EL IDIOMA DE LOS HOMBRES

Juan Carlos Chirinos



Me gustaría oír al Fuji pronunciar una palabra...
Shinpei Kusano

—Una sola vez ha hablado la montaña el idioma de los hombres, señor.
—Eso fue hace mucho y ya no queda ni un solo abuelo que recuerde la historia completa.
—No se nos ha concedido vivir tanto tiempo, ni conocer a todos los seres vivos; mucho menos a las montañas sagradas. Hay que conformarse con el dragón que se va formando en nuestra memoria y que recoge retazos de lo que fue.
—Pero yo te he dado una orden, maestro, ¿me vas a desobedecer?
—Tampoco eso se nos ha permitido a los simples; tu voz, que ya retumba como la de la montaña, no puede ignorarse porque ella es la razón de nuestro sustento. Por esa misma causa las órdenes que des deben estar en consonancia con el siervo que las recibe. ¿Soy yo merecedor de tus peticiones? Me avergüenza reconocer que apenas puedo sostenerme en pie frente a tu magnífica figura, y mal podría escanciar el vino de tus heraldos, y ni siquiera el honor de desensillar tus caballos me levanta un poco de mi condición. ¿Cómo, pues, tener fuerzas para desobedecer lo que me ordenas, cómo llevarlo a cabo? Sé, mientras realizo tal proeza (para las hormigas como yo cualquier esfuerzo es proeza), que fracasaré; pero no será con los brazos cruzados, sino siempre levantados para glorificarte, mi señor.
—Ladina lengua tienes para ser tan vil.
—Torpes balbuceos frente a tu discurso.
—¿Me llamas charlatán?
—Dador de vida te llamo, discípulo de la luz.
—Siervo del sol, entonces.
—Rayo que de él parte.
—¿Insensato con poder, acaso?
—Certera senda hacia el infinito, hijo del dios que todo lo da, mikado de todo lo que nos rodea.
—Tu perspicaz lengua preserva tu cabeza en su lugar, maestro. Pero ella no me sabe traer a alguien que me cuente la historia de esa montaña y, mucho menos, que la haga hablar otra vez.
—Dicen que hay una manera, mi señor, pero yo no me fío de chismes de alcahuetas y brujas de caldero.
—¿Y cuál es?
—Nunca ha sido ensayada, si los libros que he leído no mienten. Se trata de un sacrificio: entregar a la montaña ochenta muchachos de la corte y diez rameras de templos lejanos y obsequiárselos ataviados de oro y marfil. Pero eso podría causarnos la ruina. No es bueno transgredir el orden del Universo, porque una vez en marcha, el sortilegio tiene el camino trazado y el hombre es un grano de polvo que no puede cambiar el curso de los planetas. ¿En verdad quieres que la montaña vuelva a emitir sonido humano, como al inicio de los tiempos? ¿No te basta con la lengua de fuego que inaugura cada nuevo ciclo de tu reino, no son suficientes las cenizas que tiznan hasta a las abejas y la lava que deja cicatrices durante mucho tiempo dolorosas?
—No, no, ¡yo quiero que la montaña me hable, que diga algo para mí!
—Tu padre, el anciano rey Tabilo, que ahora mora entre las estrellas, solía reprender tu persistente curiosidad halándote las orejas; las mías perecieron bajo el hierro candente por protegerte de sus frecuentes ataques de ira. El rey me acusaba de insensato maestro, y por ello he recibido justo castigo. Ahora soy un sabio sin orejas.
—¿Me llamas mentecato? ¿Quieres perder, además, la punta de la nariz?
—El anciano rey Tabilo me llamaba insensato.
—No quiero discutir más contigo, maestro: ejecuta ese hechizo y haz que la montaña sagrada hable de nuevo. Que las generaciones por venir digan que fue durante mi reinado cuando la montaña volvió a dirigirse a los hombres en su misma lengua.
—¿Y no temes las consecuencias?
—Ya he dado una orden. Espero no tener que repetirla.
—Sí, mi señor.

Los actores se retiran y entra Pelópidas, el segundo, caracterizado de montaña sagrada, mientras el redoble de los tambores retumba en el palacio:
—¿Quién osa perturbar mi sueño?
—Yo, el rey de los cuatro puntos cardinales. Yo te llamo, montaña, y quiero que hables para mí.
—¡Necio! Ahora mi lengua ardiente arrasará tus cosechas, y tu pueblo sufrirá décadas de hambre y enfermedades.
—Te lo dije, mi rey, que era una locura invocar la voz de la montaña.
—No me importa, maestro, perder mi reino, si con ello he podido escuchar a la montaña dirigirse a mí.
—Mira su furioso fuego, mira cómo su lengua ardiente lame nuestras ropas, ¡todos morimos!
—Muero, sí, pero con gloria.
Pelópidas —caracterizado de montaña— se yergue en medio del escenario, mientras los demás actores, aullando, se ocultan en la penumbra y las sedas amarillas que aparentan el fuego del volcán:
—Esto es lo que les ocurre a los reyes majaderos; ahora mi voz no sólo destruye tu reino, minúsculo rey, sino que sume al mundo en trescientos años de oscuridad.
Las luces del palacio se apagan, y la ciudad barbors queda a oscuras, y los campos y las fronteras, y en la playa el ruido de las olas perturba la penumbra, todo candil desaparece, toda llama humana muere; sólo la luz de la luna y el trazo de la vía láctea iluminan el rostro del rey que acaba de hacer su primer papel en el teatro. Alcibíades, el primer actor de la compañía, aplaude desde bastidores y la corte lo sigue enardecida; Pelópidas se inclina, los actores sudan por el esfuerzo. En toda la llanura del país no hay ni una sola protuberancia, ni un cerrito, ni una mota donde descansar. El país barbors es plano como un mapa. Las montañas han sido retiradas a otros lugares, y eso produce un cierto alivio entre los presentes, a pesar de la oscuridad que ha de durar toda la noche. Sólo la alta torre del palacio, donde los histriones deleitan a los nobles, sobresale en el reino. Lo demás son casas chatas y campos sin segar. En un rincón, un filósofo sin orejas observa el espectáculo, preparado para adular.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Bellísimo cuento. Conozco a unos cuantos sin orejas que van de filósofos por la vida y estarían mejor callados.
Fátima

Anónimo dijo...

Yo también me pongo las orejas para decirte que este mundo tuyo es una mina. Me encanta el cambio al teatro. Las sedas amarillas como llamas. Dile a Shakespeare que venga disfrazado de chino. Tomemos un té todos juntos.

Monk

Anónimo dijo...

Epsilon sin palitaivos, oxígeno de amor en túneves vertido, mixtura de lo inexcusable, arrojo en la espesura, nítido, gravedad de lo intangible, epsilon, epsilon, chamusquina sin apellidos ni proverbios, un micrograma transgrede, un mi

Marbella

hatoros dijo...

¡TANTA INTELIGENCIA, MAESTRO!