CASA EN ONETTI

Ernesto Pérez Zúñiga



Para mí, Onetti, profundamente, primero una manera de ser.

Pero incluso, antes, el primer viaje desde los clásicos a la literatura contemporánea creyendo, al leer a Onetti, su Dejemos hablar al viento, que entre la literatura clásica y la contemporaneidad no había un cambio de calidades; sólo la inmensa tristeza de la desolación de ser vivo y raro en el presente.

De Dejemos hablar al viento, hace veinte años, cuando yo tenía 17, quedó en mí la primera sensación contemporánea de penumbra, de aire con arena, de soledad que iba a ser derrotada aún más en la compañía, y el ritmo cadencioso de un lenguaje que por primera vez tenía órganos: la vista, el tacto y el olor; órganos y un movimiento en el que uno se podía subir como en una lenta cinta transportadora. El resto de las escrituras eran estáticas y tenían la transparencia inorgánica del cristal. Entonces yo escribía poesía y el novelista Onetti iba a ser el poeta que más me gustaba.

Onetti entonces era un contemporáneo que uno sabía clásico sin que nadie lo dijera, de quien uno podría leer la novela que todavía estaba escribiendo, mitificada antes de nacer por los 18 años que la esperaban en una Granada donde Madrid resultaba tan confinada como Nueva York. Todavía, mientras Onetti estaba vivo, leí Los adioses y Cuando ya no importe.

Frases como la última de esta novela: “La losa no protege de la lluvia y, además, como fue escrito, lloverá siempre”, dolían de una peculiar manera que reconocía a la vez la maestría del narrador con la certeza de que la vida ocurría justo como Onetti la contaba.

Ese mundo de siluetas armadas de determinación y desgracia, esa semioscuridad de contrabando y pistolas o jeringas que compartían la meticulosa puesta a punto y el desuso, luego se llenó de El astillero y Juntacadáveres.

21, 22, 23 años. Primero era una manera de ser, sólo de ser. La famosa apuesta de Onetti, inventar la ficción desde la ficción, nos inventaba también a nosotros, los onettianos, no necesariamente escritores, amigos que nos vestíamos y caminábamos y visitábamos bares donde nos deteníamos a mirar, fumando, rostros de mujeres que no siempre respondían, donde aprendíamos a disfrutar del fracaso según Onetti nos había enseñado. La fuerza de su literatura, una vez cerrados los libros, seguía fabulando personajes dentro de sus lectores de carne y hueso, que vivían como Onetti hubiera narrado, ninguna otra educación como ésta -ni colegios, ni padres, ni otros amigos, ya digo, escritores o no-. Sólo los amigos onettianos teníamos derecho a la complicidad y a la felicidad de ser onétticamente desdichados.

En aquellos años entre Granada, Málaga y Ronda, escribí un libro de poemas, Ruso mercante, que luego se publicó con el nombre de Ella cena de día. Ante aquellos furibundos debates entre la poesía de la experiencia y de la esencia, yo lo tenía muy claro: tenía calado en la cabeza el sombrero de Larsen y mi métrica era su manera de taconear.

Tuve la suerte de vivir todavía una especie de personaje onettiano, puesto en pie, con veinticinco años, cuando fui profesor en la Línea de la Concepción, ciudad tan santamariana como la propia Santa María, y cuna primera de todo lo onettiano si es cierto que Onetti descendía de un gibraltareño llamado O´Netty. Entonces ya escribía mis primeros cuentos, y con el que más quedé conforme fue con “Las razones del traidor”, un homenaje a Onetti.

Hasta entonces había sido una manera de encarnar la literatura si uno era como los personajes de Onetti, si caminaba con el ritmo de su lenguaje en el papel en blanco de los días. Luego uno mismo iba creando otros personajes de ficción, ya en la escritura, que nacían del querido modelo pero mezclados con la vida verdadera que uno iba inventando. De manera que vida y literatura eran, juntas, una sola, y ya nunca se podían separar sin hacer daños irreversibles en la personalidad del personaje que se había hecho uno para sí mismo.

