UNA SUPERVIVIENTE, TAL VEZ ESO LO EXPLICARA TODO

Nicolás Melini



Ella era una superviviente. Tal vez eso lo explicara todo. Me encontraba en la isla para pasar el último día de la década de los noventa, un día muy especial. Fuimos a buscarla al aeropuerto. Ella regresaba de Italia, donde había estado visitando a su hija de 18 años y a su ex marido. Y luego nos fuimos todos a comer algo. Yo era el único chico. Ella, mucho mayor que mis amigas, lucía un piercing en su ombligo, en el centro de unas bronceadas abdominales. Recuerdo haberme detenido ante ella y levantar el aro con un dedo para mirarlo. Ella se quedó quieta observando cómo lo hacía. Fue un gesto sin importancia: miré el aro en su ombligo y luego lo dejé y miré para otro lado sin decir nada. Pero supongo que fue suficiente para trasmitirle que no le tenía miedo, y así pareció entenderlo.

Ya al final de la tarde se juntó con nosotros un grupo diverso de personas; para la celebración del fin de año. Mientras hacíamos los preparativos en frente de la casa de una de mis amigas (una especie de cobertizo junto a los canteros de hortalizas y el pequeño terraplén donde se aparcaban los coches), ellas se fueron ausentando para regresar un poco más guapas. Al final éramos más de 30. Comimos y bebimos (yo poco, como siempre que quiero conservar intactos todos mis sentidos, el mejor modo de que una mujer te escoja para hacer el amor esa misma noche), y dimos cuenta de las uvas con las campanadas.

En algún momento de todo aquello observé que ella desaparecía en el interior de la casa, y no me cupo la menor duda de que se encontraba mal, así que fui tras ella. Cuando llegué, lloraba desconsolada y dos de mis amigas trataban de serenarla. Por lo que pude entender, su estado de ánimo se debía al regreso de Italia, echar de menos a su hija, y que la noche anterior se había acostado con su ex después de quince años. Aunque no quería volver con él (no era eso), todo ello le había revuelto algunos sentimientos. En cuanto me vio en el salón, sin embargo, se recompuso y lo dejó. Comprendí que no quería que la viera llorar, y no supe si interpretar que era porque yo le interesaba.

Luego, de nuevo afuera, vino a mi encuentro y conversamos un poco, apoyados ambos en un murito de mampostería mientras veíamos cómo los demás bailaban y bebían y charlaban entre sí. Entonces me dijo que, por favor, no me separase de ella en toda la noche. Lo dijo de tal manera que no alcanzaba a ser una promesa. Acepté con la mirada.
Cuando todo el grupo decidió dirigirse a otro lugar, me subí a su coche. Tras un breve trayecto hasta una zona en las medianías de la isla, nos detuvimos en una carretera oscura, junto a una pared de piedra, y tomamos un camino. Ella me guiaba. Apenas hablábamos y cuando lo hacíamos susurrábamos nuestras palabras. Por lo que pude atisbar en medio de la oscuridad, estábamos rodeados de vides, los racimos de uva colgando de las estructuras de tubería por las que habían trepado, a la altura de nuestros ojos. Poco a poco, comenzamos a escuchar algo de jolgorio y por fin nos presentamos ante un garito clandestino.

El interior se encontraba atestado de una turba borracha y drogada, frenética, en la cual nos resistimos a ingresar. Tal vez por eso nos quedamos junto a la entrada, cerca de una esquina de la barra, mirando hacia dentro. A ella la conocía todo el mundo. Habló con alguien un segundo y decidió ir al baño. Mientras se adentraba en el local, aquellos junto a los que pasaba le decían cosas y se abalanzaban o saltaban junto a ella con indudable complicidad; ella reía con cierto aire nostálgico, sin detener el paso, hasta que alcanzó un oscuro pasadizo al fondo.

De pie allí y solo, me sentí fuera de sitio. Supongo que todo lo que me rodeaba había dejado de importarme, de modo que si ella desaparecía me vería obligado a buscar un sentido a mi estancia en aquel lugar, cosa que no me apetecía. Por fortuna, una de mis amigas regresó para confiarme su bolso, aliviando mi espera por un instante.

Cuando por fin ella regresó me sentí liberado de cierta ansiedad. Se situó a mi lado y allí estuvimos unos minutos largos, sin decir gran cosa, el uno junto al otro. No era allí donde quería estar con ella. No sé por qué, me dio por temer que decidiera no seguir conmigo hasta el final. Justo un instante después me anunció que estaba muy cansada y que se marchaba. Intenté reaccionar con normalidad, me despedí dándole dos besos y cuando desapareció me quedé allí de pie con el bolso colgando del hombro, sintiéndome el hombre más ridículo de la tierra.

