EL HOMBRE DE LAS FLORES

Rubi Guerra



La sede del periódico era una casa vieja y grande en el casco histórico de la ciudad, rodeada de otras casas igualmente viejas y grandes que décadas atrás albergaban familias numerosas y acomodadas y en las que ahora funcionaban dependencias oficiales, vagas y menesterosas fundaciones, academias de secretariado, hoteles por horas. Medina llegó a las ocho de la mañana, media hora más tarde de lo que debería, pero nadie le llamó la atención por eso. La joven recepcionista lo saludó con un sonoro “buenos días” que, como siempre, le sonó falso y premeditado. Recorrió el corto pasillo que llevaba a su oficina. Sobre su escritorio estaba el periódico del día. Buscó la última página. Un enfrentamiento con la policía había dejado dos delincuentes muertos en la península de Araya. Revisó la nota con calma. No contenía errores ortográficos: tendría que felicitar a alguien.

La recepcionista entró para decirle que el director quería hablar con él. La miró un instante sin decir nada. Luego asintió con la cabeza, con leve fastidio.

Tocó y entró sin esperar respuesta.

–Pasa, Medina –dijo Carlos Rodríguez, con su expresión permanente, y engañosa, de buen humor–. Siéntate. Muy buena la nota del enfrentamiento en Araya, lástima que no llevaras una cámara. Con una fotografía hubiera quedado realmente estupenda.

–Gracias. Se hace lo que se puede.

–Por cierto, ¿de qué te ocupabas por allá?

–Nada. Paseando.

–Bueno, no es sólo de eso de lo que quería hablarte. Recibí una llamada que me dejó intrigado. Un huésped del hotel Nueva Andalucía quiere publicar algo, no sé qué, en las páginas centrales del periódico. Por supuesto, pagando. Eso sí quedó claro. Quiero que vayas al hotel a las diez de la mañana, averigües de qué se trata y decide. Tú conoces las tarifas, si es algo que se pueda publicar, cóbrale un veinte por ciento más. Te lo quedas de comisión. Iría yo mismo –rió para indicar que por dinero marcharía al mismo infierno–, pero tengo una cita con el gobernador. El hombre se llama Luis Piñeira.

El hotel Nueva Andalucía levanta sus diez pisos cerca del mar, a la entrada de la ciudad, en la ruta que viene de la capital de la república. Permanece vacío casi todo el año, y los viajeros que se instalan allí deben sufrir de permanente melancolía, piensa Medina, al encontrarse entre los grandes espacios desolados de los jardines.

Estacionó a un costado de la entrada. En la recepción preguntó por el señor Piñeira, dando su nombre y el del periódico. Mientras el recepcionista llamaba paseó la mirada por el lugar. En efecto, no había nadie más en el amplio vestíbulo. Una profusión de sillones y sofás invitaba a sentarse. A la izquierda, detrás de ventanales de vidrio, la piscina relumbraba de sol.

–Bajará en un minuto.

Medina decidió esperar sentado. Pensó un rato en los jóvenes muertos en Araya. Tendría que ponerse en contacto con la policía para ver cómo marchan las averiguaciones.

No vio al hombre hasta que estuvo muy cerca. Le calculó, tal vez, unos cuarenta y dos años, aunque el pelo blanco lo hacía lucir mayor. Bastante alto y, como sucedía con muchos hombres altos, inclinaba la cabeza hacia el suelo como si ésta le pesara demasiado. Bigote cano que caía sobre las comisuras de la boca. En la mano izquierda llevaba una carpeta de cuero o imitación de cuero. Vestía pantalón negro y una camiseta blanca con el rostro de una mujer estampado. La mujer era morena y bonita de una manera discreta. Joven. Sobre la cabeza llevaba un sombrero ladeado. Sonreía.

El hombre se acercó con la mano derecha extendida. Con la izquierda sostenía firmemente la carpeta.

–Mucho gusto –dijo, al tiempo que estrechaba la mano que Medina le había alargado y se sentaba, todo en un mismo movimiento–. Yo soy Luis Piñeira. Usted es del periódico, ¿verdad?

Medina asintió.

–Tengo dos semanas en la ciudad –continuó el hombre con un fuerte acento español–, y he visto que el mejor periódico es el de ustedes. Vamos, no es que sea gran cosa ninguno, pero es el que circula más y está mejor diagramado y no tiene tantos errores. Se ve que les gustan los muertos, eso sí. En fin, a todos los periódicos del mundo les pasa lo mismo. Aunque a los de aquí mucho más. Esas fotos son realmente impactantes. Bueno, como le decía, su periódico me parece el mejor de la ciudad y me han dicho que es el que tiene mayor circulación, así que yo quisiera publicar unos poemas allí.

Medina lo miró ahora con más atención. El hombre sonreía mostrando sus dientes torcidos y manchados de nicotina. No parecía notar nada extraño en su proposición.

–¿Poemas? –logró articular el periodista–. No es precisamente nuestra línea editorial.

