EL CÍRCULO DEL PÉNDULO LUMINOSO

Israel Centeno



Germand sintió un reloj de arena volcarse dentro de su pecho, soplaba el Mistral, su caja torácica se crispaba. Él y el viento cónsonos, persistentes, ásperos. Los Cristales hacían añicos la luminosidad mediterránea, fragmentos de luz sucia, ojos glaucos cubiertos por el ala de un murciélago.

Germand Verne era un hombre de negocios. Le gustaba precisar que era un empresario en el ramo del turismo. Tenía un hotel, varias pensiones, un pequeño casino y una casa de veraneo que ha servido como locación de exitosas películas pornográficas. Reconoce en su genealogía a una estirpe de piratas y aventureros corsos que incidieron anónimos y modestos en la historia del Mediterráneo.

Su padre, el viejo August Verne, fue un sobreviviente. En los tiempos de la ocupación alemana a Francia, Marsella era un hervidero de espías, de gente que buscaba la manera de escapar, un mar saturado de peces llenos de carne. La pesca era segura y provechosa, se trabajaba con modestos e improvisados anzuelos, redes descosidas y hasta con las manos. Por ese entonces la fortuna de la familia Verne se consolidó. August se encargaba de que no faltara canard o poisson fumé en la mesa de quien lo pudiera pagar. Era un ecléctico. Para un hombre práctico en momentos de desesperación y de guerra, el futuro de su familia, si atinaba en las decisiones, podía verse entre puntos, como una pintura de Rembrandt. Fue natural que forjara pasaportes y salvoconductos e invirtiera en el negocio de las armas. No era un filántropo ni un patriota de la resistencia. Si hubiese necesidad de calificarlo, el nombre de August el sobreviviente le calzaría como la zapatilla a La Cenicienta.

Manejaba la economía del sobreviviente, una ecuación simple, “para salvarme, algunos deben huir y otros deben morir”. Es la mecánica intrínseca y sencilla de la vida.

No estuvo frente a un dilema en casos como el de Monsieur Cécil. Una mañana estival le dijo que la libertad lo esperaba en un muelle clandestino, la Gestapo se encargaría de someterlo al insensible molinete de la realidad. Nunca llegaría al norte de África, tampoco recomenzaría la vida en América. Era un asunto de economía, los fondos de Cécil estaban exangües, el mundo sólo le podía brindar oxígeno en un campo de concentración. Ponderar éstas y muchas otras circunstancias convertía al viejo August en un ángel del creador.

Germand sentía la ruda caricia del Mistral y el otoño llegaba a su vida, había incrementado la fortuna familiar en los tiempos de posguerra. Miraba la prosperidad con una fría expresión de sus ojos glaucos, esa mirada lo hizo confrontar a la verdad, desdibujada pero cierta, como debía ser.

—C’est fini, el futuro está en Sudamérica —dijo.

Más allá de la nata que cubría sus ojos, unos figurines de papel graznaban en torno a las embarcaciones de pesca. Eran las gaviotas. Eligió una ciudad al azar, recordó a su estirpe, viajeros, piratas, comerciantes, buscadores de oro.

El Ávila surgía de la luz. Así vio al cerro, pincelado. Desde la nada se enseñoreaba como una totalidad de verdes pinares, espigas púrpuras y mates insistentes en el tronco y en las hojas de los eucaliptos. Llegó a Caracas con las emociones encontradas del descubridor y se internó en su caos con una cuenta abierta en euros. Actuaba por instinto, pensaba en la nueva Marsella resguardada por una fortaleza natural, el cerro. Compró un apartamento en una zona de clase media. Salía cada mañana a subir por los caminos del Ávila, saludaba a los excursionistas con entusiasta amabilidad.

—¿Todo bien?

Respiraba con fuerza y ascendía por La Julia a un lugar llamado El Tanque, allí se quedaba escuchando el rumor de una quebrada de agua y oía a la ciudad, tenue y soberbia. Viva, subversiva y cambiante.

No perdió tiempo y se abocó a rediseñar su inmueble. No tendría más de cien metros, uniformes y descoloridos. Disfrutaba del balcón, quería poner romanillas coloniales, persianas de madera desde donde pudiera contemplar detrás de sus telarañas a una de las avenidas de la urbanización. Era una calle como una calle cualquiera de Marsella, árboles frondosos —apamates— un camión de verdulero, señoras coquetas y cargadas en carnes regateaban al vendedor, ejecutaban una danza amorosa y lograban sacar buenos precios en los calabacines y en las berenjenas. Los vagos, eventuales asistentes del marchante, ofrecían sus servicios, podían llevar bolsas repletas de tubérculos, frutas o ramas, reparar tuberías o reventarle el culo a la mujer del turco de la esquina.

