(PRIMERA IMAGEN DE JAVIER EGEA. HOMENAJE EN GRANADA, 20 DE NOVIEMBRE DE 2009)

Ernesto Pérez Zúñiga



Primera imagen: la cubierta de Paseo de los tristes, y la dedicatoria escrita para mi padre con una letra firme y clara, en trazo grueso de rotulador oscuro: “A Ernesto, desde la otra dedicatoria de la esperanza, Javier, 10 del 1 del 83, Granada”. Después la cita de Diego de San Pedro: “Dama que mi muerte guía/ ved las coplas d´esta muestra,/ escritas sin alegría,/ pensadas con ansia mía,/ trobadas por causa vuestra;/ y no se os haga graveza/ hacer bien al bien perdido;/ tenedlas por gentileza,/ en pago de mi firmeza/ y en señal de vuestro olvido”. Como si tan buen conocedor de la tradición adivinara, a pesar de la esperanza, el ínfimo sueldo del futuro.

“No viene nadie, nadie
a este puerto
y al alba
está todo tranquilo, el agua limpia,
y el añil que se agranda por el humo
y está la casa abierta
y nadie nadie nadie”.

Creo que ya siempre en mí se quedaron ese puerto y nadie.

“O me habré de morir a cada instante
para saldar el brillo de esos ojos
tan extraños o grandes y asesinos”.

Y en lugar de escribir sobre aquella primera imagen, lo seguiría leyendo como nuevo:

“Tú que todo lo sabes
sabrás que regresaron los vencejos
y no han reconocido los aleros ni el patio
y parecieran locos sobre tantas ruinas”.

Te resistes, Javier Egea, a que escriba sobre ti o para ti, mejor dicho. Para decirlo bien, resistes en páginas que duelen al despegarse de la encuadernación.

“¿Sabe quién mató al Sr. Egea?

- Lo sé.

- ¡Pues dígalo inmediatamente!

- Yo me arrojé al vacío
desde la estrella muerta
y ya no tengo miedo a morir”.

Eran los tiempos, alrededor de mis quince años, en los que leía la “Escena del teniente coronel de la Guardia Civil” y el “Diálogo del Amargo”. Paseaba a menudo por los barrancos de Víznar, muy cerca de donde los Egea tenían una casa familiar, donde mi padre iba a menudo para ayudar a Luis, hermano de Javier, a cargar cartuchos nuevos para la caza. Eran veranos más solitarios que secretos, donde yo buscaba respirar un aire menor pero real de un pasado remoto que me entregaban, dueños de un aire mayor, los poemas impresos de García Lorca.
Llegó el invierno y, con él, un segundo intento de imagen de Javier Egea. Sucedió una noche -sin mí- en la Tertulia. Mi padre le contó que yo era o quería ser poeta, a lo que Javier replicó: “Dile que no escriba hasta que viva mucho”. O esta otra versión: “Dile que viva primero y escriba después”. O esta otra: “Que escriba lo que quiera pero que viva todo lo que pueda”.

Me imagino el ruido de los vasos, los altibajos de las conversaciones en las mesas, las paredes amarillentas donde colgaban cuadros protegidos con cristal, y la manera que tenía Javier de hablar estirando la barbilla, riendo con los ojos, dando la versión que aún no es definitiva: “que se emborrache mucho, que cruce la noche, que abrace las traiciones de la noche”.

(La definitiva es ésta: “Dile que beba mucho, que folle mucho, y después se ponga a escribir”).
Yo, mientras tanto, le seguía leyendo, contradiciéndole, contradiciéndose:

“Por eso he de decirte -aunque sea por escrito-
que está la casa abierta para ti,
que te esperan los libros, el té, mi soledad,
las dudas de las tardes de domingo,
la pequeña verdad
que no se tiene en pie sin tus palabras”.

Pero la primera imagen en movimiento en mi retina llegó dos años o tres más tarde, seguramente también en la Tertulia, en una mesa donde se sentaban o se iban a sentar Alfonso Salazar y Javier Benítez, justo en el momento cuando estábamos buscándonos, construyendo el tiempo de las referencias y de las renuncias.

Javier Egea, ante el fresco del escenario donde parecía pintado y repetido, leía con su voz cínica de canto y de conocimiento esa Noche canalla que siempre quisimos escribir:

Yo no sé si la quise pero andaba conmigo,
me guiaba su risa por la ciudad tan gris.
Ella tenía en su boca colinas de Ketama
y el cielo de sus ojos me pintaba de añil.
Yo vi tantas estrellas como ella puso siempre
en aquel cielo raso como paño de tul.
Ella llevaba el pelo como la Janis Joplin
y los labios morados como el Parfait-Amour.
La he perdido en un bosque de jeringas brillantes
por donde nos decían que se llegaba al mar;
se fue sobre un caballo de hermosos ojos negros;
por más que yo me muera no la podré olvidar.
Bajo el cielo ceniza me conducen mis piernas,
esta noche no tengo ni esperanza ni amor.
Solo queda el calor de mi pobre navaja.
Hoy me he visto la cara de un retrato robot.
A pesar de sus ojos he salido a la calle,
a pesar de sus ojos me ha tocado vivir.
En un barrio de muertos me trajeron al mundo.
Esta noche canalla no respondo de mí.

No resulta real leer estos versos sin el acento y la modulación que él les daba. Ya no puedo leerlos sin oírle. Y siempre parece que va a regresar de un momento a otro, haciéndose visible entre la calle de dos versos, donde detrás de las esquinas de las sílabas, en algún apartamento alejandrino, Javier sigue viviendo.

