TUM, TUM

Juan Carlos Chirinos




No me cuesta nada imaginarte desnuda bajo la regadera, con los ojos cerrados e indefensos. No es el sonido del agua, es tu propio sonido el que se crea al contacto de las gotas con tu piel; ¿pasan tus manos de un lugar a otro, eliminando la espuma del jabón? ¿Cede tu cabello a la suavidad del champú? Se oculta, eso sí lo sé, tu sexo al mínimo contacto con el agua templada, y tus nalgas hace tiempo que son las pulidas lajas de un manantial. En el pueblo de mi padre hay una piscina natural donde todas las vacaciones íbamos a bañarnos y a recordar que, en otro tiempo, él también anduvo como un muchacho jugando entre árboles y culebras. Asimismo repto ahora por tu cuerpo y tú no lo sabes, soy la serpiente que seca tus caderas y absorbe el sonido de tus muslos. No, no cierres todavía el chorro, abre un poco más la llave del agua caliente (dale la vuelta a las dos a la vez), y déjame aullar que tus pezones son dos puntos equidistantes. Saca tu lengua y bebe un poco del agua que te limpia, dame la oportunidad de entrar en ti y lavar inverso el cuerpo. Haz que tus manos obedezcan mis indicaciones y deja que una de ellas se detenga más de lo debido en la forma de tu seno, que la otra acaricie con ternura el lóbulo de tu oreja. Paralízate en ese momento y ahora busca otra posición, como en sesión de fotografía. Ahora tu pierna se posa en el borde de la bañera y las manos aún respetan mis indicaciones; el agua corre con más libertad en tu ingle y ya se puede ver el rosado de tu sexo, pero tus manos no deben bajar hasta allí todavía; mueve una delante de tu cara y cuenta cada uno de los dedos; trata de leerte, a pesar del agua que chorrea y que no puedes atrapar, las líneas de la mano. ¿Has visto algún viaje, fortuna, un novio quizá? No des crédito y concéntrate en la otra mano que ya limpia como puede la espalda y se deshace de un resto de excremento mal depositado. Te hueles esa mano instintivamente, sabes que ese olor es rico, que una lámina de mierda es manjar de dioses en el baño. El jabón, siempre a la mano, vuelve por sus fueros y se deshace en los campos de la piel. Los senos vuelven a ser peligrosos montículos para esquiadores finlandeses. Una mano aprieta un pezón y la otra se abraza a tu cintura, antes de agacharte y bajar hasta los pies donde el sucio tiene su último refugio. Entre los dedos de tus pies, hombres, mujeres y niños de la mugre mueren bajo la hecatombe de tus dedos y el jabón que los elimina implacablemente. El genocidio de una nación. La muerte de todos los barbors. Ahora el otro pie sube. El agua se encarga de la percusión en tu espalda, tum, tum, y el jabón te ayuda a escapar de algunas tentaciones. Mas tus dedos siguen órdenes estrictas y ya es hora de ir para allá. El índice de una mano va haciendo camino y se topa con el armiño y la lana. Hay una abertura, por allí habrán de pasar. El rosado de tu sexo ya sabe lo que va a suceder y se relaja, en espera de los acontecimientos; el jabón es un camuflaje para los dedos, que no quieren ser reconocidos; en tu rostro hay alarma, la boca está sorbiendo gotas que caen de tus negros cabellos, inclinados a estar sujetos a tu cabeza y felices bajo la regadera. Bajas el pie y te apoyas en la pared, tum, tum, déjate ir, déjate ir. Maldición. Has olvidado, creo yo, deshacerte del jabón de las plantas de los pies y por eso te resbalas justo en el momento más álgido, cuando recordabas cómo él te tomó por la cintura y te atrajo hacia ti, bajándote de los zapatos.

La alcachofa de la regadera te salva de la caída y recobras el equilibrio.

Has estado a punto de morir, fue como una premonición. En un instante, el momento en que tu cabeza casi se quiebra sobre los azulejos, tu vida toda pasó frente a ti y presenciaste el momento aquél en que tu padre te dejó frente al jardín de infantes, tú vestida de verde, como un obrero verde, y los niños mirándote como ser extraño. Sabías que eras la última en llegar y trataste de entrar con la mayor dignidad posible. Pero la mala suerte estaba detrás de ti: te detuviste justo debajo de un sube-y-baja, que no tardó en caerte encima. No supiste si todo el mundo reía porque de allí brincaste al día de tu graduación, tú agarrada de la mano de ese muchacho (¿cómo se llamaba?) y él rogándote que se fueran a un lugar más solitario, y tú con ganas de decir que sí, pero tu mamá, y tus tías, y todas tus amigas, y la vecina, y las monjas y. Primer trabajo, los hombres pululando a tu alrededor, la boda y los hijos y todo lo demás. La llamada nocturna de aquella extraña secretaria de tu esposo y el carmín en una camisa. El asesinato de Kennedy, la explosión del Challenger, los quinientos años del ¿descubrimiento? de América, la nacionalización del petróleo, la guerra de los siete, treinta o cien días, quién sabe. La muerte de tu primer hijo, la viudez y las obras de beneficencia; el juicio por la casa con la ex de tu hijo mayor. Los cólicos súbitos aquella tarde con tu mejor amiga, sus nietos y los tuyos; el trozo muy sazonado de carne que todos te dijeron que no comieras y los gases en la noche. Los retortijones y el mal olor. El grito más bien débil de tu hija y la ambulancia. Los dolores en el estómago ya anciano, la mirada entre soñolienta y preocupada del doctor y al final el píiii de una máquina que anunciaba tu muerte y tú todavía estabas allí, que no te enterraran, que se aseguraran que no respirabas, de que no tenías conciencia. El temor de estar dentro de un ataúd viva y las ganas de orinar. Él «lo siento mucho» del doctor escuchado en lejanía, y nada más. Así pasaron ochenta años delante de ti, justo en el momento en que tu cabeza iba a quebrarse sobre los azulejos llenos de jabón. «¡Pero si todavía tengo treinta años! ¿Ha llegado, entonces, ese momento?», te preguntas, recobrando el equilibrio. Cierras la ducha, hueles el café. Una toalla te devuelve al mundo tal como llegaste y enciendes el televisor al borde de tu cama, pensando que volveré a ensuciar lo que con tanto esmero cuidas cada día. Tu cabello se resiste: ama el ritmo que el agua le imprime, añora los sonidos de la regadera y no se quiere ir, quiere caerse, tum, quiere que vuelvas al mundo inicial, tum, y tus manos tratan de convencerlo, la vida normal, tum, tum. Miras las noticias, hueles el café, acomodas un pendiente. Tum.

3 comentarios:

hatoros dijo...

GRACIAS MAESTRO ES UNA DELICIA TRISTE COMO LA MISMA PUTA VIDA
GRACIAS

Anónimo dijo...

Esa palabra "barbors", ¿qué significa?, ¿es quizá errata de barbudos, barbados, bárbaros... o de bardos...? S.O.S. Un abrazo

La Mancha dijo...

No, no es una errata, es un neologismo que se me ocurrió para nombrar a los habitantes de la ciudad de Pelópidas.
Gracias por escribir, saludos.
JC