MARCIAL

Nicolás Melini




Tiene una amiga que siempre dice que hay que ver las cosas que le pasan. Porque, según ella, a él le pasan siempre unas cosas… Y eso que todavía no le ha contado lo de cuando hizo la mili. Que tú hiciste la mili, diría ella con su lindo acento peruano. Pero cómo, ¿no objetaste? Cómo es que no objetaste. A quién se le ocurre.

Lo cierto es que no fue la mili lo que hizo; exactamente. Recibió la carta que lo reclamaba. Tenía que estar tal día de tal mes, pleno verano, en el cuartel de Hoya Fría, en Tenerife. Y sin embargo le dio un poco igual. En aquel primer momento no supo si era una buena o una mala noticia. Tampoco saltó de contento. No hizo nada.

En realidad, todas las cosas que dice su amiga que le pasan se producen precisamente por eso, porque no actúa. Se queda quieto. Hace como si no pasara nada y entonces, tarde o temprano, algo sucede, y normalmente es lo que no le sucede a nadie; lo que no le pasa a las personas que sí actúan, se ponen en marcha, resuelven hacer algo.

Ni siquiera se planteó si le venía bien, o no, hacer la mili en aquel momento. O si era preferible hacer el servicio social substitutorio. No se planteó nada en absoluto. Ni siquiera coqueteó con la posibilidad de desertar; que es lo que uno hace en esos casos, aunque sólo sea por imaginarse en la aventura. No. Al fin y al cabo, tampoco sabía si una vez dentro aquello le iba a encantar. O si, aunque no le gustase, iba a vivir allí algunas situaciones memorables. Algo podía suceder.

Recuerda que viajó a Tenerife el día antes y se quedó en casa de unos amigos de su familia a los que no conocía. Durmió en una habitación de la que sólo recuerda sus dimensiones y una extraña asepsia muy propia de las salas de espera de los consultorios médicos. Por la mañana temprano el amigo de su padre lo llevó en coche hasta el arco de entrada del cuartel. Estaba en lo alto de lo que le pareció un morro de tierra polvoriento. Por allí debajo pasaba la autopista hacia el sur, e inmediatamente después estaba el mar; el Océano Atlántico. Descendió del coche, se despidió del hombre y se encaminó hacia el arco de entrada. Pero fue poner un pie dentro, sólo un pie –sin haber visto nada aún— y comprender que no quería estar allí ni un minuto más. Una sensación lo recorrió. Tenía que ver con la privación de libertad. Los soldados de la garita de vigilancia hicieron algún comentario que, de un plumazo, le desproveyó de ella. Acababa de dejar de ser libre. “Libre para no hacer nada”, piensa, “libre para dejar las cosas correr”. Aún así siguió caminando. Sabía que no podía volver sobre sus pasos. No sólo estaban los soldados para impedírselo. Imaginaba al amigo de su padre, cómo estaría mirándolo (tal vez con cierta nostalgia) mientras él se adentraba “en aquella etapa de su vida”.

Le condujeron a un lugar en el que hizo cola con otros tantos. Lo raparon. Luego le dieron un mono verde, una gorra verde, unos tenis verdes, unos calcetines y unos calzoncillos verdes, así como verdes eran las dos camisetas que también le tendieron en una bolsita de plástico. Vestidos todos de aquel modo parecían un rebaño bastante inofensivo. Sobre todo en comparación con los cabos que los organizaban en la Compañía, asignándoles taquilla y litera. Ellos iban sobre sus botas imponentes. Parecían más altos y robustos. Adoptaban una actitud marcial. Les daban órdenes que debían cumplir de inmediato. Por fin los hicieron formar y les tuvieron allí de pie un par de horas, en tres filas, enseñándoles lo mínimo indispensable para permanecer de pie en la misma postura (descansar, firme y así), y de paso tratarles como si fueran imbéciles, humillándolos por no saber algo tan elemental.

