TERROR Y LENGUAJES EN LA NOVELA DERRUMBE (2008), DE RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN



Isabelle Touton

Este artículo se va a publicar en Francia en el Hommage à Claude Chauchadis, Toulouse, Méridiennes (2009 o 2010) bajo el título de «Terror y lenguajes en Derrumbe (2008) de Ricardo Menéndez Salmón»

Let me attempt to do the impossible now. Let me try to explain the unexplainable. To give an image to the unthinkable.
Word made flesh, Jack O’Connell, 1999


«El terror es la maldición del hombre» (Demonios, Dostoievski): este epígrafe a la novela Derrumbe (Barcelona, Seix Barral, 2008) de Ricardo Menéndez Salmón condensa uno de los temas predilectos del novelista español muy saludado por la crítica y el público, sobre todo desde la publicación de las novelas La noche feroz (2006)[1], La ofensa (2007)[2], y del libro de relatos Gritar (2007)[3]. El terror —ese miedo descomunal que paraliza al hombre frente a los monstruos, frente a la vida y frente a la muerte— se hace el destino de una humanidad marcada por una posible culpabilidad colectiva y un consiguiente castigo de origen desconocido, que se relaciona con la fuerza perlocutiva de las palabras (maldecir es decir y actuar a la vez). De manera más general, la meditación sobre los límites y el poder del lenguaje que constituye el meollo de la narrativa anterior de esta joven pluma, concisa, poética y profundamente desesperada, viene siempre vinculada con unos cuestionamientos filosóficos y estéticos sobre el mal[4], la falta de sentido de la vida, la necesidad e inutilidad del arte y la belleza.

Thriller metafísico, la novela Derrumbe (2008) cuenta la quiebra de un mundo carente de trayectoria, objeto y sentido, en el que el lenguaje pocas veces sirve para la comunicación entre las generaciones o en la pareja, la comprensión del vínculo entre la experiencia íntima del individuo y lo que le rodea, y aún menos la razón, pero sí como herramienta del mal. En las tres partes («Primera parte. Mortenblau», «Segunda parte. El mundo bajo la caperuza del loco»; «Tercera parte. Padres sin hijos») se desdibujan dos historias al principio yuxtapuestas que unen progresivamente sus ramificaciones. Cada una toma prestado sus rasgos a un subgénero novelístico o cinematográfico fundado en el suspense y el pavor.

La primera podría calificarse de novela negra y se centra en la figura de un serial-killer refinado, que recuerda a ciertos protagonistas de novelas negras estadounidenses o películas como El Silencio de los corderos[5], de Jonathan Demme (1991), Seven (1995) o Zodiac (2007), de David Fincher. A la demencia del fetichista y caníbal Mortenblau no se proporcionan explicaciones de tipo sociológico ni psicológico. El narrador en tercera persona con punto de vista inestable (siendo el policía Manila el yo emocional del escritor[6]) se detiene, eso sí, en la descripción macabra de las prácticas sádicas de un asesino en serie que no obedecen a ninguna lógica «serial» salvo a la que consiste en firmar sus crímenes por medio del zapato de su anterior víctima. Siembra el caos en la familia del policía Manila y el terror en Promenadia. De la construcción de esta ciudad imaginaria, cerrada en sí misma como si fuera un resumen del mundo o una metáfora del libro, recurrente en la obra de Menéndez Salmón, se desprende aquí una impresión de huis clos agobiador.

Esta historia inaugural se enlaza con un relato de corte apocalíptico inspirado en los miedos propios del fin de milenio y del fin del mundo, y en particular los posteriores al lanzamiento de la primera bomba atómica o al atentado del 11-S. Se trata del contubernio de un trío de jóvenes estudiantes brillantes que, bajo el nombre de los Arrancadores, pretende y consigue infundir el miedo en la ciudad, mediante actos y discursos terroristas cuyo clímax representa la explosión del parque temático Corporama, dedicado al funcionamiento del cuerpo. El pretexto o motivo —«móvil laxo» (p. 80)— es, esta vez, el odio al consumismo de un mundo capitalista desbocado y a la cultura de la imagen y el simulacro (televisivo), pero el único objetivo es destruir, aniquilar, aterrorizar. El racionalista y perdedor es aquí Valdivia, un físico que colaboró en la concepción del parque temático y padre de Vera, la novia de uno de los chicos. Asesino en serie y terroristas sin reivindicaciones políticas son figuras paroxísticas del mal radical, puesto que, al fin y al cabo, no sacan más ventajas que la de concebir y contemplar la destrucción y la muerte ajena:

