«EL POETA ES UN FINGIDOR»: FERNANDO PESSOA Y SUS HETERÓNIMOS

Mario Barrero Fajardo

El presente texto corresponde a la conferencia que bajo el mismo título se impartió en abril de 2003 en la Universidad Central, en el marco de las “Jornadas de Literatura” que se celebraron con motivo de los treinta años de labores del Departamento de Humanidades y Letras. Un fragmento fue publicado en la revista Hojas Universitarias, 55, febrero 2004.




A mis hermanos

La literatura, como todo arte, es la
demostración de que la vida no basta.

Fernando Pessoa

Me he perdido en mí porque era un laberinto,
y ahora, en mí, sólo siento nostalgias...

Mário de Sá-Carneiro

La obra de Pessoa realmente es una obra negativa.
No sirve de modelo, no enseña ni a gobernar ni a ser gobernado.
Sirve exactamente para lo contrario: para indisciplinar los espíritus.

Adolfo Casais Monteiro


I. «El desconocido de sí mismo»
Al final del relato Los últimos tres días de Fernando Pessoa (1996), el novelista italiano Antonio Tabucchi presenta la siguiente nota biográfica del escritor lusitano:
Fernando António Nogueira Pessoa nació el 13 de junio de 1888 en Lisboa, hijo de Madalena Pinheiro Nogueira y Joaquim de Seabra Pessoa, crítico musical de un periódico de la ciudad. Cuando tenía cinco años murió su padre, enfermo de tuberculosis. Su abuela paterna, la señora Dionísia, sufría de una grave forma de locura y murió en un manicomio. En 1895 se trasladó a Sudáfrica, a Durban, porque su madre se había vuelto a casar con el cónsul portugués en Sudáfrica. Hizo todos sus estudios en lengua inglesa. Volvió a Portugal para matricularse en la universidad, pero no continuó los estudios. Vivió siempre en Lisboa. El ocho de marzo de 1914 apareció su primer heterónimo, Alberto Caeiro. Le siguieron Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Los heterónimos eran «otros yoes», voces que hablaban en él y que tuvieron una vida autónoma y una biografía. Inventó todas las vanguardias portuguesas. Vivió siempre en modestas pensiones o en habitaciones alquiladas. En su vida conoció un único amor, Ophélia Queiroz, empleada como dactilógrafa en la empresa de exportación e importación en la que él trabajaba. Fue un amor intenso y breve. En vida publicó solamente en revistas. El único volumen publicado antes de morir fue una plaquette titulada Mensaje, una historia esotérica de Portugal. Murió el 30 de noviembre de 1935 en el hospital de São Luís dos Franceses de Lisboa, debido a una crisis hepática, probablemente causada por el abuso del alcohol[1].
Tres décadas antes, el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, no sólo definía al padre de los heterónimos como “El desconocido de sí mismo”, sino que además señalaba: “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía. Pessoa, que dudó siempre de la realidad de este mundo, aprobaría sin vacilar que fuese directamente a sus poemas, olvidando los incidentes y accidentes de su existencia terrestre. Nada en su vida es sorprendente -nada, excepto sus poemas”[2].

En las posturas de Tabucchi y Paz encontramos los dos senderos interpretativos más frecuentados por aquellos que han quedado atrapados en el universo literario de ese gris oficinista, que deambulaba por las calles de Lisboa en busca de algún café donde pudiera encontrar sosiego esa multitud de voces que lo habitaba. El primero es el de rastrear sus datos biográficos como supuestos índices de su heterogénea producción literaria. El segundo es el de espulgar en ese “baúl lleno de gente”[3] que dejó el poeta al morir y del cual han salido las innumerables páginas de los más de cincuenta libros que desde entonces se han publicado bajo su nombre.

A continuación optaremos por un sendero intermedio. Dejaremos a un lado, en la medida de lo posible, la galería de cuadros que constituyen su “supuesta” biografía, para detener la mirada en aquellos paradigmas de la cultura portuguesa que rescató y renovó en aras de fundar sus principios estéticos. Y una vez reseñados estos, divisar desde la gavia de nuestro humilde barco de lectores algunas de las luces que irradian esos faros cuyos arquitectos responden al nombre de Alberto Caiero, Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Fernando Pessoa, -el otro, el mismo-. Sin olvidar lo consignado por -su hasta ahora último biógrafo- el francés Robert Bréchon en el libro sutilmente titulado Extraño extranjero. Una biografía de Fernando Pessoa (1996): “El poeta no ha querido, como ciertos estetas, hacer de su existencia una obra de arte; ha preferido escenificarla en su obra, concebida como un vasto drama donde los heterónimos le dan la réplica y se replican, a su vez, mutuamente. Esta obra es, a un tiempo, la huella y la transfiguración de su vida devastada”[4].

II. «El poeta es un pequeño dios»
En abril de 1912, Fernando Pessoa se da a conocer a los lectores lisboetas como crítico literario al publicar en la revista El Águila (A Águia) un ensayo titulado “La nueva poesía portuguesa considerada desde un punto de vista sociológico”. En este escrito señala como los poetas lusos de comienzos del siglo XX han asumido el reto de renovar su tradición poética justo cuando el país está viviendo la transición del sistema monárquico al republicano. Situación que para Pessoa plantea la necesidad de optar por una estética que represente, no que exprese, el alma del actual pueblo portugués; lo que implica asumir una poesía de corte nacionalista, más no por ello populista. Detrás de este derrotero anidan dos concepciones estéticas que permearán el quehacer literario de Pessoa y sus contemporáneos. Por un lado, que la meta no es convertirse en un “poeta del pueblo”, sino en aquel vate que, desde una posición “privilegiada”, puede desentrañar la esencia de ese pueblo. En otras palabras, es la defensa a ultranza de que es necesaria la existencia de una elite cultural que conduzca el proceso de renovación estética. Por otro lado, dicha elite, si realmente desea asumir su carácter renovador, no sólo debe conocer la tradición, sino además revaluarla a la luz de los paradigmas del presente. Lo anterior explica, porqué al final del ensayo en cuestión Pessoa afirmara: “el gran Poeta que surgirá de ese movimiento desplazará a un segundo plano a la figura, hasta ahora predominante, de Camões”[5].