No perdió tiempo y puso manos a la obra, debía reformar todo aquello antes de la llegada de la primavera a Francia. Hablaba un español aprendido en Ibiza.

—Buen día vecina, ¿todo bien? Oh, la lá. Hoy llueve y mañana no, Venezuela es una lotería, un desastre, vecina, un absoluto desastre. ¿ça va? ¿ça va bien?

Trabajó en los planos de remodelación y decidió tumbar paredes, acabar con habitaciones y baños y hacer de su hogar caraqueño un gran salón, un buen sitio para cocinar. Puso persianas de madera en la terraza y se convirtió en el voyeur de la avenida de los apamates: Allá va la turca, allá va, con el turquito atrás.

—Mon dieu —reía— Siento un vigoroso renacimiento espiritual —se llevaba las manos a los testículos y hacía un gesto en homenaje a la fertilidad.

Pulió el mármol del piso, hizo una barra en la cocina, creó una bodega para sus vinos. En las noches contemplaba a los vagos juntarse en la esquina, destapaban latas de cerveza, miraban al cielo más allá de las copas de los árboles y olían cocaína como si estuvieran poniendo alcanfor en sus narices. Germand tarareaba canciones de Gilbert Bécaud, su cara roja y cuadrada era la de un hombre tocado por una súbita espiritualidad. Cada mañana una mueca acompañaba sus saludos. Era una expresión de la nueva era, una afirmación de Derek Chopra. Saludaba a las plantas en sus porrones, a la ancienne madame que despintaba sus recuerdos en la sala de las áreas comunes del edificio, al simpático y salvaje vendedor de periódicos.

Se compró un Renault e hizo contactos con grupos esotéricos. Creía en el péndulo. Los maestros desencarnados se comunicaban en coordenadas y transmitían sus grandes enseñanzas al mundo de las ilusiones. ¿Era un místico Germand Verne? Todos los piratas creen en los infiernos, en las almas atormentadas, sienten un horror reverencial por el más allá y buscan aún entre las llamaradas, mapas de tesoros ocultos, la salvación o una tarde de Rembrandt en el Sena.

Lumiére le había recomendado El Círculo del Péndulo Luminoso.

—Allí encontrarás tu destino, mon ami —le dijo una tarde de Mistral en Marsella. Al darle la espalda dejó escapar una sonrisa hipeante.

No se equivocó Lumiére. Allí lo esperaba un coronel del ejército y Jacinta. Ambos muy interesados en Marsella.

—Siempre ha sido un refugio de aventureros —comentó el coronel.

—Es un mito, cher ami.

—Es una ciudad que sabe hacer negocios.

—Oh la lá, mon ami, ha sido su razón de ser.

Jacinta acompañaba al oficial del ejército. Era esmirriada. Era elegante. Ella le sostuvo la mirada; luego de sonreírle le preguntó:

—¿Usted cree en la reencarnación?

—Sin duda, amiguita.

—¿Cree usted que nuestro presidente es la reencarnación de alguien en especial?

—No podría asegurarlo un cien por ciento, pero me arriesgaría a creer que vuestro Libertador ha vuelto —se escuchó un murmullo general en el salón de sesiones—. O, nuestro Napoleón ha reencarnado por estos lados —esta acotación la hizo en voz baja, pocos la escucharon.

—¿Sabe? —Prorrumpió el oficial, pasando un brazo por el hombro de su amigo marsellés— usted me gusta, es claro y tiene el don mediúmnico.

Germand mostró sus dientes amarillos y estiró el mentón.

—En tiempos de revolución social usted no puede eximirse de una relación étnica.

Verne volvió a mostrar su dentadura de dueño de plantaciones de tabaco.

—¿Todo bien?

Alzaron las copas y brindaron por Víctor Hugo, un gran espiritista. Un gran luchador social.

Jacinta era perfecta. No tenía nada en común con las mujeres indias de Los Andes, nunca bajaba la cabeza ni eludía una mirada, orgullosa y segura de sí misma, conocía los misterios del conde de Saint Germain, la llama violeta, los secretos telúricos de María Lionza y las energías intrínsecas de los procesos revolucionarios.

