PERCUSIÓN DE JOSÉ BALZA, UN ITINERARIO DE LA MEMORIA

Carmen Ruiz Barrionuevo
Universidad de Salamanca

Prólogo a la edición de Percusión para la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 2000).

José Balza en una calle de Pekín y Giordano Bruno en el Campo dei Fiori de Roma


“Grande y muy hermosa invención es la memoria, siempre provechosa para el saber y para la vida”. Esta sentencia del Dialexeis[1] fechado en torno al 400 antes de Cristo puede resumir el eje rector de Percusión (1981) de José Balza, pues ese esfuerzo narrativo comenzado en Marzo anterior (1965) pasando por Largo (1968), Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974) o D (1977), alcanza aquí su mejor cumplimiento, y el itinerario, viaje y búsqueda, se armoniza en otras inquietudes de escritura igualmente realizadas: la dualidad o la multiplicidad, la búsqueda de un centro y del conocimiento.

Una lectura comprehensiva de la novela nos lleva a trabajar esta armazón de la memoria[2] tal y como se concebía en la antigüedad, como tesoro de todas las cosas, porque al propiciar la permanencia de los loci e imagines –lugares e imágenes— en el decurso de lo temporal, como aconsejaba el anónimo autor de Ad Herennium (s. I a.C) –perfeccionado luego por Quintiliano en su Institutio oratoria (s. I d.C.)— se nos ilumina el trazado vivencial del itinerario del protagonista. Ambos entendían que la memoria propicia el reconocimiento de las cosas, el análisis del pretérito, y resulta por tanto herramienta fundamental en el proceso del conocimiento. La memoria al relacionar los elementos del pasado prospecciona el futuro, de ahí la creencia en su fundamental importancia y en su carácter de compañera de la imaginación en la misma parte del alma, porque si ésta contiene percepciones del presente, aquella actúa sobre las imágenes depositadas, elaborando otras posibilidades que facilitan el proceso del conocer.

La primera persona narrativa que abre el proceso indagatorio de Percusión se nos impone con la fuerza que va cobrando su impulso temporal, el suyo es un acto de la memoria que se traduce en una búsqueda interiorizada y subjetiva como suele ser característico del autor; esta búsqueda está expresada desde el principio por el intento de anulación temporal que fusiona las dos edades de la vida, la juventud y la vejez –dicho intento paradójicamente se nos concreta en fechas muy precisas, como las que sitúan en el inicio los momentos vitales del protagonista en los 25 y los 65 años— para promover así la fusión del pasado con el presente dentro de la dualidad psíquica que se descubre el personaje narrador: “Me dispongo a buscar mi casa, contigo, y paso a ser tú: el otro, de larga memoria, juvenil”[3]. Se trata de un personaje innominado que además en su desdoblamiento propicia el diálogo, adoptando una provocadora disposición porque, como ha señalado Josefina Berrizbeitia, “de alguna forma ese constantemente interpelado no desciende exclusivamente hacia otro nivel de la personalidad del narrador sino que parece rasgar la historia para implicar al lector mismo de manera inequívoca en el relato”[4] en esa impregnación metatextual que ampara la autonomía del hecho literario. Además al proyectar un acto de la memoria expandido desde un punto, el protagonista puede relacionar sus experiencias del pasado, presente y futuro, y ello propicia el original punto de vista narrativo que se ejerce en Percusión. A partir de aquí el reconocimiento de los lugares de la ciudad de la juventud, Caranat, a la que retorna imaginativa y realmente después de cada onda de la memoria, invita no sólo a la metamorfosis integrando las imágenes de su existencia, sino también a borrar el tiempo, a diluirse en él, a realizar “el maravilloso accidente que devuelve a un hombre hacia su juventud” (14). De este modo el proceso del doble se ejecuta en una única individualidad (“Fui el viejo, el doble”14) y esa posibilidad misma habilita el contacto de las multiplicidades como se arbitraba en los tratados de la memoria, la inevitable percusión de los lugares conectados o asociados unos a otros, pues como Giordano Bruno expresaba “las imágenes deben ser percusivas, y han de estar asociadas las unas a las otras”[5] en el intento de lanzarse en pos de lo que es único, de fusionarse con el alma del mundo. Una concepción, la de Bruno, que abandonará la interpretación cristiana del hermetismo[6] para con De umbris idearum y Cantus Circaeus (1582) iniciar el traspaso del arte clásico de la memoria a los dominios de la magia sustentándose en las tradiciones herméticas egipcias.