Su objetivo, decían, era tan viejo como el mundo, aterrorizar, y no cejarían en su empeño hasta haber instituido un régimen de pánico constante. A cambio no deseaban nada. Les bastaba con la desnudez de los hechos. Sólo perseguían el miedo por el miedo; sólo pretendían asustar; ningún credo político o religioso, ninguna ideología los sustentaba; se decían poderosos porque no encarnaban otra bandera que la de provocar daño en tantas vidas acomodadas, falsas, contingentes (p. 58).

Desde el siglo XIX, la novela policíaca ha nutrido una parte de la imaginación formal de la modernidad, creando una relación concentrada y problemática con respecto al texto que ponen en escena (informes policíacos, cartas de amenazas, testamentos,…). El detective debe ser, gracias a un método hipotético-deductivo, un exégeta de lenguajes verbales y no verbales (importancia de los indicios materiales y símbolos), siendo a su vez el lector un investigador que anticipa, colma las lagunas, imagina y deduce, una especie de lector ideal como demuestran Borges y Bioy Casares en Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), compilación de enigmas irónicos. De ahí que en la novela policíaca anide casi siempre una dimensión metatextual, que heredó la novela negra, y que ambas exijan un lector despierto, el cual, en Derrumbe, deberá componer la partitura final de una narración hecha de fragmentos dispersos, alusivos, en la que las elipsis juegan un papel de primer plano. Además, en vez de reducir la muerte a un síntoma (Barthes habló de «universo de la litote»[7]), la novela negra se caracteriza por una representación catártica de la violencia, el sufrimiento y el miedo, con la que en Derrumbe, se pretende luchar contra la insensibilización y falta de compasión de nuestros coetáneos (p. 35-37, por ejemplo). Lejos de consagrar la superioridad de la razón sobre la barbarie, de poner orden en el caos del mundo como hacía su antecesora, presenta su ruina y el ocaso del humanismo tal como lo pensó la Ilustración, en la línea de filósofos que meditaron sobre la desaparición del hombre de la modernidad (Camus, Foucault...) o de teorías vinculadas con el Holocausto (Adorno). Muchas novelas negras, sin embargo, abrigan planteamientos sociológicos o políticos que permanecen, en mi opinión, en un segundo plano en Derrumbe. Muerto Dios, muerto el hombre civilizado y racional, estas novelas, y las de Menéndez Salmón, nos interrogan sobre lo que nos queda:

Manila aún no se atrevía a emplear la palabra alma.
Era hijo putativo de la Ilustración.
Creía en Kant.
En El contrato social.
En la tabla periódica de elementos.
En el paralaje entre estrellas.
En la constante de Hubble.
Aunque bastaba contemplar sus afanes para buscar otros nombres. (Derrumbe, p. 47)

El desenlace, pues, rara vez permite ordenar un mundo degradado, animalizado, puro espectáculo, y los que encarnan la ley ya no son brillantes hermeneutas sino testigos o víctimas de criminales que les son a veces superiores. Esta lucha entre inhumanidad y cultura en el seno de la sociedad occidental, el progreso del mal frente a la abdicación o el desenfreno del lenguaje de la civilización es una de las obsesiones de ciertos grandes autores de novelas negras anglosajones (James Ellroy, David Peace…), de las que Jack O’Connell proporciona quizá el mejor ejemplo con World made flesh (1999), cuyo argumento deplora un lenguaje tautológico inepto para representar el mundo y vencido por la barbarie. Partiendo de este rápido balance, me propongo estudiar en Derrumbe la articulación del tema del terror —el que infunde el monstruo y el que por su poder de fascinación y aniquilación transforma a cualquiera en animal, el arma de los totalitarismos— con el tema de los lenguajes, esta constante antropológica que, según una concepción humanística del hombre, le permitiría situarse fuera del reino animal y del sinsentido.