–Por supuesto, ya lo sé. Como dije antes, por teléfono, estoy dispuesto a pagar por el espacio. Siempre que el precio sea razonable, vamos.

–Claro, claro –Medina hizo rápidos cálculos–. Las páginas centrales, ¿verdad?

–Así; bien destacadas. Con unas fotografías.

Medina dijo una cifra en bolívares y esperó la reacción del español. Éste se recostó en el sofá y miró el techo. Se llevó un dedo a los labios, meditando. Luego bajó la cabeza, miró de frente otra vez al periodista, sin perder la sonrisa.

–Es un poco caro, pero ustedes sabrán su negocio. Acepto. Podemos ir a un banco o a una casa de cambio ahora mismo; imagino que no aceptará euros.

–Mejor moneda nacional. No tiene por qué pagar inmediatamente. Eso sí, tendrá que ser antes del próximo domingo. Dígame, ¿qué tipo de poemas son?

–De amor. Los únicos que vale la pena escribir y publicar. Aquí tengo algunos.

Abrió la carpeta que hasta el momento reposaba sobre sus rodillas y extrajo varios papeles mecanografiados. Se los pasó al periodista. Éste los recibió con azoro, temiendo lo peor. Los leyó con atención, deteniéndose en cada verso, y, en efecto, los poemas eran mediocres, de imágenes simplonas y ritmo primitivo. Por fortuna, carecían de rimas.

Se los devolvió a Piñeira.

–Muy interesentes –dijo–. Me parecen muy emotivos. Aunque yo no soy nadie para opinar de poesía. No es mi campo.

–Un poema hermoso conmueve a todo el mundo –luego agregó: –El título general debe ser Para los que sufren la herida del amor.

El hombre parecía más entusiasmado ahora, a pesar de que la sonrisa había desaparecido. Se mostraba ansioso por explicarse. Guardó en la carpeta los poemas que le había entregado a Medina y sacó del mismo sitio unas fotografías. Las manos le temblaban un poco.

–Mire. Son las fotos que deben acompañar a los poemas. Es la chica por la que vine a esta ciudad.

Medina miró. En todas aparecía la misma mujer, en distintas poses, casi siempre sólo el rostro, aunque en una se veía de cuerpo entero, con una fuente de piedra al fondo. Joven, morena, bonita sin ser espectacular. La misma mujer que Piñeira llevaba sobre el pecho, estampada en la camiseta.

Al final, a Medina le pareció mejor ir inmediatamente al banco. Fueron en su automóvil. Durante el camino, Piñeira habló poco. Miraba la ciudad con interés, como si la viera por primera vez, alegre como un muchacho a quien sacan de paseo después de un largo encierro. Una extraña timidez embargaba al periodista y le impedía realizar las preguntas que deseaba hacer. Cerca ya del banco, en medio del tráfico lento y el calor, no pudo contenerse más.

–¿La conoció aquí?

–No –contestó con simplicidad–. En mi ciudad. En Oviedo. Trabajaba en un burdel que está a la entrada de la ciudad.

–Está loco –dijo Medina, entrando sin llamar a la oficina del director–. El hombre del hotel: está loco.

–¿Y? ¿Puede pagar?

–Ya pagó –contestó Medina, sacando los billetes de un sobre y dejándolos caer sobre el escritorio de su jefe.

Los poemas de Luis Piñeira aparecieron el domingo, como estaba previsto, ocupando las páginas centrales, desplazando los acostumbrados reportajes sobre salud y enfermedades tomados de las agencias internacionales. Publicados, a Medina le seguían pareciendo tan malos como manuscritos. Románticos y banales, de un sentimentalismo gastado. Recordaban los sonetos pueblerinos que aún aparecían en algunas revistas, sólo que estos tenían, al menos, la gracia de la rima. Lo único destacable de las páginas era el rostro atractivo y moreno de la mujer, que miraba a la cámara con alegría. El lunes, no le sorprendió la llamada agradecida de Piñeira, pero sí que lo invitara a cenar en su hotel. Aceptó guiado por la curiosidad más que por la perspectiva de una cena gratis en un hotel de lujo.

El resto del día se fue en las tareas rutinarias: recabar información sobre los tres asesinatos del fin de semana, un accidente de tránsito que acabó con la vida de un estudiante universitario de veinte años, un escándalo político en ciernes que no pasaría de rumores nunca confirmados. Por lo demás: tratar de dar forma legible a los boletines de prensa emanados de las distintas oficinas gubernamentales.

El restaurante del hotel era como cualquier otro restaurante que Medina había visto; ninguna demostración extravagante de lujo y confort. Eso sí, el aire acondicionado funcionaba en forma adecuada y silenciosa. En las mesas vecinas se sentaban hombres y mujeres bien vestidos, con rostros satisfechos, conscientes de estar allí. Reconoció a tres o cuatro políticos y a un par de industriales. Estos últimos acompañados de sus esposas; los políticos con mujeres jóvenes de aspecto secretarial. Mucha minifalda y escote.

