LÍNEAS VERDES

JRamallo

Joven madre, Arturo Michelena


Ya sabía que era él cuando sonó el teléfono, me dije: algo le ha vuelto a suceder, algo ha pasado y ahí lo tienes. No pensé que llamaba para saber de mí, de cómo estaba después de la gripe que me tuvo en cama, en esta misma cama, cinco días. No. Sonó el teléfono y pensé: llama para pedirte ayuda, llama porque necesita a su madre y su dinero. Así que antes del tercer tono ya lo había descolgado. Aníbal me miraba desde su sofá y su luz y su periódico. Levantó la ceja derecha y supe que aquella llamada, una vez más, le disgustaba. ¿Pero qué podía hacer yo, negarle ayuda a mi hijo?

—¿Qué pasa mamá, cómo estás? –me dijo Emil.

—Bien hijo, bien. Ya mejor.

—¿Te ha pasado algo? –su tono era de ligera sorpresa.

—Tuve gripe la semana pasada, nada del otro mundo –contesté restándole importancia al asunto.

—Ya… bueno… esas cosas pasan… mira mamá, te llamo porque me ha surgido un problemilla y…

Escuché a Emil sin hablar y colgué intentando no mirar a mi marido. Él seguía leyendo, pero yo sabía que su ojo derecho aguardaba para clavarse sobre mis dudas, sobre mi debilidad. Fui a la cocina, cogí un vaso de agua y me dirigí con lenta seguridad a mi cuarto. Mi otro hijo, Daniel, hizo amago de hablarme cuando pasé por la puerta de su dormitorio. Tumbado en la cama, mirando al techo, hablaba por el móvil y decía algo de quedar a no se qué hora. Me hizo un gesto con la mano para que me detuviera pero no lo hice. Seguí recto, entré en mi cuarto y cerré la puerta con llave.

Y aquí estoy, sentada en la cama con el ventilador frente a mí moviendo el aire y mi pelo. Mis hombros pesan como si llevaran kilos de arena encima. Me duele un poco la cabeza en aviso de lo que dolerá más tarde, y en el cajón de la mesa de noche hay dos frascos de pastillas: para dormir y para el dolor de cabeza. Los pongo sobre la mesilla, debo decidir qué hago con mi vida.

Con treinta y dos años Emil es incapaz de solucionar un problema por sí mismo. Tiene casa, coche y tarjetas de crédito. Tiene trabajo, viste con traje y corbata de Zara, y dice que es jefe de sección de una gran empresa de empleo temporal. Pero la realidad es que de doce meses que tiene el año, diez soy yo, mi dinero, y en ocasiones el de mi marido, quien paga sus facturas y meteduras de pata. Entiéndelo mamá, ya no es como antes, cuando tú eras joven, el coste de la vida ha subido mucho y el dinero no da para nada; me dice a menudo. “El coste de la vida”, como si él supiera algo acerca de cómo era la vida hace cuarenta años. Desde pequeño lo quiso todo y todo se lo di. ¿Qué culpa tenía él de haber sido abandonado por un padre como aquél? La que se equivocó en la elección fui yo, él no debía pagar las consecuencias de mi mala cabeza. Todos sus caprichos se convertían de inmediato en obligaciones para mí. Creí que hacía bien. Creí con firmeza que ese era el camino. Pero ahora cada uno de mis silencios me trae una culpa, y cada culpa me hace sentir una mujer estúpida, una madre torpe e infeliz.

Esta vez el problemilla de Emil es que el banco le ha devuelto otra letra de la hipoteca. Mi marido y yo le hicimos de avalistas cuando compró la casa. “Es un chollo mamá, una buena inversión”. Hoy en día todo el mundo invierte en algo, y claro, él no podía ser menos. Aníbal no quería oír hablar del asunto, pero sin su firma y su dinero fijo por la jubilación anticipada la cosa no hubiera salido. La operación es redonda mamá, me decía Emil. Así que le insistí, digamos que le rogué y, finalmente, Aníbal cedió. Ahora mi hijo a duras penas puede pagar el crédito hipotecario de su miserable casa: un apartamento de cincuenta metros y treinta años. Y sobre nuestras cabezas se balancea la espada de un posible embargo. Cada vez que escucho la voz de mi hijo mayor a través del teléfono, o veo aparecer su cara sin previo aviso por casa, una sonrisa inerte y rutinaria se marca en mi rostro, al tiempo que mi alma se oscurece por el miedo y la decepción.

Cojo una pastilla del frasco de dolor de cabeza y me la tomo. Subo las piernas en la cama y apoyo la espalda en el cabecero. Para las pastillas de dormir esperaré, todavía no sé cuánto tiempo quiero dormir. Miro mis piernas y veo como se marcan líneas verdes en ellas desde los tobillos hasta los muslos. Líneas verdes unidas por finas telas de araña malvas. Estas piernas dejaron de pertenecerme hace años, me da vergüenza mostrarlas y me duele mirarlas. Esas líneas para mí son como los anillos en el tronco de un árbol. Se podría hacer un mapa de vida siguiendo el verde y el malva de mis piernas. Un mapa del trabajo realizado durante años y años. No sé si he hecho otra cosa que trabajar.