Mientras estaba de pie intentando pasar desapercibido miró el cielo. Perdió su mirada por el fondo de la calle del cuartel en la que se encontraban y trató de adivinar alguna escapatoria. Luego imaginó todos los sitios del mundo por los que podría pasear en aquel momento. Pero qué pasaría si se le ocurría abandonar la fila. Miró el suelo con el rabillo del ojo, sólo un metro más allá de donde se encontraba. Al comprender que en aquel momento no le estaba permitido estirar la pierna y posar su pie allí, supo que el palmo de suelo en el que se encontraba era una cárcel.

En cuanto les permitieron romper filas se buscaron los unos a los otros. Hasta aquel momento se habían comportado a la defensiva entre ellos. Pero acababan de comprender que se encontraban en el mismo barco. Una fuerza instintiva, un afán de supervivencia, los empujó a buscar a sus iguales entre el resto de los reclutas. Durante las horas que habían estado formando tuvieron ocasión de observar y decidir, primero, de cuáles debían cuidarse, y, segundo, con cuáles, acaso, se llevarían bien. Él siempre había sido un ser independiente; por no decir que era casi un solitario. Sin embargo, esta vez se dejó caer junto al grupo de los que le parecieron más listos. Alguno de ellos era mucho mayor que él; mayor que cualquiera de los demás. Resultó ser universitario. Por eso había llegado tan tarde a hacer la mili. Había pedido todas las prórrogas que le habían permitido. En cuanto a él, el grupo lo acogió sin reservas. No es que hubiera hecho o dicho algo para ser admitido. En realidad no dijo nada. Sólo asintió. O devolvió alguna expresión enigmática en relación con alguno de los comentarios. Siempre sucedía igual. A la gente le gustaba su forma de estar callado. Le bastaba con mirarlos fugazmente a los ojos para establecer cierta complicidad. Aún así, no apartó de su mente la determinación de salir de allí como fuera.

Les indicaron dónde estaba el comedor. Comieron. Luego volvieron a formar. Les contaron y pasaron revista repetidas veces, con obstinación. Una eternidad de momentos en cautiverio, sin poder decidir sentarse en cualquier sitio con una bolsa de pipas. No es que él soliese hacer eso. Echaba en falta tener la posibilidad de hacer cualquier cosa.
Por la noche ocuparon sus literas en medio de una algarabía infantil. Él no lo entendía. Muchos se habían puesto a saltar sobre ellas con gran alborozo. Les ordenaron silencio y apagaron las luces. Todo el mundo calló y se acostó. Un cabo arrastró una silla hasta la puerta. El otro se alejó hacia un habitáculo que había al fondo de la compañía. Por el camino se iba quitando el cinturón con ademán de cansancio y hastío. En silencio, en medio de una estancia que era del tamaño de una nave industrial, todo lo aprisionaba. La disposición de las taquillas y las literas; la presencia de sus compañeros; aquel tipo sentado en la puerta con los pies en alto. Maquinó acerca de la manera de salir de allí. La de estupideces que se le ocurrieron. Absurdidades dignas de una mente ofuscada. Reflexionó luego acerca de las consecuencias. Fabuló acerca de ellas del mismo modo que lo debería haber hecho con sus planes de evasión. No sabía nada del ejército y sus reglas. Luego se quedó dormido sin llegar a vislumbrar una escapatoria.

El día siguiente comenzó con más de lo mismo. Formar, recuento, el cabo Santa Cruz pasando entre ellos con cara de pocos amigos… Teatro. Una puesta en escena ridícula, representada toscamente por unos actores lamentables, por lo demás dispuestos a golpearles para que los tomasen en serio. Tenía que inventar algo. Por una vez no podía dejar las cosas seguir su curso.