Piñeira levantó sus ojos un poco saltones hacia él, mientras cortaba un trozo de carne. Hay algo bovino en su mirada, algo bovino y algo de pez, pensó Medina, como si no pudiera decidir qué tipo de animal prefiere ser.

–Uno cree que se conoce a sí mismo y no es así –dijo Piñeira, al tiempo que se llevaba el tenedor a la boca–. Tanto estudiar y matarse trabajando y tener una familia, y cuando uno cree que su vida ya está completa, que sólo falta arrear hasta morirse haciendo lo mismo de siempre, sucede algo y te cambia la vida. A mí me pasó que venía de un viaje, en coche; diez horas de carretera o más, ya no me acuerdo. Con ganas de llegar a mi casa, ¿sabes?, eran tal vez las nueve de la noche y quería llegar a casa para tomarme un trago y darme una ducha. Mientras más pensaba más necesidad tenía de ese trago. Y allí, a la entrada de la ciudad, vi el letrero rojo. Veinte minutos más y estaría en mi propia casa, sin zapatos, y comenzando a quedarme dormido con el parloteo de mi mujer, pero ese trago se había hecho demasiado importante y no podía esperar más. Así que me metí al estacionamiento, me bajé del coche y entré. Allí me cambió la vida, si lo prefieres, o más adelante, cuando pude marcharme y no lo hice. No había mucha animación, era temprano. Me dirigí a la barra y pedí una ginebra con agua tónica. Creo que no miré a los lados. La consumí en dos sorbos y pedí otra. Fue entonces cuando me detuve a observar el lugar. No había nada que ver. Lo de siempre: muchas luces rojas, mesas redondas, casi todas vacías, un barra grande y un barman con cara de matón.

De pronto se sentó a mi lado una mujer espléndida; ojos grandes en una cara hermosa, un cuerpo atractivo y un color de piel que era difícil precisar por las luces, pero que se adivinaba tostado como la canela. Me sonrió y le sonreí, sintiendo una presión en las bolas que hacía tiempo se me había olvidado existiera. Comenzamos a charlar y a tomar. Al poco tiempo nos entendíamos como si nos conociéramos de toda la vida y nos hubiéramos citado allí para recordar los viejos tiempos. La chavala me caía muy bien y mientras más la veía y la escuchaba reír más ganas tenía de tirármela. Esa es la verdad. En algún momento pensé en mi mujer, pero la aparté fácil de mi mente. Yo había estado otras veces con lumis, aunque desde que me casé nunca en mi propia ciudad. Allí mucha gente me conoce y era difícil que no le fueran con el cuento. Y aún así no me costó nada olvidarme de ella. No sé en qué momento comencé a meterle mano. Ya no soportaba más la calentura y le propuse que nos fuéramos a una de las habitaciones. Bueno, todo pasó como debía ser y aún mejor de lo que esperaba. Claro que estaba para comérsela, pero no fue eso lo que me hizo pasar toda la noche con ella, sino, ¿sabes?, que me sentía cómodo con ella. No había premura, ni la sensación de ser exprimido y estafado, sensación que no sólo había experimentado con otras lumis, sino con mujeres de todo tipo y con el tiempo con mi propia esposa. Como si siempre esperaran otra cosa, y como no se la dabas te hacían sentir que eras una mierda que no servía para nada. Con ella no pasaba eso. Todo era suave, y también bastante salvaje; no sé si me entiendes.

Me desperté en la mañana, bastante temprano, abrazado a ella. Ella también se despertó o la desperté yo metiéndole mano en aquel cuerpo de piel tan flexible y de un olor tan suave y agradable. No olía como las demás, ese olor de perfume barato y humo que, al menos a mí, me resulta medio repugnante, como algo pegajoso que uno quisiera olvidar. Bueno, nos despertamos y estuvimos un rato acariciándonos y luego lo volvimos a hacer, más sosegados, pero también con otro apuro: tenía que largarme porque mi mujer pronto comenzaría a preguntarse dónde estaría y, además, mi coche había quedado estacionado afuera, donde cualquiera podía verlo. Tenía que marcharme, pero no quería hacerlo. Un conflicto muy viejo, como puedes ver. Lo resolví de la mejor manera que supe: la cité para verme con ella en un café, ese mismo día, a media tarde, antes de que comenzara su trabajo.

No vale la pena relatar las etapas intermedias de mi romance. Basta con que te diga que yo mismo me sorprendí de verme enamorado. Claro que eso no sucedió de la noche a la mañana. A nuestra edad esa ya no sucede así, no se puede evitar una dosis de cálculo y de cinismo.

Cuando llegó al café ya yo me encontraba allí, como un novio impaciente, y la vi avanzar entre la gente con un vestido blanco que contrastaba maravillosamente bien con su piel tostada, ese color tan especial que tienen las mujeres de aquí. A través de los vidrios la contemplé: el rostro serio, algo distante, sin rastros de timidez, pero tampoco de soberbia, tal vez pensando en el inminente encuentro o tal vez en otra cosa. En ese momento ella era sobre todo un misterio. Yo había estado dentro de su cuerpo y había gozado cada parte de su cuerpo y ella del mío, pero eso había abierto apenas la puerta en mi conocimiento de ella; era como asomarse por una rendija a una habitación en sombras llena de tesoros; no sabemos que encontraremos; todo es extraño y atractivo, colmado de expectativas.

Hablamos de cosas, de la vida. Nada importante. Luego ella se fue y yo me marché a mi casa. Mi esposa, mis dos hijos, ¡qué lejos estaban ahora! Miraban la televisión, hacían las tareas del colegio; mi mujer hablaba por teléfono con una de sus amigas. Ya nada de eso me importaba y comenzaba a dudar de que alguna vez me hubiera importado, porque ya yo sabía, antes de que nada de verdad irremediable pasara, ya yo sabía que mi vida iba a cambiar. Dicho así parece cosa del destino. No sé; tal vez. Los hombres actuamos así: yo no quería pensar en lo que me estaba metiendo, aunque, por otra parte, nada me haría desistir de lo que estaba haciendo. No hubo ingenuidad de mi parte ni falta de advertencias –de nadie, porque a nadie pregunté ni comenté, sino de mí mismo, que soy capaz de estarme hablando a mí mismo durante horas si es necesario–; yo no era inmune a las convenciones ni a las conveniencias. Sabía que todo terminaría en una tormenta.

A esa primera cita siguieron otras en distintos cafés de la ciudad. Y el fin de semana fui de nuevo al puterío. No le miento: esa vez fue mejor que la anterior. Ya éramos novios, se podría decir.

En esa primera conversación con Medina, Piñeira no avanzó mucho más allá de la exaltada declaración de su amor por Josefina Marcano, conocida como Jénifer en su mundo laboral. Medina había consumido sin pausas un whisky detrás de otro y se sentía algo mareado. Piñeira, en cambio, a pesar de haber bebido tanto como el periodista, aparentaba una serenidad sonriente que sólo podía provenir, pensaba Medina, de la fortaleza de su amor, que lo hacía insensible al alcohol y a las decepciones.

Una semana después se lo halló en uno de los restaurantes de la playa. No era uno de los sitios que frecuentaba Medina, pero a veces se dirigía allí cuando no quería escuchar a sus compañeros habituales. Piñeira ya tenía al frente cinco botellas de cerveza. Lo saludó levantando exageradamente los bazos y Medina se acercó con leve aprensión. A qué se debía su desconfianza no podía asegurarlo. Algo en la mirada del español, o tal vez en la sonrisa, delataba que las cosas no marchaban bien.

–Las mujeres de este país –dijo cuando Medina ya había dado el primer trago a su bebida– son muy extrañas. Al menos allá, en España, uno sabe cómo van a reaccionar. Yo esperaba que mi mujer me corriera de la casa cuando se enterara de mi aventura y eso fue lo que ocurrió. Acá, en cambio… Ella se acaba de marchar. Me dejó con un palmo de narices. ¿Y por qué? Porque no quiero que siga puteando.

Medina lo miró con verdadero asombro. ¿Qué esperaba el hombre de una puta?

–Así como lo oye. Todos los trabajos que me tomé para sacarla de allá. Usted no tiene idea. A lo mejor se lo cuento alguna vez. Hoy estuve en su casa, en el barrio Brasil. Un sitio terrible. Usted lo conoce, ¿no? Claro que lo conoce, ya no sé lo que me digo, si usted vive aquí y es periodista. Un sitio como África. El Sahara, con tanto sol y sin árboles, no más unos arbustos raquíticos. Y las casas. Fui a visitarla y conocer a sus padres. El taxi que me tomé en el hotel no quiso pasar de un punto. Dijo “Hasta aquí llego yo” y se detuvo esperando que yo bajara. Yo no entendía nada. “Pero si le estoy pagando, hombre”. Me contestó que no alcanzaba para comprar una urna.

No le quedó más remedio que bajarse y caminar hasta una farmacia cercana. Allí, a través de una reja que clausuraba la entrada, le informaron dónde quedaba la casa que buscaba. No estaba lejos, pero la marcha fue como adentrarse en un planeta habitado por seres curiosos y potencialmente peligrosos. Eran las siete de la noche; la población entera parecía haberse echado a la calle. Niños y niñas de diversas edades se perseguían dando gritos; adultos sentados a las puertas de las casas lo miraban sin disimulo. Lo peor eran los adolescentes apostados en las esquinas; éstos no solo lo miraban sino que lo retaban con la mirada, lo señalaban y se reían con voces despectivas y burlonas.

La casa estaba a unos cien metros de la farmacia, el número dibujado con pintura negra sobre la pared azul celeste. Una mujer rolliza y una niña de unos ocho años ocupaban sendas sillas junto a la puerta de entrada, que daba a un pequeño porche con jardín. Se paró frente a ellas y saludó. La mujer le dio las buenas noches y le preguntó qué se le ofrecía.

Al principio, Piñeira no encontraba las palabras. Lo dejaba estupefacto el parecido de la señora que lo recibía de manera tan amable con la mujer que él había ido a buscar. Era, por supuesto, la madre, y así lo comprendió al instante, pero ese conocimiento no lo libraba de la sorpresa que sentía; una sorpresa no del todo desagradable, aunque tampoco del todo de su agrado. Explicó quién era.

–El hombre de las flores– dijo la mujer con una sonrisa.

Exacto, el hombre de las flores. Durante los últimos seis meses había mandado a su amada, desde su lejana ciudad, un ramo de flores cada día. Por supuesto que las flores no cruzaban el Atlántico sino que viajaban desde una floristería local, previo acuerdo telefónico, pero se sintió orgulloso de que su gesto no hubiera pasado desapercibido.

La mujer se levantó, pesada, con canas dispersas en su cabellera negra, poseedora de una gracia no del todo desvanecida y lo invitó a sentarse en el porche. “Llama a tu hermana”, dijo a la pequeña que era todo ojos y pelo, se fijó Piñeira. Estuvieron allí, ocupando sillas de mimbre, unos minutos en silencio. Frente a la vivienda pasó un automóvil de lujo con música atronadora que se filtraba a través de los vidrios subidos de las ventanillas. Seguro que son vendedores de drogas, pensó. Luego la mujer quiso saber cuánto se había gastado en las flores. La pregunta le pareció ridícula y quién sabe si capciosa. Podía ver con sus propios ojos la pobreza en la que vivía la familia. Tal vez había un reproche oculto en las palabras de la mujer. ¡Tanto dinero en flores cuando la casa necesitaba ser reparada –en las paredes y el techo había manchas de humedad– y los muebles, al menos los del porche, tenían que ser renovados!

Prefirió mentir y contestó que la floristería le hacía un descuento especial.

En ese momento apareció Josefina bajo el dintel de la puerta, él se puso en pie y la abrazó. De pronto descubrió que el olor de la joven era lo que más extrañaba; durante todo el tiempo de la separación, las ocho semanas infames que tenía viviendo sin ella, primero en España y durante los últimos días en Cumaná, no había hecho otra cosa que esperar el momento en el que podría respirar su piel, su sudor, las emanaciones que subían de su entrepierna.

No era la primera vez que la veía desde que estaba en la ciudad. Ya ella lo había visitado en su hotel; pero durante la última semana, afirmó Piñeira, no se habían encontrado por una serie de complicaciones que no se molestó en aclarar.

En ese momento, cuando ya ocupaban otra vez los muebles del minúsculo porche, llegó de la calle un hombre joven que miró a Piñeira con insistencia como si quisiera arrancarle algún secreto. Josefina lo presentó como su primo Luis. A partir de aquí, todo podía ser predicho. El primo Luis era moreno, atractivo, musculoso, de pocas sonrisas y menos palabras.

Josefina propuso ir a McDonald’s a comprar hamburguesas para todos. Luis podía llevarlos en su carro, que resultó el mismo vehículo, u otro muy parecido, que Piñeira viera circular frente a la casa minutos antes. No era lo que tenía en mente cuando llegó a la casa, pero tampoco le disgustaba la idea y finalmente pensó que una comida, aun de hamburguesas, era una forma tan buena como cualquier otra para sentirse parte de la familia. La orden de comida chatarra incluía al mismo Piñeira, a Josefina, el padre y la madre de Josefina, el primo Luis, la niña de ocho años y un par de adolescentes, hermanos de Josefina, que conocería cuando regresaran.

Durante el trayecto hasta McDonald’s, Josefina, que ocupó el asiento delantero, habló más con su primo que con Piñeira, contándole cosas de España, preguntándole por familiares y riéndose por chistes que sólo ella entendía. Luis contestaba con monosílabos. Tal parecía que no se hubieran visto en años, a pesar de que Josefina había regresado a la ciudad tres meses atrás. De vez en cuando, el español trataba de intervenir en la conversación sin resultado alguno.

No hubo dudas de a quién le tocó desembolsar el dinero a la hora de pagar. De regreso, pararon en una licorería y compraron una caja de cervezas. Otra vez Piñeira abrió su billetera.