Detengámonos un momento y especulemos que habría pasado en España o Inglaterra si, en ese año de 1912, algún crítico literario hubiera planteado que ya estaba en germen la obra de un poeta que superaría a Cervantes o a Shakespeare, respectivamente. El escándalo y la descalificación de la propuesta no se habrían hecho esperar. Pessoa lo vivió en su natal Portugal: cuestionar la figura de Luis de Camões, el hasta entonces considerado poeta nacional, no podía ser percibido sino como el atrevimiento de un “loco”, de un “extraño extranjero”.

Camões (1524-1580), quien en 1546 perdiera un ojo en un enfrentamiento con los moros en Ceuta (una de las tantas semejanzas que podemos establecer entre “El tuerto de Ceuta” y “El manco de Lepanto”) y que diez años después se radicara en Macao como inspector de herencias, escribiría en esta colonia portuguesa Las lusíadas. Poema épico, compuesto de diez cantos, que recrea el viaje de Vasco de Gama a la India en 1498, y que desde su publicación en Lisboa en 1572, se convirtiera en la epopeya nacional portuguesa al dar razón de las hazañas de sus navegantes y la consolidación de su imperio colonial.

¿Qué le cuestiona Pessoa a Camões? No el tono épico de sus versos, sino la estética italianizante que dejan entrever, principalmente la influencia de Petrarca. Pessoa quiere para el siglo XX un poema nacional portugués que no contenga influencias foráneas. Más adelante apreciaremos que esta es una de las grandes paradojas del poeta lisboeta.

Otra pregunta: ¿Quién podía ser ese supra-Camões? La respuesta la obtendremos en 1934 cuando Pessoa participe en el concurso “Antero de Quental”, que había convocado la Secretaria de Propaganda Nacional del entonces llamado “Estado Nuevo”, que desde 1933 había fundado el profesor de economía política de la Universidad de Coimbra y general del Ejército, Antonio de Oliveira Salazar. El objetivo del concurso era premiar aquellos poemarios que exaltaran el espíritu nacionalista del nuevo gobierno. Pessoa obtuvo el segundo lugar, y el libro que presentó fue el titulado Mensaje, que como lo pudimos apreciar en la cita de Antonio Tabucchi, fue el único poemario en portugués que nuestro poeta publicó en vida y que el novelista italiano define como “una historia esotérica de Portugal”. Allí efectivamente encontramos a personajes claves de la historia portuguesa, tales como el conde Don Enrique de Borgoña (1057-1114) -padre de don Alfonso, primer rey portugués-, el rey Don Dinis (1261-1325) -poeta y fundador de la primera universidad portuguesa en Lisboa en 1290-, Doña Felipa de Lancaster -muerta en 1415 y madre de don Enrique el Navegante (1394-1460), el rey que en el siglo XV diera origen al imperio colonial portugués-, los navegantes Diogo Cão y Fernando de Magallanes, entre otros. Pero la propuesta de Pessoa, no se limita a ser el poeta que toma el relevo de Camões, que canta las glorias pasadas, sino que a partir de ellas construye una saga que prefigura el regreso de “El Encubierto”:
¿Cuándo vendrás a ser el Cristo
de a quien el Dios falso murió,
(...)
¿cuándo volverás, Encubierto,
portugués sueño de las eras,
a traer más que el soplo incierto
del gran anhelo de Dios que eras?
Ah, ¿cuándo querrás, regresando,
hacer a mi esperanza amor?
¿De la niebla y el pesar cuándo?
¿Cuándo, mi Sueño y mi Señor?[6]
Es posible que para nosotros, lectores distantes del imaginario portugués, dicho “Encubierto” sea un enigma; para los lectores de la época de Pessoa, pertenecientes o no a la elite cultural que éste soñaba, el mensaje era diáfano: el “Encubierto” no podía ser otro que el rey don Sebastián. Ese bisnieto de Juana La Loca, que en 1568 al cumplir 14 años fuera declarado mayor de edad y coronado rey de Portugal. El mismo que diez años después, ante la decadencia de su imperio e impulsado por los sueños de grandeza que sus maestros le habían inculcado desde pequeño, decidiera revitalizar la política expansionista de sus antepasados, emprendiendo, al frente de 16 mil hombres, la conquista de Marruecos. Y que el 4 de agosto de 1578, desapareciera en la población marroquí de Alcazarquivir, al ser vapuleado su ejército. En principio, el rey murió, pero ninguno de los pocos sobrevivientes de la debacle vio su cadáver. Cuando la noticia llegó a la península ibérica, su tío Felipe II anexó la corona portuguesa a la española. Y solo hasta 1640, los portugueses lograrían liberarse del yugo de sus vecinos.

Desaparecido el rey don Sebastián, y en medio de la humillación de verse gobernados por sus vecinos españoles, los portugueses mirarán con nuevos ojos unas coplas que algunas décadas atrás escribiera un zapatero de la población de Troncoso. Su nombre era Gonzalo Anes de Bandarra y en una de las coplas señalaba:
Cuando se haya perdido
absolutamente toda esperanza
Portugal hallará la salvación
en la venida del rey encubierto[7].
Ese mesías que para el momento de la escritura de la copla no tenía nombre, para los portugueses que vivirán después de1578, no puede ser otro que don Sebastián, quien “reaparecerá en Lisboa, remontando el estuario del Tajo, una mañana de niebla, para reanudar el interrumpido destino portugués”.

En 1934, el mismo año de la publicación de Mensaje, acotaba Pessoa lo siguiente a propósito del futuro del país inmerso en la propuesta salazarista del Nuevo Estado:
Tenemos, afortunadamente, el mito sebastianista, con raíces profundas en el pasado y en el alma portuguesa. Nuestro trabajo es, por lo tanto, más fácil; no tenemos que crear un mito, sino que renovarlo. Empecemos por emborracharnos de este sueño, por integrarlo en nosotros, por encarnarlo. Una vez hecho esto, y a solas consigo, el sueño se derramará sin esfuerzo en todo lo que digamos o escribamos, y estará creada la atmósfera en que todos los demás, igual que nosotros, lo respiren. Entonces se producirá en el alma de la nación el fenómeno imprevisible del que nacerán los Nuevos descubrimientos, la creación de un Nuevo Mundo, el Quinto Imperio. Habrá regresado el rey don Sebastián[8].
En esta declaración de Pessoa encontramos una nueva expresión asociada al Sebastianismo: el Quinto Imperio. Una vez más tenemos que remontarnos al pasado de la historia portuguesa: al siglo XVII y a la figura del padre jesuita António Vieira (1608-1691), autor de un sorprendente libro titulado Historia del porvenir, de cuyo contenido afirmaba: “Las otras historias cuentan acontecimientos pasados; ésta se propone narrar acontecimientos futuros [...]. Los otros escritores han redactado la historia de ayer para los lectores de mañana; yo escribo la historia de mañana para los lectores de hoy ...”[9].