Hemos notado que la memoria está asociada intrínsecamente al conocimiento según los tratadistas, y esa inquietud se aprecia también en el protagonista de la novela de Balza en una doble dimensión, la centrífuga que traduce su progresiva avidez viajera, y la centrípeta que el conocimiento observa, en su adherencia estática en el proyecto de elevación, liberación y solidez; así habrá que interpretar el leit motif de la montaña “la más amada”, “piedra doméstica, segura”, que “trasladé a otros caminos, a otras lenguas” (15) tal y como se traduce en el afán dialógico entre los dobles temporales[7]. Por eso el Volcán de Agua en Dawaschuwa le lleva a pensar en su Caranat natal y a concluir que “Los dos sitios eran el mismo, a través de mí” (20). E incluso a puntualizar, frente a la misma visualización, en una prospección al futuro porque “todavía no sé que ese volcán se unirá también a mi monte de Caranat y al dolor de Arcaya Vargas, y que de esta manera iniciaré mi colección de montañas” (75), evidenciando así la importancia del motivo, en otro momento añadido a una nueva e iluminadora explicación de su propia personalidad: “el multiplicador lenguaje de los montes esconde el código de mi propia vida” (16). En efecto, la montaña ofrece una especial identificación con el yo narrativo y en su dimensión simbólica expresa la confluencia entre la solidez de lo terrenal y el ideal de lo lumínico. Por otro lado el monte es escala y representación del viaje humano, lugar donde se produce la revelación. Mediante el acto de la memoria y el viaje “real o inmóvil, de sus personajes, el novelista logra imponer algunos espacios que aparecen de manera reiterativa en su narrativa, haciéndolos pasar por el molde de una conciencia y de una sensibilidad”, ha observado Claude Fell[8]; a ello se ajusta notablemente Percusión. Por eso, mientras el viaje se cumple en una búsqueda del conocimiento de seres y cosas, el monte o volcán puede aparecer “suspendido como una señal sagrada por la estela de nubes geométricas” (108), en nítida vigilancia de ese proceso de conocimiento que debe realizarse sobre todo en contacto con los seres, con su vida y su historia y también mediante el acto máximo de comunicación, la relación sexual.

