CABALGATA DE WALKIRIAS

Juan Carlos Chirinos



Para Vasco Szinetar

El presidente se sienta en la parte trasera del automóvil y observa confundido cómo su esposa tiene dificultades para subir. Lleva un vestido incómodo, a pesar de la prisa con que salió. Él recuerda cuando ella soñaba con esos hermosos vestidos, cuando todavía era muy joven para usarlos: aquella noche en el cinematógrafo donde Elizabeth Taylor era la novia y Spencer Tracy el confundido padre; donde Orson Welles era un poderoso magnate y Libertad Lamarque era joven y sufrida; todo muy diferente a ella, inútilmente feliz, sin este vestido ceñido e incómodo de ahora que no la deja subirse al vehículo presidencial sino con aquel vestido decente y recatado que usaba, como correspondía a una niña de su clase, como siempre correspondió a una digna representante de su ciudad, desde la Marquesa que pasaba horas en la bañera colocada en el camino de un arroyo, sintiendo el manantial sobre su piel, hasta las doñas cristianamente preocupadas en ofrecer los ratos más agradables a los ancianos solitarios y moribundos. Igual a su abuela, que habría visto a las primas donnas pasar por la ciudad en las compañías de ópera del siglo anterior, luciendo escandalosos vestidos que deslumbraban a los andinos que manejaban los destinos de la música en la ciudad. Igual a su madre, asidua al teatro Nacional, que colocó su insolente planta sobre la antigua plaza dedicada a Washington, tan metafóricos, aplastando la soberanía yanqui. Igual a las amigas de su madre, despreciando a esos andinos; pero qué se le va a hacer, hubo que sonreírles, hubo que bajar la cabeza, hubo que aguantar, hubo que obviar ciertos detalles de protocolo, a pesar de que sorprendía que, campesinos y todo, que, olorosos a tierra y todo, sabían quiénes eran Efraín y María, quién Abelardo, quién Eloísa, quién el Amadís, quién Eulalia, quién bebió, quién —con perdón— folló y cómo se le silba a la agricultura en la zona tórrida. Esas amigas de su madre, tan simpáticas con ella, con ojos tan austeros y dulces, siempre delicadas, siempre frotando suavemente sus vestidos, como ése que ahora no la deja abordar el automóvil con dignidad, sino con una postura incomodísima, graciosa, ridícula. «Los automóviles fueron construidos por hombres mal educados que no saben tratar a las mujeres; rudos, porque fueron incapaces de entender que torcer el tórax al tiempo que se agacha el cuerpo es un escorzo ni siquiera imaginado por Praxíteles», pensó ella fugaz. Además con esos vestidos está condenada a colocar virginalmente su mano sobre el regazo porque acecha siempre el sirviente dispuesto a mirar hasta donde nadie lo ha llamado; a estas alturas de la vida todavía el sinvergüenza trata de mirar de más. Debe ser el vestido, piensa el marido, el vestido que siempre quiso tener. Todo habría ido muy bien si un zapato mal colocado no se hubiera escapado de su pie anciano, pero pocas veces en contacto con el suelo de la calle. Él ya está adentro y no puede, como príncipe, recoger la zapatilla y devolverla a la breve extremidad que aconsejan los poetas, aunque se calce 41. No puede porque ya no es un príncipe, ahora es la montaña penetrante, el águila colosal, el sol que como un rey oriental expira. Cae el zapato, rueda hasta muy debajo del vehículo y su esposa contrae el rostro como suele hacerlo cuando sucede algo que, de antemano, sabe que le va a traer grandes confusiones. La primera vez que él vio ese rostro venía de escuchar una clase sobre el salario más justo (¿ganaba él un sueldo en esa época?). Otra amiga, común a ambos, y derrotada por la indiferencia del joven estudiante, los presentó. Concentrado en su propia voz, él no pudo identificar las sonrisas y los mohínes propios de la edad de la muchacha que, enfurruñada como un gato recién nacido, daba coces y —osada— dejaba al aire una pantorrilla. La amiga, desde luego, captó la jugada: pronto se alejó a meditar con Yago, y dejó que fuera ella quien se lo llevara. Ya tendría ella oportunidad de cobrárselas. Aceptaba la derrota y la indiferencia como sólo lo sabe hacer una niña educada por las monjas. Y hasta el sol de hoy, nada deja entender con sus tretas, con sus raros movimientos. Él siempre ha comentado que esa amiga de tanto tiempo no deja de parecerle —Dios lo perdone— un poco inconforme. Quién sabe si el simple —pero trascendente— hecho de abordar un automóvil frente a la residencia presidencial para huir de sus perseguidores es el resultado de cuarenta años de paciente acecho, de meditado plan. El mundo de la venganza sabe esperar sus oportunidades.