Con todo esto quiero decir que no es que mis libros tengan influencias de Onetti sino que mi casa literaria se desarrolló ligada a su obra, con una parte de mí ya siempre empantanada en su universo y en su lenguaje.

En la lectura de Onetti hay que celebrar la escritura misteriosa, la que no se lee con transparencia perfecta, la que tiene líneas que van dejando preguntas sobre su manera de encajar con la realidad, todavía primaria, como recién venidas de la creación, efectivamente recién creadas y por eso mismo dispuestas a significar doble sin aún significar del todo.


Por supuesto, rehuí la imitación y busqué la independencia. Porque la lección literaria que aprendí primero en Onetti fue precisamente que el universo y el lenguaje de una novela nacen unidos, que la narración no cuenta un mundo sino que es la propia materia de ese mundo. Y que esa mágica conjunción era imposible si uno no escribía desde la más profunda autenticidad literaria (por muchos poderes falsificadores que nazcan justo de la pureza de esa autenticidad). Esa lección de Onetti también me procuraba la liberación de él, la búsqueda de mi propio mundo.

Lo decía Muñoz Molina el otro día, citando una carta de Joyce: lo importante es desde qué profundidad escribe uno, qué profundidad de uno está presente en la escritura.

Esa magnética lección de autenticidad de Onetti sobrepasa la escritura y alcanza la manera de ser escritor en este mundo lleno de tonterías y claudicaciones sociales.

Escribió Periquito el Aguador, Onetti, en el 39 como si fuera hoy: “Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada. (...) Los nuevos sólo aspiran a que algunos de los inconmovibles fantasmones que ofician de papás, les diga alguna palabra de elogio acerca de sus poemitas. (...) Hay solo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”.

“Cuando uno escribe tampoco se siente un escritor, porque se está trabajando en la inconsciencia, y lo único que importa es escribir. Porque hay tres cosas que a mí me ha sucedido, me suceden, que tienen similitud: una dulce borrachera bien graduada, hacer el amor, ponerme a escribir. Y no se trata de fugas, sino de momentos en que la inconsciencia fluye con increíble intensidad, como no fluye con el resto de las cosas (...). Cuando uno se pone a hacer el amor, no piensa previamente en la técnica que aplicará. Uno va y lo hace y las cosas pasan. Lo mismo al escribir. Uno se sienta con un sentimiento, pero, a partir de ahí, lo que pasa es otra cosa. No es la técnica”.

Dijo Onetti, no sé en qué año, portador de un gozoso kamasutra de técnicas literarias.

“Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto”.

“Tengo miedo a que la gente se pierda en ese juego, en eso que dicen los franceses, de que los personajes son objetos. Hay un tipo de escritor que ya perdió el amor a la vida. Y la novela es amor a la vida, curiosidad por situaciones y personajes”.

Hay quien escribe, y literatura y vida caminan adelante separadas por un muro. Hay quien hace de la vida literatura como si estuviera construyendo una biblioteca interna. Pero hay quien, como Onetti, cuando se mira la vejez de las manos, ve también las palabras que esperan. Y cuando escribe esas palabras, éstas no son nada sin la vida a la que corresponden.

La manera en que Onetti fue escritor en el mundo, ese pasado que apenas puedo vislumbrar, es una compañía, una conversación y un aliento. Cada uno de sus libros que releo, aquellos cuentos que todavía no leí, y alguna novela que por fortuna desconozco, son casa nueva, aunque pertenezcan a una misma recurrencia, son la pintura triste, y los mecanismos maravillosos que permiten el funcionamiento del grifo, que las puertas se abran: los personajes entran en las habitaciones para ponerse la desdicha y la felicidad de uno mismo, las palabras están dentro y al otro lado de la ventana, en las hojas de los árboles de la calle, vibrando vivas, poblando el universo mixto y evanescente donde uno pisa, que es literatura y vida al mismo tiempo.

1 de julio de 2009

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bueno ver que un verdadero maestro sigue vivo en los más jóvenes.

Hugo