De este modo el viaje se organiza para el protagonista de Percusión en la maldición del deseo de conocer traducido en la errancia y en ella resulta evidente que se producen momentos vacíos que la memoria no registra. Marcado por “el peso casi doloroso de entender” (18) accede a las escalinatas del pensamiento, y la memoria recupera en primer lugar el episodio más decisivo en la formación de ese proceso: su vida en Dawaschuwa a partir de 1969. Frente a su país originario que carece de proyección en el pasado histórico, el joven proclama su rebeldía y si en el pasado recuperó las cosmogonías griegas, ahora tendrá la posibilidad de profundizar en los mitos de la antigüedad sin excluir la visita al alto de Ukkbar, pirámide que explica el centro, que vacía de misterio el proceso del conocer. —Resulta obvio, como en otros textos de Balza, el espejeo de realidades históricas y culturales del mundo americano, sobre todo en la relación amistosa con el historiador Arcaya Vargas, así como en el juego de otros textos y referencias que en su transparencia invitan al lector al intento reconocimiento; aunque como ha observado Juan Liscano “Para Balza anécdota y fidelidad a la realidad exterior cuentan poco, pues lo determinante es la vivencia del personaje, núcleo y aguja que cose los tiempos de la novela, superpuestos o reversibles”[9]—. Pero el proceso del conocer es en Dawaschuwa ávido y variado como corresponde a la edad juvenil del protagonista que traduce continuamente sus percepciones. Ese aprendizaje se realizará no sólo mediante la visualización de ese mundo desconocido, sino mediante el trato de una serie de personas que aportan la riqueza de sus experiencias. Cumpliendo de nuevo la pauta trazada por el arte de la memoria, tenemos que colocar en el locus de Dawaschuwa algunas imágenes seleccionadas que cobran mayor o menor impulso a lo largo de su relato. No por casualidad se cita en la novela una frase de Giordano Bruno en la que se expresa esa meta religiosa del filósofo renacentista pero que aquí está contextualizada en la experiencia del sujeto protagonista: “Contemplaba yo un solo conocimiento en un solo sujeto. Para todas las partes principales había dispuestas formas principales... y todas sus formas secundarias estaban unidas a las partes principales”[10]. Se trata en definitiva de una ordenación del mundo que se ejerce desde su retorno a Caranat una vez asumido el aprendizaje en la errancia. La primera de esas imagines es la de Dorotea, raíz del mundo, figura de la madre tierra, que el narrador descubre significativamente de su misma procedencia y con la que se va concretando su aspiración a comprender todo (36), no es ocioso que la mujer decida al fin de sus días “querer ser tierra”, realizando una “entrega unilateral al monte, al olvido” (42), y que en esa época la sostengan “fuerzas vegetales y terrestres” (104). Es ella la que gobierna la numerosa familia y la que le entrega al personaje más impactante de su experiencia vital: Harry.

Pero desplazada esa conexión natural con lo terreno el proceso del conocer se asume en la experiencia ciudadana y nuevos contactos o imagines proyectan la experiencia del pasado. Es evidente que los dos personajes principales de este proceso son Harry y Arcaya Vargas. El primero goza de una múltiple disposición; su personalidad evolutiva marca el aprendizaje de la vida en una especie de doble del narrador con el que se identifica mediante una corriente de amistad y punzante erotismo. Su figura se ofrece señalada por rasgos simbólicos que lo acercan al mitológico Narciso, primero sorprendido en su ingenuidad bajo la forma de un muchacho adolescente que surge del agua en la gozosa compañía compartida, y que luego proporciona al protagonista la realización del proceso del aprendizaje durante los diez años de su convivencia. Harry ha de ser visto como una prolongación temporal o doble del protagonista y él así lo capta en numerosas percepciones, como cuando nos dice que “hallé en él un recurrente recuerdo de nuestra gran montaña” (45) y que el joven “requería de mi mirada para existir” (50), o como cuando realiza su dimensión como doble en la imitación de sus gestos o en la propuesta de una especie de “enantiómero”, un “elemento que se repite y se complementa a sí mismo, a partir de otro” (54). –Puede verse en él también un tácito homenaje a Meneses y en todo caso el juego especular que, como se ha comentado para la narrativa actual, abunda en estos artificios “en el proyecto de (re)inscribir lo todavía no dicho, de convocar la realidad, de (re)construir un mundo y la imagen propia”[11]—. Por eso Harry está relacionado también con ese proceso de conocer o de conocerse, “¿es que había un acto mío donde Harry no estuviera presente?” (84) se pregunta, y por eso el narrador lo acompañará en las actividades de la clandestinidad política después de la visita y de la seductora intervención de Evaristo Cardival. Es esta la razón por la cual su fracaso, su debilidad y su traición son todavía más dolorosas y se explican en las reflexiones que lo llevan a afirmar con desesperanza que “Al parecer, el universo que quería conocer está contenido en este amigo” (99). La decepción resulta entonces más honda y explicable, se trata de reconocer el fallo de alguien que prolonga la propia personalidad, del doble, teniendo que asumir la imposibilidad de reconocerse. Una imagen resulta reveladora al respecto: la exhibición narcisista de Harry ante el espejo que no sólo evidencia su imposibilidad de conocer sino que dará comienzo a una significativa preferencia por los objetos caros o lujosos que lo sitúan fuera de la propia clase social. Este fracaso explica el intento de suicidio del sujeto protagonista, su desesperación, sus dudas y su insomnio para concluir en la dolorosa pero esforzada salvación que se traduce en continuar ese “recorrido no sólo por las ciudades y los lugares sino también por las tradiciones, los hábitos y los pueblos; por el conocimiento, como orgullosamente pensaba” (135), aunque esta vez con menos optimismo y tocado en lo más profundo del ser.

