PALABRAS DE AGUA: SETECIENTAS PALMERAS PLANTADAS EN EL MISMO LUGAR

Juan Carlos Méndez Guédez



Coinciden algunos estudiosos en referir que con Setecientas Palmeras plantadas en el mismo lugar (1972), José Balza genera un cambio considerable dentro del tejido textual de sus novelas. Este cambio posee vertientes de distinta consideración, pero inicialmente puede subrayarse la "contaminación de lo histórico" que comienza a percibirse dentro de la carne anecdótica del relato.

Pese a algunos indicios iniciales, en Setecientas Palmeras plantadas en el mismo lugar ya no puede hablarse únicamente de la elaboración de un proyecto narcisístico de conocimiento:

Llegaré a ser- pensaba- un hombre que se conoce porque se ha visto en el agua de los estanques; pero quien hablará de mí no seré yo: lo hará la imagen reflejada.
Ahora pareciera que la mirada del narrador comienza a expandirse a los distintos niveles de lo real-inmediato, impregnándose de ellos, alimentándose de las posibilidades anecdóticas, referenciales y estilísticas que este frotamiento con el entorno podían facilitarle.

Estas vertientes se exhiben cuando el relato se inunda de referencias explícitas a marcas comerciales: "Fiat", nombres de líneas aéreas: "Aeropostal", topónimos "San Rafael", y alusiones a hechos históricos muy precisos: la llegada del hombre a la luna; las peleas de Cassius Clay (p. 309); la rendición de las guerrillas marxistas que operaban en Venezuela. Segmentos que permiten ubicar el desarrollo de esta obra en los finales de los años sesenta y principios de los años setenta del siglo XX, y que configuran la primera transformación que Maurice Belrose percibe en esta novela balziana:

Seis años separan la publicación de Largo de la de Setecientas Palmeras plantadas en el mismo lugar y es grande el paso que da José Balza...(con) la creación de un universo novelesco que tiene como referente la Venezuela contemporánea.
Similar es la acotación realizada por el crítico Víctor Bravo, quien afirma que en esta novela: "la indeterminación de una subjetividad sumergida en sí misma da paso a vertientes más objetivas del relato...". De manera que esta relación más explícita con el entorno pareciera procurar un acercamiento conceptual que no sólo se detiene en los vericuetos de la psiquis del personaje, sino también en las contradicciones socio-históricas que lo circundan.

Setecientas Palmeras plantadas en el mismo lugar se mueve de esta forma en un doble nivel, un nivel íntimo, introspectivo, y uno externo, lanzado hacia las fuerzas divergentes que configuran la convulsa historia política de la Venezuela de esos años, con lo que se evidencia en José Balza una nueva manera de asumir el ejercicio novelístico.

Las búsquedas expresivas del autor deltano comienzan a expandirse. Surge así una exploración de esa dicotomía del espacio interno y externo del personaje que permite un dibujo más hondo de su constitución.

Es factible pensar que Balza se plantea el trabajo de la conciencia novelesca a partir de esa idea expuesta por Bachelard en la que ambos espacios (el adentro, el afuera) albergan energías distintas a las que se les supone inherentes, de manera que su combinación permite una aprehensión más sólida de lo real:

Con frecuencia es en el corazón del ser donde el ser es errabundo. A veces es fuera de sí donde el ser experimenta consistencias. A veces también está, podríamos decir, encerrado en el exterior.
De tal manera, que la opción de alcanzar un conocimiento más nítido sobre la propia individualidad, sobre el ser que "cuenta y vive" lo novelesco, reside en la opción asumida de reconocer la forma en que su individualidad interactúa y es afectada por lo colectivo. El personaje no sólo hurga en su interior para (re)conocerse, sino que intenta la aprehensión de su entorno, de las existencias que lo circundan, de las fricciones sociales e históricas que se expanden a su alrededor, con el fin de descubrir en ellas una parte de sí mismo.

