LA PREGUNTA IMPERTINENTE

Nicolás Melini



Supongo que no es posible cuestionar algo sin adherirse a cierta impertinencia, más aún si se hace desde el escepticismo, el descreimiento, y practicando este cinismo que he dicho que a veces se me antoja sano. Lo impertinente incomoda –sé hasta qué punto—, desagrada y enfurece. Supongo que no es buena noticia que haya osado hablar de la subsistencia de los escritores en la reflexión de La Mancha del número pasado: Los que escriben. (Además, quejarse resulta tan poco sexi…) Pero a mí, aun siendo el mayor escéptico de la tierra, me ha servido para indagar en cosas que me importan, y para llegar a algunas conclusiones que estimo me serán de mucha ayuda en el futuro. Así que continúo:

Sinceramente, creo que la posible aportación pública a los escritores y para la creación literaria se podría establecer y regir evitando cualquier tipo de peligros que pudiéramos imaginar. Si no se quiere que el Estado emplee al autor igual que al ujier o al locutor de radio (yo estoy de acuerdo con que no es buena idea), se puede estudiar todo tipo de medidas. No se trata de obtener los mismos derechos que los asalariados del Estado, o que quienes son contratados en empresas financiadas por éste, sino de disponer y canalizar algunos recursos para mejorar la situación de los escritores.

¿Que ni siquiera queremos recurrir al dinero público? ¿Que los escritores no quieren recibir una “limosna” del Estado? ¿Que desconfiamos de esa posibilidad? ¿Que a la sociedad no le parece bien? Pues nada, entonces tal vez no nos quede más remedio que formular y responder la pregunta impertinente: ¿Por qué todos, en esta industria, pueden vivir de los libros, menos quienes los escriben?

Formulando esta pregunta ni siquiera nos salimos del ámbito del mercado.

Todos sabemos que se está editando muchísimo (es lo que un buen amigo, Ernesto Suárez, llama “la burbuja económica del libro”). Cuanto más mejor. Pero mejor para quién. Si ese “cuanto más mejor” beneficia absolutamente a todos menos a los escritores, no sé. En este momento pareciera que los escritores debiéramos estar agradecidísimos de que se publique tanto, así nos publican a nosotros también. Pero lo que el escritor recibe de ese "editar cuanto más mejor" es un "no se vende", y "comprenderás que no te puedo pagar un adelanto de 6.000 euros por tu novela si no voy a tirar más que 2.000 ejemplares, y de un libro tuyo no puedo tirar más que eso". Qué digo 2.000. ¡Se están haciendo tiradas hasta de 75 ejemplares!, ¡hoy en día se puede imprimir así, de a poquito!

¿Y por qué cuantos más libros mejor? ¿Se trata de un desaforado anhelo de cultura por parte de la sociedad? ¿Es que leemos tantos libros como editamos? ¿Es que la sociedad se siente tan concernida por todo lo que se dice y sucede en el interior de los libros? Pues va a ser que no.

Los editores, los distribuidores y los libreros quieren vender (los impresores imprimir y los papeleros vender papel), por eso editan mucho y por eso cuantos más libros, mejor. A ver quién se niega. Los distribuidores reponen novedades al menos una vez a la semana, si no dos o tres. Para el distribuidor, cada libro “colocado” en la librería es un libro vendido, al menos a 60 o 90 días vista. Si el librero devuelve el libro, el distribuidor le da otro. (La querencia de que esos libros editados sean leídos es otra cosa: si son leídos, bien, y si no, también). No digo que al editor no le interesara poder editar menos libros y sacar más rendimiento de cada uno de ellos, ni que los libreros prefirieran no verse urgidos a devolver libros a un ritmo superior que el ritmo de la reposición de lo distribuidores, pero así es cómo está funcionando el mercado. Al parecer, según comenta Ernesto Suárez (poeta, crítico, profesor universitario y editor), pero también algunos de los editores con los que he hablado del tema, el negocio del libro se encuentra en “ese dinero demorado”, ficticio, entre reposición y reposición.