El conocimiento proporcionado por la memoria, una vez superado el episodio de Dorotea, guardiana de la puerta del mundo desconocido que Harry podría haber clarificado, va a recordarse como asociado al conocimiento cultural y libresco en sus varias dimensiones de la historia, de la medicina, de la pintura o de la arquitectura que le proporcionará la cercanía y el conocimiento del erudito local, Arcaya Vargas. –Es significativo también que al mismo tiempo se realice la relación sexual con Mariana y que sea ella la introductora en la casa del erudito—. Se cumplen así las dos vías de conocimiento, la plena y personal con Harry que termina en fracaso, y la externa e intelectual con el historiador que propociona múltiples y variados conocimientos. En este sentido puede considerarse a este personaje como el doble de Dorotea –“¿era posible tal coincidencia con Dorotea?” (84) se pregunta— su antítesis y su complemento porque si la mujer muestra el ejemplo intuitivo y viviente de la tierra, Arcaya Vargas resulta ser el aprendizaje intelectual, la síntesis histórica de ese Caribe cuyo carácter es objeto de sus indagaciones. Su desaparición, que se ambienta en la “variable secuencia de los volcanes” (112) abre paso de forma definitiva a la conducta ambigua de Harry, sus supuestas actividades antirrevolucionarias, la analítica introspección del protagonista que desemboca en agudas perturbaciones psíquicas reveladoras del fracaso de su propósito: el deseo de conocer. Huir es entonces el único objetivo posible “la necesidad de destrenzar gradualmente mi pasado de la vida de Harry” (137), una vez aceptado “el doloroso hecho de no creer en el ser más amado” (139), y es entonces cuando se siente como doloroso también el propio acto de la memoria (140), para no encontrar otra salida que, como sucede en los personajes de Balza, el apoyo en la multiplicidad psíquica: “salvarme a través de lo distinto que pueda haber en mí mismo” (137).

La siguiente onda de la memoria se expande de nuevo hacia el centro contemplado de Caranat, la nueva precisión sobre el tiempo –los 25 años desde que huyó de Dawaschuwa y los 40 desde que huyó de Caranat— contribuye a la anulación de ese transcurso que fusiona las dos personalidades (“Soy el otro y el nuevo: el otro y el de siempre” 141) y en la constante indagación se abrirán sucesivas ondas de la memoria, aunque ya ninguna de ellas tendrá la riqueza y variedad de la vivida en Dawaschuwa. Se puede decir en efecto, que el sujeto narrador está marcado por esta vivencia primera, así como gravita sobre él el sustrato de la montaña de Caranat y el amor de Nefer; es decir que después de las imágenes de Caranat son éstas, las de Dawaschuwa, las que lo marcan de manera más viva. Por eso la segunda onda, después de la salida de Cararat, la de su experiencia en México, resulta menos vívida y interesante, incluso no llega a conectar con amistades como el doctor Domínguez, aunque sí obtiene respuestas de otro género en lo simbólico vivencial: “yo sentí por primera vez cómo la forma de una montaña guarda una constante geológica, un mensaje indescifrable desde el origen del mundo” (146). Lo mismo sucede con su experiencia en Shanteri, la ciudad grande y cosmopolita en la que también busca su salvación. Pero la nueva imagen ganada se desdibuja con la historia de Isidra adquiriendo connotaciones por momentos grotecas y humorísticas en su relación patológica con la vejez de Tommy. El narrador siente entonces que Isidra no le pertenece, que elige, frente a Harry la transitoriedad, la vejez, la posesión absoluta del ser en decadencia. Por eso al recapitular su recuerdo, manifiesta que “no hubo derrota” (173) y que sus dos puntos de referencia continúan siendo Nefer y Harry.