Balza construye por primera vez en su obra, un personaje constituido por las texturas de su propia sensibilidad, pero impregnado por las intensidades de un tiempo, de un paisaje, de un fragor cotidiano. De allí que se amplíen los "informes y datos que el narrador va ofreciendo" en torno a esas instancias exteriores a la conciencia del propio personaje.

Ampliación de la mirada que quizás pueda explicarse metafóricamente en el oscilar que el personaje efectúa entre el ámbito del río y el ámbito de la casa de infancia desde donde se construye la novela.

El río y el auto-conocimiento
El río que irrumpe como paisaje en Marzo anterior, la primera novela de José Balza, brota en Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar como una señal continua, reiterada, del proceso de indagación existencial que el narrador protagonista procura a lo largo de estas páginas. Pero en esta oportunidad, debemos acotar que, por primera vez en la obra balziana, el personaje que nos narra la obra se sumerge dentro de las aguas:

Yo mismo abandono los zapatos y nado con otros hombres hacia el lugar del naufragio; no llegaré, lo sé. Hay demasiada corriente y estoy desentrenado.
Acción que ejemplifica metafóricamente el cambio de actitud de ese narrador que nos relata las novelas de José Balza. La materia que refleja (el agua; los espejos) es ahora recorrida corporalmente por el dueño de esa mirada que intenta el conocimiento. Lo real no sólo es contemplado, sino que se vive como envoltura, como inmediatez, como forma circundante. Lo real es el objeto de la mirada, pero a un mismo tiempo quien mira y contempla, se implica y participa de lo real, se empapa de su materialidad.

Pero este acto de penetrar el río, también reafirma con nitidez la presencia de dos espacios contrapuestos: el adentro y el afuera, el espacio inmerso en lo fluvial, y el espacio de externo al río. El personaje llega a la orilla, luego se sumerge en la corriente, luego sale de las aguas y regresa a su casa. Se establece de esta forma la tajante separación de dos ámbitos materiales; con lo que la novela expresa desde su inicio esa duplicidad espacial que configura su estructura. Adentro, afuera; río, casa; ciudad, selva; Grecia clásica, Venezuela del siglo XX; historia íntima del personaje, historia colectiva del país.


Todas estas duplicidades generan tensiones y desplazamientos de la voz narrativa que permiten ampliar la experiencia cognitiva y sensorial que nos propone la novela como conjunto. Ese entrar y salir sugerido en estas dicotomías, desarrolla la energía argumental de este libro que desde su título realiza una insistencia sobre la posibilidad y la imposibilidad de descubrir el contorno de un nuevo "espacio", un espacio único en el que se despliega lo múltiple; un mismo lugar donde se plantan setecientas palmeras. Lo uno y lo otro, el ya citado adentro y afuera, divergiendo, coincidiendo.

Río/Casa
Si retomamos a la escena cuando el personaje protagonista de esta novela se sumerge en el río, notaremos que junto la metaforización de una nueva manera de aproximación a lo real, este fragmento refiere un evento que es posible vincular con el nacimiento del héroe. La inmersión en las aguas que describe el narrador de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, ocurre como el primer reencuentro que ese personaje tiene con su aldea natal: San Rafael. Lugar donde ha viajado para descifrar los enigmas amorosos y estéticos que lo azotan en el fragor urbano.

El personaje retorna para salvarse de la incertidumbre que le depara la ciudad. Eso explica que ingrese a la corriente fluvial para que su entorno afectivo lo reconozca en su fragilidad humana y le facilite algún tipo de salvación. Otto Rank aclara con respecto a este tipo de situaciones que:

Durante la preñez, o con anterioridad a la misma, se produce una profecía bajo la forma de un sueño u oráculo que advierte contra el nacimiento, por lo común poniendo en peligro al padre o a su representante. El niño es abandonado a las aguas en un recipiente. Luego es recogido y salvado por animales o gente humilde...
Es así como se establece la relación entre las aguas y el héroe mítico, pero en el caso que estudiamos, observamos que el personaje que narra Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (héroe degradado de lo novelesco, héroe fragmentario de la narrativa contemporánea), pareciera evocar esta secuencia en varios de sus puntos. El protagonista de la obra ha sufrido la violencia y el abandono de su padre durante la niñez:

El niño tembló: ¿un espectro? Pero en el crepúsculo reconoció el rostro de su padre, violáceo y descompuesto; venía hacia la reja. El trató de hablar, pidió que le abriera y se aferró a las tablas de la puerta. Su padre lo miró desde lo alto, dominador, despectivo...El niño quiso huir; entonces su padre descendió del frío gesto: abrió la reja, torpemente, lo atrapó por un brazo y golpeó con fuerza los ojos, las mejillas y el cuerpo infantil. El dolor le advirtió que se desdoblaba, que ya nada importaba: apenas tuvo tiempo de escuchar los gritos de su madre y de los otros, acercándose. (pp 279-280).
De ahí que al regresar al punto donde padeció este feroz segmento de su existencia, se lanza a las aguas como una forma de reingresar a los gestos de su infancia para invocar la necesidad de un rescate. El padre no sólo ha significado la violencia y el horror, sino la ruptura del orden cósmico y sagrado que emanaba del espacio espiritual vivido por el personaje en el Delta del Orinoco. Un orden, condensado quizás en esa figura descubierta por el protagonista de la novela en el tiempo de la niñez.

El dios de cerámica, tostado y bermejo, permanecía enterrado a medias. El lo vió y gritó: aquello parecía estar ocurriendo en uno de esos raros ejemplares de revistas ilustradas que llegaban al pueblo. La figura podía representar sencillamente a una mujer, esculpida o modelada por un artífice primitivo: sus manos rodeaban el abdomen y tenían sólo tres dedos aplastados; el sexo, delimitado y exagerado excitaba con su simple abstracción de líneas...para él ese cuerpo era otro símbolo, era otro remoto dios que venía a signar su existencia...él había sido tocado por los dioses de su propia tierra.
El, impotente, atestiguó cómo su padre, borracho, entregó el ídolo a tres hombres rubios de la petrolera a cambio de unas cuantas botellas de fino whisky...él lo olvidó, representaba en parte una humillación personal: la caída del dios que había de proteger su infancia.
Sólo el viaje al río puede sugerir el retorno a ese tiempo y a ese espacio que el padre ha destruido, el regreso a "los dioses de su propia tierra". Pero esta inmersión en las aguas es además una exploración en los márgenes del heroísmo, de la singularidad. El narrador protagonista de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar sabe que ha retornado a su aldea en la búsqueda de una nueva sabiduría, de una evidencia, de un renacimiento. De allí que intente el arriesgado ejercicio de la natación:

En el agua, la victoria es más rara, más peligrosa, más meritoria que en el viento. El nadador conquista un elemento más extraño a su naturaleza...Los primeros ejercicios de natación dan motivo a un miedo superado. La caminata no tiene ese umbral de heroísmo.
Ejercicio que es un acto de comunión pues el río permanece siempre como un elemento imprescindible para la existencia, como una presencia insoslayable: El río, ese deslumbrante cuerpo de hojas, secas, circula dentro de la oscuridad como un Dios. Presencia en la que el protagonista de la novela intuye sentidos trascendentes, inexplicables. Al misterio, a la interrogante cognitiva planteada por el río se accede de manera parcial, porque pese a su evidencia continua, a su aparición reiterada en el desarrollo de la novela, lo fluvial avanza como una interrogación perenne, como un texto indescifrable que sólo se puede contemplar sin traducir de un todo su materialidad: "qué difícil es ver el río y reconocerlo".

El río se sostiene sobre la ambivalencia que representa lo fluvial, carácter ambiguo definido por Cirlot como: "Símbolo de la fertilidad y el progresivo riego de la tierra, (y del) transcurso irreversible, y en consecuencia, (d)el abandono y el olvido". Río que fertiliza, que incita el resurgir de lo vivo, y que evoca con su solo transcurrir la necesidad del personaje protagonista de superar el olvido de sí mismo en que puede sumergirlo la presencia de la ciudad en la que habita normalmente.