El problema es que esa política beneficia muchísimo a toda la industria, pero produce muy pocas ventas de cada libro en particular, y sin embargo los escritores siguen firmando unos contratos en los que se les ofrece un 8% o un 10 % de las ventas, con unos adelantos ridículos o sin adelanto directamente. Tu libro puede estar en catálogo y disponible el tiempo que haga falta. Aunque vendas 2 libros al año, no importa. Y el único pago es que tu libro figure en las páginas webs de las editoriales y las librerías: así que podríamos decir que la industria del libro te paga a cuenta de tu vanidad y con la grata sensación del imprimátur. Pura sensación, nada más. A partir de unas semanas, tu libro ni siquiera se encuentra en las librerías. O se encuentra sólo en algunas librerías y de manera testimonial.

El tema es que aquí el único que pierde de todo esto es precisamente quien escribe los libros, porque absolutamente todos los demás ganan. ¿Resultará descabellado pedirle a esta industria que ofrezca unos mínimos a quienes escriben los libros? ¿Resultará indecoroso señalar el problema y pedir públicamente que no ganen tanto a expensas de la supervivencia de los escritores? Y... ¿de verdad creemos que si señalamos bien el problema, lo analizamos, lo delimitamos, y buscamos soluciones, no las vamos a encontrar?

O sea, ¿que de la producción de libros de esta industria no se puede (entre las ganancias de editores, diseñadores, libreros, distribuidores, impresores, papeleros y ese larguísimo etcétera de gentes que sí cobran por su trabajo en todas las empresas relacionadas con el sector –comerciales, gabinetes de comunicación, agentes de marketing, becarios, correctores de estilo y lectores, etcétera, etcétera, etcétera…) sacar lo suficiente para que quienes escriben aquello con lo que comercian puedan salir adelante?

¿No podría un Gobierno sentarlos a todos a una mesa hasta alcanzar una solución?

Hace falta mucha voluntad política. La voluntad política la consiguen los colectivos haciéndose oír. Y los escritores tienen una de las mejores herramientas para hacerse oír.

Pero, amigo, lo que no hay es conciencia de que existe un problema. El problema se sufre, se padece, pero no parece que tengamos conciencia de él.

Pues empecemos por la conciencia del problema. ¿Cómo es posible que nos parezca normal que la industria del libro no se preocupe lo más mínimo por la subsistencia de quienes la abastecen de materia con la que comerciar?

Todo parece indicar que ni siquiera los propios escritores y escritoras estiman que merecen unas medidas públicas para subsistir. ¿Dinero para escribir? No, gracias. Los editores, sin embargo, sí reciben ayudas públicas a la edición de libros. (Porque, aunque parezca mentira, en este país sí que se conceden ayudas públicas al sector del libro, sólo que no se otorgan a los autores, sino a los editores, los traductores, y a un etcétera que podríamos investigar y que acaso nos sorprendería).

Curiosamente, a los editores no les duelen prendas a la hora de recibir ayudas para publicar libros. Reciben el dinero público y ese dinero público les sirve para pagar al impresor, al diseñador, etc. Los editores también están muy interesados en que haya ayudas para los traductores, sin embargo no parecen interesados, en absoluto, en que haya ayudas para los autores; o es que prefieren que se las den a ellos, un dinero del que ellos disponen para su negocio y que nunca llega a los autores de los libros que publican gracias a esas ayudas recibidas. Para qué pagar algo que, parece, no tiene ningún valor (los autores están dispuestos a regalarlo, les dices que no puedes pagarles y te dan el manuscrito para que lo publiques y parecen muy honrados de que lo hagas, encantados de la vida con ver su libro editado; muchas veces los autores no se plantean si quiera si deberían cobrar por ello, para qué pagarles, es el libre mercado). Eso sí, la ayuda económica la consiguen con el manuscrito del escritor. Sin el manuscrito del escritor no hay nada que hacer.

