BARBARITO SE DIVIERTE

Rafael Courtoisie



–¡Se ha vuelto loco Barbarito!– dijo el Che.

Nadie se atrevió a respirar. Un viento verde y profundo cubría la Sierra Maestra. Fidel, no lejos de allí, ya algo miope pero firme, fumaba un puro.

Fidel, impertérrito. El Che, nervioso.

–¡Qué venga de inmediato Barbarito!– rugió Guevara.

Barbarito no estaba.

–¿Dónde carajo está Barbarito?

Barbarito estaba en el río. Desnudo, con dos mujeres y una botella de ron.

–¡Así no se hace una revolución!– bramó el Che.

El viento sopló de nuevo. El viento húmedo, vegetal, venía de los cañaverales.

–Manuel y Víctor: ¡Traigan enseguida a Barbarito!

De mala gana, pero temerosos, Manuel y Víctor fueron en busca del indisciplinado. A caballo fueron para el monte. Luego bajaron al río. Barbarito era un héroe de la guerra. Siempre había sido el primero en el combate, casi tanto como el Che. Jamás había dudado en jugarse el pellejo y cuando los esbirros de Batista lo atraparon y le retorcieron los huevos, no dijo nada, no dio información alguna y a la tercera noche escapó por un ventanuco del cuartel en donde se hallaba una de las peores mazmorras de la tiranía. El ventanuco por donde se escurrió Barbarito no tenía más de cuarenta centímetros de ancho por veinticinco de alto. Nadie sabe cómo hizo Barbarito para estirar y amoldar su atormentado cuerpo a tan escaso rectángulo y salir por los fondos del cuartel, bajo los potentes focos de luz, frente mismo a los vigías ocultos en los nidos de ametralladoras empollados por el régimen, y atravesar los tres cercos sucesivos de alambradas erizadas de púas.

Dicen unas negras de La Habana Vieja que fue Barbarito Melchor Alcides López el que le dio la idea a Ernest Hemingway para escribir El Viejo y el Mar. Algunas se atreven a asegurar que se lo dictó entero mucho antes de que triunfara la Revolución (Barbarito no sabía escribir, murió analfabeto). Dicen esas mismas negras de La Habana Vieja que Barbarito era capaz de consumir varias botellas de ron en compañía del que más tarde sería Premio Nobel norteamericano. Agregan esas buenas y experientes señoras que habitan cerca del malecón que Hemingway adoraba a Barbarito y que, antes de su estruendoso suicidio, después de beber un par de botellas de Havana Club del mejor, del dorado, pidió por él, muchas veces, con voz desgarrada, a su secretaria y a sus ayudantes:

–¿Dónde está Barbarito?

–Barbarito ha muerto, lo fusiló la Revolución.

–No me importa– cuentan que replicó Hemingway– ¡Qué venga igual! ¡Necesito a Barbarito para contar otra historia!

–¡Pero Barbarito no está! ¡Está muerto!

–¡No importa que esté muerto!– dicen que dijo Hemingway– ¿Para qué mierda sirve la Revolución si los mejores muertos, los muertos como Barbarito, no acuden cuando uno los llama?

Afirman esas mismas respetables señoras que deambulan aún hoy por La Habana Vieja que el pobre Hemingway, acosado por los fantasmas y por el alcohol, sollozó.

Dicen que dijo:

–¡No puedo escribir una letra más sin Barbarito!

* * *


El comandante Che Guevara tenía una especial predilección por Barbarito. Más que Fidel. A decir verdad, Fidel no quería mucho a Barbarito. Fidel era más rígido. Más implacable en ciertas cosas y más flexible en otras. Fidel se había educado con los jesuítas. Afirman sus maestros sacerdotes que Fidel era de disciplina férrea. “Será capaz de cuanto se proponga”, informó un maestro al Rector de la congregación, “Este muchacho será, con el tiempo, uno de los pilares más firmes y decisivos de la Orden de San Ignacio de Loyola”.

El Che, en cambio, se había criado en parte en la ciudad argentina de Rosario y en parte en Córdoba, en las sierras de Córdoba donde el cielo es más puro, en Argentina. Sus padres lo llevaron allí para que el aire de montaña aliviara y eventualmente curara su asma.

El Che era como un junco: se doblaba, pero no se quebraba jamás. Le gustaba tomar ron. Y le gustaban las mujeres. Pero era de una disciplina absoluta. Más que Fidel.
“Era un santo”, afirmó muchos años después, lejos del pelotón de fusilamiento, conociendo desde hacía muchos años el hielo, el escritor argentino Ernesto Sábato.