Fracasos del lenguaje y la cultura

La comunicación imposible
En ambas historias, nadie coge a los criminales: uno se entrega cuando le apetece para lucir su pluma, los demás escapan de la justicia al suicidarse mientras contemplan el desmoronamiento de la ciudad, convirtiéndose en ídolos para algunas almas vengativas que los celebran en carteles: LARGA VIDA A LOS ARRANCADORES. MUERTE A PROMENADIA (p. 150). En la primera parte detectivesca de Derrumbe, la encuesta conduce a Manila a descubrir un secreto sobre su propia pareja y al lector a ver en él un doble posible del caníbal, gracias a un fragmento enfocado desde la subjetividad de su hija pequeña que se acaba de hacer una herida:

Dentro del vehículo Manila se inclinó sobre el regazo de su hija, sacó la lengua y chupó la sangre que corría por la piel de la niña. Ella miraba la coronilla de su padre con cierto asco, como si en ella se escondiera un animal vivo e incongruente. La herida sabía a mar. Cuando Manila se incorporó y sonrió a la pequeña, no reparó en que sus labios estaban manchados de sangre.
Ella pensó en uno de los vampiros que ilustraban sus cuentos de terror, pero no dijo nada (p. 38).

En la segunda parte, ni siquiera hay tentativa de investigación o lucha contra los terroristas, sino que ésta se resume en calas en el pozo de la intimidad del trío y sobre todo de Valdivia que desenmascara al monstruo en su hija y sospecha de la inocencia de su propia relación con ella. Vera sigue rindiendo homenaje, después de su muerte y a sabiendas del crimen que perpetró, a Humberto, el de los Arrancadores que amaba, y se hunde en el estupro y la pornografía, detrás de un muro de silencio simbólico, donde no la puede alcanzar la voz de su padre:

Vera —dijo.
Y Vera calló como si jamás hubiese existido su voz, el contexto en que se hallaban, la lengua dentro de la garganta de su padre; calló como si Valdivia no fuese un pedazo de vida, una fracción de folclore, un empeño verbalizador; calló como si Valdivia representase un episodio imposible de interpretar, un guarismo equívoco, un estado del alma indigno de contemplarse, una palabra nunca caligrafiada, nunca pronunciada, jamás forjada por intelecto alguno. […] Y fue como si a un hombre le hubiesen arrebatado la esperanza (p. 162).

Si el diálogo es inútil, los cuerpos hablan —recordemos la insensibilidad que sufre el joven nazi cuyo cuerpo es una «metáfora», en La ofensa. El de Vera anuncia anticipadamente a su padre su pérdida:

Y en su sonrisa de dentífrico, en su blanca inocencia de virgen que asomaba al regazo de la vida con el esplendor de una afrodita de la era del nailon, fue como si Valdivia ya pudiera adivinar el implacable rostro de la gran bestia mostrando su cadavérico señuelo, la voz de la sangre y la tiniebla, el perro carnicero que, huesos adentro, a todos habitaba y consumía (p. 111).

En el seno de la pareja de Manila y su mujer Mara, en la relación de Valdivia con su hija Vera, el lenguaje no basta para crear una comunicación auténtica, para colmar la grieta que está alejando a unos de otros.

Mara dejó de querer a su esposo, sin que él se diera cuenta antes de que apareciera su cadáver, muerta ésta a manos del monstruo del que se prendió, hechizada por su facultad aterrorizadora (p. 63). El amor que unió durante seis meses a Mortenblau y Mara, embarazada del hijo de Manila, al dejar entrar a Mortenblau en el lenguaje de la comunicación amorosa, al convertirlo en uno de los pronombres de la pareja (yo/tú) consiguió momentáneamente apagar el león de su locura —se le aparece un león fantástico que representa su terror—: «Un hombre así. Yo. El último pronombre. También el primero. Yo. El amante. El amor de Mara. El embajador del miedo» (p. 169). Sin embargo, esta encarnación en palabras del otro no es suficiente para devolverle la cordura ya que acaba por estrangular a Mara después de que dé a luz, devorándole la placenta. No bastan los amagos de comunicación, como no basta la literatura (Mortenblau lee a Montaigne, Huysmans, Kafka), ni la música, ni el cine (a los Arrancadores les gusta Bergman), ni cualquier belleza artística, para detener al Mal, como comprueba Manila después de muchos filósofos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La cultura, lo que Ernst Cassirer llamó «formas simbólicas», perdió su poder liberador:

Encendió la radio.
Glenn Gould interpretando a Bach. Pensó en la belleza. En su inutilidad frente al mal. Cimabue vencido por Gilles de Rais. Beethoven pisoteado por Hitler en Auschwitz. Versos de Rimbaud abrasados en Hiroshima. El aria final de las Variaciones Goldberg no le trajo la calma. Así que volvió a las fotos (p. 27).