—¡Y Bianca dónde está! –me preguntó mi amiga.

—Se acaba de ir.

—¿Y tú?

La verdad es que eso mismo me preguntaba yo.

Sin embargo dije:

—Quería devolverte el bolso –Se lo di.

Me miró con extrañeza, sin saber muy bien si era verdad que me había rezagado para darle el bolso; o que, en realidad, Bianca se había ido sin mí y acababa de decidir que iría tras ella. Sonreí.

Recorrí el camino entre los viñedos, a oscuras, temiendo que ya fuese demasiado tarde, pero sin correr, pues no sabía a qué altura del camino podía encontrármela. Cuando alcancé la carretera comprobé que el coche seguía allí.

—Y tú qué haces aquí.

—Nada, me voy contigo —Ni siquiera detuve el paso hacia la puerta del coche.

Ella soltó una risita, simplemente. Alcanzó el coche y se puso al volante.

El coche se deslizaba por la carretera, sinuosa y sin tráfico a las tres de la mañana. El cielo estrellado y el mar allá abajo y allá enfrente no parecían haberse dado por aludidos de la noche que se trataba. La miré conducir. Era como si estuviera enfundada en vaqueros –si no en cuero negro— sobre sus zapatos de tacón. Descendimos como si fuéramos a abalanzarnos sobre las nubes, cada vez más grises en la oscuridad y cada vez más cerca, hasta que alcanzamos un lugar justo encima de donde se oía romper el mar. Vivía en una pequeña urbanización de apartamentos en lo alto de un acantilado, con la costa –una modesta cala con más apartamentos y algún restaurante— a sus pies allá abajo.

Ya en su casa, sentados en el sofá, encendió un porro y se sentó a mi lado. Yo aguardaba el momento del pistoletazo de salida, pero ella parecía querer conversar un poco. Aguardé tranquilamente a que lo hiciera. Aún con todo, no me esperaba en absoluto lo que quería transmitirme.

Con los pies recogidos sobre el sofá me contó una parte importante de su historia: de buena familia italiana, se había convertido en “oveja descarriada” —según sus propios términos— desde muy pronto. Empezó con la heroína a los dieciséis. Todos sus amigos de aquella época habían muerto. Una generación de jóvenes arrasada por la droga. Cuando el Sida apareció en escena, ella estaba convencida de haberse contagiado. No podía ser de otro modo. Se había pasado años compartiendo jeringuillas. Por un momento temí que me confesara que tenía el Sida, pero no, no era eso.

Mientras se fumaba el porro, mirando al frente, me relató un viaje en coche, con su marido y su bebé, a la ciudad más cercana en la que podía hacerse las pruebas. Por entonces se trataba de una enfermedad mortal. Pero le dolía, sobre todo, por su hijo. No por ella, por el niño pequeño que llevaba en brazos. Cuando supo los resultados no podía creerlo.

Ahí concluyó su relato.

Si hubiese permitido que todo aquello me emocionase de uno u otro modo habría estado perdido. Fue una confesión sincera. Narrada desde el corazón. Aquí hay una mujer, me dije. Luego hice lo que creía que ella necesitaba para sentirse bien. Le aseguré que nada de lo que me había contado era un problema para mí. Guardó silencio durante un rato. Parecía estar deliberando sobre sus propias emociones. Luego encendió otro porro y nos fuimos al cuarto.

Aquella primera vez fue extraña. Además de los canutos, ella había esnifado algo de coca. Se encajó bien encima de mí y tras un par de sacudidas se llevó el dedo al clítoris y comenzó a masturbarse. En un minuto se desplomó sobre mí. Se echó a un lado, adoptó la mejor postura y se quedó dormida.

Yo me quedé despierto. Me sentía mal. El sexo no había sido agradable. Más bien lo contrario. Era como haberlo hecho para nada. Y no sabía muy bien qué pintaba yo allí la primera noche del 2000. Así que seguí repasando los años vividos hasta entonces, pensando en lo que había esperado de aquel día y en lo que quedaba por vivir en adelante, después de aquel absurdo punto muerto en el que me encontraba, varado en la cama de una desconocida que, probablemente, seguiría siéndolo después de aquella noche.