Vieira, a quien Pessoa siempre consideró uno de sus antecesores directos en la literatura portuguesa, plantea en su libro la relación entre las coplas de Bandarra -prefigurando el regreso del rey encubierto- y el mito del Quinto Imperio -inscrito en la tradición judeocristiana. Sus orígenes se remontarían al sueño del rey Nabucodonosor que aparece en el Libro de Daniel, perteneciente al Antiguo Testamento. Recordemos que:
“El rey ve en sueños una estatua de prodigiosas dimensiones: la cabeza es de oro, el pecho de plata, el vientre de bronce y los pies de arcilla mezclada con hierro. De pronto, una piedra golpea la arcilla, lo que provoca el derrumbamiento de la estatua; y la piedra se convierte en una altísima montaña que cubre toda la tierra”[10].
La interpretación que el profeta brinda del sueño de Nabucodonosor es:
El oro representa el imperio de Babilonia, en tanto la plata, el bronce y la arcilla mezclada con hierro simbolizan los tres imperios que sucederán a aquél. Estos cuatro imperios serán destruidos. La piedra convertida en montaña profetiza la llegada de un Quinto Imperio Universal, que no tendrá fin[11].
La exégesis bíblica planteará que los cuatro primeros imperios aludidos son: el babilonio, el meda, el persa y el griego; y el Quinto Imperio sería el reino de Dios. Ya en la Edad Media la interpretación variará: los cuatro primeros imperios serían el babilonio, el persa, el griego y el romano; y el quinto El Evangelio eterno. Pessoa, recogiendo la aproximación propuesta por Viera entre estas interpretaciones del Quinto Imperio y las coplas de Bandarra, y, dado su carácter eurocéntrico, señalará que los tres primeros imperios son Grecia, Roma y el Cristianismo, que el cuarto es la Europa Renacentista e Ilustrada, que ya para el siglo XX está viviendo sus últimos días; y el Quinto Imperio es aquel que se está fraguando, aunque pocos lo saben. Un imperio que se diferencia de los anteriores porque no está sustentado en principios de dominación y expansión, sino que es un imperio regido únicamente por la cultura. Como bien lo señala el poeta español Ángel Crespo, el Quinto Imperio para Pessoa se fundamenta en “una supercultura que se imponga por su propia excelencia, y no mediante el uso de la fuerza por parte de quienes la detentan, a todas las demás culturas, a las que, por supuesto, engloba y comprende”[12]. Valoración que también es compartida por Robert Bréchon:
Cuando [Pessoa] evoca el imperio futuro, hace especial hincapié en que no se trata del ejercicio de un poder temporal ni tampoco espiritual, sino de la irradiación del espíritu universal, reflejado en las obras de los poetas y los artistas. Condena la fuerza armada, la conquista, la colonización, la evangelización, todas las manifestaciones del poder. El Quinto Imperio será «cultural» o no será[13].
Recapitulando lo expuesto sobre el sebastianismo y el Quinto Imperio, tenemos que para Pessoa el regreso del rey don Sebastián significa el inicio de ese imperio soñado. Pero, ¿cómo saber cuándo ocurrirá dicho regreso? En la entrevista concedida en 1934, a la que hacíamos alusión antes, el poeta dirá:
En el Tercer Cuerpo de sus profecías, Bandarra anuncia el regreso de don Sebastián para uno de los años comprendidos entre 1878 y 1888. Ahora bien, en este último año sucedió en Portugal el acontecimiento más importante de su vida nacional desde los Descubrimientos; a pesar de lo cual, debido a la propia naturaleza del acontecimiento, pasó y tenía que pasar inadvertido[14].
Al revisar de manera minuciosa lo ocurrido en Portugal en el año de 1888, sólo se encuentra el siguiente dato: “ que el 13 de junio (...) a las 15 horas y 20 minutos, bajo el signo de Géminis”, en el inmueble número 4 de la plaza de San Carlos de Lisboa, nació un niño que llevó por nombre Fernando Antonio Nogueira Pessoa.

Aquí tenemos al “desconocido de sí mismo”, quien a pesar de ello o gracias a ello, no sólo se asume como aquel poeta portugués que puede superar al hasta entonces intocable Camões, sino que además se asume como el rey encubierto, como ese don Sebastían que desapareció en Alcazarquivir y que ha regresado a fundar un imperio diferente a todos los anteriores. Aquí tenemos a ese hombre de mediana estatura, a quien sus familiares siempre consideraron un inútil, soñando las mayores utopías que ningún poeta del siglo XX, y quizás también de otros siglos, haya soñado.

Pero en este punto, a aquellos que han transitado los laberintos de la obra de Pessoa, les puede asaltar una duda: ¿cómo conciliar a este utopista irredento con el tono desesperanzado de la mayoría de sus composiciones? ¿cómo concebir el parentesco entre este nuevo mesías con aquel que dejó testimonio en El libro del desasosiego de “la imposibilidad de hallar el reposo, la paz del alma, la comodidad intelectual o espiritual, la imposibilidad de anclarse en sí mismo y en el mundo, de encontrar un lugar y una fórmula, de armonizar su propio ritmo con el ritmo de los días”[15]?

En esta ocasión la respuesta está asociada a la ciudad donde nació, en ese puerto que según dice la leyenda fundó el propio Ulises, y que hoy en día no podemos concebir diferente a como nos fue descrita en los poemas y prosas de Pessoa, y años después en las obras de ese discípulo llamado José Saramago. La respuesta está en Lisboa, en ese “laberinto espiritual, mágico y maldito, por donde [Pessoa vagó] en busca de sensaciones, impresiones, verdades, encantamientos y metamorfosis”[16]; pero particularmente en su música, en ese lamento trágico que lleva el nombre de “Fado”.