Fue más tarde. Hicieron cola de nuevo. En esta ocasión para que los midiesen, pesaran y vacunaran. Escuchó que el último elemento, el que anotaba sus datos, decía a un recluta que si quería alegar algo aquel era el lugar, que hablase o callase para siempre. El recluta se encogió de hombros y siguió su camino. Pero él puso la antena. El siguiente recluta recibió el mismo recado. Si tenía alguna dolencia podía alegarla en aquel momento. En el caso de que pudiese ser causa de exclusión le enviarían al día siguiente a Capitanía General. Él repasó mentalmente todos los miembros y órganos de su cuerpo. Estaba sano. Es más, era un atleta. El equipo de fútbol que lo había fichado se encontraba en plena pretemporada. Pero a los trece años había tenido un tumor en una pierna. Un tumor maligno. Algo malo de verdad. ¿Y si alegaba algo así y no surtía efecto, qué podría pasarle? Si se daban cuenta de que no quería hacer la mili, ¿se lo harían pagar, tendrían estipulado algún tipo de castigo para aquella conducta?
Y por lo demás, ¿tendría el valor de alegar una mentira? Porque estaba seguro de que no haría teatro. No iba a simular estar inútil. Eso no iba con él. No se pondría a cojear ni nada por el estilo. Cuando llegó su turno alegó haber padecido un tumor y enseñó la cicatriz de la pierna. Era una cicatriz imponente, de treinta puntos, justo detrás de la rodilla. Pero lo que realmente hizo mella en la conciencia del tipo fueron las palabras “tumor” y “maligno”. Esas son palabras que uno escucha y se estremece. Sí, lo mandaría a Capitanía General.

Salió de allí henchido de satisfacción. Había abierto una brecha que le conduciría a la calle.

Era la hora de comer. Por mucho que los demás se quejaran de la mala calidad de la comida, él era de buena boca. Comía de todo. Además, estaba contento. Después, de vuelta en la compañía, allí se encontraba de nuevo el par de cabos, y tenían la perniciosa intención de obligarlos a formar de nuevo. Él miró al cabo Santa Cruz. Tal vez podría zafarse de todo aquello. Se encaminó hacia él, aguardó a su lado y en cuanto encontró una oportunidad le dijo con voz muy queda que tenía una duda, que él era “Presunto Excluido...” (le salió así, Presunto Excluido, tal vez porque por entonces sonaba mucho un grupo musical: Presuntos Implicados). El cabo no le había entendido la primera parte de su pregunta, así que repitió: que al día siguiente le iban a hacer una revisión médica, que era “Presunto Excluido” y no sabía si tenía que formar con los demás o..., lo dejó sin precisar. El cabo Santa Cruz echó la cabeza para atrás, mirándolo mejor. Él se encogió de hombros. Como soy Presunto Excluido no sé si…, volvió a decir. El cabo Santa Cruz era un tipo moreno y bien parecido, del barrio de La Salud –un barrio que él conocía un poco porque años atrás había sido seleccionado infantil por la provincia de Tenerife y entrenaban allí—, y se había echado para atrás para poder calcular hasta qué punto estaba tratando de quedarse con él. Él, sin embargo, lo miró impertérrito esperando que le contestara. ¿O, tal vez, el cabo se echaba para atrás de aquel modo porque se le había planteado una cuestión para la que no tenía respuesta? ¿Sería eso? ¿Por una vez iba a tener que tomar una decisión? ¿Una decisión de verdad, aunque luego pudiese consultarla con sus superiores? No, tú ponte ahí, dijo, y señaló la entrada de la Compañía. Luego dio media vuelta y empezó a dar voces dirigidas a los demás.
Vaya, pensó incrédulo. Y fue a situarse “exactamente” donde le había dicho. Desde allí pudo observar cómo sus compañeros se ponían a formar. Por deferencia hacia ellos no se sentó mientras permanecían de pie. Tampoco se movió mucho. Aunque lo hacía cuando quería, y era consciente de la pequeña conquista de libertad que ello comportaba. Cuando le apetecía, por ejemplo, se llevaba una mano a la frente, a la oreja, al mentón. Si quería se tocaba la nariz. ¡¡¡Y no pasaba nada!!! Aún así, conservó la sobriedad, sabedor de que el cabo Santa Cruz no podría sostener aquella situación por mucho tiempo. Lo había metido en un compromiso. Él en la puerta sin hacer nada mientras los demás se sometían a sus órdenes. Tendría que hacer algo, ¿no? Mandarlo a algún sitio, tal vez, para quitárselo de en medio.