Pero al ingresar dentro de las aguas, el personaje se percata de su torpeza, de su falta de entrenamiento. Circunstancias que le revelan de inmediato cómo los años fuera de la aldea le han restado su capacidad de relacionarse y de vencer al río. Eso explica que el personaje regrese al otro espacio que sirve como eje de este relato: la casa de infancia.

Ahora todo ruge en el pueblo; yo me escurro a mi casa. Ropa seca; café que ya mi madre ha preparado y la obligación de escuchar incongruentes comentarios.
La casa es el espacio alterno a la corriente fluvial. Mientras la corriente del agua habla de lo transitorio, la casa representa la fijeza terrenal, el punto desde el cual el protagonista de la novela es capaz de repensar su existencia. La casa en su materialidad pétrea, condensa un centro, un ombligo creado por el propio personaje protagonista quien al regresar a San Rafael para resolver su crisis amorosa y creadora le ha otorgado al hogar de infancia esta categoría. Refiere Víctor Bravo sobre estas modalidades de lo espacial:

La distancia permite el deslinde de lo cercano y lo lejano, de lo alto y lo bajo, y la expresión objetiva de un centro (que, expresado en el lenguaje es el "yo", pero que en términos espaciales puede ser un punto de referencia). La distancia usualmente establece sus analogías con la eticidad y lo afectivo, y, así, lo cercano se corresponde con la esfera afectiva de lo amoroso o querido...
En ese aspecto, el protagonista de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, procura una cercanía con su casa de infancia, pues allí se encuentran las energías más nítidas y hondas de su afectividad. Energías vinculadas a lo que ha sido su paraíso de la niñez, su centro, su ombligo cósmico.

Esta idea es explorada por Mircea Eliade quien afirma:

Adán fue creado en el centro de la tierra, en el lugar mismo donde había de levantarse más tarde la cruz de Jesús.
Este centro, insiste el propio Eliade, significa en diversas culturas una región de pureza, un punto donde se intersectan tres zonas cósmicas: el cielo, la tierra y el infierno. Con lo que podríamos pensar que el personaje de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar regresa a ese punto pues allí perviven diversas gamas de su existencia. Por otro lado, la casa, además, representa la constitución más íntima de su Yo.

Allí nació él y en ella reconoció el nacimiento de sus hermanas, al amanecer, mientras fingía jugar dentro de los torrentosos azahares y los olivos. Esa casa única en medio de la selva, rodeada por los ranchos de las otras familias de San Rafael fue el primer milagro que lo confundió. La casa y el niño eran la misma identidad: una dorada metamorfosis apenas él dejaba de ser visto.
Para reestablecer el equilibrio que le ha arrebatado la ciudad, encarnada en dos de sus obsesiones presentes: el amor de Aglays y el afán por construir una película sobre el escultor Praxíteles, el protagonista de la novela debe regresar a sí mismo, debe retornar a su identidad primigenia aunque genere una energía intelectual y emotiva plena de contradicciones:

...el lugar ha sido desplazado dentro de mí por otras visiones. Sé que no vengo a recorrer y comparar detalles de mi vida; y no obstante sólo así me veía - evocando- cuando regresara. Esta vez, en cambio, hay dos cuerpos que sustituyen a San Rafael en mi pensamiento: Aglays y Praxíteles. Para pertenecer a ambos no había otra posibilidad que este viaje. Para pertenecerles o anularlos por completo.
Para el protagonista el desplazarse hacia la casa implica un tarea de reordenamiento. Un retorno que no pretende la superficial comparación anecdótica, sino la repetición de su existencia en ese lugar. Repetir, regresar al tiempo que ya fue y estar de nuevo en él. Un ejercicio en el que la memoria activa sus energías venciendo al olvido.

Regresar a la casa implica un reconocimiento de una temporalidad que se despliega en un ejercicio circular, en un ejercicio de reiteración. El protagonista de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar experimenta sin saberlo la idea formulada por Kierkegaard:

El que no ha comprendido que la vida es repetición y que en esta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto...La repetición es la realidad y la necesidad de la existencia.

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