LA BIBLIA BLANCA

David H. de la Fuente



¿Han compartido ustedes alguna vez su terror existencial con un borracho de la calle? ¿Se han dejado quizá persuadir por su retórica invencible? ¿Han llegado a entrever su círculo infernal de locura? Yo sí que lo hice, una vez, y volví para contárselo. Estaba lejos de casa, en un país tropical que, sin embargo, me era demasiado familiar. Descansaba en un banco al atardecer, junto al paseo marítimo de la capital del estado fronterizo, después de haber pasado todo el día emborrachándome sin tener ninguna razón para ello. En un momento dado me di cuenta de que alguien se había sentado junto a mi. No torcí la cabeza. La verdad es que no quería ni verlo. Pero él me forzó a saludarle. Resultó ser un hombre viejo, de piel curtida por el sol y vestido con una curiosa levita antigua y descolorida. Me saludó con insistencia en varios idiomas y con diversas señales hasta coincidir al fin en la rara lengua que nos era común. Estaba bebiendo de un cartón de zumo de piña cortado para burlar a la autoridad, pues en realidad estaba lleno de tequila. Simpaticé con él inmediatamente, aunque era obvio que estaba muy bebido, mucho más que yo. Entonces se acercó a pie una patrulla de la policía que, evidentemente, ya le había echado el ojo antes. Así que me utilizó para salir airoso del trance. Me puso en pie agarrándome del brazo y, presumiendo de amigo extranjero, salió andando despreocupadamente hacia el interior de la ciudad mientras fingía darme alguna indicación. En realidad, yo necesitaba comprar tabaco, por lo que la cosa resultó con cierta naturalidad y pronto perdimos de vista a la patrulla. Pasado el peligro, el hombre me dijo que yo era su ángel y tras pegarle un trago al cartón de zumo, intenso como si absorbiera vida de él, se puso a llorar y me dio un abrazo envolviéndome en una nube vaporosa. Luego, ya acomodados en la confianza de otro banco, me soltó una impresionante sarta de mentiras acerca de su vida, contándome épicamente su ascensión social y su posterior caída en desgracia. Aparentemente había sido un triunfador que adquirió una fortuna de varios miles de millones de dólares en no sé qué oscuros negocios. Se había casado con una mujer adorable que le había dado un hijo. Una carrera brillante. Una familia luminosa. Todo parecía ir bien. Sin embargo, en algún momento las cosas se torcieron. Su socio le traicionó y le empobreció, su mujer le abandonó, le quitó al niño (que debía andar, según dijo, por los catorce años) y le despojó de toda su fortuna poco a poco. Incluso su suegra maldecía de su propia hija y no quería volver a verla después de todo lo que le había hecho al pobre hombre. No sé por qué, pero me costó no creer las historias que me contaba, aunque eran obviamente falsas. Pero tras fantasear sobre su fortuna perdida y las veces que discutió de negocios en bolsa con los más grandes magnates de todo el mundo, entre otros la hija de Onassis y Bill Gates, sobre sus apartamentos en Central Park y sus coches de gran cilindrada, el hombre se metió en otras honduras que había preludiado toda aquella captación de benevolencia. Así es la fuerza retórica de la locura y así fue como desde un principio me desarmó y me quiso llevar a su terreno nebuloso e irresistible. Me contó cómo marchó una vez de viaje, hundido en la desesperación, a una ciudad del Caribe infestada de basura y mosquitos. Allí malvivió de todas las formas imaginables durante un par de años, acabando como un vagabundo. Francamente no puedo figurarme, a partir de su descripción, una ciudad peor para vivir en la calle: era una metrópolis tropical y violenta, pues la recorrían pandillas de jóvenes criminales adictos a las drogas, y estaba enterrada entre escombros y basura. Escribo esto porque lo repitió varias veces, pues daba mucha importancia como momento especial de su caída más absoluta el hecho de dormir acurrucado entre montañas de basura. Después de un par de años de llevar esta vida en la más absoluta degradación le sucedió una cosa excepcional. Estaba un día tirado en el suelo durmiendo a la intemperie junto a uno de los bancos de la gran Avenida de los Héroes, que cruza bulliciosamente esa ciudad caribeña; pero estaba desierta aquel día de julio, a las cinco y media de una mañana ya asfixiante de calor. Justo antes de que rompiera el alba por el malecón y el sol rasgara las nubes y palmeras, despegándose perezosamente del agua de la bahía, los pájaros enloquecieron mientras los insectos zumbaban