En cuanto llegó el momento de romper filas comprendió que el resto de los compañeros que habían alegado alguna dolencia se habían percatado de la jugada y no estaban dispuestos a seguir con la instrucción. Se dirigieron al cabo, pero sin la aparente ingenuidad de él, y le dijeron que ellos también iban a Capitanía General, que qué hacían. Eran siete u ocho. Aquello parecía un motín. La cosa se complicaba. Y él no estaba pasando desapercibido precisamente. El cabo Santa Cruz le lanzó una mirada desde donde se encontraba y luego fue a consultarlo con su compañero. Fueron veinte o treinta segundos interminables (el árbitro consultando al juez de línea). El otro cabo atendió a las palabras de Santa Cruz mientras posaba su mirada sobre los amotinados –también lo miró a él—, y trataba de hacerse cargo de lo que sucedía. Se produjeron varios asentimientos: ¡Penalti y expulsión!, pensó. En honor a la verdad, si se encontrara en el pellejo de ellos cortaría por lo sano. Así que ya se daba por jodido. Por fin el cabo regresó junto a los reclutas. Sonrió y les dijo que se quedaran cerca de la puerta de la Compañía –señaló hacia donde él se encontraba—, ya les mandaría a hacer alguna cosa (sonrió de nuevo), había unas letrinas que limpiar…, y mucho que barrer, los miró maléfico. Él no daba crédito. ¡Realmente los estaban eximiendo de formar! ¡Y todo aquello lo había conseguido él con su invención, Presuntos Excluidos! ¿Hasta dónde sería capaz de llegar? Porque estaba seguro de que no les obligarían a limpiar letrinas. No si los habían eximido de la instrucción. Pero lo mejor de todo era que ya no estaba solo. Ya no era el único “Presunto”.

Aquella tarde, mientras compartían los dos metros cuadrados de cemento que había delante del portalón de la Compañía, mirando cómo el resto de reclutas se afanaba por permanecer erguidos, con los talones juntos y la barbilla bien alta, tuvo la oportunidad de conocer a cada uno de los componentes de la pequeña comunidad de “Presuntos”. Había un loco. Decía haber sufrido varios brotes esquizofrénicos. Le daban unas paranoias horrorosas y tenían que internarlo. Llevaba el papelito del psiquiatra consigo. Lo llevaba a todas partes. Y afirmaba que si no lo creían saltaría de cabeza desde lo alto de una litera y les demostraría lo loco que podía estar. Había otro, un muchacho de pueblo, campesino, que tenía una diferencia de centímetro y pico entre una pierna y la otra. Apenas se le notaba a simple vista. Pero aquello podía ser funesto para su espalda si tenía que desfilar con un calzado sin adaptar. Y el ejército no se lo proporcionaría. Sólo había botas reglamentarias y botas reglamentarias. El chico estaba en el límite de lo permitido. Milésima arriba milésima abajo. Observado el desnivel, él no podía imaginar que no lo excluyesen. Pero lo más curioso era que el tipo quería quedarse, quería que le diesen unas botas especiales para poder cumplir con el servicio. Había otro con una enfermedad respiratoria. Tenía una chapa en la cadena que llevaba al cuello con una leyenda que lo explicaba todo. Sin embargo parecía estar en forma. Tenía un cuerpo atlético, parecía entrenado. Y así todos. Locura, defectos físicos y enfermedades. Menudo equipo. Unos de pie y otros sentados o apoyados en la puerta. El de la esquizofrenia hizo una estupidez y Santa Cruz lo mandó a barrer la compañía. Se armó un poco de jaleo y por un momento temió que los castigaran a todos. Ya no era el único Presunto Excluido, eso estaba bien. Pero ahora podían meterlos a todos en el mismo saco. Tendrían que andarse con pies de plomo.