Las dos de la tarde marca el reloj. Lo normal es que a las dos y media estemos sentados en la mesa para comer. Los fines de semana esto se cumple a rajatabla. El resto de la semana Daniel come antes, y Aníbal espera a que yo llegue del trabajo a eso de las tres y cuarto para comer conmigo. No es mal hombre Aníbal, pero sus manías han acabado con mi paciencia. Cuando trabajaba era más soportable, pero ahora que se pasa todo el día en casa la situación se ha agravado, y no se puede mover un vaso sin que él dé su consentimiento. Cada cosa tiene un lugar determinado y exacto. Cada tarea una forma –su forma— de realizarse. Hay días en que la vida en esta casa se parece más a una instrucción militar que a la vida de una familia normal. Hoy está siendo uno de esos días.

Daniel tiene veintidós años y aún no ha terminado el bachillerato, no tiene prisa, así me lo ha dicho: “mamá, tengo que disfrutar de la vida, no todo es estudiar”. Su relación con Aníbal es buena. Forman una piña de masculinidad en la casa, en donde yo ocupo un papel secundario pero necesario. Daniel es hijo natural de Aníbal, y yo creo que sólo por eso ya le consiente más que a Emil, con quien nunca se ha llevado bien. Daniel arrastra cinco años de retraso en sus estudios, y al menos le queda otro más para acabar el bachillerato, pero eso no parece molestarle mucho a Aníbal. No veo irse de casa a mi hijo pequeño antes de los treinta y cinco años, porque él quiere ir a la universidad, como su hermano. Cuando escucho a conocidas hablar de sus hijos y de cómo les va a estos en los estudios, en sus vidas privadas, siento vergüenza, reconozco que la pena y la vergüenza se apoderan de mí por unos instantes. No es que a todas ellas les vaya de maravilla, cada una sufre lo suyo, pero eso a mí me da igual. No me consuela el mal ajeno, no siempre; yo esperaba mucho de mis hijos… luego vuelvo a fingir y sigo adelante. En ocasiones creo que toda mi vida no ha sido más que una actuación continua, una mentira creada y repetida hasta la saciedad por y para mí. Este daño que llevo dentro me lo he hecho yo, sólo yo, y eso es muy duro de admitir.

Lo cierto es que pensé que con Daniel algo iba a cambiar. Quiero decir que a Daniel lo vi crecer más desenvuelto que a Emil, con más decisión y cualidades. Pero una vez más me equivoqué. Podría decir que Daniel es más listo que Emil, y justo por eso, tiene más claro que sacará más de nosotros, sus padres. Es más guapo, alto, y fuerte que su hermano. La mitad de su semilla fue de más calidad. Pero tanto sus inquietudes como sus ambiciones se quedan en nada. En ir al gimnasio y marcar bíceps. O en vestirse bien e ir a ligar. O apenas en oír a un par de grupos actuales de música y conocer algunas películas vulgares del momento. Nada de leer, nada de querer ser alguien en la vida, nada de nada. Veo a Daniel hundirse día tras día en la mediocridad encantado de hacerlo. Pero aún con todo, hay algo en él que me preocupa y perturba más que su inmovilidad. Se podría decir que Daniel es mentiroso patológico, y además, violento. Esto es una apreciación mía, una idea muy personal que no he comentado con nadie, ni siquiera con Aníbal. La definición de mentiroso patológico no sé si tiene base médica, pero ¿cómo podría llamarse a alguien que en cada frase que suelta incorpora una mentira? Al principio me hacía gracia. Cuando comencé a darme cuenta de este hecho Daniel apenas tendría doce o trece años, y yo pensaba que era un niño muy imaginativo, un niño que necesitaba crearse otra realidad. Con el paso de los años su cualidad se magnificó, creo que pasó a creerse todas esas mentiras, y si tocabas el mismo tema dos días diferentes, su versión al respecto no tenía nada que ver de un día para otro. Muchas vueltas le he dado a esto a lo largo de los años. Mientras para nuestros conocidos Daniel es un chico estupendo, cariñoso y atento, para mí es un falso. No estoy muy segura de las razones o el origen de su conducta, aunque no eludo mi parte de responsabilidad, tampoco con él he sabido hacer las cosas. Nunca, por ejemplo, me dirigí a él y lo llamé embustero. Nunca le mostré a las claras su problema. Nunca lo hice responsable del mismo. No supe ver lo que ahora veo con claridad, mi deber de madre, dejar que mis hijos resuelvan sus problemas, no ocuparme yo de ellos, no presentarles la vida como un jardín de rosas. Cada vez que Daniel ha quedado en evidencia por mentiroso, he aparecido yo para justificar sus mentiras, lo he sacado de mil y un apuros.

El otro rasgo de su personalidad es mucho más complicado de entender y afrontar. Lo he intentado, ¡bien sabe dios que lo he intentado!, pero no es nada fácil hacerle frente. Daniel es por naturaleza violento, aunque se cuida mucho con quién serlo. Ahí sí funciona su inteligencia selectiva. Pocas veces lo he visto levantar la voz a un amigo, o encenderse de ira con un chico semejante a él en físico. Al contrario, con estos siempre adopta una postura casi de sumisión. En cambio aquí, en casa, y siempre sobre mí, a menudo descarga sus frustraciones en forma de terribles gritos y aspavientos. Miedo, digo que he sentido miedo en alguna ocasión cuando Daniel, con los ojos rojos de rabia, ha levantado los brazos frente a mí. Y hoy soy capaz de afirmar que, si Aníbal no hubiese estado por allí cerca, mi hijo Daniel ya me habría pegado… ¡Cuánto mal he hecho a mis hijos con mi conducta, cuánto mal!

Aníbal ya debe estar por la cocina preparando el almuerzo, es un ritual para él. Siempre se toma una cerveza mientras prepara la mesa. Saca una jarra fría del congelador, vierte la cerveza haciendo mucha espuma, y sonríe mirándola como quien hubiera encontrado la llave de la felicidad. Daniel se habrá acercado para preguntar qué hay de comer y habrá cogido un poco de pan y queso. Siempre hay pan y queso en nuestra mesa, es otra de las manías de Aníbal. En dos años que lleva jubilado Aníbal es probable que haya engordado unos quince kilos. Desde la jubilación siempre es él quien se ocupa de las comidas. Su cara se ha puesto roja y ha crecido su inseguridad al tiempo que su barriga. No quiere salir a la calle salvo por máxima necesidad. Apenas se desnuda delante de mí.
No quiere hacer nada de deporte. No hacemos el amor. Cuando me casé con él me sedujo por todo lo contrario. Su aspecto era maravilloso, rebosaba salud y fortaleza por los cuatro costados, y en su interior reinaba una seguridad a prueba de exmaridos e hijastros mimosos y pusilánimes. Nada de aquello queda ahora. ¿Qué nos hace estar juntos? Buena pregunta es esa, sí, buena pregunta. Supongo que la única que se encuentra en una situación límite soy yo. Aníbal es más conformista, y además no se siente culpable de nada. Si su hijo y su hijastro son dos vampiros, dos rémoras, no habrá sido por su culpa, así es la vida. Si sus días pasan sin pena ni gloria, es ley de vida, “todos nos hacemos mayores”. Soy yo la que no puedo más, soy yo la que se asfixia rodeada de equivocaciones que el tiempo no hace más que acrecentar. Cada mañana al mirarme en el espejo me veo más fea, más gris, más sucia, más triste. ¿Qué miserable comodidad es la que mantiene unida a esta familia?

Son las dos y media, deben estar a punto de venir a buscarme. Alguno se acercará hasta la puerta, tocará primero suave, luego más fuerte y me llamará. No es la primera vez que me encierro en el cuarto persiguiendo un rato de soledad elegida, aunque hoy no es como uno de esos días. Hoy el vaso está lleno y mis ganas de continuar no encuentran razones para hacerlo. Miro las pastillas. Miro las pastillas una y otra vez. ¿Dónde está el maldito valor necesario? Bastaría decir que no tienes hambre, que vas a dormir un rato, que coman ellos. Bastaría eso y coger el bote de pastillas. Está lleno. Con la mitad sería suficiente… Intento hacer memoria, intento encontrar ese primer momento en que lo vi todo con claridad. La primera vez que sentí el fracaso. La primera vez que tomé conciencia de todos los errores cometidos. La primera vez que supe, sin subterfugios sensibleros, que mi vida había sido y estaba siendo una auténtica basura. Pero no recuerdo ese momento, ese día de luz esclarecedora. Quizás porque no lo hubo. Quizás desde siempre supe que no sería feliz, que mi felicidad sería la de otros, que por eso estaba yo en este mundo, para servir a otros, para hacer felices a otros.

He oído a Aníbal abrir y saludar a alguien. Ese alguien ha reído mientras le decía algo a Daniel. Mamá está en su cuarto, me ha parecido entender que comentaba Daniel. Unos pasos se acercan hasta la puerta; vienen silbando. Da tres toques y me llama. Dos toques más y casi grita ¡mamá!

—Ya salgo Emil, un segundo.

—Vale, te espero, quiero darte un abrazo –Emil parece alegre.

Antes de salir guardo las pastillas en el cajón de la mesa de noche. Bebo un poco de agua y seco mi cara. Emil, feliz, me espera fuera. ¿Qué madre puede negarse al abrazo de un hijo?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Despiadado.
Barrilosh

Basilio T dijo...

¿Despiadado?