La vida como encuesta filológica
En Derrumbe, los guardianes de la ley y la ciencia (los policías y el físico) parecen ignorar pruebas materiales e indicios, apenas van recogiendo vanos testimonios; su principal actividad se cifra en discusiones de tipo filológico y ontológico, en la compleja expresión tanto de lo íntimo como de lo ajeno:

Manila formuló entonces la pregunta fatídica:
—¿Habéis tenido miedo estos días?
Confesaron que sí. Cierto que primero buscaron otras palabras —aprensión, hartazgo, asco—, pero al final confesaron su miedo (p. 43).

Confesar el miedo a la propia integridad o a la de los suyos es mentar la muerte, y aquí, creo que la confesión es difícil, no porque podría romper con la imagen varonil de los policías, sino en la medida en que se teme el poder mágico de la palabra, el que crea la realidad. Lo dice un «escritor chileno afincado en España» (¿otra alejada sombra ficticia de Roberto Bolaño, novelista de las relaciones entre el mal y la literatura?[8]) en la televisión, provocando en Valdivia una sensación de vértigo: «[…] hoy el discurso crea la realidad. No hay más remedio que aceptarlo. La filosofía es pura filología; la realidad es la sombra de la palabra, no a la inversa» (p. 170). La mayor discusión entre los investigadores es la que se centra en la enunciación de la naturaleza del criminal, el «innombrable» (p. 45), en un esfuerzo para aprehender su locura:

¿De quién estamos hablando?
«Digamos que de un monstruo en el sentido más obvio del término».
—Monstruo es una palabra gastada
Lo sé. Pero no se me ocurre otra. Estamos ante alguien excepcional. Y ésa es una de las acepciones de lo monstruoso (p. 32).

Los policías chocan con la aporía inherente a cualquier lenguaje que pretenda decir la existencia, nombrar una realidad única con un número de sustantivos limitados, tanto como nuestro novelista se enfrenta al reto de narrar la historia de un asesino en serie tantas veces representada en el cine y la literatura; puesto que el «imaginario de los malvados», como formula Vicente Luis Mora, «está saturado»[9]. Por otra parte, se enfrentan con la paradoja de «la banalidad del mal» denunciada por Hannah Arendt. Si bien Mortenblau sólo puede ser un monstruo, alguien excepcional, demoníaco («¿Cómo se llama ese demonio?», p. 144) descubren a un hombre: «Sencillamente, les producía una especie de escalofrío. Porque era un hombre» (p. 144). Dos son las conclusiones que se pueden sacar, a la luz de la obra de Menéndez Salmón: la primera es que «todo el lenguaje se funda en una derrota evidente: la vocación de nombrar lo innombrable»[10], y en particular de nombrar al ser humano. En una especie de anti-cratilismo (según Crátilo, los nombres imitan la verdadera esencia de las cosas), Valdivia deplora la no adecuación entre el ser y su nombre:

Aunque en realidad el nombre era un adorno que no les pertenecía, que había sido escogido por alguien que pensó por ellos; todos estaban desnudos bajo su nombre, más indefensos aun que el bebé izado hacia lo alto por su padre, como Valdivia hizo con Vera cuando vio su primera luz, allá en la maternidad (p. 109).

La segunda conclusión es que el lenguaje es inepto para mentar a la vez la humanidad y el mal, dado que si bien las civilizaciones inscribieron su diferencia en la lengua, la inhumanidad resulta ser también lo propio del hombre: «aquel hombre, a quien un día habían llamado monstruo, y para el que ahora, probablemente, no encontrarían calificativo» (p. 164).

En busca de la realidad
En el mundo de los terroristas, ni las palabras, ni la tecnología pueden asir una realidad reacia a cualquier lógica, a cualquier clasificación, más cercana al mundo animal:

La cibernética y los avances médicos habían traído demasiada claridad, y el hombre era un animal al que agradaban las tinieblas, un animal intermedio a quien le gustaba defecar, practicar la sodomía y espiar a los demás en la oscuridad (p. 83-84).

En su éxodo, Valdivia intenta vanamente sosegarse, recurriendo a sus certidumbres de científico frente a lo que lo acongoja, encontrar motivos a aquello que no responde sino al azar y a lo arbitrario: «Nada sucede sin causa, basta preguntarse por ella» (p. 129).