El edecán enano ya ha saltado a recoger el zapato que es una gallina asustada y a devolverlo a su pie original. Tampoco el edecán —¡es el colmo!— puede evitar alzar la mirada cuando ella levanta el pie desnudo. Lo cual no deja de agradar a la anciana, que recuerda la época en que el club se llenaba sólo para verla nadar —tal era el magnetismo de sus piernas—. El único que no se enteraba era ese presidente que ahora lleva a cuestas. Con la velocidad que sólo el cerebro femenino posee cruza por su mirada una pregunta tardía: ¿habría sido una treta de su marido, hace cuarenta años? ¿También habría sido ella víctima o instrumento de sus planificados movimientos? Sin pensarlo, suelta la pregunta a esa hora, justo en ese momento:

—¿Te gusté cuando me conociste?

El marido —desde el fondo del automóvil, confundiendo su traje con el cuero negro de los asientos, con un teléfono en la mano, el pantalón levantado tanto como para que las medias se delataran, ¿son verdes y no combinan con el traje?, esperando respuesta tal vez del último amigo que le queda en la ciudad, anotando al mismo tiempo unas cuantas indicaciones al edecán, su percherón, sirviéndose el güisqui del autobar y bajando el vidrio de la puerta— levanta la mirada y se desconcierta porque no capta qué quiere decir ella; alguna trampa le está montando después de tanto tiempo. Es lo que falta, que también ella lo traicione ahora, después de esta eternidad, después de haber despachado a aquella condiscípula tan abultada, y a aquella secretaria tan elemental y atractiva —la atracción de lo atávico—, después de haber desterrado con oración y penitencia todas las tentaciones de San Antonio, después de olvidar en aquel recodo a esas mujeres que por una u otra razón requirieron los servicios —no siempre tan aburridos— de capilla de 5 ó 6, de 10 ó 12, después de tantas noches de baño escondido, de mano alterada, de rostro compungido ante el espejo, de complicidad del cepillo de dientes y el edecán percherón, después de tantas blancas navidades, se ve atrapado con la única pregunta que no calza en este momento,

—¿Te gusté?

Pero cómo no, si lo mejor de tu cuerpo, mujer, fueron los vellos empeñados en cubrir todo rincón de tu piel, variando eso sí el tamaño de acuerdo a la zona cubierta. Aquí, breves gamucitas para peinar con la punta de la lengua; allá, definitivos puntos obscuros, que revelan la antigua filiación morisca (lengua de lado, despacio); más cerca, firmes cerdas para lijar madera; ora maraña, ora bejucos rendidos ante el aroma de pitonisa, templo de Apolo, caballo de Ícaro, recinto de Cipris. Pero cómo no, mujer, si aquel mediodía la plaza estaba iluminada por el resplandor de tu sonrisa, el aire detenido por la fuerza de tus brazos walkirios, y mi mirada castigada por el brillo de una pantorrilla. Pero cómo no, si ese día supe del sabor de la leche, de la textura ralentí de la miel, de la acidez embriagadora de la uva, de las voces de los árboles. Ay, mujer, qué haces que no abordas mi carroza, ¿no ves que Pegaso está inquieto por recorrer otra vez los aires, ahora llevando hasta la morada de las estrellas a dos dioses que declinaron la vida eterna con tal de convivir juntos el breve pestañeo de los ángeles?

—¿Qué preguntas son ésas a esta hora? ¿Sabes qué está pasando? ¡Nos están dando un golpe de estado!, ¡móntate, chica!

La mujer se ajusta el zapato forrado en tela, la tela que una de sus hijas trajo de París, sólo para que ella tuviera ese calzado de ocasión, para cócteles en el club, o para los días de beneficencia; una mirada atenta habría captado que, además de la grasa que acaban de adquirir, la tela ya comenzaba a ceder ante la presión de las costuras, de todas formas no hubiera durado unos días más, se consuela ella. El edecán, levantado del suelo, cierra la puerta y aborda el asiento del chofer. Enciende el automóvil. El teléfono sigue repicando secretamente en la oreja del presidente, que combina un trago de güisqui con un par de tranquilizantes. Recuesta la cabeza sobre el respaldar. Su mujer ya está acomodada, ya comienza con su propio teléfono a llamar a sus amigas, como cuando lo hace para invitar a las cartas, al té; el edecán se revela también amigo cuando sus ojos se nublan, tal vez es el humo del automóvil que, en ese garaje tan estrecho, se acumula rápidamente. Una vocecita se aloja en la oreja del presidente y pregunta insistente ¿aló?, ¿aló?, ¿aló?, pero el presidente mira al techo del auto y fija su mirada como si hubiera descubierto un sucio, una cucaracha en su propio auto, sus ojos a punto de reprender al edecán, más bien percherón. El edecán iba a comenzar una extensa y complicada excusa, justo cuando la esposa, sin querer, comentando con una amiga la emoción de los momentos, empuja al presidente que deja caer su cabeza sin vida sobre el vidrio a medio bajar. El güisqui moja el cuero negro —otro regaño para el edecán—, el teléfono cae hasta lo más debajo del asiento y las medias verdes entran en estertor, el presidente expira como un animal prehistórico. La esposa, por primera vez en su vida, no sabe qué hacer con sus manos, no ubica el brillo de sus pantorrillas. Bajo los primeros acordes de Wagner, manejados por guerreras de la casta superior, unos helicópteros se acercan, bramando, y disparan sobre el carro presidencial.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un clásico en la obra de este autor.

Salud