En cuanto pudo fue en busca de una cabina telefónica. Quería hablar con su casa. Los compañeros le dijeron que había una en algún lugar. Le precisaron el número de la Compañía junto a la que se encontraba. Pero hallarla no le resultó nada fácil. Las calles del cuartel eran lo suficientemente anchas como para que desfilaran los carros de combate; el ejército entero si fuera necesario. Y sin embargo estaban completamente desiertas. Nadie a quien preguntar. Él se sentía extraño alejándose de los suyos, caminando a solas. Quién lo hubiera dicho. Caminó cientos de metros mirando a uno y otro lado, el impoluto cuartel fantasma bajo el sol. Avistó un soldado lejos. Vestía el uniforme de calle. Tal vez regresara de algún permiso. Tal vez tenía permiso para salir y dormir fuera todas las noches. En cualquier caso estaba demasiado lejos para alcanzarlo. Volvió la cabeza y allí estaba: la cabina telefónica. Un teléfono macizo bajo unos árboles en medio de la nada.

Enseguida pidió que se pusiera su padre. Le dijo que no quería quedarse allí por nada del mundo. Que había alegado lo de la pierna. Al día siguiente iría a Capitanía General. Necesitaba todo lo referente a la operación.

Temía que su padre no se pusiese de su parte. En realidad no sabía qué podía esperar. Sin embargo le dijo que trataría de hacer algo. Haría cualquier cosa que estuviera en su mano. Aquello le permitió inhalar una gran bocanada de aire. Inspiró hondo. El médico que lo había operado era precisamente tío suyo. Su padre hablaría con él. Pero estaba lejos, en la península, y dudaba que pudiese ayudarles. En realidad, ambos dudaban que se pudiese hacer algo. Probablemente la suerte ya estaba echada. Pero su padre lo tranquilizó: Tú vete mañana a eso y haz todo lo que te digan.

Al día siguiente los siete “Presuntos” subieron a la parte trasera de un Land Rover del ejército. Se sentaron unos enfrente de los otros. Cuando abandonaban el cuartel alguno de ellos –si no varios— manifestó cierto alborozo. En cuanto a él, pasear por las calles de la ciudad le pareció una experiencia un tanto marciana. Tenía la sensación de que la vida continuaba a sus expensas. Parecía mentira que el cuartel y la ciudad pertenecieran al mismo mundo. Para él era como si se encontrase del otro lado de la vida. Le habían permitido regresar por un instante, pero el Land Rover que lo transportaba, y su propio vestuario –aquel mono horroroso—, delataban el lugar del que procedía. Se bajaron del Land Rover y, prácticamente sin tocar la calle, se adentraron en Capitanía General. Al hacerlo miró hacia atrás, a la plaza allí enfrente con la gente que pasaba y se dirigía a hacer sus compras a la calle Castillo, y sintió algo extraño. La visión no parecía real.

Enseguida se desperdigaron por las dependencias del edificio antiguo. Comprendió que no era lo mismo inspeccionarles unas dioptrías que analizar una posible esquizofrenia. Él quedó solo en un pasillo frente a la puerta de Traumatología; inquieto, aunque, esta vez sí, no le quedaba más remedio que dejar que todo siguiese su curso. Esperó largo rato. Era como si el ejército, por una vez, se hubiese olvidado de él. Pensó en su pierna sana. La tenía allí mismo, bajo la tela verde del mono. ¿Realmente creía tener alguna oportunidad de zafarse de aquello?

La inspección fue breve. Le hicieron caminar y lo hizo con absoluta normalidad; aunque con un cierto complejo de modelo de pasarela, bajo la mirada de un total de tres personas. Enseñó la cicatriz. Le pidieron que doblase la pierna y juntó el gemelo con el muslo con una facilidad impertinente. La pierna se mostró musculosa; sus entrenamientos le había costado. Le hicieron algunas preguntas acerca de lo que había tenido y le sugirieron que les hiciera llegar el informe médico. Ni un solo comentario que trasluciera lo que pensaban de su pierna, si era apta –si él lo era— o no. Tendría que volver la semana siguiente. Eso significaba una semana en vilo, sin saber qué pasaría con él. Pero al menos aún no había sucedido nada que tuviera que lamentar.

El regreso en el Land Rover le resultó insoportablemente melancólico. Intentó serenarse. Al fin y al cabo lo único que podía pasar era que tuviese que hacer la mili. Y eso no era mucho peor que lo acontecido hasta aquel momento.