A pesar de la disyunción lenguaje-realidad, los personajes, en particular los jóvenes terroristas de Derrumbe, invadidos por una angustia barroca, dudan de la existencia de la realidad fuera de este lenguaje o de otras formas de representación. Prueba de ello es el recurso sistemático a las metáforas lingüísticas, en particular para mentar el parque temático: «resúmenes» (p. 68), «abstracción de los contenidos», «enunciados» (p. 70):

El único problema es que jamás estamos seguros de que lo que estamos aprendiendo sea real; el único problema —remató Menezes […]— es que a menudo nos asalta la sospecha de que nuestro mundo es una feria de simulacros, el parque temático de su propia sombra (p. 73).

Simulacros. ¿Por qué no? ¿No era plausible que, en vez de metáfora de la vida, el parque temático fuera el modelo, la idea pura, el arquetipo del que la existencia constituía sino su copia debilitada, falsa, llamada a desaparecer? (p. 74).

Al cabo del viaje moral y psicológico al que la confrontación con el mal abocó a los dos protagonistas víctimas, un final inesperado sorprende al lector. Al saber a Mortenblau en la cárcel, Manila, después de recuperar a su hijo, parece haber hallado cierta serenidad:

«Paz», pensó. «Paz» […] «Frente al Mal, la Paz»
—Paz—dijo (p. 182).

Al advertir que esta «paz» significa, para él, asesinar al verdugo de su mujer, entendemos que ha caído a su vez presa de la omnipotencia de la pulsión de muerte. Es más: el homicidio que acaba la novela nos es relatado con las mismas palabras del incipit donde se relataba el asesinato y la agonía de una de las víctimas de Mortenblau. La coincidencia y construcción circular hacen de Manila, a pesar de sus motivos, un monstruo que sabe manipular tanto las palabras como la vida de los demás. Él también acaba por preferir el lenguaje de la violencia y del cuerpo a las palabras y la razón.

Lenguajes y propagación del terror

Los lenguajes verbales y artísticos al servicio del crimen
En una inversión ya clásica, la perpetración del crimen se convierte en lenguaje —«sintieron que debían empezar por algo pequeño, precario, con un cierto componente satírico»—: lenguaje de los cuerpos mutilados, puestos en escena, marcados, violados o no, que callan una parte de su historia, de los objetos que sobreviven con insolencia a las víctimas (los zapatos, las fotos…), se limitan a anunciar la presencia de un cadáver, su carencia o a proclamar la falta de sustancia de la vida: «estaban ahí pero eran otra cosa, ellos mismos simulacro, sueño pasajero, máscara que, precisamente por serlo, permanecía siempre idéntica, inmutable ante el eterno discurrir de los objetos» (p. 75). Además, surgen remedos de obras maestras. La dimensión estética y la originalidad de los procedimientos quedan valoradas por los policías: «Manila sopesó la originalidad como concepto. En arte, se solía considerar una de las marcas del genio» (p. 29). Mortenblau va aún más lejos, al igual que el megalómano autor del Asesinato de Roger Ackroyd (1926) de Agatha Christie, que desea que lo cojan para que admiren su estilo y la relación de sus crímenes llevados a cabo con no poco talento («tan terriblemente intenso», p. 164), acaba entregándose a fin de conseguir a unos lectores para sus cuadernos íntimos. Siendo la semiosis verbal el único lenguaje metatextual[11], Mortenblau es a la vez autor de sus crímenes y comentador de ellos, artista y crítico. De ahí que los policías se conviertan en lectores a la vez del lenguaje codificado y hermético para ellos de los asesinatos tanto como de unos cuadernos que los petrifican —en ambos casos, se limitan a ponderar los logros del seudoartista:

Sabía que los cuatro hombres habían leído sus cuadernos e imaginaba lo que pensarían de él. Hasta un policía era capaz de advertir la fuerza de ciertas prosas (p. 167).