No se convirtió en el amor de Germand. Él no creía en el amor. Era su complemento, su afín. Los afines se buscan, se encuentran y se defienden. La afinidad se remontaba a la estirpe de Jacinta, era de la etnia wayúu, aventureros y contrabandistas ¿algo en común? Lo suficiente.

Había que tomar decisiones. Las decisiones debían ser oportunas y rápidas. Se aproximaba la primavera en Europa. Le restaba casarse. Entonces retornaría a Marsella, con una visión distinta sobre el destino de sus negocios.

La ceremonia fue sobria. Pocos amigos, los del Círculo del Péndulo Luminoso, tres coroneles de las fuerzas armadas, las amantes de los coroneles y un hombre misterioso de barba cana. El matrimonio se consumó una tarde calurosa, de poca brisa, húmeda como todas las tardes calurosas de Caracas. Comenzaba la temporada de tormentas tropicales. Fuera los apamates resistían el peso del agua, las gotas caían una tras otra como el asalto de una brigada de paracaidistas. El jefe civil fue al salón, Germand recordó a August y dijo:

—Mira lo lejos que hemos llegado, viejo, estamos en Caracas.

Descorcharon champaña y botellas de vino. Los oficiales se habían hecho traer varias cajas de escocés. Los militares, a través de sus campañas, aprenden verdades incuestionables.

—El vino amariquea —largaban carcajadas mientras movían con el dedo índice el hielo de sus güisquis

II
Bastian Savagne era la mano derecha de Germand Verne. Un hombre endurecido por la vida en los bajos fondos. No cabía duda, era el hombre para Caracas. Más que un amigo, una herencia. El viejo Antoine Savagne fue el durmiente donde descansaba la supervivencia de August. En determinado tipo de negocios no basta una vida para ser un hombre de confianza.

—Hay nobleza en esto, somos una estirpe de piratas y traficantes.

Germand era un hombre de pocas convicciones, pero ésta era una de ellas. El marfil, la seda, las especies, la heroína, el oro y las mujeres que compraban los burdeles de Europa, entraban por Marsella. Un día llegó la peste y la peste no acabó con la tradición milenaria. ¿Y cómo no iba a llegar la peste? Era un exudante, a ella no sobrevivieron los aferrados al frívolo deseo de sobrevivir a la muerte. No fueron los hombres y sus vidas miserables los que sobrevivieron a la peste, fue Marsella, la inmortal. De esta madera estaba hecho Savagne, quizá por ello se negaba a extraviarse en un lugar remoto del trópico, moriría, su nexo con la vida eran las gaviotas rasando al mar picado por el Mistral, o el falcón sobrevolando al Tramontano, los empedrados y los bares cerca del muelle.

—No, no, no —repetía. Movía la cabeza de un lado a otro—. Tout va bien ici, no veo motivos para moverme.

—No te irás de Marsella, Bastian, descubrirás que Marsella está en todo lugar, estarás al frente de nuestros negocios en Caracas. Odio decir cuánto te necesito, cocu.

—¿Qué es Caracas?

—La nueva Jerusalén. No te pongas difícil. Hice una conexión, ampliaremos nuestros negocios. Finalement, Marsella se mueve hacia donde se mueve un marsellés.

Bastian le pintó una paloma con un gesto, le pidió que no le dijera mierdas, no se iría a un lugar insano para ser devorado por la fiebre amarilla y los mosquitos.

—Je t’en prie ¡esa gente bebe whisky con banano!

—Bastian ¿Recuerdas a Papillón?

—¿A Henriette? ¿Aquella vieja mentirosa y maricona?

Germand le contó a su amigo que todo estaba listo, había hablado con los magrebíes.

—Sobre ruedas, camarade, así marchan las cosas, no vengas a echar arena en el camino. Sólo confío en ti. Se trata sólo de pasar los inviernos en Caracas.

—¿Y el Mistral? – dijo – no, no, no, oublie ça.

III
Jacinta se miraba en la media luna del espejo. Se había contemplado en los espejos de agua de muchos ríos, el cielo estaba abajo lleno de ondas y luces. El piso de Germand Verne era amplio y amable, el de Caracas era sólo un remedo. Llevaba la vida holgazana de una novela decimonónica, sólo le faltaba un amante. Visitaba a los miembros del Círculo del Péndulo Luminoso en Marsella, recibía visitas, tomaban el vermouth y trabajaba la llama violeta. Se convirtió en promotora de los libros de Conny Méndez y como no tenía mala voz, en las veladas nocturnas se hacía acompañar de un pianista y dejaba fluir en tono agudo:

“… arrullamos a los niños con el Himno Nacional.”