Pero, habiéndome dormido mucho después que ella, me desperté un poco antes. Tras un instante de desconcierto y recapitulación de algunas de las sensaciones de la noche pasada, miré en la dirección en la que debía de encontrarse su culo: se insinuaba entre las sábanas. Aparté la tela (lo hice ceremonioso) y descubrí un culo perfecto. ¡Bianca Iasci!, exclamé su nombre, y seguí mirándolo desde mi posición en la almohada, como si temiese que se diese cuenta de que lo hacía; el culo visto a ras de su espalda, elevándose en una curva bronceada hasta las nalgas como un corazón. Pero, me dije, por qué no ser un poco más descarado. Está dormida. Y me incorporé para tener mejor visión.

Su culo era increíblemente deseable. No pude menos que arrodillarme para mirarlo de frente. Luego abrí las nalgas para ver su ano y los labios. Los pliegues de sus muslos y sus nalgas se hendían en la carne, hermosos, como los de una mujer adolescente. La miré dormir. Sonreí. Y luego me incliné para abrevar en los labios, primero, y dentro de su coño, después. Aquello estaba riquísimo. Supongo que pasado un instante se dio cuenta de lo que estaba pasando, pero apenas frunció el ceño y entreabrió un ojo. Continué, la lengua del ano a los labios, el dedo gordo dentro, acariciando la tersura del interior: cada vez que deslizaba el dedo ella se ahuecaba un poco más. Cuando estuvo casi despierta y excitada entré.

Esta vez esperó un poco más antes de masturbarse y correrse. Aunque desde luego lo hizo mucho antes de que yo pudiera hacerlo.

Vislumbré entonces algo que más tarde confirmaría: su sexualidad funcionaba así. Iba a lo suyo. Se corría una, y otra, y otra vez, porque podía y era lo que deseaba. Y sólo al final —a veces en medio de todo— me esperaba un poco. Yo nunca se lo reproché. No quería coartarla en su manera de disfrutar. Además, no me molestaba. Si tenía una mayor capacidad para disfrutar debía ponerme en función de ella y buscar la manera de quedar satisfecho. Y eso no era tan difícil, al fin y al cabo.

***


Nuestra relación se estableció en unos términos muy maduros; con un respeto casi exquisito entre nosotros. Si no era amor lo que sentíamos, al menos se producía con amabilidad y deferencia entre los dos; pendientes el uno del otro todo el tiempo, pero sin inmiscuirnos en nada. A veces yo le decía: “Eres mi politoxicómana preferida. Los canutos, la coca y yo”. Ella reía. Pero había algo de cierto en aquello. Su forma de hacer el amor no era muy distinta de su manera de esnifar cocaína. Era como si se metiese un chute de mí. Lo cual me halagaba. Era un modo, como cualquier otro, de querernos sexualmente. Y luego había otro, muy agradable, de querernos el resto del tiempo. Respetaba que se drogara, aunque, por el contrario, yo no lo había hecho nunca.

Por las noches se dormía sujetando mi pene dentro de una mano. Se asía a éste y no lo soltaba, hasta que yo necesitaba darme la vuelta e intentaba abrirle los dedos. Entonces cedía y se volvía, aun dormida, con un mohín de contrariedad.

Mis estancias con ella siempre eran cortas. Me volvía a Madrid y, en cuanto podía, regresaba para pasar unos días en la isla. De nuevo allí me entregaba a la agradable vida de pareja. Organizábamos cenas en su casa (hace una pasta riquísima), visitábamos los restaurantes de varios de sus amigos, tomábamos el sol en la terraza… A menudo bajábamos a la playa y permanecíamos allí unas horas. Cuando no nos bañábamos, nos dirigíamos a una cantina —el quiosco solitario que había en la cala—, nos sentábamos en una de las mesas del paseo, yo leía el periódico y ella miraba el mar.

Recuerdo una tarde. Ella se levantó, dio unos pasos —como si se aproximara al sol—, y se quedó de pie en medio del paseo, en bikini, sobre sus tacones altos. Todos los hombres que se encontraban apoyados en la cantina se volvieron sin disimulo para mirarla y rezongar alguna cosa. Yo sonreí. No tenían el menor respeto hacia mí, pero no los culpaba. Y tampoco podía culparla a ella, aunque, sin mirarlos, fuese consciente de todo, y sonriese también. Sonriendo con ella me convertía en su cómplice. Luego desanduvo sus propios pasos y se sentó conmigo, como si nada hubiera pasado. Y yo seguí leyendo el periódico, tratando de no demostrar el menor alborozo porque aquella noche sería mía.

