TRES MICRORRELATOS

Silvia García

imagen de Fables: The good prince


Carta de amor

Queridos pescaditos:
Cierto es que me he convertido en un hombre extraordinario, pero yo no quería nada de esto. Yo quería pescar. Imaginaba, preciados pescaditos, que pasaba los días con las redes, en la perfecta soledad del agua y el cielo, sin mayores pensamientos que los que entran en mi serena cabeza. Imaginaba que volvía a casa, una pequeña choza cercana al mar, con mis tres merluzas diarias, algún calamar distraído, alguna langosta de tanto en tanto, y mi mujer prepararía las zanahorias y lechugas de la huerta, y pasaríamos los años en venturosa humildad. En mis ratos de ocio me sentaría sobre una roca lisa a escribir las hazañas de un héroe maravilloso, capaz de arriesgar la vida entre prodigios y catástrofes, capaz de internarse en los países más lejanos.
En cuanto a mí, ¿para qué querría yo más cielo que el que flota sobre mi cráneo? ¿para qué querría más lujo que mi cama ni más fortuna que la de tener el alma bien amarrada al cuerpo? Sin embargo Alá es más sabio, graciosos pescaditos, y heme aquí luchando con pájaros monstruosos y con islas vivientes: sabed siempre que mi corazón, pese a todo, no os olvida, y un día, en la tranquila luz del otoño, Simbad volverá.

Diario de R.

Yo suelto mi cabello. Algunas veces trepa la vieja hechicera, otras el joven príncipe: un día se van a matar esos dos. Comparan mi cabello con hilos de oro o con espigas, no ven más allá de mi cabello, todo en sus vidas es llegar a esta torre y apoderarse de mi tiempo. Consiguen lo que pueden –minutos, horas, mañanas, tardes, noches- pero siempre tienen que regresar abajo, de donde vienen, recelosos de quedar aislados en el mundo, temiendo que un día yo los deje fuera de mi torre.
—¡Suelta tu cabello, Rapunzel!
—¿Por qué trepas tan despacio? El príncipe es mucho más ágil.
Ojos de ira, gritos de fracaso. Ahora me corta el cabello –cabello lavado con té de flores del trópico, pesado como una capa de hierro- y me echa de la torre, como si la torre tuviera algún sentido cuando yo no estoy en ella. Es todo lo que estoy esperando. Me voy. Alcanzo a ver desde lejos mi antigua cabellera atada como señuelo al gancho de la ventana y pienso: es inútil, esos dos siguen sin ver nada más allá del fetiche.

Déjà vu

Pensábamos que Hamelín ya había sufrido y escarmentado bastante en los últimos años: nunca podríamos recuperar a nuestros niños, así que, pasado un lustro, dimos a luz niños nuevos. La ciudad marchita fue curándose lentamente, un llanto de bebé ya no era un horrible fastidio sino un signo de normalidad. Los padres se volvieron solidarios, aprendieron a cuidar a cada hijo como si fuera propio, a sufrir al unísono por un cuerpito enfermo y a aplaudir con sincero amor las destrezas de cualquier súbito geniecillo.
La vida era ahora realmente un don precioso, aún más ennoblecido por el recuerdo del antiguo pecado. Pensábamos que ya habíamos llorado bastante, y nos disponíamos a ser sabios y acaso felices, cuando cayó sobre nuestras cabezas la plaga de ciempiés. Llovían ciempiés en todas direcciones; pronto fue necesario pedir ayuda a los pueblos vecinos, pero no hubo manera de vencer a los gusanos.
Entonces apareció él. Se veía igual que la primera vez, sus facciones habían permanecido inmunes al tiempo. Cerramos el mismo trato. Se llevó la flauta a los labios, mientras se alejaba en dirección al río, seguido por la corte interestelar de ciempiés, y la música no cesó hasta hasta que el último de ellos hubo desaparecido bajo las aguas. Jamás nos hubiéramos negado a pagarle al flautista, aunque hubiese pedido todo el oro de la ciudad. No lo hizo. Cobró lo que creyó justo, y lo pagamos sin vacilar. Guardó la flauta, dijo adiós, siguió su viaje en silencio.
Pero los niños igual se marcharon.

1 comentario:

zaloette dijo...

Me ha encantado visitar tu blog y leer tus microrrelatos, estos días donde me vuelco en la escritura de ese género. Un abrazo. Zaloette