Luego, el editor publica el libro haciendo uso del dinero público para pagar a todo el mundo, menos al autor. Al autor le liquida al año (unas ventas pequeñas puesto que el mercado está tan saturado que de su ejemplar no se vende gran cosa). Y en esa liquidación ni siquiera incluye las ventas a instituciones. Muchas veces esto se especifica en una cláusula leonina: “no entrarán en la liquidación del autor los ejemplares vendidos por la editorial directamente a instituciones”, que, añado yo, en tantos casos constituirá el mayor número de ejemplares vendidos.

¿Vender? Por cierto, no hablo con ningún escritor que se crea las liquidaciones que le realizan sus editores. No están obligados a hacerlas de una manera transparente. El autor se ve obligado a confiar ciegamente en lo que le dice el editor, y punto.

Pero no digo con esto que los editores sean malos, unos monstruos, lo peor del mundo mundial. No, es su negocio. Si pueden obtener algo sin tener que pagarlo, lo hacen. Sólo que se da la casualidad de que, precisamente, lo que pueden obtener gratis o prácticamente gratis, en esta industria del libro, es el trabajo de los escritores, los manuscritos. ¿Hará falta algún elemento de regulación?

¡Nosotros hacemos contratos con los autores! ¡Nosotros liquidamos anualmente!, dirán. Y, en efecto, hacen contratos a los escritores, y liquidan anualmente. Otra cosa bien distinta es que esos contratos y esas liquidaciones sean suficiente esfuerzo editorial de cara al tema que estamos tratando: la subsistencia de los escritores. Y si no lo son, ¿no deberían de ir pensando en cómo conseguir que lo sean? Tal vez sería interesante que las editoriales buscasen recursos, además de para tener ejemplares y poder cubrir los gastos de producción y distribución (que viva el editor, empleados, becarios incluso; el impresor y sus empleados, el papelero y sus empleados, etc.), para que el autor publicado esté cubierto el tiempo de escribir el siguiente libro. A lo mejor se pueden repartir los recursos que se obtienen entre menos libros y menos autores (pero acordándose de estos). Seleccionar más y editar lo esencial es trabajo de editor. Solía serlo.

Y el trabajo de los políticos, por cierto, suele consistir en legislar todo tipo de actividades para que no se pueda explotar a ninguna persona. Estudiar la realidad de los sectores económicos y establecer los elementos de regulación para que ningún colectivo se encuentre desfavorecido.

La única razón de que existan las ayudas a la edición y no a la escritura es que, efectivamente, los editores son un lobby (como los agricultores, los ganaderos, los cineastas y los fabricantes de coches, etc.). Ellos sí tienen interlocutores que negocian con los gobiernos de turno las ayudas al sector (lo mismo que los distribuidores, los libreros y, supongo, impresores y fabricantes de papel). Me comenta un amigo que, hace unos años, el Ministerio de Cultura tenía unas ayudas a la escritura, que las quitaron de un día para otro y nadie dijo nada. Quién iba a decir qué. No había interlocutor ninguno. Ni se formó para la ocasión. Ni nada de nada. ¿No deberíamos de estudiar las razones por las cuales los escritores se conforman con… nada? ¿Cómo es posible que los escritores no se asocien y defiendan sus intereses colectivos? ¿Por qué no quieren ni un mejor trato del sector editorial, ni dinero público, ni ningún tipo de cobertura social que tenga en cuenta que, además de sobrevivir de lo que sea, escriben libros?

¿Será que los escritores no se ven a sí mismos como parte de la sociedad, sino como una élite o un grupo al margen? Al fin y al cabo, cuando escribimos siempre, de una u otra manera, acabamos dirigiéndonos a ella: en un lado estamos nosotros y enfrente, al otro lado, el resto del mundo. Supongo que hay muchos que se sienten a sí mismos sobre un andamio de oro, por encima del resto de las personas. Confieso que no es mi caso. Tal vez por eso sí me comparo con el resto de los componentes de esta sociedad al mismo nivel (es lo que hago en este artículo), y encuentro un importante escalón, el andamio bajo tierra.

Y es cierto, Faulkner escribió "Mientras agonizo" sobre una carretilla puesta al revés mientras trabajaba como guarda nocturno en una fábrica. Pero mal vamos si seguimos poniéndonos como ejemplo a seguir la vida de autores que lo tuvieron tanto más difícil que nosotros (entre otras cosas, porque no tuvieron ninguna opción). En cierto sentido, es como decirle a un agricultor de Cuenca que se fije en lo difícil que lo tiene un agricultor de Gambia, y cómo los agricultores gambianos salen adelante (o no), y se enfrentan a las malas cosechas, y al hambre, y al trabajo. Y arengarle a que soporte lo mismo, que sea valiente, que aquí está mucho mejor.
Impresionante lo de tantos escritores que lo tuvieron más difícil que nosotros: pero ser insumiso no es morirse de hambre o permitir que tu familia lo pase mal porque tú tienes que escribir.

Me temo que nos ha costado tanto construirnos un discurso para la resistencia –un discurso plagado de ejemplos de vida perra de grandes escritores mientras escribían los libros que nos gustan—, que da igual que estemos en otro tiempo, en otro lugar, y que los ciudadanos, en general, tengan determinados derechos: no queremos renunciar al discurso que tanto nos ha costado elaborar, y sin el cual algunos no hubiesen resistido, y otros no hubieran desfallecido con tanto honor y laurel.

Hace unos meses falleció un amigo escritor –probablemente suicidado—, poco más de cuarenta años, no había trabajado, ni formado familia, tampoco había escrito mucho, pero lo poco que escribió es notable. Y como no tuvo una vida fácil, todo el mundo se apresuró a rendirle todo tipo de honores: cortometrajes, canciones, artículos en prensa. Me alegré mucho por él. Yo mismo escribí lo mejor que supe sobre su desaparición. Pero el regusto es amargo. No es justo. Me pregunto qué pensarían otros miembros de la sociedad si les propusiéramos recibir el mismo trato, pagarles así, y les pusiéramos como ejemplo a seguir todos los que tuvieron, y tienen cada día, que hacer lo mismo que ellos en circunstancias mucho más adversas.

No, amigo. Yo quiero ser un escritor de hoy, o, mejor dicho, de esta sociedad. A mí las penurias de otros no me arreglan.

***


Tal vez no sea tan descabellado solicitar a la administración un buen programa de becas de escritura para proyectos puntuales (los traductores las tienen, es absurdo que los escritores no). O pensiones de escritura para los que quieran dejar su trabajo por un tiempo y ponerse a escribir. Y la potenciación de una industria paralela que es vital para los escritores, los bolos: recitales, lecturas, conferencias, tertulias, mesas redondas. Que se comprenda que los señores y señoras que participan en ellos y los llevan a cabo tienen que hacer sus esfuerzos (no se nos ocurrirá nunca no pagar al cuentacuentos, que va de biblioteca pública en biblioteca pública, ¡tiene que ensayar, aprenderse todo eso de memoria! El escritor se lo tiene que inventar. Su aportación es infinitamente más relevante. Y por cierto, resulta absolutamente absurdo que “un autor” que además es “cuentacuentos” reciba más dinero por una sola contada en una biblioteca que por los derechos de un libro que ha tardado años en escribir. ¡Gana más un cuentacuentos en una hora que un escritor con su libro!).

No parece descabellado que los escritores exijan al sector del libro, en su conjunto, un mayor compromiso con quienes les suministran la materia con la que comercian. Y no cabe duda de que la única manera de defender los intereses de cualquier colectivo pasa por una mayor implicación de sus componentes en las decisiones gubernamentales que les atañen, asociándose para negociar con el resto del sector. No seré yo quien llame a los escritores a la formación de un lobby, nada más lejos de mi forma de proceder y de mi carácter, pero es que el escritor tiene el poder de su escritura y entre sus atribuciones se encuentra el necesario cuestionamiento de lo establecido; al menos podríamos exigirnos el análisis de la propia situación. Por supuesto que todo lo expuesto aquí nos avergüenza, nos estigmatiza, ataca a nuestra vanidad y autoestima (mon dieu, qué malo soy, qué daño nos estoy haciendo, ¡las miserias deberían quedarse bajo la alfombra!); preferiríamos que nadie nunca osara decirlo y seguir mirándonos sólo en Andrés Neuman recogiendo el Alfaguara, en Juan Marsé recogiendo el Cervantes y en Roberto Bolaño derribando las fronteras de EE.UU. después de muerto, pero la realidad del día a día es, radicalmente, otra.

