INDEPENDENCE DAY

Nicolás Melini

Amenábar dando instrucciones a Rachel Weisz


Aún no he visto Ágora, la película de Alejandro Amenabar, ni he leído Caín, la nueva novela del premio Nobel José Saramago, pero confieso que hay algo (¿un prejuicio, tal vez?) que me disuade de hacerlo. Lo haré, tarde o temprano, pero no he corrido ni a la librería ni a la sala, tal vez porque en cada cosa que he leído u oído sobre novela y película pareciera que no se trata ni de cine ni de literatura, sino de política.

Vivimos un tiempo en el que todo se instrumentaliza para los intereses de quienes se encuentran en la carrera por la obtención del poder. También es un tiempo en que muchos creadores pareciera que inventan con afán de ser instrumentalizados.

Uno no puede dejar de preguntarse por tanto empeño creador ofrecido gratuitamente, en bandeja, a quienes pelean a diario por conseguir o conservar sus cuotas de poder. Todo ese anhelo de “utilidad” de quienes se dicen artistas, pero además de ser “útiles” a determinado partido o ideología. Todo ese deseo de “servir” –“servir” en la acepción militar, militante, del término—. Servir para algo, a algo. Acaso por convicción ideológica, acaso por interés.

Artistas que utilizan sus obras para decirle al público en qué bando se encuentran; que se ilusionan con la idea de haber contribuido a que gobiernen unos u otros; ¿acaso para vivir la fantasía de formar parte de ese poder?, ¿si no para “solicitar” que ese poder les adopte, ampare, difunda?

La instrumentalización y el quererse instrumentalizado, ¿de qué signo político es? Y esa alineación del arte con el poder, ¿a qué ideología corresponde? El acto en sí de instrumentalizar el arte desde el poder o de entregar el propio arte al poder para que lo instrumentalice, dónde lo situamos, ¿en la izquierda o en la derecha del espectro político?

¿Dónde situar ideológicamente al que crea una obra, a conciencia, para adherirse a determinado grupo de poder (independientemente de que el grupo de poder sea más o menos “progresista”, “liberal”, “reaccionario”, “democrático”, “dictatorial”, “nacionalista”, “de izquierdas”, “de derechas”?)

Estoy casi seguro de que estaré de acuerdo con lo fundamental de la novela de Saramago y la película de Amenabar. Pero es que eso, en lo artístico, ¿no es lo de menos?

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No digo que el acto de escribir o hacer cine no sea un acto ideológico, y político, por activa y por pasiva.

Por supuesto, no cuestiono el que cualquier creador diga a través de su obra no sólo lo que piensa, sino lo que quiera (faltaría más). Los artistas siempre, en todas las épocas y en todos los lugares, han querido ser libres de crear y decir, y también han necesitado todo tipo de apoyos más o menos interesados para poder crear y decir lo que quieren. Grupos de poder de toda índole han necesitado en todo tiempo y lugar de cierto glamur artístico para la consecución de sus objetivos. Y los artistas se han visto siempre en la tesitura de legitimar con sus obras a unos, cuando no de denunciar a los otros; de ofrecer contenido ideológico a unos, cuando no de arrojarlo contra los otros. Eso no debería de suponer ningún problema (aunque resulte feo cuando es demasiado evidente que lo llevan a cabo para recibir algún tipo de prebenda). Haciéndolo encontrarán el favor de quienes comulgan con el mismo partido y las mismas ideas, y se enfrentarán a la reprobación de quienes se encuentren en el bando contrario. Son los gajes de entrar en política, de meterse en medio del pin pan pun de la carrera por el poder.

Que se “presten” tiene sus contraprestaciones, pero también supone un sacrificio. Por otro lado, al menos en el caso de España, no deja de formar parte del juego democrático, lo que entraña también cierto grado de “servicio” al conjunto de la sociedad. Otra cosa es que nuestra democracia sea suficiente, en un país con pocos partidos y tantos medios de comunicación en sintonía con cada uno de ellos. Significándose políticamente, defendiendo las ideas de su partido, muchos creadores sirven al conjunto de la sociedad, pero lo hacen en la misma medida que tantos medios de comunicación más o menos adscritos a defender a unos y fustigar a los otros. La libertad de expresión, utilizada así, deja muy poco resquicio a la libertad. Y la independencia de los artistas se alista.

