NO VOLVERÁ A PASAR, NÚMERO UNO

Juan Carlos Chirinos



#1 golpea iracundo el escritorio y yo dejo caer mi mano asustada sobre el botón de selfjump, interrogo en un segundo mi mente, pido una explicación, aunque sea banal, tal vez digo algo; ¿qué hago yo aquí, coño?; ajusto mi nueva gorra y fijo la imagen de manolito-pelirrojo jugando con sus padres a la orilla de la playa, sus primeras vacaciones; las palabras de Juan llegan sin descanso; hay una música japonesa (pizz.five) que debe hablar de los siete mares, y sube el ritmo de mi entusiasmo y pongo el carro en neutro; casi el viento no me llega, y yo repaso de una buena vez la anécdota guerrillera de este viaje: unos etarras han llegado al país dispuestos a desequilibrar el orden de la vida y eso no se puede permitir; la bajada es muy rápida para este carro, tan estropeado que ni batería tiene; y encima Diego viene detrás de mí, su sola presencia es suficiente para invocar la Melancolía y la Psique; creerá que no lo he percibido, que está fuera de mi corazón: así deber ser; pero hay algo que se me escapa al ordenar las acciones de los últimos meses, y –como los gatos-vivo el momento, bajo por esta autopista y casi no siento el aire; es como un juego de video, sólo se tienen tres vidas y gana el que encuentre a Carmen San Diego; Juan habla sobre el Hombre par, cosa que aún no entiendo muy bien: cómo un muñequito se puede convertir en tu doble con sólo apretarle la nariz; todavía la naricita de Samantha Stevens, que arreglaba hasta el más terrible entuerto; cómo puede un objeto estar y no estar, o hacernos morir; y la música japonesa es insuficiente para tanto cosmopolitismo; en este momento, ya manolito antes que nosotros ha llegado a la playa con su papi, con su mami a sus primeras vacaciones en cinco años; alguien te dice en la biblioteca que San Diego preguntó por el lugar donde nació Washington, y ya sabes a dónde ir; con esta velocidad, creo que ir en neutro ahorra gasolina antes de que me adviertan lo peligroso que es bajar así por una autopista de asfalso, un nuevo derivado del petróleo que consiste en recalentar el asfalto de los techos de las casas y verterlo sobre las carreteras, es más económico, aunque hay que tener un poco de cuidado, como cuando se camina por un piso muy mojado con zapatos de tacón, ¿no?; sin embargo, sigo unos cientos de metros más en neutro, hasta llegar al puente y conseguir un poco de estabilidad, este carro tan estropeado por todos los golpes que ha llevado en su vida, como los golpes en la vida-diego; casi no me toca, el aire digo, es un aliento, y eso me excita; Carmen San Diego fue vista en Nebraska; quiero decirle a Anabel algo sobre el cigarrillo, que me molesta o algo así, pero mejor le pido uno, tal vez así me canse menos de llevar a Diego detrás de mí; cuando cruzo el primer túnel, Boquerón II, recuerdo que las instrucciones de número uno han sido precisas, claras, nada de titubeos (¡este es un país que dejará de estar lleno de gente con el cabello largo, franelilla y subversiva!), un sicario feliz de saber a su madre en buena posición; Diego avisa sobre el fin del casete de la japonesa y Ana y yo sostenemos una entrevista memorable de la que surge una música espectacular, con tono de africanía, la música del rey león enseñando a su hijito recién nacido a la multitud, todo blanquito y deslumbrado ante la realidad de la vida, + el orangután siempre fiel a los felinos; reacomodo mi cuerpo sobre el asiento y recorto con parsimonia, no vayamos a perder el control, ahora que la euforia del negro continente trae sus cabellos con nosotros; Carmen San Diego tiene el cabello rubio, y le gusta apostar: está en Las Vegas; Ana quiere sacar un cacho de marihuana que escondo en la guantera, eso creo yo porque jurunga con fruición pero no lo agarra, está como ciega. Ciegos estábamos aquella noche en que decidimos “cambiar los cellos por las congas”, y ahora estoy devolviendo tus congas y te pido mi violonchelo, Diego, para seguir interpretando sacras melodías; siempre te gustó mi manera de tomar el instrumento, con tanta seguridad que te parecía que estaba fingiendo, igual eso no te paró para acoplarte perfectamente a mi tempo, más bien azul; el número uno de la oficina me ha dado órdenes muy sencillas de cumplir, tengo todo preparado y me acomodo en mi asiento, recorto la velocidad muy lentamente, no vaya a ser que esta cosa explote y la siento allí, debajo de mi pierna izquierda; Juan sigue habla que te habla, no tiene otra función en la vida, ahora me pregunta algo, y tendré que contestar con un monosílabo o un gruñido o una sonrisa porque no estoy escuchando lo que dice (yo voy tarareando “sub-ver-si-vo, sub-ver-si-vo, sub-ver-si-vo”) esto de manejar un carro sincrónico fue muy mala idea de noventinueve, siento