En cuanto a los Arrancadores, antes de perpetrar su crimen máximo, deciden «hacer del terror una disciplina» (p. 75), crean toda una «liturgia», un «credo», un «catequismo revolucionario», justificación teórica de su loca empresa que consiste, tal nuevos jinetes del Apocalipsis, en destruir «la moderna ciudad de Dios» (p. 72) y les lleva a inmolarse, a sacrificarse con su obra. Corporama representa para ellos el colmo de la decadencia humana en tanto signo de su ruptura definitiva con la naturaleza, y apela a la destrucción milenaria:

Así como durante el terror del año 1000 proliferaron supersticiones y profecías de todo signo, la euforia del año 2000, una euforia que bien pronto se mostró vana e incluso absurda, regaló, a lo ancho y a lo largo del globo, un nutrido abanico de parques temáticos que celebraban la plasticidad de la cultura y la versatilidad del talento humano (p. 69).

No sólo ambicionan destruir cosas materiales y seres humanos, sino también todos los símbolos de su sociedad: «Todo ardía en el horizonte. Y no sólo objetos materiales, sino ciertas claves intangibles en las que a menudo se expresaba una comunidad» (p. 127). Los signos del contra-dogma conducen a Valdivia a evocar una «dictadura del símbolo» (p. 123), de unos símbolos impenetrables que sólo se dirigen a los sentidos, produciendo fascinación y pánico. Así, la hija de Valdivia queda deslumbrada por el resplandor del inmenso cuerpo en llamas: «Había un tono de arrebato en su voz, una emoción estética para la que no faltaban motivos» (p. 118).

Terror y tabú de la muerte
Como el hombre posmoderno no puede o no sabe encajar la proximidad de su muerte, una forma de sadismo elaborada consiste entonces en anunciarla. En un diálogo con su madre enferma terminal (unos días antes de estrangularla), Mortenblau no respeta el último de los tabúes lingüísticos de nuestra sociedad occidental, con no poco cinismo le inflige una tortura psicológica y lingüística:

— Me estoy muriendo, hijo.
— Como todos.
— No. Como todos, no.
— Como todos. Todos nos estamos muriendo cada día.
— Pero la gente no sabe que se está muriendo. Yo sí lo sé. Me lo han dicho los médicos.
— Mejor así. […] No me odies si te estás pudriendo. No deberías tener miedo (p. 41).

Por consiguiente, para que la destrucción sea total tiene que venir precedida por la conciencia de la catástrofe inminente, conciencia que acobarda al hombre y le quita todo vestigio de humanidad. En un texto leído en televisión, los Arrancadores, nuevos profetas «maldiciendo» a su vez a los habitantes de Promenadia, se sirven de una palabra que parece pura retórica y viene siempre, en la novela, mediatizada (televisión, radio, teléfono) pero que sí conserva su poder invocatorio, hipnótico, para crear una nueva realidad:

«Es el primer muerto el que contagia a todos el pensamiento de la amenaza».
La frase los paralizó.
La prosa de los telediarios nunca era tan profunda. Aunque la audacia de ciertos redactores era célebre, ambos dudaron de que aspirara a fórmulas tan persuasivas. Ese adagio, esa máxima filosófica los trasladó, por un momento, a una cocina mágica, distinta a la de cualquier noche previa… (p. 96).

Más que la confección de la bomba, la clave del atentado detallada por la novela es la elaboración de unos textos. El terror es una cuestión de semántica (dudan entre varios sinónimos de terror) y de pragmática (por medio de la metáfora de la penetración sexual) cuyo alcance sopesan Humberto, Hugo y Meneses en la génesis del texto cuya lectura convertirán en performance:

Veinticuatro horas antes de acudir al supermercado, redactaron a seis manos un texto audaz en su simpleza, limpio de adjetivo y alharacas, tan seco y cortante como el aire puro, que atendía a sus razones y daba cuenta de sus intenciones. La palabra clave era una sola: terror. Flirtearon con temor, angustia, y miedo, pero terror los ganó. Les pareció una palabra tan redonda, tan viril, tan diáfana como un dardo de luz en el agua de un pozo, como una lanza de cristal clavada en las convicciones de Promenadia, en la diana hasta ahora aplazada de su codicia, de su áurea mediocridad (p. 81).
El lenguaje articulado y reflexivo que manipulan tan diestramente los monstruos de la novela alcanza cierta autonomía en un capítulo (p. 101-105) que, con apenas algunos cambios, aparece en Gritar en tanto relato emancipado bajo el nombre de El terror (Gritar, p. 68-74). En este caso ya no hay sujeto ni locutor identificable y aún menos intención de perjudicar a quienquiera. La voz descontextualizada de una joven desconocida pidiendo ayuda a su padre por la muerte por sobredosis de un amigo cuyo cadáver está a su lado, al equivocarse de número, llamando de noche a casa de Valdivia, cobra dimensiones fantásticas, inherentes a una reflexión sobre la naturaleza del mal, con las que juega el narrador a lo largo de la novela.

