LAS RAZONES DEL TRAIDOR

Ernesto Pérez Zúñiga



Claro que le conozco y prometo contarles todo desde el principio. Ésa es la manera que a ustedes les gusta. Con detalles. No sé si se han fijado en los amaneceres de aquí. Fijarse en las cosas es compatible hasta con un trabajo como el suyo. Es un espectáculo que dura menos de media hora. Es entonces cuando le he visto muchas veces. Él volvía el último, una figura inclinada ante el mar insultante, por el contraste, ¿comprenden? Yo había regresado bastante antes a mi casa, construida para otros justo delante de la playa y del camino hacia el pueblo. Preparaba un café, donde me bebía una victoria más o los restos del miedo mirando por la ventana. Entonces pasaba Sahid Amar. Desde el principio me gustó su nombre, sed y amor bailando también en mi cabeza. Y él caminaba despacio con las manos en los bolsillos y la vista en sus pasos, quizá porque presentía que le iban a llevar a nada. Ustedes tienen una foto de él. Una foto les facilita la persecución de un cuerpo escurridizo. Me pregunto si, además, interpretan los rasgos que hay en ella. A mí me provoca cierta ternura ese ademán de niño castigado en un joven alto y fuerte, con una cara de ángel que los días han ido convirtiendo en Sahid Amar, el último. Igual que llegó, enviado por nuestro contacto en Tetuán, ilegal como ya saben ustedes, que guardan las leyes que otros inventaron para sí mismos y para los que son como ellos.

Nosotros somos otros. Vivimos contra el viento de las playas de invierno: mar variable, papeles y botellas que luego los veranos sustituyen por cuerpos dorados que juegan a ser hermosos o que simplemente juegan con el tiempo que gastan. Por encima de esos objetos corre la mercancía. Y todo sucede a la vista de los barcos del Estrecho, pesqueros cómplices y largos mercantes, compañeros de viaje y de oficio. Pero ellos se van en libertad mientras nosotros tenemos que quedarnos. Somos perros que se ocultan en la noche y ellos relucen en la tormenta de mar abierto. No saben ustedes, con perdón, no son de aquí. Sahid, él sí lo ha sabido.

Creo que todos lo despreciamos un segundo cuando apareció, y que la mayoría aún alarga ese segundo. El que más, Céspedes, cincuenta años de rencor ya antes de conocerle. No porque Sahid no fuera capaz, desde luego. En pocos meses, demostró que era mejor que todos nosotros, por eso ustedes lo buscan. Era un moro de mierda, eso es todo. Y Céspedes tenía que aguantar encima la envidia que le tenía. Menudo hijo de puta. No le daba descanso. Disfruto repitiendo aquí su nombre, Pepe, José Céspedes, cabrón de profesión, no traficante. Por desgracia él también está encargado de dar órdenes.

Primero vinieron los malos insultos y las burlas. Después, las putadas auténticas. Puede servir de ejemplo un día de diciembre en el que Céspedes le dio a Sahid un número de un teléfono móvil para que acordara un desembarco. Tenían que decirle dónde y cuándo. Pero quien contestó al otro lado de la línea fue ese policía que les conté que trabaja para nosotros. Sahid no le conocía. Hay ciertas cosas que no convienen contar a todos nuestros hombres para prevenir soplos. Y el poli dijo que lo era y que le estaba mirando justo en ese momento. Ahí cortó. Sahid estaba en una cabina en mitad de la plaza. Era sábado por la mañana. Había gente por todas partes. Imagínense su confusión, huir de alguien que sabes que no te pierde de vista. Estuvo todo el día escondiéndose. Aquella noche, cuando se atrevió a contactar con Céspedes para contarle lo ocurrido, Sahid se empapó de burlas y de vergüenza. Desde entonces, temió siempre una dirección equivocada donde pagar haber nacido justo al otro lado del Estrecho.

Esa dirección llegó. No nos cuidamos, conocemos el peligro y caemos. Nuestros temores se confirman porque ellos nos llevaron al desastre. Mañana se cumplen dos semanas. Le prepararon una trampa bien fundada en nuestra constante preocupación por los chivatos. Como pueden comprobar, no es para menos. Céspedes se ocupó de la difamación y de la cita, Sahid de poner el cuerpo, y siete hombres de la paliza. Fue un desastre. Le rompieron la cara, las costillas y la pequeña parte de felicidad que él se había asignado: escapar de la frustración, después de haber reunido el dinero imprescindible para quedarse en España. Hace poco me contó que quería poner una tienda de teteras, babuchas, chaquetas de cuero y cosas así. Con esos objetos podía haber comprado una nueva vida. Esto también está detrás de sus pesquisas, no lo olviden.

Al día siguiente, cuando me enteré de lo que había pasado, lo recogí y me lo llevé a mi casa. Hasta ayer lo cuidé y le di el afecto que sé dar, el que también se esconde de sus investigaciones y desvelos, físicos desvelos si me permiten. En fin, da igual. Sahid Amar no me perdonará. Supongo que sigue allí porque todavía no puede moverse. Quizá este rato de confidencias les haya sido valioso. Ya guardan todos los nombres. Si tienen suficiente con toda esta mierda, yo me marcho.*

* Este relato lo escribí en La Línea de la Concepción en 1997, quizá en mayo. La Línea era mi Santa María edificada, y éste uno de mis primeros cuentos, quizá el tercero, con Onetti tatuado en el sótano. Hoy, 1 de julio de 2009, se cumplen 100 años desde que nació. No me tomes a mal, maestro, que rescate este regalo.

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