Un día me dijo que alguien la pretendía. También me habló de un cliente que no estaba nada mal. Otro día me comento acerca de alguien que la había acompañado a casa y, en el último momento, había intentado besarla. Resultaba difícil saber de quién hablaba en cada caso, pero yo no me dejaba arrastrar a los celos. Ella deseaba que me enfadase, posesivo, pero yo callaba y le hacía ver que no me consideraba su dueño. Esto la decepcionaba. Quería que le demostrase que la quería. Insistía una y otra vez en su intento de estrechar un cerco sobre mí. Aunque creo que lo hacía más por orgullo que por amor.

Un día me pidió que me quedase, que lo dejara todo y me fuese a vivir a la isla con ella. Comprendí que se jugaba nuestra relación a todo o nada. Pero, aun resultándome tan sorprendente que se me diera aquella oportunidad con una mujer como ella, no podía aceptar. El ofrecimiento de establecerme en su apartamento resultaba muy tentador; y también lo era la posibilidad de seguir disfrutando de nuestra serena amistad y la tempestad de su sexo; y de un tipo de feminidad que no había conocido hasta entonces más que a través de algunas películas, representando la tentación y el peligro casi siempre. Cuando me apartaba de ella para correrme, mi semen salía disparado varios metros, rebasando su cuerpo para posarse un poco más allá de su cabello. Pero no permití que nada de esto me influyera a la hora de tomar una decisión.

Le dije que no, que no lo dejaría todo para irme a vivir con ella en la isla, a pesar de que se hubiera convertido en el lugar donde mejor me sentía de la tierra. Se lo dije con todo el cariño, tratando de no herirla, intentando demostrarle la mayor de las consideraciones. Pero supongo que no resulta sencillo tomar una negativa como si no lo fuera.

Nos encontrábamos a punto de subir a su coche para acudir a reunirnos con nuestras amigas en aquel garito clandestino. Subió al coche y condujo en silencio, triste y contrariada. Conocía bien aquella actitud, sólo que ahora, por primera vez, aquella actitud tenía que ver conmigo. Conducía con brusquedad, sobre todo cuando aceleraba. La observé un segundo. Miraba al frente con el rostro arrasado por la decepción. No quería decirme nada.

Al llegar al sitio y descender del coche hizo algún comentario del tipo “no importa”, dirigido hacia mí. Luego, justo cuando alcanzábamos el final del camino de las vides, me pareció escuchar que comentaba “tú mismo”. Y entró en el local bailando unos metros por delante de mí, dejándome atrás con cierto despecho. Aquello me puso en alerta. Se había obrado en ella algún tipo de cambio respecto de mí. Corrió a la barra, saludó a la amiga que estaba al otro lado y, cuando me fui a dar cuenta, me tuve que girar para averiguar dónde se había metido, desconcertado porque la había perdido de vista.

El local se encontraba casi vacío. Decidí acodarme en una esquina de la barra, junto al equipo de música, cerca de las pocas personas que conocía de vista. Además, era el lugar adonde parecía regresar, en sus muchos respiros, quien atendía tras la barra. Antes de que me sirviera una copa, Bianca saludó a varias personas más y desapareció hacia el interior, a través del pasadizo oscuro que conducía a los baños. Tenía que contener cualquier tipo de inquietud. Decidí tomármelo con calma. Y estaba seguro de poder conseguirlo. Tenía que guardar la tranquilidad sin mostrarme frío ni indiferente.

Cuando regresó y comprendí que se dirigía hacia mí volví el rostro para mirar brevemente cómo lo hacía; con naturalidad –sin ansiedad, ni reproche, ni chulería, ni preocupación—, escrito en el rostro. Era todo un reto evitar torcer el gesto. Ella se dio cuenta pero no me miró. Me dedicó un leve gesto corporal que parecía reconocer que había venido conmigo y siguió de largo a hablar con alguien que se encontraba justo a mi espalda. Le dio dos besos. Se rieron.

Yo no me volví. Cogí el botellín de cerveza, bebí, sonreí incrédulo, y me juré no dar la menor muestra de debilidad. El tipo con el que hablaba estaba pinchando allí aquella noche. En seguida se dirigió al equipo de música y, mientras manipulaba el cacharro, visiblemente extasiado por la música, ella me dijo que si lo conocía. Él se volvió y me tendió una mano –me pareció que sin mirarme, o esquivando mi mirada por timidez—, y ella me dijo que era Polo Ortí, el músico de jazz. Yo sabía quién era Polo Ortí, aunque no me lo hubiesen presentado nunca. Asentí con la cabeza (un signo de admiración o de haber caído en la cuenta, no quise dejarlo muy claro) mientras lo miraba moverse como si dirigiese una orquesta de viento, sudando, bebiendo de su copa, manipulando el aparato de música. Él continuó a lo suyo. Ella se acercó y me dijo, casi al oído, que Polo iba a pinchar al garito de vez en cuando porque allí lo dejaban tranquilo y podía pinchar lo que quisiera y pasárselo bien. Yo asentí sin poder evitar cierta frialdad. De pronto, hizo un gesto exasperado, que no supe cómo interpretar, y se separó de mí para ir al encuentro de alguien, ahí atrás, donde yo no debía mirar.