Sus invitados prorrumpían en risas, algunas irónicas, otras complacidas. Un sentimiento de la gran patria latinoamericana. Asentían.

—¡C’est la voix! ¡Bravo, bravo Jacinta, ma petite wayúu!

Al final, luego de varios pernods, el orgullo nacional se hacía francés, todos, incluida Jacinta, cerraban la fiesta con La Marsellesa.

La anfitriona se levantaba tarde, abría las hojas de los ventanales y tomaba un baño de espuma “ Allons enfants de la patrie…”

( ¡Bah. Benito! ¡ Benito, trae champaña! debo enjuagar el aliento de Pepe le pu, es todo un sacrificio un beso francés con este francés.)

Sumergida en la tina, miraba tras los ventanales a las gaviotas, les eran familiares, pero sólo eso, eran familia de las gaviotas que en realidad conocía, los recortes en la luminosidad del Caribe, blanco sobre blanco, una gaviota. Por más que sus nuevos amigos se empeñasen en convencerla, Marsella no era luminosa, ni en verano. Con ese cuento a otros, había sol, luz, eso es distinto, pero era una luz degradada, no faltaba más, hacia el gris. Si Reverón hubiese tenido su Castillete en esta ciudad, no habría hecho brotar de la luz que ciega una forma, pensó, y mientras bajaba la segunda copa de champaña, insistía en que las gaviotas en Marsella son figuras sobre un plomo engañador, plomo blanquecino, pero plomo al fin. Los almendros se mecen en verano, un viento cálido enloquece a los citadinos, el malecón es gris más acá del blanco posible en el Mediterráneo. Detalles, así pensaba. Marsella se parece a la muerte, luz mortecina de tísico, tornados de basura y sal con sabor a bronce. El viento soplaba sobre piedras ennegrecidas por la sangre de otros siglos.

Germand irrumpió en su baño; ella cubierta por las espumas y medio borracha le preguntó:

—¿ Ça va bien?

—¡Ah merde! – Le largó una sonora cachetada.

—¡Pepe le pu! - Se echó agua en la cara para que no le corrieran las lágrimas.

Al día siguiente Jacinta se marchaba a París. Calzaba zapatos sin tacón, la cubría un vestido oscuro, era verano, y un par de gafas negras la dejaban sin mirada. Inescrutable y misteriosa. No lloró, ni hizo una escena. No pidió explicación. Ella también tenía sus negocios, un mandato.

IV
Bastian Savagne se definía como riguroso y disciplinado, virtud que retribuye rutinas. Temprano en las mañanas, se reunía con las bancas de apuestas, luego despachaba mercancía hacia Mónaco; cuando el sol lanzaba su mirada oblicua sobre la ciudad, iba a un set de filmación, cerca del puerto, como un traficante de esclavos de la antigua Louisiana, tocaba, palmeaba, miraba detrás de las orejas, dentro de las bocas, entre las piernas a las mujeres que llegaban de Europa Oriental. Era el secreto del éxito, ser fieles a las expectativas étnicas del mercado. Luego revisaba contratos, años de servicio, incondicionalidad, las hacía firmar y les retenía el pasaporte. Con un beso en ambas mejillas les daba la bienvenida a la nueva vida.

Iba al hotel y abría una ronda de negocios con inversionistas americanos, traficantes persas y magrebíes. En la tarde oscura, se hacía acompañar por un comisario de la policía y tomaban un vermouth.

Nunca dejaba por fuera a Germand, siempre coincidían, una, dos veces.

Bastian Savagne y Germand Verne movilizaban el efectivo del día a día, ambos tenían acceso a la caja chica porque los pagos debían hacerse a tiempo, eran quisquillosos, cuidaban de su reputación y de sus vidas.