Para nosotros los de entonces que tomamos como lema el contrabando, vimos -tras la primera apariencia de juglar pirata- un poeta que cruzaba cada una de sus fronteras elegidas con una autenticidad inapresable, libre en su acción y en su palabra, uno de los pocos que supieron localizar el fuego poético y robarlo, mar o desierto, troppo desierto, con una independencia interior que no dudaba en expresar en voz alta y social; un valiente ladrón de fuego que, en el momento de los camaradas, era capaz de tomarse todo a broma.

Como camaradas menores lo mirábamos nosotros, y ahora me asombra la gran generosidad que Javier Egea nos ofrecía, poetas de veinte años cumplidos, que soñábamos la herencia de Rimbaud, sentados alrededor de una mesa que se iba deshaciendo en el puzzle de la madrugada, muchachas que habían escapado mucho antes, poemas espantosos en servilletas mojadas de ginebra que acababan en el suelo dentro del serrín de la hora de cerrar.

Hubo primero una fascinación por la fuerza de su poesía, por su compromiso con ella y con la vida; una fascinación por el ingenio de su presencia.

Hubo después una progresiva comprensión de su claro oscuro, el claro oscuro de Javier Egea, tan contrastado y tan violento como los cuadros de Caravaggio.

Mientras leíamos Troppo Mare, o, más tarde, Raro de luna, vimos a Javier Egea viajar a un lado y otro de la línea de sombra.

En su casa del Zaidín, sobre una línea azul de botellas de Rives, nos leyó una tarde dos Sonetos del Diente de Oro. Recibíamos el privilegio de su duro boxeo, y la mirada llena de frío y de ternura de su perra de caza.

Años 93, 94, 95. Ya no sé.

Hasta entonces había aprendido que sólo la autenticidad valía la pena en la vida y en la literatura. Nada de lo que recibiera de los libros o de la noche; nada de lo que escribiera, depurando cualquier conocimiento, llevaba a buen puerto sin esa autenticidad, consciente o inconsciente: no había otra pureza.

Durante un tiempo estuve visitándole con el manuscrito de un libro de poemas que ahora considero el primero, Ella cena de día, que se llama así porque Javier Egea encontró el título en uno de los versos.

En los días de sol nos sentábamos en la terraza, y, en una de sus sillas viejas, aprendí más que nunca sobre la construcción de un poema. Habían transcurrido unos diez años desde que mi padre le había contado que su hijo era poeta.

En aquellas conversaciones, después de un primer aturdimiento, iba comprendiendo la importancia de la paciencia, el interior de una mina que no siempre muestra su veta al primer golpe, el verso como unidad de ritmo y significado, no un objeto, pero sí una presencia de sentido duradera.
Hasta entonces había confiado demasiado en el primer descubrimiento, ahorrándome el esfuerzo de buscar, en los rincones de la escritura, el cofre polvoriento que sí guarda el tesoro, desechando los demás.

A fuerza de dolor y risa lo aprendí en aquella terraza.

Una vez Javier Egea tachó molesto de un verso la palabra “culpables”. “No existen los culpables”, me dijo muy serio; como un aviso para navegantes justicieros o rencorosos, un aviso íntimo pero que afectaba a las acciones y a las palabras de todos los que pasan por la vida. “No hay culpables”. Lo he recordado siempre.

(Para terminar, quiero poner un ejemplo de aquella fiesta cruel de aprendizaje.)

Yo había escrito un meopa, un pameo, que decía (y perdonen):

Trata de que uno es su propio enemigo,
de que puede que me diga adiós
como en la niebla
y que esta inevitable
sed de un solo yo
se me vuelva loca.
Contra sí mismo uno vive.

Javier Egea, después de leer 22 poemas, tan harto de mí como había sido generoso, feliz de Rives, se puso a escribir sobre la misma hoja, ante mi silencio angustiado, una versión del mismo poema. Primero muy serio, cada vez más divertido, hasta que terminó y me leyó lo siguiente:

Trata de comportarte
cuando te diga adiós.
Trata de que la niebla
deje una inevitable
sed de un solo yo.
Trata de conseguir
que no se vuelva loca,
que mis besos en tu boca
sea la canción que sigue:
contra sí mismo uno vive,
que curro se va al caribe,
que curro se va al caribe
y se va
y ya no piensa volverte
a ver.

A partir de entonces, dejamos el manuscrito y esa tarde no hicimos más que reír.

Una vez en casa, días después de la resaca, tomé el manuscrito y reescribí:

Trata de que uno es su propio enemigo.
Tú, que eras el tesoro y me has vencido,
lo sabes: contra sí mismo uno vive.
A mí mismo entre nieblas veré diciendo adiós
detrás de los cristales cuando todo termine.

Pero era él detrás de los cristales, eras tú, Javier Egea, cuando todo termine, justo porque tu obra no termina. A ti te dedico esta noche toda mi esperanza.

1 comentario:

Ernesto Suárez dijo...

Amigo Ernesto:

gracias por tu texto y por compartir la conmoción y la memoria. He sido (fui) lector de Egea (de sus escasas entregas poéticas) prendido por su levísima fortaleza al escribir poemas, su justeza, su "juguetería". Hay un grupo de poetas que escriben alongados a los años 80 y 90 del XX que requieren una lectura revisada, entre otras razones porque vivificarían (revolcando) la imagen de lo escrito aquellos años. Egea es uno de ellos. Y eso a pesar de algunos de sus amigos-escritores. Gracias de nuevo.