En el itinerario trazado que significa el conocimiento del mundo como pretendían los viejos tratados de la memoria, cada lugar aporta su carácter emblemático en geografía e historia, por eso cada locus resulta relativamente fácil de ubicar en un aproximado mundo real aunque tal extremo resulte innecesario dada la intencionalidad netamente ficcional del autor. La nueva onda de la memoria se establecerá ahora en la Isla donde “una montaña sugestiva” (177), el monte Guayamurí, en la persistente identificación de mujer y centro, se convierte en gozne del tiempo y el mundo. Es el lugar de la utopía americana en la que se concentran todos los rasgos de la realización de la sociedad perfecta, neta alianza del mundo griego y de los socialismos del siglo XX; comunidad aislada, controlada, con su dios solidario —“yo arribé a una sociedad divergente en nuestro siglo” (181) porque “Si han tenido alguna religión, su dios debe ser la solidaridad” (187)— a la que se llega mediante un giro en el tiempo. Balza asume aquí el lenguaje de la utopía como cuando el protagonista observa que “En la Isla ningún habitante permanece desocupado, aunque sus horarios sean flexibles y sin controles oficiales (185). Por esta categoría de sociedad perfecta es lógico que se afiance la lectura de Giordano Bruno, cuyo pensamiento da sentido a su vida y contribuye al orden del pasado (184), hasta afirmar a su doble temporal que “esa asunción suya de la memoria en tanto reserva de inagotable sabiduría, como explicación y vínculo del hombre en las totalidades de su vida, debo confesártelo, me obsesionó también” (190). Es esta lectura del filósofo renacentista un descubrimiento que se sedimenta en la Isla después de atravesar la vida entera del protagonista. La espoleta vendrá propiciada en este preciso momento por la lectura del ensayo de Frances A. Yates, The art of memory (1966), que acaba por desentrañar los procedimientos de este arte milenario, cómo actúan las imágenes del pasado para hacer emerger la historia vivida, para descubrir que a cada segmento del mundo le corresponde tener un sentido y alcanzar la firme convicción de que “Al recordar, al ubicar todo desde el futuro, hallaremos la infalible percusión: los hechos hablan un solo lenguaje” (192). Pero el método del arte de la memoria que Giordano Bruno usaba como indagación mágica del futuro significa para el protagonista una prospección del pasado, la Casa de la Memoria es un cuadro de claves en el que las cosas y los seres pretéritos se ordenan, adquieren un sentido, el vínculo de su percusión. Ésa es la razón por la que en la reflexión del hablante “La memoria va a mostrar sus verdades (deslumbrantes y sanas; terribles, inaplazables) pero sólo cuando el tiempo vuelva a dejar partes de nosotros atrás” (193). Esta rectificación del método de Bruno propicia la multiplicidad de esas vivencias, la percepción de un éxtasis de correspondencias entre objetos privilegiados y el propio ser; es el caso de la montaña, una y múltiple, que impone su presencia como símbolo y búsqueda del centro, hasta el punto de preguntarse: “¿Hay percusión desde las montañas a mi existencia o es mi vida la que bate contra los montes inmóviles, inútilmente” (194). Ello conduce a presentir no sólo la posibilidad de una simple técnica mnemónica sino el carácter explicativo de la situación del hombre en el mundo. Todo un artificio que bien dosificado construye la novela y que se desarrolla a partir de la confluencia de su propia indagación y la reflexión mantenida sobre los textos de Bruno. Porque con este autor la práctica mnemónica adquiere un carácter religioso y mágico. Este es el sentido que tendría la confesión del protagonista en su madurez, cuando ya viviendo con Janneke, pasada la sesentena, aduce un desarrollo de su método propio:

Con cada ser que imaginé significativo en el futuro, tuve el cuidado de marcar la hora de nuestro encuentro, las circunstancias, los motivos, el desarrollo del primer contacto (a veces hice esa agotadora práctica con personas a quienes sin embargo, nunca daría importancia después: pero había que estar precavido: no sabemos realmente quien ocupará un lugar de interés en nuestra afectividad), de tal manera que, al evocar, más tarde; al reconstruir, después, su figura y los hechos obedecieran a una línea clara. Fue una enseñanza que no obtuve de Giordano Bruno (yo la practiqué siempre) pero él me enseñó a controlar” (205).
Se trata, al igual que en el filósofo renancentista, de la percepción de la misteriosa conexión entre lo aparente y lo real que desarrolla en “el hermético diseño de un mundo” (195) naturalizado en las ruedas propuestas por Bruno para su arte de la memoria. Así la amplia cita del texto de Giordano Bruno en su De umbris idearum... Ad internan scripturam, et non vulgares per memoriam operationes explicatis (Paris, 1582) cuyo texto también destaca Frances Yates[12], propicia una más completa explicación del universo, la posibilidad del desdoblamiento, la multiplicidad de los momentos del vivir y en este caso el espejeo del doble trabajado en la dualidad temporal del joven y del viejo; no es extraño por eso, por el carácter de sustentación de esa visión del mundo, que esa voz narrativa se pregunte: “¿Debo a Giordano Bruno --además de la jerarquización de la memoria-- ese parpadeo de los tiempos, ese incomprendido ingreso a la magia de las ruedas cronológicas?” (198). Este principio sustenta la arquitectura de la escritura según la cual ni los lugares ni los tiempos permanecen estables en la novela, la imaginación ayudada por ese arte de la memoria concita o excluye las vivencias, las hace revivir en el presente, las retrasa o las precipita hasta desaparecer. Claro que en esta actuación se nos evidencia otro factor decisivo: el carácter selectivo del recuerdo, la intensidad y la duración que modelan cada experiencia desde el punto narrativo.

En el itinerario que el protagonista emprende cuando todavía no ha abandonado el continente americano, las cuatro experiencias vividas y seleccionadas moldean el tiempo transcurrido entre la edad más juvenil hasta los albores de la vejez. –Resulta un dato importante de nuevo que resalte su edad de 60 años y perciba la distancia con la de su amante Janneke, 36—. El brusco salto en el espacio se impone, y desde la experiencia utópica de la Isla se proyecta hacia Europa, en concreto hacia el mundo holandés de Den Haag. Siguiendo la técnica del procedimiento mnemotécnico es ahora la imagen del pan, “Roggebrood”, la que actúa de impulso del recuerdo, así como la imagen de la bicicleta conecta el presente con la infancia de Caranat. El mundo supercivilizado se colma de objetos de belleza y comodidad, pero la vejez va adquiriendo un carácter de recapitulación, y los personajes del pasado alimentan cada vez más el presente no sólo como consuelo al desengaño sino como raíz y explicación del mundo que, a la manera de la gran sala percusiva (217) de Giordano Bruno, explicaría la ausencia de la esperanza: Janneke emergió como el último y definitivo centro, (“Sin que fuera absolutamente mía, todo en ella me perteneció. Debo estar complacido con la vida, puesto que mi inconclusa historia con Nefer o con Harry encontró por fin un empalme absoluto” 234), pero la decadencia de su cuerpo coincide con el cataclismo mundial que lo lleva de nuevo a la errancia.