Llega el día en que toda persona desaparece, algunos son heridos por un infarto o un derrame cerebral, otros van por la vía lenta y se apagan a plazos, otros son arrollados, abaleados o apuñalados en la calle de la amargura. Nada de esto le sucedió a Bastian Sevagne el viernes en que le dijo adiós a Marsella. Como todos los viernes a la hora crepuscular, se dirigía al café del muelle, tenía una reunión con Gilgamesh. Bastian salía del hotel sin guardaespaldas ¿quién siendo Savagne necesitaba guardaespaldas? Hay un momento para todo, el mejor amigo de Germand, el hijo del socio de August, fue abordado por dos corsos y lanzado a la parte trasera de una Renoleta. Lo golpearon, lo despojaron del dinero y lo tiraron sobre una alcantarilla en los suburbios. Apenas se dio tiempo para metabolizar la paliza, tenía dos costillas rotas, se arrastró hasta una cabina telefónica e hizo un par de llamadas. No hay que hacer un esfuerzo para interpretar sus increpaciones. “Hay que encontrarlos y matarlos” diría; quizá. Germand repondría el dinero a los persas, respiró, sacó de su bolsillo un cigarro, lo encendió, por sus mejillas corrían lágrimas, una mala jornada, Germand no respondía, lo llamó a la casa del amigo y al celular, la maldita voz de la cosa, el sonido atonal de una contestadora. Gilgamesh esperaba en el café. Apagó el cigarro y lo devolvió al bolsillo. Llamó a Jean Villon, el asistente del socio, un bueno para nada, éste le dijo que Germand estaba en París. El corso maldijo su suerte, no era un hombre de frases, se negaba a pronunciar una frase: qué día ¿no?

Se comunicó con las bancas para conseguir efectivo, todas tenían el dinero colocado, tardarían hasta el día siguiente. Es un problema de liquidez, los persas entenderán. Jean Villon lo recogió en su auto y fueron al café.

—Unos hijos de puta me han asaltado, se llevaron su dinero – le escupió a Gilgamesh.

—Siento que te hayan quitado tu dinero – el persa encendía un cigarro - el nuestro como siempre ¿no?

—¿No entiendes?

—Sí, te han robado – alzó la mirada Gilgamesh, estaba sentado frente a un vaso de agua gaseada.

—Dame un día, mon ami, mis hombres están buscando a los desgraciados, no saldrán de Marsella, al menos no lo harán vivos – lanzó una tímida y solitaria carcajada.

—Pobre Bastian y sus problemas. ¡Claro que comprendemos! – Dijo Gilgamesh- te esperamos hasta las doce, no puedo más, tú entiendes ¿no? Yo tengo mis problemas, tú tienes tus problemas, yo te ayudo un poquito – Le dio una chupada a su cigarro – anda, ve, ve, tómalo con calma, yo espero. Hace una linda noche.

Oscurecía y tras las nubes, sobre las dársenas, se deslizaba una media luna.

El rostro de Savagne enrojeció ¿Plazos a él?

—Tengo hasta que a mí me de la gana, Gilgamesh.

—Es un punto de vista.

—Mi punto de vista vale en esta ciudad – se llevó la mano debajo del saco. Los hombres de Gilgamesh se pusieron de pie. Villon sacó una Beretta y vació la cacerina.

—¿Qué has hecho, cocu? -Le mostró un cigarro apagado y a medio fumar. - ¿ves? Le arrugó el habano en la nariz. Ambos corrieron, se montaron al auto – Detente.

—No puedo, debemos salir de acá. – Contestó Jean.

Bastian haló el freno de mano, el auto dio un giro sobre el pavimento mojado por una lluvia fina y se detuvo, metió la mano debajo de su saco, tomó su revólver, le disparó en la cara Villon y de una patada lanzó el cuerpo fuera. Soltó el freno de mano y apretó el acelerador.

—Sí puedes.

La vida de un hombre de negocios da vuelcos inesperados.

Germand y Jacinta estaban en un Hotel en Montmartre. La misma calle, el mismo hotel. Una canción. París se mostraba exultante, la cruzaban turistas de todas partes del mundo. Un día azul de primavera, intenso y cargado de polen. Los campos Eliseos y los jardines de Luxemburgo, el Sena, todo, una tarde alegre de Maupassant, un momento detenido de Rembrandt, el pedaleo fatigoso de Emile Zolá, la gente parecía andar sobre monociclos y lanzar globos de colores al cielo abierto. Jacinta le había dado cuerpo a su pelo, recibía sin anteojos la luz solar, exponía su cara redonda, su mirada oblicua, una sonrisa congelada. No estaba feliz, sólo estaba allí.

