil y mayor, donde las energías fluyen en la hermosura del caos que las impulsa, como el agua de las torrenteras.

La tecnología –los ordenadores, internet- nos ayuda a ser más fieles a esa naturaleza evanescente pero ultrapoderosa de la comunicación en el universo real.

Me asombra una vez más, en esta tarde europea y a la vez americana, escribiendo en algún punto sobre el Atlántico, cuánto nuestras ficciones no son más que dones de la realidad inmensa, incalculable y despiadada, que nos llena de tanta luz como de noche. Nuestra manera de trabajar hoy –escritores cada uno en el mundo de una sola pantalla que permite la comunicación instantánea de todos esos mundos- nos acerca más que nunca al funcionamiento de la realidad, y a la lluvia de sus recreaciones.

Somos más libres, somos menos ignorados que nunca. Nuestra portabilidad está a favor de las corrientes siderales, y nunca otro empeño, ficción y creación al mismo tiempo, podrá ser más cercano a la naturaleza de escribir y de inventar. Materia oscura. Energía oscura. Resplandor de las galaxias y de las pantallas de nuestros ordenadores portátiles en la noche.

Dice Vila Matas: “inmovilizarse en lo que está abajo para poder recobrar plenamente la movilidad de lo que está arriba”. Eso es escritura bajo el correr portátil de los meteoros. Pero también, en la galaxia interna de nuestro inconsciente, nos movilizamos en lo que está abajo para recobrar la inmovilidad de lo que está arriba. Y eso también es escritura.

Escribe Vila Matas:

“La literatura vivirá mientras que alguien que se disponga a escribir una simple carta dude unos instantes acerca de la manera de hacer verosímil lo que se propone escribir en ella”.

Escribió Onetti:

“Siempre sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique más horas al ensueño que al sueño o al trabajo, y que no tenga otro remedio, para no perecer como ser humano, que el de inventar y contar historias”.

Nosotros lo sabemos. No podemos diferenciar la literatura de nuestra vida; la lectura de un paseo, la escritura de la misma embriaguez impensada que se tiene al hacer el amor.

Somos portátiles porque somos conscientes. Al igual que la pequeña Venecia, Venezuela, está apuntalada sobre el barro de la laguna, frágil porque quiere permanecer, fija sobre el movimiento incontrolable del mar. Ése es el lugar del escritor: libertad y creación fundidas, un lugar fijo –y por eso portátil- sobre el universo en movimiento definitivo.

Y algo más, que permanece secreto y que guarda las claves de la caja débil de la vida. Cuando aterrizamos en Maiquetía, veo que la tierra de las colinas es del mismo color que la isla en la que había aterrizado en un sueño justo antes de ponerme a escribir estas líneas.

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