El Fado, que deriva del latín fatum (hado, destino), se convirtió desde el siglo XIX en la canción nacional portuguesa, pero su origen se remonta a los barrios lisboetas de la Alfama y Mouraria, donde, gracias al flujo de migraciones, surgió una música que recogió elementos de ritmos provenientes de las colonias portuguesas -tanto en África como en América- y de los universos celta y gitano. En su vertiente clásica, el Fado está asociado a una voz femenina, acompañada de una guitarra portuguesa y otra española; y aunque en principio podría percibirse como un recuento de historias de barriada, al escucharlo se percibe su tono trascendente asociado a temas universales que desbordan los límites de Lisboa. Dicho tránsito radica en que el Fado recoge en sus letras y melodías la “saudade”, esa nostalgia de algo perdido, aunque nunca precisado, que caracteriza, no sólo a la cultura portuguesa, sino a todos aquellos que reconocen la precariedad de su existencia.

Pessoa, como todo morador de la capital portuguesa, no pudo escapar a este embrujo musical. Y gracias a esa música, que de acuerdo a la tradición “vino del mar y recaló para siempre en Lisboa”, pudo enriquecer su propuesta literaria; que no estaría lejana a la definición que Mísia -actual intérprete de fados- da de éstos: son “la forma como los portugueses hacen lectura de las tragedias humanas”.

Hasta aquí el espectro cultural que signará el proceso escritural de Pessoa. Ahora miremos hacia la otra margen del estuario, allí donde cada cierto tiempo brillan sus principios estéticos, aquellos que se convertirán en nuestra brújula para llegar a los tan mentados heterónimos.

III. «El poeta es un fingidor»
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente (p.132).
La anterior estrofa, con la que Pessoa da inicio a su poema “Autopsicografía”, es considerada de forma unánime por la crítica como el principio regulador de su quehacer literario. El poeta finge, el poeta simula. En otras palabras, el poeta siempre construye una ficción, que aunque se nutre del mundo vivido es diferente a éste. El fingimiento no implica engaño, sino distanciamiento. Un distanciamiento que, al tiempo que puede sugerir una actitud evasiva, también puede contemplarse como una alternativa de abordar desde otra dimensión la llamada realidad. Es el reino de la metáfora, del símbolo, que, como bien señala Octavio Paz, choca profundamente a los lectores, a los espectadores del artificio literario: “Hay algo terriblemente soez en la mente moderna; la gente, que tolera toda suerte de mentiras indignas en la vida real, y toda suerte de realidades indignas, no soporta la existencia de la fábula. Y eso es la obra de Pessoa: una fábula, una ficción”[17].

El fingimiento también puede contemplarse como parte esencial de un ejercicio lúdico, y por ende como una opción de conocer, tanto desde el sentimiento como desde la razón: “Fingir es para el artista o poeta que quiere expresar un sentimiento, dar un rodeo a través de la inteligencia para someterlo al espíritu crítico: es mezclar el intelecto con el «río del alma»“[18]. Pero los lectores, aunque en principio pueden sentirse seducidos por la invitación al juego que plantea el poeta, lo empiezan a rechazar cuando perciben que dicho divertimento también los obliga a fingir, a distanciarse de sus supuestas certezas, a colocarse una o varias máscaras sobre ese rostro que ciegamente creen que es el original. Cuando ello ocurre, el lector no sólo quiere abandonar el juego -cierra el libro-, sino que acto seguido lo descalifica -el libro no contiene verdades-. Es probable que contenga un tipo de verdades diferentes a las que nutren la por lo general precaria existencia del lector. Unas verdades provenientes de la imaginación y no del maniqueo paradigma de blancos y negros que ha restringido nuestro universo de posibles.

Tal vez, consciente del fascinante espectro de posibilidades que ofrece la máscara, nuestro poeta, contrario a la tradición portuguesa donde el apellido que se suele llevar es el de la madre, opta por el del padre “Pessoa”. Pessoa, que en la lengua portuguesa significa persona y que se remonta a la palabra latina persona, con la que se designaba la máscara empleada por los actores romanos. Fernando Persona, Fernando Máscara. O Mejor Fernando Personas, Fernando Máscaras. Porque el poeta lisboeta sumará otro principio estético al del fingimiento y es el que sintetiza en el siguiente aforismo: “¡Sé plural como el universo!”. Una pluralidad que va más allá del manido tópico literario de la doble personalidad; y que en primera instancia atañe más a los posibles de una escritura múltiple, que a la creación de una amplia gama de personajes, como lo precisó Paz: “[Pessoa] no es un inventor de personajes-poetas sino un creador de obras-de-poetas”[19].

Para la crítica portuguesa Teresa Rita Lopes, esa apuesta por la simulación y la pluralidad, sería la respuesta al hecho de que Pessoa “bloqueado dentro de sí mismo, encerrado en un yo que es a la vez prisión y laberinto (...) se inventa una voz, otras voces, para escaparse”[20]. Una fuga no de sí, sino de la supuesta precariedad de éste. Una supuesta negación inicial que conducirá al encuentro de lo desconocido que habita en él. Una vez más acudimos a Paz: “Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos -señal de creación- descubriremos que somos un desconocido. Siempre el otro, siempre él, inseparable, ajeno, con tu cara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo”[21].

Asociada a esta actitud artística, encontramos dos datos en la biografía de Pessoa que no podemos dejar pasar por alto. El primero está consignado en una carta enviada a su tía Anica en 1916 en la que le confesaba lleno de alborozo: “¡Me he vuelto médium!”[22]. Una condición que será fundamental en la génesis de los heterónimos; y acorde por la fascinación que siempre manifestó por esa esfera de conocimientos que desde la parroquia de la razón se ha negado o desechado. A propósito del ya mencionado Quinto Imperio, Pessoa soñaba que en él “se produciría la fusión de dos fuerzas separados hace mucho: el lado izquierdo de la sabiduría o sea la ciencia, el raciocinio, la especulación intelectual; y su lado derecho o sea el conocimiento oculto, la intuición, la especulación mística y cabalística”[23]. De hecho, Pessoa se distanciará de la dictadura de Oliveira Salazar, cuando en 1935 se plantee, como política de gobierno, la persecución a las sociedades secretas y grupos esotéricos.

El otro dato biográfico que nos interesa es su formación bilingüe. Fruto de radicarse en Durban a los cinco años y recibir toda su educación formal en el marco de los modelos de enseñanza británicos, el inglés se convertirá en su primera lengua literaria. No es gratuito que los otros dos poemarios que publicó en vida, además de Mensaje, fueron Antinoo -poema dramático que prefigura las posteriores Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar- y 35 Sonnets -composiciones que intentan emular al autor de Hamlet-, ambos escritos en inglés. Al regresar a Lisboa en 1905, rescatará al portugués como su lengua literaria, aunque sin abandonar el inglés, cuyas huellas siempre irrumpirán en sus diarios. Ese bilingüismo también estará consignado en su proyecto del Quinto Imperio, en el que “se utilizará el inglés como lengua científica y general, y el portugués como lengua literaria y particular. Para aprender, se leerá en inglés; para sentir, en portugués. Para enseñar se hablará en inglés; para expresarse, en portugués”[24]. Postura que nos recuerda a Borges cuando insistía en las bondades de aprender otro idioma, al punto de poder llegar a pensar en él, aunque reconociendo que siempre amaremos en nuestra lengua materna.

Tanto la condición de médium, como la de escritor bilingüe, abonan el terreno para la aventura estética del fingimiento y la pluralidad. Todo está dado para la génesis de los heterónimos, que está asociada a dos fechas: 8 de marzo de 1914 y 13 de enero de 1935.

IV. Génesis de la heteronimia
El 13 enero de 1935, Pessoa responde a través de una carta a su discípulo de Coimbra, el escritor Adolfo Casais Monteiro, quien en misiva anterior le hacía cuatro preguntas: los motivos que lo llevaron a presentar a Mensaje como su primer poemario en lengua portuguesa, el plan futuro de la publicación de sus obras, la génesis de los heterónimos, y sus relaciones con el ocultismo.

La respuesta que nos interesa en este momento es la concerniente a la tercera pregunta: la génesis de los heterónimos. Dice Pessoa:
Desde niño he tenido la tendencia a crear a mi alrededor un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca han existido. (No sé, bien entendido, si realmente no han existido o si soy yo el que no existe. En estas cosas, como en todo lo demás, no debemos ser dogmáticos). Desde que me conozco como aquel que defino «yo», recuerdo haber dibujado mentalmente, en el aspecto, movimientos, carácter e historia, varias figuras irreales que eran para mí tan visibles y mías como las cosas que llamamos, tal vez abusivamente, la vida real. Esta tendencia, que tengo desde que recuerdo ser un «yo», me ha acompañado siempre, variando levemente el adagio musical con el que me fascina, pero sin alterar nunca su carga de fascinación[25].
Y añade unos párrafos después:
Hacia 1912, salvo errores (que de cualquier manera serán mínimos), me vino la idea de escribir alguna poesía de índole pagana. Esbocé algo en versos irregulares (no en el estilo de Álvaro de Campos, sino en un estilo de media regularidad), y lo deje. Se había esbozado en mí, sin embargo, en una mal tejida penumbra, un vago retrato de la persona que estaba escribiendo aquellos versos. (Había nacido, sin que yo lo supiese, Ricardo Reis).
Un año y medio o dos después, un día se me ocurrió gastarle una broma a Sá-Carneiro: inventar un poeta bucólico, bastante sofisticado y presentárselo, no me acuerdo ya de qué modo, como si fuese real. Pasé algunos días elaborando al poeta sin que me viniese nada a la mente. Al final, un día en que había desistido -era el 8 de marzo de 1914- me acerqué a una cómoda alta y tras recoger una hoja de papel, comencé a escribir, de pie, como escribo cada vez que puedo. Y escribí treinta y tantas poesías, seguidas, en una especie de éxtasis del que no conseguí definir su naturaleza. Fue el día triunfal de mi vida, y nunca podré tener ya un día semejante. Comencé con un título O Guardador de Rebhanos. Y lo que siguió fue la aparición en mí de alguien a quien inmediatamente di el nombre de Alberto Caeiro. Perdóneme lo absurdo de la frase: en mí había aparecido mi Maestro. Fue ésta mi inmediata sensación. Tanto que, apenas escritas las treinta y tantas poesías, cogí otra hoja de papel y escribí, inmediatamente, las seis poesías que constituyen Chuva Oblíqua, de Fernando Pessoa. Inmediata y totalmente ... Fue el regreso de Fernando Pessoa-Alberto Caiero a Fernando Pessoa-él solo. O mejor, fue la reacción de Fernando Pessoa a la propia inexistencia de Alberto Caeiro.
Aparecido Alberto Caeiro, me puse inmediatamente a buscarle, instintiva y subconscientemente, unos discípulos. Extraje de su falso paganismo al Ricardo Reis latente, le descubrí el nombre y se lo adapté, porque entonces ya lo veía. Y, de repente, y por derivación opuesta a la de Ricardo Reis, me vino a gala impetuosamente un nuevo individuo. De sopetón, y en la máquina de escribir, sin interrupciones ni correcciones, surgió la Oda Triunfal de Álvaro de Campos: la Oda con este nombre y el hombre con el nombre que tiene[26].
Al citar en 1962 este fragmento de la carta de Pessoa a Casais Monteiro, Paz señala: “No sé qué podría agregarse a esta confesión”. Para George Steiner, ese 8 de marzo de 1914, debe considerarse no sólo el día más importante de la literatura portuguesa, sino también de la literatura moderna de Occidente, porque a pesar de que “la máscara retórica es tan antigua como la literatura (...) el caso de Pessoa (...) no tiene paralelo cercano no sólo por su estructura de cuarteto sino por la diferencia abismal entre las cuatro voces”[27]. Seguramente, la anterior confesión-creación de Pessoa, fue uno de los motivos que inclinaron a Harold Bloom para incluirlo en años recientes en su polémico Canon Occidental[28].

Hacer la exégesis de ese fragmento de carta es posiblemente uno de los retos más fascinantes que plantea el universo del poeta de Lisboa; pero a su vez, es un ejercicio, que aún antes de emprenderlo, estamos tentados en dejar a un lado en aras de respetar su tono de escrito para iniciados. Por fortuna, para aquellos que se empecinan en la claridad conceptual, el propio Pessoa, en uno de sus innumerables ensayos sobre literatura y arte, da una escueta explicación del fenómeno heteronímico. Este se funda en la premisa de que existe una voz original que asume el reto de dar vida a otras voces. El primer reto es dotarlas de un estilo escritural diferente al de la original. Cuando ello se alcanza, se está ante las llamadas voces ortónimas. Pero allí no para el proceso. El paso siguiente es poder dotar, a esas voces que ya tienen su estilo propio, de un universo conceptual diferente al de la voz original. Por ende, cuando la nueva voz se diferencia, tanto en su estilo escritural como en su pensamiento, de la voz primigenia, es que ha nacido un heterónimo[29].

Varios poetas antes y después de Pessoa han construido sus obras a la luz de estas premisas. La diferencia es que el portugués creó, entre ortónimas y heterónimas, alrededor de 70 voces poéticas. Que a su vez le permitieron relacionar su propuesta con el universo teatral al bautizar el conjunto de su obra como un “Drama en Gente”; una obra que no se dividirá en actos, sino en voces. Unas voces que, para el poeta y ensayista mexicano Francisco Cervantes, también incluyen a las de los lectores de la obra, quienes, recorridos algunos de los pasadizos del laberinto pessoano, difícilmente podrán abandonarlo en el resto de sus días[30].

El barco avanza y desde nuestra gavia entrevemos en el horizonte ese “drama en gente”, esa multitud errante en la que destacan las obras-figuras de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos, quienes con Bernardo Soares -el autor de El libro del desasosiego- son considerados los heterónimos mayores.

V. «Drama en gente»
Primera voz. Pessoa, la voz original
En el seno de estudiosos del “Drama en Gente” existe la eterna discusión de cómo considerar al Fernando Pessoa que firma los poemas reunidos en el Cancionero, poemario que recoge textos entre 1909 y 1935. Para algunos, es la voz original de la que se desprenden las otras voces; para otros, sería un ejemplo de voz ortónima; y hay también quienes lo asumen como un heterónimo más. El día de hoy, y por un mero criterio subjetivo, lo asumiremos como la voz original; y ante el posible cuestionamiento de cómo se le puede otorgar tal rol a aquel que se declara discípulo de otro heterónimo, esgrimiremos como defensa la siguiente acotación de Robert Bréchon: “El orden en que un jugador coloca las cartas que el azar ha distribuido no altera en absoluto, independientemente de que se juegue al póquer o al bridge, el valor de su jugada”[31].

Esta voz original debe hacer frente a la incertidumbre de no tener claro el origen de su existencia:
Tenemos, quienes vivimos,
una vida que es vivida
y otra vida que es pensada,
y la única en que existimos
es la que está dividida
entre la cierta y la errada.

Mas a cuál de verdadera
o errada el nombre conviene
nadie lo sabrá explicar:
y vivimos de manera
que la vida que uno tiene
es la que él se ha de pensar (p.144).
¿Quién puede ser ese él cuya presencia irrumpe en el último verso? Independiente del nombre que le intentemos dar, lo único que podemos corroborar en los poemas es que posee la característica inherente a cualquier creador: la capacidad de soñar. Y así lo percibe la voz poética en cuestión: “No sé si durmiendo/ o arrobado estoy:/ sé que estoy sintiendo/ que estoy sonriendo/ al sueño que soy” (p.145). Pero no es un sueño utópico, es un sueño que se sabe limitado, que tiene claro que tarde o temprano dejará de ser soñado, y, por extensión, será un sueño muerto. Pero mientras ello ocurre contempla dos posibilidades. Una, es convertir esa existencia soñada en una breve sensación de felicidad, aunque una felicidad transitoria, nunca eterna: “Dadme, donde estoy yaciendo, sólo una brisa fugaz;/ nada al azar voy pidiendo, sino una brisa en la faz;/ dadme sólo un vago amor de cuanto nunca tendré,/ no quiero gozo o dolor, ni vida ni ley querré” (p.121). La otra posibilidad, es agotar el tiempo del sueño en la mera contemplación: “Aquí, al borde de la playa, mudo y contento del mar,/ sin que nada atrayente haya ni nada que desear,/ soñaré, tendré mi día, la vida remataré/ y nunca tendré agonía, pues pronto me dormiré” (p.120).

Segunda voz. Alberto Caeiro, el Maestro

Alberto Caeiro nació en 1889 y murió en 1915; nació en Lisboa pero pasó casi toda su vida en el campo. Sin profesión y prácticamente sin instrucción. (...) era de estatura media y, aunque realmente frágil (ha muerto de tuberculosis), no parecía tan frágil como en realidad era. (...) con la cara afeitada (...) rubio débil, ojos azules (...) como he dicho, no recibió casi instrucción: sólo la escuela primaria; murieron pronto su padre y su madre, y se quedó en casa, viviendo de pequeñas rentas. Vivía con una vieja tía, una tía abuela[32].
Esta era la semblanza de Caeiro que Pessoa presentaba a su discípulo Casais Monteiro en 1935. Semblanza que se desprende de los poemas del Maestro reunidos principalmente en su libro El guardador de rebaños (1914-1915). Allí encontramos al poeta que se revela al cosmopolitismo:
Desde mi aldea veo cuanto del Universo se puede contemplar desde la tierra ...
Por eso es mi aldea tan grande como cualquier otra tierra,
porque yo soy del tamaño de lo que veo
y no del tamaño de mi estatura ...

En las ciudades, la vida es más pequeña
que aquí en mi casa en lo alto de este otero.
En la ciudad, las casas grandes encierran bajo llave a la mirada,
esconden el horizonte, empujan a nuestra mirada lejos de todo el cielo,
nos vuelven pequeños porque nos quitan lo que pueden darnos nuestros ojos,
y nos vuelven pobres porque nuestra única riqueza es ver (p.184).
Como lo reseña Paz, Caiero encarna a “Adán en una quinta de la provincia portuguesa, sin mujer, sin hijos y sin creador: sin conciencia, sin trabajo y sin religión. Una sensación entre las sensaciones, un existir entre las existencias”[33]. Pero es un Adán que viene de regreso de todo, cuya misión es “aprender a desaprender”, que añora un universo que se agota en su mera denominación: “Lo que vemos de las cosas son las cosas./ ¿Por qué habíamos de ver una cosa como si hubiese otra?/ ¿Por qué ver y oír sería engañarnos/ si ver y oír son ver y oír?” (p.189); que quiere huir de ese “convento de simbolistas” que “(...) dicen que las estrellas son las monjas eternas/ y las flores las penitentes convictas de un solo día,/ pero donde después de todo las estrellas no son más que las estrellas/ ni las flores otra cosa que flores,/ y por eso es por lo que las llamamos estrellas y flores” (p.190).