La pareja descorchaba una segunda botella de champaña en el momento en que apareció Savagne. Lo recibieron con los brazos abiertos y besos en ambas mejillas. Él no encajaba en aquel París bucólico, sudaba, se atropellaba al hablar. Germand movía la cabeza, sabio como el péndulo del círculo luminoso, a veces parecía reprochar, a veces buscar ideas; otras, lamentarse por la mala y buena suerte de su amigo. Todo tiene su razón de ser.

—Ni modo, Bastian. Jacinta hablará con su embajada. Te irás mientras se aclaren las cosas.
Veinticuatro horas más tarde, Bastian Savagne arribaba al aeropuerto Internacional Simón Bolívar, lo escoltaba un funcionario de la embajada y en la sala protocolar lo esperaba Gilda, su esposa.

V
Gilda, su esposa, la esposa de Bastian Savagne, era una mujer joven, su pelo negro, sus ojos negros, la piel blanca. Sus dientes perfectos, sonrisa ingenua, entregada y limpia. Una sonrisa virgen, solía decir su último amante. ¿Convertirse por obra y gracia de un juego diplomático en la esposa de un matón de Marsella desvirgaría su candidez? Nunca, podría afirmar su ex amante, poeta de café, hombre despreocupado, comprometido con los versos de servilletas y las sentencias lúcidas de los primeros güisquis. Un día, con el despecho por delante, esculpió el estigma. Cara virginal y alma de puta, ésa es Gilda.

Savagne no tuvo tiempo para cumplir sus deberes conyugales. La misma tarde de su llegada mantuvo una reunión con el Círculo Luminoso del Péndulo. Luego de mover un péndulo de diamante sobre el tablero e inspirarse en dimensiones “desconocidas” entregó al Coronel el inventario de armas cortas, de armas largas y de bazucas antiblindados de corto y largo alcance. A la mañana siguiente cruzaron el verde territorio sobre una avioneta bimotor. En medio de la selva lo esperaba otro miembro del Círculo Luminoso del Péndulo. Allí estaba el hombre de la barba cana; repetía las exclamaciones de Germand:

—¿Todo bien? ¿Todo bien?

Parco, ése era su estilo, Bastian hablaba muy poco el idioma, abrió un catálogo de armas. El hombre de la barba cana, el supremo sacerdote del Péndulo, le hizo saber que de inmediato haría depositar el dinero acordado en las islas francesas y se puso a trabajar frente una mesa improvisada, allí hizo movimientos rápidos sobre el teclado de una laptop como un pianista o un mal amante.

La noche de la selva tiene mucho de muerte, la bulla silencia y trasciende sobre el escándalo salvaje la soledad total y absoluta. Bastian fumaba un cigarro, bebió aguardiente blanco, deseaba aturdirse, sentía pánico, creyó estar cubierto en una boscosa sepultura. En su descenso a los infiernos lo acompañaban monos araguatos, notó que sus rugidos no se diferenciaban de los rugidos de un gran felino. Echaba mano a los recuerdos, los cafés de Marsella a las orillas del muelle, la dársena inmemorial, los restaurantes, las mujeres rollizas del puerto, una luz matizada, justa y necesaria en su precisa frialdad. Fue ganado por un llanto mudo.

Regresó a Caracas, apenas dispuso del tiempo para notar que su mujer, Gilda, tenía grandes y generosas tetas, firmes como las de su primera novia. De inmediato fue trasladado a una oficina en una de esas aberrantes torres de concreto y cristal. Le salió al paso un hombre impecable, llevaba un traje de civil. Le ofreció asiento, le entregó la correspondencia electrónica, algunas cartas de Germand dirigidas a él. Debía ir a las islas francoparlantes y hacer las transferencias a sus bancos en Berlín. Lo llevaron a La Carlota en donde lo aguardaba una avioneta. Despegue apacible, vuelo turbulento, confrontaron al denso Caribe, necesitaba dormir un poco, pero las turbulencias eran verdaderos sismos, cada vez que atravesaban una formación cumular lo embargaba la sensación de que serían despedazados. Hizo las transacciones en Guadalupe. Un tipo que usaba guayabera amarilla y fumaba un enorme habano lo invitó a almorzar, le entregó dos pasaportes. Volvió al andén del aeropuerto, Bastian debió corroborar que el inventario de las armas se correspondía con las que embarcaban en un hidroavión.

—Van a entrar por el río- le dijo el hombre de la guayabera – y tú te vas en el primer vuelo a Panamá.

Así anduvo, era su muerte, el descenso al hades, entre cuencas y selvas, apenas hacía toques fugaces en Caracas.