Fueron recibidos en la vivienda con manifestaciones de alegría. Piñeira se sintió como un cooperante de las Naciones Unidas llegando a un lejano poblado del norte de África aquejado por la sequía transportando una carga de alimentos y agua potable. El padre de Josefina se mostró interesado, sobre todo, en la bebida y a ella se dedicó con una especie de energía melancólica en un rincón del porche. No sólo por la avidez con que fueron recibidas las provisiones sintió Piñeira estar en un territorio extranjero, sino también porque la conversación lo excluía como si la familia de Josefina hablara en un idioma que él no conocía. En algún momento de la noche, el padre, ya bastante borracho, se levantó y atizó a uno de sus hijos adolescentes un sopapo en la oreja derecha que arrojó al muchacho al suelo. Todos se pusieron de pie y comenzaron a gritar al mismo tiempo. Al poco rato la conmoción pasó y Josefina le dijo que mejor lo llevaban a su hotel. Él estuvo de acuerdo.

Cuando llegaron, le pidió a la mujer que lo acompañara a la recepción. El primo Luis miraba al frente, eficiente en su papel de chofer. Josefina bajó del vehículo y caminó por el camino de entrada con él. Piñeira la besó y le pidió que se quedara con él esa noche. Ella hizo un gesto con la boca y le contestó que no podía. Tenía que regresar a su casa y poner un poco de orden. Él no sabía a qué se refería.

–Mi papá –dijo ella–, no puedo dejarlo así. A mí es la única a la que hace caso. Después que se emborracha quiere joder a todo el mundo.

Piñeira pensó en los dos años que Josefina estuvo fuera, y en que su padre no mató a nadie en ese periodo de tiempo. Además, qué coño, cuando se marcharon el viejo ya estaba dominado y medio dormido. Pero prefirió mostrarse comprensivo y no insistir.

–Mañana, mañana vendré –prometió la mujer.

Y así fue. Al día siguiente, toda la familia, incluyendo al primo Luis, ocupó la piscina desde temprano. Josefina lucía esplendorosa en un bikini amarillo que destacaba el color canela de su piel y que casi hizo desaparecer en su amante la sensación de haber sido estafado. Podría pensarse que el español se vería embargado por la vergüenza al ser asociado a aquella familia escandalosa y no muy limpia que ocupa los elegantes espacios de la piscina, pero quien así pensara no lo conocía bien, como, en efecto, sucedía. Si la familia de Josefina lo fastidiaba no era por lo que pensaran los demás huéspedes o el personal del hotel, sino porque no le permitían estar a solas con ella. No era para esto para lo que había viajado ocho mil kilómetros. Por si fuera poco, Josefina le prestaba más atención a su primo que a él. Los esfuerzos para comunicarse con Luis tampoco fueron muy fructíferos. El hombre parecía obsesionado por sus propios músculos y continuamente desviaba la mirada para contemplar la forma en que sus bíceps se flexionaban y abultaban, o la manera en que su estómago plano se contraía revelando rectos y oblicuos y quién sabe si otros músculos desconocidos por la ciencia. Sólo prestaba relativa atención a Josefina, quien ordenaba que le buscara una cerveza, le frotara la espalda con bronceador o le alcanzara la toalla azul.

El relato del español dejó claro a Medina que durante una semana aquél fue esquilmado a conciencia. La tarde en que se encontraron, Josefina le había pedido una fuerte suma de dinero para resolver un “problema” de su hermano menor con la policía. Nada de lo que el muchacho tuviera verdadera culpa, pero que había que arreglar antes de que se volviera algo serio.

–Es mejor que no sepas, para que no te veas complicado –dijo Josefina ante sus preguntas. Pero lo que verdaderamente angustiaba a Piñeira era la intención de Josefina de volver a España. “Mis padres necesitan dinero y yo soy la única que puede trabajar”, argumentaba.

Medina lo dejó sumido en sus cavilaciones, como se suele decir de alguien que no sabe qué hacer con su vida y mira asombrado cómo marcha por un camino insospechado.
En los siguientes tres o cuatro días no supo nada de él. Fue al periódico, comió solo, visitó un prostíbulo de putas gordas o viejas, o viejas y gordas. Reconoció, para sí mismo, que esperaba encontrar una mujer como la de su amigo español. Tal vez, para guardar las simetrías, una rubia europea.

Lo volvió a ver bajo el marco de la puerta del bar Caribe, un sábado en la tarde, casi noche. Un segundo antes no estaba allí y luego su alta figura, algo pesada, se detenía un momento en la entrada, con seguridad desconcertado por la honda penumbra, como sucedía a todos los que llegaban de la calle. Los clientes habituales ya estaban acostumbrados y la súbita negrura no los afectaba. Para quienes venían por primera vez podía ser atemorizante adentrarse en tanta oscuridad olorosa a humo de cigarrillos, a cerveza y ron y al vaho leve pero inconfundible que provenía de los sanitarios. A los primerizos se les reconocía porque daban unos pasos dubitativos hacia las débiles luces de la barra, único puerto seguro en la repentina noche.

Medina espero que pidiera una cerveza al barman y luego se acercó, lo saludó sin efusividad y lo invitó a su mesa.

No requirió demasiado esfuerzo lograr que Piñeira continuara con su historia, aunque esta vez el periodista trató de que encausara su narración desde el momento en que había aceptado que estaba enamorado de una puta.

No había sido fácil, reconoció. No había sido fácil estar con un cliente de uno de los pueblos cercanos a Vigo y que éste, repentinamente atento a una fotografía enmarcada y colocada sobre el escritorio dijera “Joder, si yo conozco a esta lumis. Estuve con ella anoche”. Y limitarse a asentir con la cabeza ante la extrañeza del cliente, quien, de regreso de su imprudente frase, se extrañaba aún más del silencioso asentimiento de su interlocutor. Es muy duro, afirmaba, saber que la mujer a quien amas está disponible para todo el que tenga un poco de dinero.

Por eso siguió el único camino posible si no quería que su vida fuera devorada por el infierno de los celos: sacarla del prostíbulo, cambiarle la vida, devolverla a Venezuela. Por supuesto, eso era más fácil de decir que de hacer.

Primero debía convencer a la interesada. Con sorpresa, descubrió que Jénifer, o Josefina, no consideraba la idea con enfado. Comenzó por cantarle las miserias que se había callado: tenía dos años en España, a donde llegó siguiendo una oferta para trabajar como modelo de una agencia internacional. No puede decir que la obligaran a trabajar de puta, pero luego de que estaba allá las opciones no eran muchas. Le permitían regresar, pero el pasaje se lo tendría que pagar ella solita, y dinero no tenía. Además, su pasaporte se encontraba resguardado en la oficina de su jefe. Ganaba bien, pero casi todo desaparecía entre lo que mandaba a su familia y los gastos que debía cubrir en la “empresa”. No podía ahorrar un euro. Estaba harta de abrir las piernas y soportar hombres hediondos. Así que si Piñeira podía hacer algo por ella, estaba dispuesta a regresar a la patria.

Piñeira escuchó todo aquello conmovido y alarmado. Lo del pasaporte era una dificultad que no sospechaba. Había pensado que bastaba con tener el consentimiento de la muchacha y él mismo la montaría en un avión.

Un par de noches después de la conversación con Jénifer, fue al prostíbulo a las seis de la tarde. No estaba seguro de que a esa hora estuviera abierto; pero lo consideró mejor así, mientras más discretas las cosas, mejor. Tenía una vaga idea del quién era el encargado. Un hombre serio y bien vestido a quien veía rondando por allí, a veces sentado a una mesa, fumando, a veces detrás de la barra, conversando con el barman.

La puerta estaba abierta y el gran salón principal vacío a excepción de un hombre joven que leía un libro acodado en la barra. El joven se lo quedó mirando mientras se acercaba y luego le dijo que volviera en una hora. Él explicó que no venía como cliente sino a conversar con el jefe, el dueño o como se llamara quien estuviera a cargo. El joven lo miró sin expresión. Luego le preguntó para qué quería hablar con el señor Molina. “Un asunto privado”, contestó, casi en el tono de quien dice un asunto familiar. El joven cerró su libro y le dijo que aguardara allí. Salió por una puerta lateral. Luego de cuatro o cinco minutos, volvió y le indicó que lo siguiera.

El despacho del señor Molina era muy parecido al suyo. Un escritorio, archivadores, una caja fuerte de dimensiones medianas, retratos de la familia, una par de paisajes en las paredes.

Ocupó una silla frente a Molina y expuso sus deseos. Ofreció pagar por Josefina, a la que llamó Jénifer, sin precisar la cantidad. Era algo que había visto en una película. El encargado, jefe o dueño del prostíbulo lo escuchó sin sorpresa.

–¿Por qué piensa que quiere marcharse? –preguntó finalmente–. ¿Se lo ha dicho ella?

–No hace falta –contestó Piñeira, sin querer comprometer a la muchacha–. Yo sé que ella quiere regresar a su país. Basta con que usted me diga un precio.

Molina no sonrió, pero su cuerpo se relajó de una manera que equivalía a una sonrisa.

–Verá –dijo mientras encendía un cigarrillo–, usted me cae bien y por eso se lo voy a explicar una sola vez. No es un asunto sólo de dinero. Esta es una empresa relacionada con otras muchas empresas. Y no está contemplado en sus procedimientos, de ninguna de las empresas, aclaro, que las trabajadoras se vayan cuando quieran.

Así siguió un largo rato hablando en lenguaje empresarial, después del cual a Piñeira le quedó claro lo que ya le había dicho al principio: no había pago que valiera.

–¿Y qué hiciste?

–Algo que todavía no me lo creo. Fui a la Guardia Civil. Me mandaron de aquí para allá hasta que di en un despacho que ya estaba investigando al club. Tenían un expediente así de gordo. Sólo necesitaban alguna víctima, es decir, una puta, que estuviera dispuesta a declarar. Hablé con Josefina y estuvo de acuerdo. Los detalles son muy largos, pero con la ayuda de la policía logramos sacarla y me di el gusto de que al desgraciado de Molina lo metieran en la cárcel. Me saqué un navajazo en la palma de la mano, pero valió la pena.

Para ese momento de la conversación ya habían consumido cinco o seis cervezas cada uno y se encontraban más alegres que melancólicos.

La siguiente vez que supo de él fue dos semanas después. Los días anteriores fueron difíciles para Medina. Otro escándalo político, cinco homicidios, un choque en el que murieron dos familias. El viernes en la tarde estaba devastado; lo único bueno es que no tendría guardia ese fin de semana. Podría levantarse tarde e ir a desayunar a un pequeño restaurante ubicado en una loma sobre el golfo, a unos diez kilómetros de la ciudad; un ritual que llevaba a cabo cada cierto tiempo para limpiarse de las desgracias acumuladas.

Antes de marcharse, luego de apagar la computadora, se dirigió al baño. Su jefe se encontraba allí, frente a uno de los urinarios y mirando al techo raso. Medina sabía que el director del periódico tenía problemas con la próstata, así que le sonrió animosamente cuando éste bajo la vista.

–La maldición de la vejez –dijo, como siempre, sin amargura.

Medina sonrió otra vez. En ese momento apenas era consciente del chorro cálido que salía de su cuerpo.

–Escuché que algo le pasó al hombre de los poemas –continuó Rodríguez, mirando de nuevo el techo.

El hombre de los poemas, el hombre de las flores. Referencias demasiado delicadas, pensó Medina, para un hombre que tenía la misma suavidad de un gigante torpe.

–¿Qué cosa?

–Vamos a la oficina y te cuento. Esto ya es inútil.

Pero no esperó a estar en su oficina rodeado de sus libros de historia y periodismo. Comenzó a hablar en el pasillo.

–Conozco al gerente del hotel y él me contó la historia ayer. Hubo un escándalo grande. Parece que durante los últimos días la novia de este hombre se la pasaba en el hotel, metida de cabeza en la piscina y en el bar. Esto, por supuesto, no es ningún problema, pero venía siempre acompañada por un tipo de muy mala reputación. Varios de los mesoneros lo conocen como un malandro de los peores; parece que acaba de salir de la cárcel. Bueno, eso al hotel le importaba pero no tanto. Lo malo es que formaban un trío muy raro. El español siempre pagando y cada vez más silencioso mientras más borrachos sus acompañantes. Solían pasar casi todo el día en la piscina y luego en el bar, cuando ya el sol se había retirado. Los tres. Eso es lo más raro. No se puede decir que no supiera lo que pasaba. Era evidente para todos. La mujer y su chulo se tomaban de las manos, bailaban, se abrazaban; guardaban una especie de pudor elemental que no engañaba a nadie: no se besaban en público.

Abrió la puerta de su oficina. Buscó en la última gaveta de su archivador y sacó una botella de whisky y un par de vasos. Ocupó su gran sillón de cuero negro. Sirvió con generosidad. Medina tomó el suyo embargado de desconfianza y sólo entonces se dejó caer en la silla frente al escritorio.

–Hace tres noches, por fin, hubo una pelea. No se sabe qué la motivó, o mejor dicho, sí se sabe, lo que no se conoce es qué cambió para que el español, de pronto, dejara de comportarse como un cabrón enamorado y empezara a hacerlo como un hombre. Tal vez recuperara su amor propio. Lo cierto es que estrelló una botella contra la cabeza del chulo y agarró a trompadas a la mujer. Luego volteó la mesa y rompió los espejos. Se necesitaron todos los mesoneros para detenerlo y encerrarlo en su habitación. El subgerente mismo debió llevar al herido a un puesto ambulatorio donde le agarraron no sé cuantos puntos. Al día siguiente, le pidieron que abandonara el hotel y le presentaron la cuenta. Era una suma considerable: un mes de alojamiento, comidas, ingentes cantidades de alcohol importado.

El director dio un trago y se rió bajito.

–Dijo que no podía pagar. Había gastado todo su dinero. Si esperaban una semana, podría hacer que le mandaran unos euros de España. La gerencia decidió echarlo esta mañana y dar por cancelada la deuda. ¿Generosidad? No, precaución. Están seguros de que no pasará un par de días antes de que le peguen tres tiros y no quieren que eso ocurra en el hall del hotel.

Medina volvió a ver al hombre de las flores una vez más. Fue a la terminal de autobuses porque lo supuso el lugar idóneo para un millonario en desgracia. Y allí estaba, vestido de blanco, enorme, más extranjero que nunca, en medio del humo tóxico de los buses y los gritos de los cargadores. Lo espió sin disimulo y sin acercarse, despidiéndose en silencio como lo haría de un primo lejano, de un medio hermano recién conocido, pero con más dolor y afecto y sinceridad. Lo vio abandonar la ciudad llevando tan sólo un pequeño maletín que imaginó repleto de horribles poemas de amor. Contra toda esperanza, deseó que el retorno fuese feliz. Que su ciudad lo recibiera como una antigua amante curada de esperanzas y sobresaltos.

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