Otro continente, Asia, es esta vez el objetivo. Oriente como centro de las civilizaciones milenarias asume la magia de los nombres: Ereván con su monte Ararat, “tengo una montaña más, la más hermosa y clásica, justamente aquella cuya sombría nobleza debe encaminarse hacia los volcanes de Caranat” (238), junto con el poeta Eghiche Tcharentz cuyos versos significan la magia de lo poético y actúan de prodigioso conjuro del pasado. Más tarde la visita a una nueva civilización oriental milenaria: su belleza histórica y arquitectónica, el mundo de Szamarkand, pone en movimiento la rueda de la memoria haciendo remontar el pasado recuperado, pero es justamente en ese momento cuando concretiza su presencia un elemento no considerado por Bruno, hombre al fin de su tiempo, exento de las dudas de la modernidad: la importancia del olvido. Es así como contemplando las bellas torres de Szamarkand asume “el consuelo de lo que se borra” (254), el olvido como sustitución y como belleza (255), y de este modo el hombre desdoblado que habita Percusión advierte su errancia como una espiral, es decir como un eterno retorno hacia un centro, con la posibilidad de acceder al ser simultáneo, de borrar lo vivido para renacer de nuevo, aunque no pueda evitar un nuevo temor: “el horror de circular en el tiempo, siempre” (259). Percusión puede ser como afirma Milagros Mata una novela de destierro, “El personaje está acudiendo a una cita, aunque parezca que huye, porque al final del viaje está allí: reiniciándose”[13]. Y en ese juego de la escritura y de la ficción este “ejercicio narrativo” trabaja con intensidad el tiempo y el espacio que fuerzan la imposición de los objetos, siempre adosados a la multiplicidad del ser, temas obsesivos en su narrativa, pero sin perder de vista el fundamento estructurante de la memoria.


Notas
[1] Citado por Frances A. Yates, El arte de la memoria, Madrid, Taurus, 1974, p. 47.
[2] Víctor Bravo en el prólogo a Tres ejercicios narrativos, de José Balza, Caracas, Monte Ávila, 1992, p. 13 ha sido el primero en advertir que las referencias a Giordano Bruno en la novela alcanzan el valor de “elemento estructurante”.
[3] Citaremos por José Balza, Percusión, Bogotá, Tercer Mundo Eds. 1991, p. 11. De aquí en adelante incluiremos la página entre paréntesis en el texto.
[4] Josefina Berrizbeitia: Balza narrador, Caracas, Eds. Octubre, 1990, p. 49.
[5] Citado por Frances A. Yates, El arte de la memoria, op. cit., p. 289.
[6] Véase Frances A. Yates: Giordano Bruno y la tradición hermética, Barcelona, Ariel, 1983 p. 222 y ss.
[7] Acerca del simbolismo de la montaña véanse las observaciones de Josefina Berrizbeitia, op. cit., pp. 51-53. Y la interpretación del “espacio sagrado” en Milagros Mata Gil: Balza: El cuerpo fluvial, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1989, p. 151 y ss.
[8] Claude Fell: “Balza a la luz de un traductor” en Bajo Palabra, 21 de mayo de 1995 p. 4.
[9] Juan Liscano: Panorama de la literatura venezolana actual, Caracas, Alfadil Eds. 1995, p. 108.
[10] Citado por Frances A. Yates, El arte de la memoria, op. cit., p. 298.
[11] Esta observación acerca de la narrativa actual se debe a Marta Gallo en Reflexiones sobre espejos. La imagen especular: Cuatro siglos en su trayectoria literaria hispanoamericana, México, Universidad de Guadalajara, 1993 p. 33. Los juegos especulares en la narrativa de Balza son también notables, no sólo en la elección de la figura de Narciso, sino en el despliegue estructural de sus textos.
[12] Véase Frances A. Yates, El arte de la memoria, op. cit., p. 253.
[13] Milagros Mata Gil, op. cit., p. 160.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un análisis brillante. Dan ganas de leer esa novela de inmediato! ¿Se puede comprar en España?
Mariela