EL AÑO DECISIVO

Juan Carlos Méndez Guédez

el puente sobre el río Drina, imagen de Wodnerduck, usada bajo licencia de Creative Commons.


Años atrás leí un par de cuentos de un crítico. Hojarasca y lodo. ¿Cómo es posible que quien todo lo sabe, todo lo conoce, todo lo controla, todo lo valora, sea incapaz de armar con corrección y dignidad una pequeña historia?
Lo hablé después con el excelente escritor Rubi Guerra. Concluimos que en el momento de escribir un narrador debe ser bruto.
Todavía no sabemos cómo explicar esa teoría.

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Que el lector piense: “este es su mundo, pero en cada libro parece que lo estuviese escribiendo otro”.

Pd: Llevar siempre que sea posible ropa nueva para que los lectores no descubran que el autor no podría nunca pagar a otros para que escribiesen sus historias.

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Y dice William Somerset Maugham: “El lector prudente obtendrá el máximo placer de su lectura si es capaz de aprender el útil arte de saltarse texto”. Irritante, seductora teoría que aplico desde hace años al tener una novela en las manos. Saltar sobre los rellenos, esquivar los momentos cuando el escritor se cree demasiado inteligente, cuando resulta demasiado tajante, cuando explica y explica el universo, encantado con el vibrato de su voz.
Sería esa una estupenda tentativa. Construir novelas donde el lector prudente no pueda ni quiera saltarse un trozo de texto.

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Mientras leo a Ivo Andric, su irrepetible Un puente sobre el Drina, compruebo que 1918 era para la voz que relata esa novela el año decisivo, el punto de inflexión, el trazo cuando el tiempo puso de cabeza la realidad, y tejió la textura de los años por venir.
Cuántos años decisivos han venido después para tantos millones de personas (cuantos años decisivos en la propia y adolorida Bosnia).
Pero somos como topos enceguecidos frente a la historia más inmediata, y así pensamos que nuestra inocencia, que nuestra perplejidad detecta con nitidez los hitos verdaderos.
Yo tengo para mí como una fecha decisiva 1989. Allí comenzó a destruirse Venezuela, asfixiada por las dos fuerzas fundamentales que hoy la comandan: la fuerza armada y la turba. Dueños absolutos de la calle y de la vida de quienes por allí transitan. Año también cuando los totalitarismos se tomaban un respiro y se derrumbaban como putrefactas paredes.
Pero quién sabe cuál es el año decisivo. Qué bueno ignorarlo. Qué espléndido no saber si el horror de hoy acaso no es sólo la máscara, el anuncio de un horror más profundo, de un horror más lacerante.

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Un sueño de hace unos años. Camino por la calle Maury, mi calle de infancia en Caracas, pero allí me encuentro a X. un entrañable amigo peruano que vive en Cataluña, le pregunto qué hace en ese lugar, me responde que se ha mudado a la casa número siete. Comento que allí viví mucho tiempo y cuando me acerco veo que a la casa le han cambiado el color, ahora es de un verde pálido y no de un rotundo amarillo como en mi niñez. En una de las paredes hay una especie de opacidad, de ventana que no es ventana por la que puedo mirar dentro. Z, una compañera de Madrid, camina en ese espacio, y a su lado contemplo W, un primo de crianza. Grito para que me escuchen, pero es imposible.
“Ahora vivo lejos, ahora para ellos soy un fantasma”, murmuro.
Así quiero escribir. Como el fantasma vivo que recuerda y que mezcla en un párrafo todos sus tiempos, todos sus lugares.

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