A los simpatizantes de un partido les molestará que determinado artista se declare partidario del otro, y viceversa, y unos y otros tratarán de echar por tierra las obras de los artistas que se significan políticamente, los acusarán de hacerlo por interés y no por convicción, sacarán miles de querellas contra ellos, y considerarán inaceptable su actitud. En medio, unos aturdidos espectadores, zarandeados por las opiniones de unos y otros, se preguntarán por qué si el trabajo de los artistas es llevar a cabo magníficas creaciones, sin embargo, se ven con tanta frecuencia envueltos en asuntos que poco parecen tener que ver con el arte.

Tal vez olviden qué legitimaba Miguel Ángel cuando representaba el Juicio Final en la Capilla Sixtina; a qué músicos instrumentalizó el nacional socialismo de Hitler; a quién y qué se adhiere Stephen Spielberg cuando sitúa una bandera en momentos emotivos de una de sus películas; y acaso no se hayan preguntado nunca qué de todo lo que reciben en su vida autores como Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Manuel Rivas, Juan Manuel de Prada, lo obtienen por la calidad de sus obras o por representar y ejercer cierta influencia ideológica; por prestarse, “servir”, ser más o menos “útiles”, significarse.

Con el paso del tiempo, sin embargo, el arte permanece según los logros artísticos que atesoren las obras. Su instrumentalización por parte de unos y otros, el deseo o la necesidad de ser instrumentalizados de sus propios creadores, acaba careciendo de importancia.

Pero también hay que recordar que contamos con numerosos ejemplos de artistas que no se han dejado instrumentalizar por ningún grupo de poder, que se han sacudido de encima cualquier intento de instrumentalizarles a ellos y a sus obras. Artistas independientes, irreductibles, insumisos; comprometidos sólo con el arte, la creación, su obra; que salieron y salen adelante a expensas de cualquier tipo de paraguas más o menos poderoso. Es justo que recordemos que también es y debería ser cada vez más posible no prestarse, poder llevar a cabo el trabajo de creador sin tener que entrar ni en la política de más allá ni en la política de más acá.

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Si reducimos este asunto, desde el punto de vista de los artistas, a una cuestión de dinero, hay dos tipos de inversores posibles cuando se trata de mucho capital: dinero que busca obtener sólo más dinero (y entonces, tantas veces, lo que se alienta es una completa trivialización del producto cultural, para que este llegue al mayor número de consumidores posible); y dinero con pretensiones de hacer más dinero, pero diciendo de paso algo acerca del grupo de poder que financia, cuando no de sus adversarios. No me cabe la menor duda de que ambos dos condicionan a los artistas que “negocian” las características de su obra con ellos, pero también supongo que quienes deciden entrar en el juego es porque quieren. E, independientemente de dónde provenga la financiación y por qué o para qué, la obra maestra es posible. Siempre es posible hacer buena cultura con independencia de dónde provenga la financiación y por qué. La posibilidad de venderse como artista y de vender el propio arte nunca faltará a los artistas. Siempre y cuando su coherencia personal se los permita y todo lo demás les importe un pimiento, la posibilidad se encuentra ahí.

Acaso lo que nos deba preocupar, por tanto, es que quienes se comprometen más con su faceta artística que con el dinero o las causas de los grupos de poder no tengan las mismas oportunidades de financiación. Claro que para eso debería de estar el Estado. El Estado y los distintos Gobiernos e instituciones del Estado. Quienes manejan los hilos de la democracia y tienen atribuida una notable capacidad financiera a través de los impuestos deberían democratizar el acceso a la financiación de la cultura. Pero no. Porque, al menos en este país, los partidos políticos utilizan el dinero público en beneficio propio. Y de qué manera.

Me comentaba una amiga cineasta en estos días, que, haciendo un informe para una entidad gubernamental acerca de la producción cinematográfica en Hispanoamérica (las nuevas vías de financiación, etc.), empezó a encontrarse con que muchas de las películas hispanoamericanas recientes estaban provistas de un lenguaje cinematográfico específico (planos muy largos, tempo sostenido). Extrañada por la coincidencia, se preguntó a qué se debería. Cuando comprobó de dónde provenía la financiación para desarrollar los proyectos de esas películas lo comprendió todo: el festival de cine de Sundance se ha convertido en uno de los máximos promotores de los proyectos hispanoamericanos, hasta el punto de influir en el lenguaje cinematográfico de sus películas. Pues bien, del mismo modo, muchos gobiernos autonómicos de España influyen en la producción cultural de sus comunidades, generando una suerte de estética, una imaginería, un clima en las creaciones que, emocionalmente, vincule obras artísticas con supuestas señas de identidad y con el partido político que gobierna.

Es curioso observar cómo, tras unos pocos años de democracia, los respectivos gobiernos de las distintas comunidades autónomas (algunos de los cuales han conservado el poder prácticamente todo este tiempo) han conseguido que “lo cultural” en su tierra desprenda un determinado aroma, suene de determinada manera, se presente con determinadas formas y colores.

Creaciones con vocación de símbolo identitario desde el momento de nacer, por financiación. (Y que no se entienda esto como un juicio de valor, pues queda dicho que con independencia de quién financie, la obra maestra siempre es posible).

En la Comunidad de Madrid, sin embargo, no es así. Pero es que esa es otra historia. En la capital se libra la principal batalla por el poder entre los dos partidos más poderosos, que no pretenden gobernar sólo en la comunidad, sino en todo el país. Lo cual les obliga a “ser de todas las comunidades”, cuando no a apuntarse por momentos a otro nacionalismo, el español.

El dinero público, a fin de cuentas, utilizado para el beneficio propio –una de las peores lacras que sufrimos en este país, no sólo en el campo de la creación—, en vez de para el interés general de los ciudadanos, en este caso, los ciudadanos que son los artistas que necesitan esa financiación.

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No parece previsible que quienes pelean por obtener y conservar cuotas de poder desde la política y todo tipo de organizaciones privadas y gubernamentales vayan a dejar tranquilos, en paz, a los artistas. Tampoco parece que muchos artistas estén tan deseosos de que quienes pelean por sus cuotas de poder les dejen “completamente” en paz. Los artistas independientes de verdad son marginados fácilmente, proscritos, desclasados, poco promocionados. Lo peor: muchos, por no arrimarse a ningún grupo de poder para obtener financiación, se inhiben. Y la inhibición de cualquier miembro de la sociedad es una de las cosas que más tristeza debería de provocarnos. Es un fracaso político y social.

Las ayudas públicas a la creación y la cultura (paupérrimas en relación con cualquier otra partida presupuestaria) democratizan mínimamente el acceso a cierta cantidad de financiación por parte de los artistas. De no existir, los artistas tendrían que acudir sí o sí a entidades privadas con infinidad de intereses. Y sin embargo cada vez más, por culpa de la mala gestión política que se hace de esos pequeños fondos de financiación, los artistas y su actividad quedan en entredicho, son cuestionados, caen en descrédito, se estigmatizan como “subvencionados”.

Claro que, hablando de luchas por el poder, una de las mayores que estamos padeciendo es la de quienes abogan por cierto liberalismo económico para terminar con la intervención del Estado, según un modelo más o menos social-demócrata, en todos los sectores de la economía, incluso en el de la cultura. Estos (el mercado todo lo regula) no quieren subvenciones, las subvenciones les dan asco, las demonizan, se las arrojan a la cara a sus oponentes. Podría decirse que ven al Estado como una competencia desleal contra el resto de los grupos de poder. Si no hubiese subvenciones –el arte en manos de los intereses del capital— en las obras irían sólo las banderas que el poder económico quisiera, y esa es una gran herramienta de control de los artistas en particular y de la sociedad en general. Y sin embargo el modelo social-demócrata de intervención en la economía lo utilizan todos los partidos políticos de este país cuando se encuentran en el poder, sean del signo político que sean, pues ni siquiera los partidos que abogan por un mayor liberalismo económico están dispuestos a dejar escapar la posibilidad de influir en la cultura en beneficio propio.

Ojalá desistieran, todos. Las subvenciones, bien administradas, concedidas por comisiones políticamente independientes, posibilitan que cualquiera, sin pertenecer a nada, pueda obtener algo de financiación para sus proyectos.

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