A modo de conclusión: una cuantas opciones estéticas

El narrador de Derrumbe fabula el fracaso del lenguaje como arma de civilización poniendo en tela de juicio el vínculo que lo une a la realidad, pero el autor Menéndez Salmón sigue escribiendo. Los nombres yerran pero en cambio las parábolas y las metáforas, si no bastan ni son siempre fiables, siguen cumpliendo una función de bálsamo por su capacidad de transfigurar la realidad:

Las parábolas eran agotadoras. Pero dejaban un sabor a victoria en los labios. Así que Valdivia se levantó y echó a andar, abandonando ahí sus palabras, como una imagen mejorada de sí mismo, como si él fuera sólo una sombra y ellas formaran su verdadero ser, sus cimientos (p. 129).

El narrador levanta acta de la dificultad de decir los límites entre bestialidad y humanidad, probando que un monstruo está agazapado en cada uno de sus personajes. Asimismo constata cuán arduo es el camino que lleva a la representación de la violencia por medio de la literatura, en una época saturada de imágenes y sonidos que cumplen con el propósito. La descripción de la explosión y del éxodo consecuente, por ejemplo, es uno de los pasajes magníficamente logrados, en el que el escritor cuestiona la viabilidad de su oficio:

[…] llegó el fragor, un sonido difícil de describir, mestizo, heteróclito, bastardo, un sonido que no provenía de nada natural, fuera tierra, mar o viento, sino que era la expresión misma del ruido bruto, la quintaesencia del ruido en tanto que sinónimo de la devastación (p. 117).

[…] aquella náusea imposible de aprehender con palabras, pues no era tanto un olor cuanto una adición, una suma monstruosa, acaso la fetidez misma que desprendían las ideas de Promenadia, sus convicciones, sus asechanzas (p. 127)[12].

Aún así, pese a las dudas y conclusiones radicales y desesperanzadas sobre la función y el valor del lenguaje —eficaz arma del terror y pobre aliado del ser racional— a las que la novela parece conducir al lector, el estilo de Menéndez Salmón permanece habitado por el deseo de competir con la imagen —y sobre todo el cine— en su poder de evocación del mal y la violencia. Lo intenta mediante varios recursos estilísticos, de los que destacaré tres, entre otros muchos, a modo de conclusión. El primero puede parecer anecdótico. Se trata, apelando a la imaginación y a la experiencia de cada uno, de activar la identificación entre el lector y un testigo potencial de los crímenes, lo que se lleva a cabo con el uso recurrente del indefinido «cualquiera que» seguido de subjuntivo (p. 19, p. 60…):

[…] cualquiera que lo hubiera visto mientras saboreaba aquel puñado de materia confusa habría sentido la tentación de escapar muy lejos y muy de prisa (p. 13).

[…] cualquiera que hubiera aproximado el oído a la boca del hombre habría podido escuchar un breve zumbido, una especie de ruido de fondo que emanaba de lo más íntimo de su calavera (p. 36).

El segundo, característico de la literatura llamada postmoderna en general y de cierta novela negra «culta» en particular, es el recurso constante a la intertextualidad e intericonocidad. Si bien subrayar el hiato entre violencia y cultura participa de una suerte de profanación del arte percibido como un santuario por nuestras mentes contemporáneas que siguen marcadas por el idealismo romántico, en Derrumbe es el poder evocador de las referencias, en particular cinematográficas, el que prevalece. Para el lector que disponga de la biblioteca virtual suficiente, la transición por las representaciones ajenas del terror amplía la capacidad de expresión plástica de una lengua que no dice la realidad pero sí tiene el poder de convocar las imágenes:

Había un pedazo de mejilla tapando parte de un afiche de Blow up y una mano despojada de uñas saludaba grotescamente atada a una cariátide de mármol rosa, como un dibujo de Magritte o el sueño amargo de cualquier surrealista (p. 39).

No era una película de alienígenas de serie B: los hombres que vomitaban su miedo en los arcenes, pálidos y exhaustos como resucitados, eran padres de familia, no figurantes (p. 121).