En cuanto llegaron al cuartel, el cabo Santa Cruz les dijo que tendrían que hacer la instrucción. Mientras se encontrasen allí serían como cualquiera de los demás. Seguramente lo había consultado. Una cabecita un poco más juiciosa que la suya le había dejado claro cómo debían ser las cosas. Los “Presuntos” emitieron un tímido bufido de decepción. Pero la norma era tan justa que ni si quiera la cuestionaron para sus adentros demasiado rato. A formar se había dicho. Además, estaban aburridos de no hacer nada. Hacer la instrucción era mejor que estar allí parados.

Él comprendió que, tal vez, mientras esperaba lo que pasara la siguiente semana, le venía bien un poco de normalidad castrense. Confundirse entre los no presuntos. Además, tenía el otro grupo, el del universitario. Estaba con ellos cuando se le acercó un compañero al que conocía de antes. Se llamaba Toño, era de su isla y habían jugado al fútbol en equipos rivales. Toño había escuchado que se referían a él y al resto de “Presuntos” de forma separada de los demás y le interrogaba acerca de lo que sucedía. Él le respondió que había alegado una operación en la pierna. Soy Presunto Excluido, dijo, y el otro le miró la pierna tan perplejo que no articuló palabra.

Sin embargo, un poco más tarde volvió a pasar junto a él, ya repuesto del desconcierto: Cabrón, te van a empapelar, ten cuidado, estás jugando con fuego. Y se alejó. A pesar de haber sido rivales –Toño defensa y él delantero— aquello le apercibió que le apreciaba mucho. Y bien pensado no podía ser de otro modo. Se habían perseguido y esquivado mutuamente en el terreno de juego. Cosas así son las que hacen que las personas sientan cierto apego las unas por las otras. Cuando regresó para preguntarle cómo se había enterado de que existía lo de Presunto Excluido, él lo miró con una levísima sonrisa, dejando entrever que se lo había inventado todo. La vanidad pudo más que la prudencia. Toño se quedó con la boca abierta. Luego zarandeó la cabeza y echó a andar: Te van a empapelar, cabrón, de esta no escapas, te van a empapelar.

Después de comer les dieron clase a la sombra de unos bonitos chamizos. Los rangos, etc. Había unas gradas en semicírculo en las que se sentaron, y, sobre sus cabezas, un gran paraguas de caña. Él se quedó en lo alto de la grada, para verlo todo con mayor perspectiva. Estaba tan convencido de que no se quedaría allí que consiguió no aprenderse nada de lo que les dijeron. Pasó el rato mirando para un lado y para otro, reparando en las cosas más superfluas. Pero aquella comedia humana continuaba, y lo hacía sin demora. De rebote se enteró de que no podría salir el fin de semana. Mientras que todo el mundo se iría de permiso adonde quisiera (y aquella parecía ser la gran parranda), ellos, los presuntos excluidos, o, más concretamente, los que habían ido a Capitanía General –eso fue lo que les dijeron— se quedarían en el cuartel. ¡Conque aquello era lo que les tenían preparado! Los que cumplen salen, los que se escaquean se quedan. Una coacción infantil. Pero a él no le importaba pasar allí dentro un fin de semana si finalmente se libraba de hacer el resto de la mili. De aquel modo no podrían con él. Aunque, por otro lado, ¿y si se quedaba allí aquel fin de semana para luego tener que hacer la mili de todos modos? Algunas dudas acerca de su plan le asaltaron de pronto. Aunque no eran distintas de las que le habían afligido en el Land Rover por la mañana. ¿Y si se estaba empecinando en algo imposible? ¿Y si lo mejor era dejarse arrastrar por la corriente, desistir? Entrar por el aro. Cómo lo sublevaba aquella expresión y lo que significaba. Él era un especialista en no dejarse meter en el aro, y lo hacía precisamente sin hacer nada, dejándolo correr. Aquella era su fórmula mágica. Normalmente la gente responde a los estímulos y, sin darse cuenta, acaba sometida a las mismas cosas que los demás: en un extremo o en el otro, pero nunca en el suyo propio. En esos casos, actuar es domesticarse. No respondiendo todo terminaba por resbalar sobre él.