Cogí el botellín de cerveza y bebí. Polo Ortí bailoteaba en la esquina de la barra como si tuviese un trombón de varas entre las manos. Bianca volvió a desaparecer hacia el baño.
Era evidente lo que estaba pasando. La tercera vez que regresó de adentro lo hizo dando un acelerón imprevisto hacia la derecha, amago de ir al encuentro de unos tíos que acababan de llegar. Risas. Los tíos se contuvieron, la miraron alejarse con actitud de alerta galante, y luego se volvieron hacia la barra para pedir, comentando entre sí alguna cosa acerca de ella.

Ella reía desaforada allí detrás de mí. Hablaba a gritos con sus amigas. Sin mirarla, podía sentir cierto desdén, despecho, vacío, hacia mí. Decidí volverme en la barra, de lo contrario mi actitud se interpretaría como demasiado rígida, envarada. La miré de nuevo. Intenté hacerlo como solía mirarla cuando todo iba bien entre nosotros, tratando de no transmitirle ningún tipo de emoción negativa. Pero supongo que me salió un ligero reproche, cierta tristeza por lo que estaba pasando. Aquello la hizo mirarme a los ojos por un instante, con melancolía. Luego volvió a desatarse teatral, felina, las caderas bamboleándose sobre sus tacones.

Cruzó casi corriendo el largo de la barra y de nuevo provocó que los hombres que allí se encontraban (tipos de cuarenta, fornidos) acompañaran con un leve giro algunos de sus pasos. Interactuaba con ellos como si quisiera torearlos. Al que se volvía un poco más y la miraba, ella le devolvía la mirada, hacía un gesto de aproximación provocando su sorpresa y antes de que le diera tiempo de decirle algo se escabullía corriendo en dirección contraria.

Tal vez era la coca. O una combinación de coca y despecho. Pero no quería disculparla. Me decía que yo no era celoso, aunque me estaba removiendo algo ahí dentro que no me gustaba. Allá ella, era su problema. Me decía que todo aquello lo debía afrontar conservando la calma y sintiendo lástima por ella, pues era ella quien estaba perdiendo los papeles y comportándose de manera decepcionante, pero me estaba obligando a sentir algo que no quería.

En una de sus idas y venidas a lo largo de la barra eché a andar, sin saber muy bien si me dirigía hacia la puerta o hacia ella. Cuando la alcancé se había detenido a atender a uno de aquellos hombres. Dudé si seguir de largo hacia la salida, con la esperanza de que me siguiera, pero el miedo al dolor que me hubiese producido que no lo hiciera me empujó a hacer las cosas de un modo mucho menos teatral, más maduro.

Llamé su atención. Ella no necesitó volverse para saber que yo estaba allí. Estiró un brazo hacia mí al tiempo que reía y escuchaba las palabras del otro. “Vamos”, dije, y tiré con cierta autoridad de su brazo (una autoridad que me avergonzó al instante, pues me sentí el hombre más vulnerable de la tierra). Ella pareció vivirlo con cierto regocijo. A pesar de que todavía disimulaba tener toda su atención puesta en el otro, alargó más su brazo para ponerlo bien a mi alcance, y acompañó mi gesto de seguir andando con todo su cuerpo. Mi crispación (la crispación de aquel leve tirón) era su victoria. Aunque seguí andando hacia la puerta, ella se las ingenió para no soltarme la mano y me siguió como si yo me la llevara, como si la arrastrara fuera de aquel lugar. Por último sonrió victoriosa e hizo un gesto a la galería de hombres que le decían adiós, justo antes de desaparecer por la puerta.

En el camino de las uvas me siguió con sumisión un metro por detrás, sin soltarme la mano, los tacones cincelando el cemento, yo en silencio. Sentí el alivio de salvar aquella situación. Y al tiempo la vergüenza de sentir ese alivio.

No quise discutir. Ella condujo sin atreverse a decirme nada.

La quería.

Ambos sabíamos que se había terminado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Brillante cuento. Exactitud en el énfasis. Milimétrica concisión.


Luis Guevara