que me va a faltar un poco de autonomía; “ya se ve el mar”, grita Diego, entusiasmado por la franja azul y seductora, llama en silencio a los dioses de los mares con una invocación que me hubiera hecho correr lágrimas yo, que casi no lloro: “dios Poseidón, sirenas y ninfas, y tritón siempre amado que has vuelto de la casa de tu abuelo en la playa al mar: denme fuerzas más para rozar su piel y no sentir tanta congoja para evitar su mirada y desconocer la forma de sus labios lejanos y salobres bajo la fuerza de mi angustia atraigan hacia mí la profunda modorra de los infelices y del fondo del mar para reír denme olas gigantescas para que se hunda, amén”. También se distingue manolito y su familia; la geografía cambia a pesar de un mediocre mural que nos persigue como propaganda política, hay mucho siglo quince y mucha luz no usada por ningún pintor y la mirada sorpresiva característica de los que viven al lado del mar, preparados siempre para emprender el viaje, o para enfrentar la ola final del maremoto que amenaza desde hace siglos con partir el Ávila en dos; la comida favorita de Carmen San Diego son los chiles: a México, rumbo a México; hay mucha gente en la playa, y el arma sigue reposando bajo mi pierna, será subiendo, será cuando todo acabe, cuando descubra que ese rostro dormido tiene los ojos semiabiertos preparados para observar mis más mínimos detalles; nunca hay una crema suficiente para la espalda, que termina siempre quemada y dormir de ningún lado, excusa perfecta para no reconocer que el insomnio es la ausencia de ese brazo delgado pero curiosamente musculoso, pleno de pecas; después de que haya sucedido lo de la caminata hasta las piedras con una cerveza que se calienta hasta la ebullición; después de la alegría de recuperar el deseo de conversar, un niño igualito a Manolito, el de Mafalda se acerca y me mira muy curioso y a la gorra de Juan (“póntela tú”, dice, y sale corriendo); después de una sospechosa señal de Juan, que si hubiera puesto un poco de atención percibía algo extraño; después de que las olas (¡qué grandes, carajo!) impidieran mi deseo de permanecer más tiempo, pero llamándome sus melodías pegajosas más allá del monótono truntrún de las piedras de la orilla: “canta, señor de los mares, canta, pica sobre su cabeza, diosa gaviota, apodérate de su cuerpo, cangrejo divino, ola poderosa, ¡óyeme, tritón, óyeme!” Después de que regresara una y otra vez –con Juan, sin él, con Ana-al agua cremosa; después de la misteriosa frase de Juan debí sospechar de qué se trataba, pero cómo voltear el tiempo, cómo saber cuándo un guerrillero va a actuar; después de los refrescos tan caros, señor, pero necesarísimos para condimentar una estadía sin significado, sólo Ana y Juan cruzando palabras, historias como la de Iván, el duende, o los vericuetos del hijo menor de lo creativo, cosas todas desconocidas para mí; las piedras calientes, la cerveza, el tronar de las olas casi impidió que Juan y yo sostuviéramos tan larga conversación (“las cosas se hacen o no”). Después subiendo otra vez, con la seguridad de completar el trabajo; la frase extraña de Juan; las ganas de orinar de Ana, y su movimiento de narices como los de Samantha Stevens, otra curiosa señal cuando una surfista se hunde para siempre mientras Ana orina y la playa se paraliza para que ella, entre risas, pueda vaciar su vejiga; la playa queda amarilla, el Caribe, el Atlántico, y los siete mares; del otro lado del mundo, una señora en sandalias de bambú recoge un talego de agua dorada a la orilla de la bahía de Himeji (pizz.five está almorzando allí) y –sin querer-guarda, como condimento para la sopa de vegetales, un poquito del orín de Ana, lo confunde con el tono de su piel. “Las cosas se hacen bien o no se hacen, Mauro: cuidar los detalles, todos los detalles”. Antes de comenzar, las instrucciones del número uno para acabar con los guerrilleros subversivos y narcos latinoamericanos: uno) los lentes obscuros, dos) balazos en la frente, tres) y ya; de regreso, el primer puente es Boquerón I, menos extenso, la primera fase del viaje La Guaira/Caracas, la metamorfosis costa/montaña, como supongo que debe suceder en la esclusas de Panamá; Juan sigue hablando con Ana cosas incomprensibles, ahora buscan una virgen de la roca abandonada kilómetros atrás; la Guzmania, casa de campo de un Antonio Guzmán Blanco, único nombre verdadero de esta historia, remodelada hasta lo apócrifo, alguien comenta la analogía con el asfalso y un gesto general deja adivinar que por la cabeza de cada uno pasa la imagen de una caminata cautelosa por un piso de cerámica, después de una lluviosa fiesta de cumpleaños -¡cuidado: se cae la abuela!-, por simple asociación sabemos que el peaje a la entrada de la autopista no corresponde con el camino.