Por la noche se les acercó el cabo Santa Cruz. Se iba de permiso y… El caso es que había una chica de su barrio. Necesitaba unos poemas y se preguntaba si alguno de ellos sabía… Él no daba crédito. ¿Es que ahora acaecerían ante sus ojos, uno tras otro, todos los clichés y tópicos militares? Por supuesto que se propuso voluntario. Dio un paso al frente, nunca mejor dicho. Santa Cruz estaba encantado; humilde, humillado. Aún así arrancó un resquicio de dignidad para decirle que los necesitaba para el día siguiente al medio día, y lo dijo con cierta autoridad. De acuerdo, no había problema. El cabo se ablandó, se aproximó confidente y le dijo que si necesitaba cualquier cosa… Él pensó en alguna prebenda, pero el cabo añadió: ¿Tienes bolígrafo, papel…? Vaya, comprendió, así que este es de los que te piden un favor y a cambio sólo te ofrecen los utensilios para que cumplas. Tengo, gracias, le respondió, y el cabo dio un ligero respingo hacia atrás. Luego le hizo un gesto de despedida –él le correspondió asintiendo con los ojos— y regresó por donde había llegado.

Tenía una misión militar. El cabo Santa Cruz agradaría a su chica. Eso no era ningún problema. En su adolescencia había escrito algunos versos lo suficientemente cursis para aquella ocasión. Algunos los recordaba de memoria. Los otros los inventaría sobre la marcha o los robaría de Pablo Neruda, Antonio Machado y Vicente Aleixandre.

El día siguiente pasó sin pena ni gloria. Salvo porque el personal parecía excitado con la idea de salir el fin de semana, y algunos hacían sus preparativos. Se cuchicheaban los unos a los otros todo el tiempo.

Por lo demás, sólo aquel momento en el que Santa Cruz vino a por sus versos y le entregó las cuatro o cinco hojas. El tipo las cogió con cierto nerviosismo, como quien maneja un artefacto peligroso. Él sonrió. Un hombre tan alto y bien parecido temblando por unas hojas. Leyó en silencio: No te sé desnuda / porque eres como la flor del tuno,/ como un rosal,/ rosa / y espina / que llama y hiere./ Amo, y duele tanto amar./ Dolor de cristal desnudo/ y lanza/ y fuego/ y tú. Las hojas crepitaron ligeramente y por un momento creyó que se le iban a caer de las manos. El cabo alzó la vista para mirarlo acomplejado. Él temió que el poema le hubiese parecido algo “negativo”. Tal vez expresara una vulnerabilidad poco viril para su gusto. Pero luego se dio cuenta de que difícilmente su “comentario de texto” habría llegado hasta ahí. Y lo mismo sucedió con los siguientes; la indefensión ante las hojas de papel, los temblores, las miraditas de cordero: Para morir basta un ruidillo,/ el de otro corazón al callarse. Por fin las tomó como si temiese que alguien se las fuese a arrebatar y dijo: Bueno, a ver si funciona, y añadió un “está bien” que parecía una palmadita en la espalda (“Está bien, chico, buen trabajo”), pero que denotaba su culpabilidad por no saber cómo corresponderle. Cuando en realidad, para él, lo mejor era imaginarse al cabo leyéndole aquellos versos a la muchacha en cuestión. ¿Le diría que eran suyos? ¿Que en eso empleaba sus horas muertas dentro del cuartel, pensando en ella y escribiendo poemas “desesperados”?

Por la tarde todo el mundo se quitó el mono y los tenis verdes y, como hombres libres, se pusieron su ropita de calle. Algunos ni siquiera tenían dónde dormir durante el fin de semana. No eran de la isla. Lo pasarían de juerga o se agenciarían un rincón en casa de alguno de los compañeros que sí residían allí. Aunque, por lo general, estos eran bastante reacios a llevarse la mili a casa. