UNA CALLE LLAMADA TANIA

Calletania
Israel Centeno
Periférica, 2008
|167p.|14 euros|ISBN:9788493623289|

Cuando se inicia la década del noventa en la narrativa venezolana conviven al menos tres tendencias: la épica romántica y cansina de los sesenta; el recogimiento depresivo del relato breve de los tiempos posteriores y el populismo anecdótico de ciertos narradores de finales de los ochenta. Cierto es que unas cuantas obras fundamentales habían ido apareciendo a lo largo de esos años, títulos que trascendían los panoramas generales, y que lograban afincarse como propuestas sólidas y brillantes. Pienso en libros como Confidencias del Cartabón de Iliana Gómez Berbesi (1981); Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974) y Percusión (1982) de José Balza; o en Los platos del diablo (1985) de Eduardo Liendo, por sólo citar algunos títulos, pero el clima general evocaba el de una casa opresiva, asfixiante, como si la narrativa venezolana estuviese condenada a no superar los atisbos de proyección y reconocimiento que vivió en la década del sesenta con obras de gran envergadura como las propuestas por Salvador Garmendia y Adriano González León.
Escribir en aquellos años parecía un ejercicio melancólico, un oficio condenado a la incomprensión, a la indiferencia. La palabra crisis parecía repetirse una y otra vez, como si desde los círculos críticos no hubiese apertura hacia los nuevos nombres que pudiesen estar asomando su rostro.
Pero entonces apareció Calletania, la novela que ahora lanza en España Ediciones Periférica.
La respuesta positiva fue inmediata; los lectores reaccionaron con entusiasmo; la crítica respondió con efusividad y su autor: Israel Centeno, ganó el premio al mejor libro de narrativa publicado durante el año en ese país caribeño.
Aires de optimismo soplaron entonces sobre una generación de autores que comprendieron que el espacio de su creación debía tener el tamaño de una ambición literaria infinita, no constreñida a los límites claustrofóbicos de la historia literaria venezolana, sino al conjunto del idioma.
Centeno recogía momentos de la tradición de su país: ciertos atmósferas de Guillermo Meneses; determinada visión de los urbano del propio Salvador Garmendia; la precisión constructiva de Gustavo Díaz Solís; pero las mezclaba también con la inteligente reinterpretación de Raymond Carver, con la viscosidad de los mundos onettianos y con la fuerza expresiva de Juan Marsé.
Retomaba Calletania temas propios de la narrativa del sesenta: la lucha política, la intelectualidad politizada, la vida en las zonas populares, pero con una nueva mirada. Mirada del desencanto, tenuemente paródica, sobriamente feroz. Los sueños del ayer aparecían ahora como una mascarada burda; un circo que derivaba en la compasión y el ridículo. El hilo narrativo se tensaba gracias a la sucesión de bloques en los que poco a poco se iban dibujando con precisión la presencia de un mundo real pero alucinante, un mundo reconocible y bifurcado entre los territorios de lo vivido y lo soñado.
Israel Centeno lograba con esta novela retomar los universos propios de cierta narrativa venezolana y transformarlos como puede hacerse con un calcetín al que se le da la vuelta. Frente al heroísmo y la bondad irrestricta de personajes con conciencia social, frente a la épica de cartón piedra, aparecía una textura grumosa, desgastada, más humana, más creíble.
Pero esta obra hizo mucho más que eso, porque el resultado de su tentativa fue la construcción de una de las grandes novelas latinoamericanas de los últimos tiempos.
Calletania va dibujando a lo largo de sus 167 páginas el fragor de un universo urbano en el que sus personajes se ven sometidos al desgaste, al socavamiento de sus siluetas, pues el tiempo frenético de la ciudad, el tiempo de la historia es un monstruo que devora (con fiereza, pero también con placer) la totalidad de la materia que consigue a su paso.
Quizás es ese movimiento devorador lo que explique uno de los elementos fundamentales de esta pieza narrativa: su capacidad de absorción, de imantación, como si los lectores también estuviésemos siendo devorados por los años, por la ciudad escrita, por la historia misma. Las páginas de Calletania crecen desde una fuerza de atracción que empuja al lector hacia delante, como si un polo de energía lo estuviese atrayendo con lenta pero segura nitidez.
Pero no se trata de un efecto conseguido con los tópicos de esas novelas ligeras que encadenan situaciones televisivas trepidantes. Calletania dispara el ritmo de sus acciones sólo al final de sus páginas. El resto del tiempo la novela se mueve en dos planos: uno es el espacio público, un barrio de chabolas donde poco a poco se van insinuando los elementos de una gran confrontación entre narcotraficantes y líderes de la extrema izquierda que han decidido actuar como falange moral; y otro es el espacio íntimo de diversos personajes vistos en su individualidad, esbozados a través de la relación con sus casas: una ruinosa vivienda a la que llaman el Faro; la casa de mundos sombríos donde una muchacha de nombre Tania será triturada por el tiempo; la casa de un Coronel donde perduran los fantasmas de una antigua dictadura militar.
Esa oscilación le da cuerpo y musculatura a la novela. La complejidad de estas ficción se despliega en su superficie exterior y en su más sutil intimidad. Las acciones se desplazan desde uno a otro punto creando una tensión asfixiante, una explosión potencial que intuimos a cada párrafo.
El cierre de esta novela que hasta ese momento ha ido avanzando sostenida en los desdoblamientos continuos de los personajes (desdoblamientos fantasmales, históricos, míticos) se dirige hacia la condensación unitaria de una derrota, de una aceptada derrota. Y así presenciamos una pieza narrativa compacta, indispensable; un gran momento del género de narrativo de finales del siglo XX.jcmg.

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