¿Hay posibilidad de que un cadáver sea encontrado debajo de uno de los puentes, al final de un barranco?; el carro quiere trastabillar, pero misteriosamente Ana vuelve a mover su naricita -¿es cocaína lo que la alimenta?-y el motor resuena, vigoroso sigue subiendo sin hacer más pausa como si no fuera a dar más guerra; Carmen San Diego confesó, en Los Ángeles, que su actriz preferida es Carmen Miranda: está en Suramérica, no hay duda de ello; Juan intentaba también bajo las olas agarrarse a las piedras, sentir el piso antes de levantarse, da la impresión de que no tiene muchas fuerzas para enfrentar las olas tan movidas: “Que muera, que muera, la vieja está en la cueva, que muera el que sea, Poseidón, prometo ser tu devoto e incluirte sobre mi pecho, en mi divina perversidad”. El número uno golpeando con fuerza el escritorio ante la mirada confundida de Anabel, la noventinueve (“¿qué hago aquí, coño?”) y la otra figura, desde aquí no se percibe su imagen, lleva gorra; “sabía yo que no eras capaz de semejante sacrificio”, piensa #1; siempre que uno asoma hacia afuera del carro la cabeza es el piso debajo el que se mueve más rápido, después los árboles, a lo lejos, mantienen un movimiento rítmico, como de bailarinas experimentadas, finalmente, las montañas son engranajes de reloj; “Reverón, siempre amé la luz de Reverón”, ha confesado Carmen San Diego en Río de Janeiro: hacia Macuto. Sólo quedan seis horas para encontrarla; en la playa, lejos y cerca, sin pudor todas las mujeres –en bikini-dejan ver esa exquisita sección entre el muslo y una zona aún sin nombre; manolito corretea de aquí para allá, es un fastidioso enano de pelo rojo; alguna gasolina debe quedar como para llegar a Caracas y cruzar el túnel último, el peor diseñado, el más peligroso, ¿por qué aún no he terminado mi tarea?; debo hacer las cosas bien, o no las hago; el carro necesita agua, la nariz de Anabel, la tristeza escondida de Diego, la incomodidad de Juan, el movimiento de la nariz de Ana, otro gesto de Diego, el cuerpo inclinado de Juan, Ana entrando a la casa, Diego detrás, la insignia de la agencia que cae de la cartera de Juan, mi movimiento inconsciente hacia el arma, la gorra que rueda por la casa, Diego en un plano suspendido, las contorsiones de la nariz de Anabel/Stevens, el cuerpo de Juan que rebota sin explicación, y la cara del #1, el manotazo sobre el escritorio: “¡Carmen San Diego es una mujer, animal!” La mirada gacha nariz rosada de Anabel, la noventinueve, el botón selfjump que brinca y salgo disparado, dos balazos en la frente para Diego San Diego, la gorra rueda, otro informe indica que Carmen San Diego ha sido vista en Lima y su hermano, Diego San Diego, ante la imagen invertida de Poseidón, castigado por enviar esas olitas: “Maluco, te pedí olas, olas gigantescas, y me enviaste peos de mosquito, de ahora en adelante te llevaré en mi pecho, invertido y ninguna fuerza marina podrá rescatarte, dios inclemente, dios insensible, dios de las algas”. Perdí El Juego, no me ascenderán, pero me ajusto la gorra de Juan, repitiendo, dejando caer mi mano sobre el botón de selfjump, “no volverá a pasar, número uno; no volverá a pasar, #1, no volverá a pasar, no volverá a pasaaaaaar”.


[1994]

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El ritmo es tan trepidante que casi me quedo sin respiración. Quien no arriesga no gana.
Fátima

Socorro dijo...

Second live lo vi en la especialización en literatura, pero apenas lo leo "hecho realidad". AA