El Maestro tampoco aspira a construir una torre de marfil, asume sus versos como ese río de Heráclito que testimonia nuestro eterno devenir: “Desde la ventana más alta de mi casa,/ con un pañuelo blanco digo adiós/ a mis versos, que viajan hacia la humanidad./ Y no estoy alegre ni triste./ Ése es el destino de los versos” (p.197). Y al despedirse de ellos, también lo hace de nosotros: “¡Idos, idos de mí!/ Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza./ Se marchita la flor y su polvo dura siempre./ Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la que fue suya./ Paso y me quedo, como el Universo” (p.198).

Tercera voz. Ricardo Reis, el monárquico exiliado
Reis nació en 1887 (no me acuerdo del día ni del mes, pero lo he escrito en alguna parte), en Oporto, es médico y reside actualmente en Brasil. (...) Ricardo Reis es un poco, sólo un poco, más bajo, más fuerte, más chupado [que Caeiro] (...) con la cara afeitada (...) moreno poco intenso (...) educado en un colegio de jesuitas, es como ya he dicho médico; vive en Brasil desde 1919, en exilio voluntario por sus ideas monárquicas. Es latinista por la educación que ha recibido y un semihelenista autodidacta[34].
Reis es el autor de un libro de Odas (1914-1934), que gracias a su formación, se convierten, no sólo en un intento de rescatar el “viejo género romano”, sino además los modelos del estoicismo y el epicureísmo para hacerle frente al mundo en el que le tocó habitar. Por ello no duda en un primer momento en dirigirse al lector en los siguientes términos:
No tengas nada en las manos
ni una memoria en el alma,
que cuando un día en tus manos
pongan el óbolo último,
cuando las manos te abran
nada se te caiga de ellas.
(...)
Coge las flores, más déjalas
caer, apenas miradas.
Al sol siéntate. Y abdica
para ser rey de ti mismo (p.217).
Para luego reivindicar el siempre añorado, pero también temido, “carpe diem”:
Maestro, son placidas
todas las horas
que malgastamos,
si al malgastarlas,
cual en un jarro,
ponemos flores.

Que no hay tristezas
ni hay alegrías
en nuestra vida.
Así, sepamos
sabios incautos,
vivirla no,
sino pasarla
tranquilos, plácidos
siendo los niños
nuestros maestros (p.211).
Es aquel médico que no se deslumbra antes los nuevos paradigmas de diversa índole que trae el siglo XX porque está convencido que todos ellos, de una u otra manera, se convierten en una cárcel para el ser, situación que refuerza su idea que “sólo en la ilusión de libertad/ la libertad existe” (p.220).

Cuarta voz. Álvaro de Campos, el ingeniero desencantado
Álvaro de Campos nació en Tavira el 15 de octubre de 1890 (a las 13,30 (...) y es verdad, porque hecho el horóscopo con esa hora ha resultado exacto). Éste, como usted sabe, es ingeniero naval (ha estudiado en Glasgow), pero actualmente se encuentra aquí en Lisboa, sin ejercitar su profesión. (...) Álvaro de Campos es alto (m.1,75, 2 cm más que yo), delgado y con tendencia a encorvarse. (...) la cara afeitada (...) entre blanco y moreno, vagamente del tipo hebreo portugués pero con el pelo liso y normalmente con la raya a un lado, monóculo. (...) ha recibido la normal instrucción del bachillerato, después fue mandado a Escocia a estudiar ingeniería, primero mecánica y después naval. Durante unas vacaciones hizo un viaje a Oriente, del que nació la poesía Opiário. Le enseñó latín un tío de Beira que era sacerdote[35].
A diferencia de Caeiro y Reis, las Poesías (1914-1935) de Campos permiten vislumbrar dos posturas estéticas diferentes. Una primera que podría concebirse como un canto a la modernidad, y una segunda signada por el hastío y el desasosiego. Posturas que se hacen explícitas en el siguiente fragmento de una entrevista que Campos concediera en septiembre de 1926. No han escuchado mal, los heterónimos también daban entrevistas:
Cuando escribo no tengo ninguna preocupación intelectual. Mi única inquietud es transmitir emociones, dejando a la inteligencia el cuidado de acomodarlas como mejor pueda. Aspiro a ser de todos los tiempos, de todos los espacios, de todas las almas, de todas las emociones y de todos los entendimientos [...]. No pudiendo ser la fuerza universal que envuelve y penetra la rotación de los seres, aspiro al menos a ser su consciencia audible, un relámpago fugitivo en el choque nocturno de las cosas ... El resto es delirio y podredumbre[36].
La “Oda triunfal”, que se escribiera en la celebrada noche del 8 de marzo de 1914, permite apreciar al poeta que contempla a las máquinas como la máxima expresión del mundo moderno y que añora fundirse en ellas:
¡Ah, poder expresarme todo como un motor se expresa!
¡Ser completo como una máquina!
¡Poder ir triunfante por la vida como un automóvil último modelo!
¡Poder, cuando menos, penetrarme físicamente de todo esto,
rasgarme todo, abrirme por completo, volverme esponjoso
a todos los perfumes de aceites y calores y carbones
de esta flora estupenda, negra, artificial e insaciable! (p.242)
Es una voz poética que concibe a las ciudades como una síntesis de todos los tiempos (pasado, presente y futuro), que las considera “el mejor de los escenarios posibles”, incluidos sus desheredados, a quienes también aprecia, aunque de forma irónica:
Ah, y la gente ordinaria y sucia, que parece siempre la misma,
que dice palabrotas como si fueran palabras corrientes,
cuyos hijos roban a las puertas de las tiendas de ultramarinos,
y cuyas hijas a los ocho años -¡y esto me parece hermoso y me gusta!-
masturban a los hombres de aspecto decente en el hueco de la escalera!
¡Ah la gentuza que anda por los andamios y se va a casa por las callejas casi irreales a fuerza de estrechez y podredumbre!
¡Maravillosa ralea humana que vive como los perros,
que está por debajo de todos los sistemas morales,
para quien no ha sido hecha ninguna religión,
creado ningún arte,
ninguna política destinada a ellos!
¡Cuánto os amo a todos, porque sois así,
ni inmorales de tan bajos como sois, ni buenos ni malos,
inalcanzables por todos los progresos,
fauna maravillosa del fondo del mar de la vida! (pp.247-248)
Esta oda fue escrita en Londres -ciudad que nunca visitó Pessoa-, donde seguramente Campos padeció el síndrome -inherente a las grandes urbes- de la soledad en medio de la multitud, vivencia de la cual dejó testimonio en otro de sus textos y que ejemplifican su otra faceta poética: “Estoy solo, solo como nadie lo ha estado,/ hueco dentro de mí, sin después ni antes./ Parece que transcurren sin verme los instantes,/ mas transcurren sin paso alado” (p.313). Y al igual que el Pessoa de carne y hueso, Campos también regresó un día a Lisboa. Un retorno que implica dejar atrás su espíritu vanguardista. Ahora se trata de una voz poética desencantada del pragmatismo de la sociedad que lo rodea. Protestará:
¡No me fastidiéis, por amor de Dios!
¿Me queríais casado, fútil, cotidiano y tributable?
¿Me queríais todo lo contrario, lo contrario de lo que sea?
Si fuese otra persona, os daría gusto a todos.
Así, como soy, ¡tenéis que aguantaros! (p.314)
Insultará:
¡Idos al diablo sin mí!
¡O dejadme irme solo al diablo!
¿Por qué habíamos de irnos juntos?
¡No me cojáis del brazo!
No me gusta que me cojan del brazo. Quiero ser solo.
¡Ya he dicho que soy solo!
¡Ah, qué fastidio querer que sea de compañía! (pp.314-315)
Provocará:
Si te quieres matar, ¿por qué no te quieres matar?
(...)
¿De qué te sirve el cuadro sucesivo de las imágenes externas al que llamamos mundo?
(...)
¿De qué te sirve tu mundo interior que desconoces?
Tal vez, matándote, lo conozcas por fin ...
Tal vez, terminando, comiences ...
¡Y, de cualquier modo, si te cansa ser,
ah, cánsate noblemente,
y no cantes, como yo, la vida por estar borracho,
no saludes, como yo, a la muerte en literatura!
¿Haces falta? ¡Oh sombra fútil llamada gente!
Nadie hace falta; no le haces falta a nadie ...
Sin ti marchará todo sin ti.
Tal vez que existas sea peor que si te matas para otros ...
Tal vez peses más viviendo que dejando de vivir ... (pp.315-316)
Y cuando asuma que su tránsito por ese infierno que son los otros, no es temporal como el de Rimbaud, sino permanente, soñara -desde la contradicción- la más bella utopía: “No soy nada./ Nunca seré nada./ No puedo querer ser nada./ Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo. (p.321)”

