CERTEZAS

Nicolás Melini



A veces salía caminando y llegaba hasta el centro como quien no quiere la cosa, alejándome cada vez más de casa, donde nadie me esperaba porque Luz trabajaba, el niño estaba en el colegio y tenía que matar las horas y aquella inconsistente sensación de angustia sin propósito. Cogía el metro y me iba de librerías…, a la Gran Vía, a caminar entre la gente. Casi siempre se me ponía el rostro como una piedra. A aquella rigidez la acompañaba una fuerte sensación de hinchazón en el lado izquierdo del pecho, la congelación de mi rictus facial, el vaciamiento total de la luminosidad de mi mirada. Me sobrevenía de pronto. No podía evitarlo.

Aquel día ya estaba de vuelta. Recorrí algunas calles y me dispuse a coger el metro. Se encontraba atestado, así que salté en su interior y, sin que pudiera avanzar lo más mínimo, la puerta se cerró a mis espaldas. Fue asir la barra sobre mí y reparar en el hombre que tenía justo delante. Era más bajo que yo, mucho mayor (en torno a los cincuenta), tenía un bigote y una barba postizas, grandes gafas oscuras. Estaba completamente camuflado. Era sorprendente que nadie se diese cuenta. Miré alrededor y luego volví a su persona. Su ropa era pretendidamente corriente, las gafas de moldura antigua; un disfraz, no cabía la menor duda. Pero por qué querría pasar desapercibido. ¿Sería un policía? ¿Un delincuente…? Fue entonces cuando el metro alcanzó la siguiente parada y el hombre miró, entre la gente, hacia uno de los extremos del vagón. Allí, apoyado en la pared, había un joven alto, con barba de tres días, muy nervioso. El hombre le hizo un gesto, casi una contraseña, y se dispuso a descender, mientras el joven, consciente de que yo me había dado cuenta de todo, apenas conseguía contener su nerviosismo; los ojos se le salían de las órbitas y mantenía una extraña relación, tensa, con algo que tenía a sus pies: una bolsa con algo dentro. Me di cuenta porque la tenía entre sus pies pero persistía en la sospechosa actitud de pretender que no fuera suya, que sólo estaba a sus pies, como por casualidad.

En la siguiente estación se bajó casi todo el mundo, se había despejado el vagón, y él no me quitaba el ojo de encima. Di unos pasos, sin mirarlo, tratando por todos los medios de que nuestras miradas no volviesen a encontrarse, y me apoyé en la puerta del interior del túnel. Así estuve un rato, sin mirarle, pero sintiendo su observancia constante en mi rostro. Hasta que no pude más y me volví de manera casual y miré brevemente la bolsa a sus pies, sin demostrar la menor emoción.

Me bastó una milésima de segundo.

Tenía la forma de una olla Express. El corazón me dio un vuelco. ETA había utilizado ese procedimiento en muchas ocasiones. Lo había visto en los informativos y en la prensa escrita, descrito con todo lujo de detalles. Llenaban la olla con explosivos y metralla; tornillos de camión, chatarra asesina… Él había tenido que percibir el miedo en mis ojos. Sabía que yo me había dado cuenta de todo y seguía en tensión, mirándome. Por un momento imaginé que venía hacia mí, sacaba un arma y me asestaba un tiro en la cabeza. Pero siguió sin moverse, mirándome expectante hasta que el metro alcanzó la siguiente estación y se abrieron las puertas. Yo no supe si bajarme o quedarme quieto, muy quieto, sin mirarlo. Si bajaba y él me seguía, todo podría acabar para mí en cualquier túnel de acceso. Si me quedaba y se ponía más nervioso, tal vez vendría a por mí allí mismo.

Pero en el último momento fue él quien cogió la bolsa y descendió. Caminó ante el vagón, la mano que sostenía la bolsa recta y rígida como un palo, sin balancearla lo más mínimo. La puerta enfrente de mí estaba abierta, él tenía que pasar por delante. Por un momento temí que corrigiese la dirección de su camino y entrase de golpe; me miró fijamente a su paso, con una combinación de miedo e incertidumbre muy amenazante, y siguió por el andén.

Cuando las puertas se cerraron estuve a punto de desmoronarme. Miré alrededor. Las contadas personas que allí se encontraban leían, conversaban entre sí, callaban absortas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Leerlo, como vivirlo.