Por fin, la mayor constante es la de un lenguaje poetizado por el uso sistemático de comparaciones y metáforas elocuentes, inauditas, que zarandean al lector y cumplen la función inversa a la de las citas anteriores. Conseguir que cada uno sienta o vea nuevamente en particular la materia, los sonidos y los olores, gracias a imágenes a menudo tomadas de la vida cotidiana, de lo prosaico:

Chupó hasta que sintió cómo la lengua de la mujer se desprendía con un sonido de ventosa, como un fregadero que se desatasca (p. 29)

El chino pareció encogerse, sus ojos se volvieron flemas acuosas, su tronco tembló como un huevo batido (p. 26).

Hasta que el lector se encuentre «como un huevo batido», como Mortenblau encarado con el león de su terror:

Entonces sucedió. Sucedió que vio encenderse un animal, un león o su fantasma o su esqueleto o su encarnadura. Lo vio brillar mientras rugía con las fauces abiertas, lo vio palpitar mientras daba media vuelta y caminaba hacia la luz anhelada como un gran gato fosforescente, como un enorme aunque liviano fuego fatuo, como una emanación nacida de algún lugar secreto y peligroso, algún lugar en el que sus días se habían ido cargando de imágenes horribles, como una pila tóxica (p. 23).

Requiem por el hombre moderno, el universo literario de Ricardo Menéndez Salmón, simulacro de simulacros, está cargado de meditaciones metafísicas profundamente pesimistas. La novela dibuja un mundo mentiroso, peligroso y sometido al puro azar, donde no se lee ninguna alternativa a la maldad y la decadencia, salvo un apego del autor a la fuerza de la imagen y de la palabra escueta. En Gritos, la amistad, el amor, la complicidad proporcionaban unas pinceladas de luz, que quizá residan en la relación entre Valdivia y su mujer en Derrumbe. En cambio, las dramáticas trayectorias de los hijos y la ruptura del lazo familiar parecen fábulas blandidas como conjuro por este joven padre, atento al poder mágico de las palabras:

¿Dónde se habían ido las palabras compartidas, los afectos, las buenas maneras? Hijos deambulando como zombis por los centros comerciales. Hijos devorando sustancias en el corazón de la noche. Hijos derribando las obras que sus mayores habían levantado con el sudor de su frente. Hijos suicidas, hijas asesinos, hijos terroristas (p. 176-177).


Notas

[1] R. Menéndez Salmón, La noche feroz, Oviedo, KRK, 2006.
[2] R. Menéndez Salmón, La ofensa, Barcelona, Seix Barral, 2007.
[3] R. Menéndez Salmón, Gritar, Madrid, Lengua de Trapo, 2007.
[4] «L’œuvre toute entière de Ricardo Menéndez Salmón se donne à lire comme une réflexion sur le mal et ses romans constituent autant de variations, inlassablement déclinées, sur ce thème», C. Pérès, «Mensonge et manipulation dans La noche feroz (2006) et La ofensa (2007) de Ricardo Menéndez Salmón», Le créateur et sa critique: manipuler et mentir, P. Merlo (dir.), Lyon, LCE Université Lumière Lyon 2-Grimh (en prensa).
[5] The silence of the lambs fue traducido por El silencio de los inocentes en Hispanoamérica.
[6] Ricardo Menéndez Salmón: «Todo el lenguaje se funda en una derrota evidente: la vocación de nombrar lo innombrable», Miguel Ángel Múnoz, 19 de mayo de 2008.
[7] Barthes, Mythologies, Paris, Seuil, 1957, p. 195.
[8] R. Bolaño sale como personaje de novelas, entre otras, en Soldados de Salamina de Javier Cercas.
[9] V. Luis Mora, «Ricardo Menéndez Salmón: el monstruo está dentro», 18 de mayo de 2008.
[10] Ricardo Menéndez Salmón: «Todo el lenguaje se funda en una derrota evidente: la vocación de nombrar lo innombrable», M. Á. Múnoz, op. cit..
[11] G. Molinié, Sémiostylistique. L’effet de l’art, PUF, 1992.
[12] Las cursivas son mías.

1 comentario:

libelula dijo...

Excelente articulo de Isabelle Touton, especialista francesa de literatura hispanica. Da ganas de leer la novela y demuestra que, no por rechazar perspectivas trilladas de indole metafisico, un escritor se aleja del todo y deja de tener preocupaciones filosoficas.