Santo o no, lo cierto es que esa tarde el Che se hartó de las travesuras de Barbarito.

El Che lo quería con el alma, lo amaba. Pero debía dar ejemplo. No podía ser que un revolucionario pasara sus días de campaña en Sierra Maestra como un pequeño burgués, bebiendo ron y cargándose cuanta mujer estuviera a tiro, no podía ser que las botellas de ron y los cigarros puros desaparecieran como por arte de magia en la boca de Barbarito. No era posible que Barbarito se burlara de la seriedad de la Revolución en las misma barbas insurrectas de los Jefes Rebeldes. Barbarito debía tener un escarmiento.

El Che lo quería, lo amaba. Pero antes que nada, el Che era un líder. Un revolucionario.

* * *


–¿Qué hiciste esta vez, Barbarito?

–Nada, mi comandante. Sólo nadaba en el río.

–¡En pelotas!

–Para no mojar el uniforme verde oliva, el glorioso uniforme de la Revolución, mi comandante.

–¿Y con dos botellas de ron?

–Para no tener frío, Che, mi comandante.

–¿Y con dos mujeres en cueros a tu lado?

–Alegría de combatiente, mi comandante.

–Esta vez no te puedo perdonar.

–No. Mi comandante.

–Tengo que escarmentarte.

–Sí, mi comandante.

–No queda otro remedio.

–Entiendo, comandante.

–La cosa es seria.

–Claro que sí, compay comandante.

–¡No me digás compay!

–¿Cómo lo llamo, comandante?

–Decíme Che.

–Está bien, Che.

–Esta vez va en serio, Barbarito.

–¿En serio?

–Sí. No la puedo dejar pasar. Fidel también está enojado.

–¿Conmigo?

La expresión de Barbarito era de una inocencia plena. Parecía el niño Jesús.

–Sí. Contigo. Te llevaste su última caja de habanos.

–¡Son propiedad del Pueblo, compañero!

–Lo sé. Pero Fidel es el máximo comandante. Necesita los habanos. Necesita fumar para pensar. Para trazar la estrategia.

–Entiendo.

–Y estamos en guerra.

–Sí, señor.

–Y Fidel dice que en la guerra hay que obedecer.

–Estoy de acuerdo. No lo entiendo bien. Pero sí lo dice Fidel, seguro es verdad.

–Claro que es verdad, Barbarito.

–Sí, Che.

–¿Sabés lo que tengo que hacer?

–Lo supongo...

–¿Y estás preparado?

–Lo estoy.

–¿Seguro?

–No te preocupes, Che. Estoy seguro. Si es por la Revolución, vale. Estoy listo.

–Te tengo que fusilar...

–Lo sé.

–¿No tenés miedo?

–¡No, señor!

–¿Ni un poquito?

–Un poco sí, Checito. Un poco. Pero estoy preparado para la muerte. Ya recé.

–¿Cómo que rezaste?

–Claro, recé.

–¡Pero si somos ateos!

–¿Ateos?

–Sí, Barbarito, ateos. ¡No creemos en Dios! ¡Creemos en la Revolución!

Barbarito bajó la cabeza. Pensó. No quería decepcionar a su comandante. Antes que nada en el mundo, más que a la Revolución misma, más que al alcohol y a las mujeres, amaba al Che. No quería lastimarlo.

–Por supuesto, Che comandante. Pero es que yo recé de otra forma.

–¿Cómo de otra forma?

–¡Sí, Che! ¡Yo le rezo al Socialismo, a la Justicia!

El Che lanzó una carcajada. De inmediato se puso serio.

–Igual te tengo que mandar fusilar, Barbarito. Es por el bien de la Revolución. ¿Entendés? No podemos dejar que cundan los malos ejemplos, la indisciplina.

–Entiendo. Mande nomás, Che comandante.

El Che cerró los ojos. Barbarito también.

Barbarito sonrió.

En esos momentos, Barbarito recordó una canción de la exiliada antirrevolucionaria Celia Cruz, que ahora vivía en Miami.

Sonrió de nuevo:

–¡A gozaaaaarrrr!– y cerró los ojos.

Entre los pensamientos verdes, entre los vegetales tupidos de Sierra Maestra, retumbó la descarga. Por mucho tiempo se estremecieron las hojas cerca de donde cayó Barbarito.

Y esto no lo cuenta ningún libro de historia, ninguna crónica ni entrevista de periódico: el Che lloró por última vez en su vida.

Fidel dio otro beso a su habano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Segurito esta página está financiada por la CIA....