furiosamente, devorándose entre ellos y picando sin misericordia a cualquier criatura que encontraran a su paso. Entonces un gran coche negro de lujo se detuvo ante él. Una limusina que había salido de ninguna parte. Precisó la marca, un Lincoln negro, modelo de los noventa. El coche le despertó aún abotargado por el alcohol, pero sorprendido porque a esas horas no había nadie por allí. Se abrió la puerta y bajó de él un hombre vestido de forma impecable que le invitó con un gesto a subir. Ante la pasividad y el asombro del borracho, el hombre le dijo que no tuviese miedo, que sólo quería ayudarle y no iba a matarle, porque sólo Dios podía quitarle la vida a un hombre y él no tenía ningún derecho, ni pensaba ser cruel con él. Finalmente el borracho aceptó estas razones y fue conducido a una lujosa mansión de suelos de mármol, grandes habitaciones y corredores jalonados de espejos por todas partes. Le dio de comer y de vestir. Pasó días o meses allí –decía que no lo recordaba bien– explorando poco a poco cada habitación de aquella gran casa, pues el hombre, siempre de traje impecable, le había dado permiso para ello. De hecho, le dijo que tomara posesión de todo aquello –la ropa, la comida, los electrodomésticos, los relojes y joyas– como si fuera suyo, que esperaba que aquella le ayudara a salir del bache, a salvar su alma del mal. Le dejó una Biblia blanca, resplandeciente, escrita en caracteres grandes y claros, como única lectura, porque no había ni un libro, ni periódicos, ni una sola revista en la casa. Tampoco podía encender el televisor, que necesitaba una clave. Sólo le puso dos condiciones: no podría salir de la casa hasta quedar totalmente curado de su alcoholismo y de su desesperanza. La otra cosa era que tenía expresamente vedado el acceso a una pequeña habitación de servicio junto a la gran cocina. Yo ya tenía claro que no había podido resistirse a ello, por la manera en que brillaban sus ojos y se le formaba una saliva blanca en la comisura de los labios al mencionar la palabra “pequeña”. Así que un día, después de haber pasado largo tiempo de tedio insoportable y de anhelar como nunca un buen trago, penetró al fin en ese lugar prohibido. El cuarto era ciego y tuvo que tantear las paredes hasta encontrar un interruptor. Se encendió un tubo fluorescente e iluminó una estancia negra con cuatro monitores que mostraban las entradas de la mansión. Sobre la mesa, varios recortes de prensa minúsculos, con noticias categorizadas como de poca importancia, todas ellas referentes a hallazgos de cadáveres de ancianos solitarios y de mendigos. La noticia que estaba colocada en primer lugar le llamó poderosamente la atención porque llevaba su foto con una extraña mueca en el rostro y un texto que decía: “En la calle A.M. de la ciudad de M. fue encontrado el cuerpo sin vida de un hombre de unos 45 años de edad, indigente alcohólico. Sobre el banco en el que pasaba la mayor parte del tiempo fue hallado con signos visibles de rigor mortis. La causa de la muerte fue un infarto cerebral. El pordiosero era muy conocido en el barrio. Vestía siempre con harapos negros, los restos de un traje elegante, y estaba cubierto por una tupida mata de pelo y barba ensortijada.” El borracho trató de explicarme de forma incoherente que ese hombre era él mismo –lucía ante mí ese aspecto– y que la vestimenta era sin duda el inmaculado traje de su anfitrión. Preferí no comprender a qué se estaba refiriendo. El caso es que salió huyendo de la casa y no paró hasta llegar a la ciudad playera donde estábamos, donde había bebido sin parar desde entonces. Como toda conclusión, señalando su cartón de zumo hediondo y ofreciéndomelo con una sonrisa sin dientes me dijo “prefiero que esta sea ahora mi Biblia blanca reposada” y no paró de reír hasta que yo también tuve que salir huyendo y volver para contarlo.

1 comentario:

Alberto Omar Walls dijo...

Hermoso relato. No sabía que David estuviera viviendo en Alemania. Qué bien, eso le proporcionará a su literatura un poder aún más hondo y sorpresivo. Recuerdo con viveza lo que me entusiasmaron sus cuentos de "La puertas del sueño", de hace ya cuatro años, por su exquisitez y esa sensación de estar hurgando en los contenidos de la vida. Y lo hace todo tan inteligentemente viable, enseñándote que la sensibilidad no tiene fronteras lingüísticas, a pesar de su tremenda formación clásica. Recuerdo el magistral "El samuray", también "Brooklyn Bound Train", "El último Dogo", o "La lágrima"... Abrazos, Alberto.