En la ciudad buscaba a Gilda y Gilda no estaba. Gilda era su mujer. Se convertía en un imperativo abrazarla, encontrar consuelo en su seno. Dicen que el viaje es sinónimo de libertad; sin embargo era reo de un destino, de un edicto sobrenatural, de los dictámenes del Circulo del Péndulo Luminoso.

Apenas se duchaba. Maldormía, se afeitaba, arrancaba pedazos de su piel, se echaba encima una camisa de seda con estampas de palmeras tropicales y retomaba el itinerario que le señalaba desde lejos el buen Germand.

Antigua, Barbados, Trinidad, san Juan de las Galdonas, Miami, San Fernando de Atabapo, Barranquilla.

Cumplió años y recibió una postal electrónica de Jacinta. Le recordaba que el Caribe fue refugio de sus ancestros corsos. “Querido amigo, los místicos, luego de interpretar la danza oracular del Péndulo Luminoso, hablan de la nueva Jerusalén, Te aseguramos que te encuentras en la nueva Marsella. El viejo mundo es un museo en donde apenas sobrevive una mafia folclórica” Savagne pensó en Gilda. ¿Dónde estará Gilda? Pálida, de ojos negros, de grandes y hermosas tetas. Trató de recordar aquellos pezones dibujados detrás de la franela y sufrió un extraño mareo.

Bastian savagne decidió hacer una larga parada en Caracas. La ciudad estaba agitada. Inmersa en una huelga. El mareo lo acompañaba de día y de noche así como los grillos de la selva, todos los grillos amazónicos se le habían metido en los oídos y dormían su cara. Fue al departamento que había arreglado Germand, encendió la computadora, se conectó a Internet y bajó sus correos, el último lo ha debido llenar de esperanza: “Mon ami, hemos producido suficiente dinero como para cancelar el recuerdo.”

Levantó sus brazos, se olió las axilas, olía mal. Fue al baño, se dio una larga ducha. Al salir continuaba oliendo a especies y a mandrágora, a cocido de coles, a hervido de granos, a huevos revueltos con romero y tintura de marihuana, olía sobre todo a comino. Dejaba abierta la puerta principal del departamento, buscaba aplacar el calor, atenuar la nostalgia. Pensaba en Gilda, temió por ella, había desaparecido. Tomó el teléfono y llamó al coronel, al amigo del Círculo del Péndulo Luminoso y lo inquirió con propiedad.

—¿Dónde merde está mi mujer?

Se había olvidado que sólo había visto a su mujer en un tiempo fragmentado, en una realidad molecular.

—La necesito – agregó.

—Podemos salir juntos, conozco burdeles de primera. – Respondió el místico oficial.

Sintió que su corazón se hinchaba, que su cabeza giraba hacia una súbita compulsividad, era la pasión bruta e intransigente.

—Usted no comprende, estoy perdido sin ella.

Pasaron los días y Gilda no apareció. Volvió a marcar el teléfono.

—Insisto, debo ver a mi mujer.

A los minutos recibió una llamada de su buen amigo Germand Verne. Intercambiaron duras palabras.

—Me quitaste Marsella. Ahora me quitas a Gilda.

—No seas bête.-

—¿Dónde está Gilda? – comenzaba a girarle el mundo.

—¿Te has vuelto loco? Tienes que volver a Marsella, todo se ha olvidado. Gilda no es tu mujer.

—La necesito- gimió, era la primera vez que gemía en su vida.

—Deja de hablar mierda, es imposible que sientas necesidad por una desconocida.

—¿Ah Si? Escucha – el mareo se hizo dentro y fuera y comenzó a gritar. Al principio era un quejido, le dolía algo, luego rabia, reclamo, dolor. Al final nostalgia.

—Es mi mujer – fue la última frase que pronunciara en su vida.

—¡Por favor, Bastian!- Al otro lado permutaban gritos y la irrupción de metales y trastos, un cacerolazo.

Bastian Savagne lloraba de mareo y dolor, estaba atrapado bajo los cacharros de la cocina, fuera, los vecinos hacían sonar sus cacharros, había protesta en toda la ciudad, fuera, más allá de la terraza, sobre las copas de los apamates creyó ver a la Osa Menor.

—Ale, Ale, ah, ah.

Su madre le señalaba a la Osa Menor en un muelle de Marsella.

Su madre lo abrazó y se parecía tanto a Gilda.

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