VI. «El niño de su mamá»
Cincuenta años después de su muerte, los restos de Pessoa fueron trasladados al monasterio de los Jerónimos, en las afueras de Lisboa, y fueron depositados en una urna próxima a la que contiene los restos de Camões. Los actuales turistas de la capital portuguesa pueden departir con su estatua en una de las mesas de “A Brasileira”, uno de sus cafés preferidos del Chiado. Los editores no se cansan de sacar cuartillas de ese “baúl lleno de gente” que dejó al morir. Existe un testimonio en el que se afirma haberlo visto en 1996 en una de las estaciones del metro de París, “reconocible entre la gente por su sombrero, sus gafas, su bigote y su aire de estar en otra parte”[37]. Otros testimonios apuntan que en la Plaza de San Carlos, todas las tardes corretea un niño detrás de las enaguas de su madre y cuando la alcanza y ésta le presta atención, con un tono de voz que no corresponde a su mocedad, le dice:
Todos tenemos dos vidas:
la verdadera, esa que soñamos en la infancia
y seguimos soñando, adultos, en un sustrato de niebla,
y la falsa, esa que vivimos en convivencia con los otros,
la práctica, la útil,
esa en la que acaban por meternos en una gran caja ...[38]




NOTAS
[1] Antonio TABUCCHI. Los tres últimos días de Fernando Pessoa. Madrid: Alianza Editorial, 1996.
[2] Octavio PAZ. “El desconocido de sí mismo”. En Cuadrivio. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1991, p.137.
[3] Antonio TABUCCHI. Un baúl lleno de gente. (Escritos sobre Pessoa). Madrid: Huerga y Fierro editores, 1997.
[4] Robert BRÉCHON. Extraño extranjero. Una biografía de Fernando Pessoa. Madrid: Alianza Literaria, 2000.
[5] Citado en BRÉCHON, p.165.
[6] Fernando PESSOA. Antología poética. El poeta es un fingidor. (Trad. Ángel Crespo). Madrid: Espasa Calpe, 1998.
Salvo que se indique lo contrario, las siguientes citas de los poemas de Pessoa corresponden a esta edición.
[7] Citado en BRÉCHON, p.416.
[8] Citado en Ángel CRESPO. Estudios sobre Pessoa. Barcelona: Bruguera, 1984, p.83.
[9] Citado en BRÉCHON, p.414.
[10] Ibid., p.414.
[11] Ibid., p.414.
[12] CRESPO, p.89.
[13] BRÉCHON, p.416.
[14] Citado en CRESPO, p.84.
[15] BRÉCHON, p.524.
[16] Ibid., p.22.
[17] PAZ, p.146.
[18] BRÉCHON, p.518.
[19] PAZ, p.147.
[20] Citada en BRÉCHON, p.196.
[21] PAZ, p.146.
[22] Citado en BRÉCHON, p.216.
[23] Citado en CRESPO, pp.90-91.
[24] Citado en BRÉCHON, p.50.
[25] Fernando PESSOA. “Carta a Adolfo Casais Monteiro”. En TABUCCHI, Un baúl lleno de gente, p.156.
[26] Ibid., pp.157-158.
[27] George STEINER. “Cuatrinca: el arte de Fernando Pessoa”. En La Jornada Semanal, 10 de marzo de 1996.
[28] Harold BLOOM. El canon occidental. Barcelona: Anagrama, 2001.
[29] Fernando PESSOA. Sobre arte y literatura. Madrid: Alianza Editorial, 1987, pp.65-66.
[30] Francisco CERVANTES. “De la biografía considerada como una de las más feas artes”. Prólogo a Fernando PESSOA. Drama en gente (Antología). México: Fondo de Cultura Económica, 2000.
[31] BRÉCHON, p.524.
[32] PESSOA, “Carta a Afolfo Casais Monteiro”, pp.160-161.
[33] PAZ, pp.149-150.
[34] PESSOA, “Carta a Adolfo Casais Monteiro”, pp.160-161.
[35] Ibid., pp.160-161.
[36] Citado en BRÉCHON, p.457.
[37] BRÉCHON, p.593.
[38] “Dactilografía”. Citado en BRÉCHON, p.535.

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