Si nos importa esto del libro y la creación literaria...

Se habla de "la muerte de la novela”, “la muerte del libro", etc. Se edita más que nunca, demasiado; sin embargo yo me siento menos estimulado a publicar mis libros ya escritos que en ningún otro tiempo ningún escritor con libro terminado, y no creo ser el único. Para qué publicar. ¿Tiene sentido? ¿No será eso lo que “se muere”?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

En este buen artículo de Gustavo Guerrero en Letras Libres, se hacen algunas buenas consideraciones sobre el mercado del libro.
http://www.letraslibres.com/index.php?art=13872

“…el primer obstáculo que aparece en el horizonte procede de la cultura del exceso que impera en nuestras sociedades de consumo y que es responsable de la sobreabundancia de mercancías característica de esta era postmoderna o acaso ya “hipermoderna”, como la llama ahora Lipovetsky. En efecto, al igual que otros sectores industriales, el del libro entra en las últimas décadas en un mercado ampliado y masivo que, bajo la égida del neoliberalismo, exige continuamente más volúmenes, más rentables y más pronto. En menos de quince años, la producción de libros se ha multiplicado así prácticamente por dos en España y Latinoamérica, llegando respectivamente a más de 62.000 y a más de 86.000 títulos anuales. La literatura representa aproximadamente un 17% de esta cifra y su aumento es constante. Entre 2004 y 2005, por ejemplo, su caudal crece en más de un 25% y pasa, en la sola América Latina, de 11.466 a 14.351 títulos, sin que se haya de descontar más de un 15% de traducciones.”

Anónimo dijo...

Buenísimo el artículo de Letras Libres. Hoy he echado un vistazo a una novedad de Alfaguara en la que hay menos literatura que en Cuéntame como pasó, y Cuéntame me gusta, como serie, solo que no es lo que busco cuando abro un libro de Alfagura.

Me gusta el siguiente párrafo del artículo:

"esta revolución cuantitativa ha tenido consecuencias cualitativas al rebajar el aura simbólica de aquello que Borges aún solía llamar, allá por los años ochenta, “los honores de la imprenta”. Nadie ignora, en efecto, que publicar no tiene ya el mismo sentido y que este cambio ha presidido a la transformación de la obra literaria en producto cultural y a la redefinición de su valor dentro de un mercado de masas gobernado por el ritmo acuciante de la oferta en función de las demandas de un lector individualista y hedonista, a menudo incapaz de responder a otra lógica que la del ocio y el entretenimiento. Los juicios estéticos de la vieja república de las letras –todo ese juego de pesos y medidas que les daba su sentido a las apreciaciones de la crítica– se han topado de este modo, como de sopetón, con una desprejuiciada vindicación del gusto de la mayoría y no han tardado en ser arrollados por la velocidad misma de un mercado que, a través de los niveles de venta, engendra formas de reconocimiento instantáneo y da pie a numerosas canonizaciones sin más fundamento que la popularidad y el consumo".

Felicidades, Gustavo Guerrero, qué bien. Alguna que otra editorial debería reflexionarlo.

Yosi

Anónimo dijo...

Estupenda la reflexión del artículo, y además se acuerda de Juan Carlos Méndez Guédez en un momento dado. De hecho, a mí este artículo me llegó por una alerta de google: suelo hacerlo con los amigos. Y sé que algunos lo hacen conmigo también.
Salud
Nicolás Melini