CELEBRAR A JUAN MARSÉ

Ernesto Pérez Zúñiga



Hace veinte años, cuando comencé a leerlo, pensé que Juan Marsé estaba muerto, mejor dicho, que un autor tan bueno no podía estar vivo. Ya tenía la impresión de que una gran novela, un buen cuento, entierran a su autor. El nombre del que han salido las palabras, las correcciones sobre el papel, se va tranquilamente a un más allá muy lejano a la lectura. Si Cervantes, si Valle Inclán, ya no pertenecen a este mundo, Juan Marsé tampoco. Ni siquiera lo pensé, era una cosa que sabía a ciencia cierta. Había una evidente contradicción entre leer Últimas tardes con Teresa y tener la posibilidad de llamar a un número de teléfono y que te lo cogiera el propio Juan Marsé.

Con el tiempo fui viviendo profundamente esa paradoja. Leyendo Si te dicen que caí, pensé que su autor sólo podía pertenecer al mejor de los pasados: es decir, aquel que se hace duradero en el futuro. Desde luego en las solapas figuraba la biografía de su autor, pero nunca he hecho demasiado caso a las solapas. Ya con la lectura de El embrujo de Shangai confiné la existencia de su autor en algún lugar de la conchinchina, desde donde nos seguía hablando asombrosamente de nuestra historia perdida, recuperada a fuerza de magia y de nostalgia. Con Rabos de lagartija, descubrí que el hombre que paseaba por su barrio y contemplaba los edificios sobre los viejos solares era el escritor que iba reinventando, al mismo tiempo, el dolor de los que permanecieron escondidos en la posguerra, la hermosura de los sueños sobre un regreso negado, la aventura de seguir amando, jugando, viviendo a pesar de todo.

También es sueño de juventud mitificar los rostros borrosos detrás de nuestras lecturas favoritas. Sueño, pecado, tontería. Pero esta vez viene al caso: una de las constantes en los personajes de Juan Marsé, especialmente en los más jóvenes, es el consuelo y la diversión que supone ir destapando en los cuartos domésticos -o en los descampados- los cofres del tesoro donde se esconde el mito. Y aquí continúa la aparente paradoja: la otra constante, que abarca el conjunto de la obra de Marsé, es la autenticidad. La buscan los seres de sus novelas, unas veces soñándola, otras luchando por ella. Está en el lenguaje, en el estilo, en el universo que estos proyectan en la mente del lector. También en las palabras del propio Marsé cuando habla. En su ética ante la literatura, el llamado mundo literario y los avatares políticos de nuestra sociedad.

Será difícil encontrar una obra tan importante de otro escritor en español hecha a lo largo de cincuenta años. Los premios, que tienen sus razones, no siempre tienen razón. Este Cervantes la esgrime toda. El mejor de los nombres encuentra el nombre que merece. Además, en un mundo del libro plagado de espejismos, donde muchos habitantes venden el alma literaria a los diablos, la obra y la actitud de Juan Marsé garantizan el mejor ejemplo para los escritores de nuestra generación. Él no querrá serlo. Si ahora le llamara por teléfono y le leyera esto, me mandaría a freír espárragos. Pero celebrar el Cervantes que ganó hace unos días es celebrar una manera de entender la escritura y la vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bellísimo texto¡¡¡
Enhorabuena por la literatura auténtica como la vuestra chavales¡¡¡


Néstor Godoy

Anónimo dijo...

Marsé grande, grande. Y aunque sea una obviedad, considerar que es uno de los autores que más engrandece a Cataluña, que más y mejor nos ha hablado de ella, que más la ha adorado en sus libros, que más la ha paseado por el mundo, fabulador universal.
Barrilosh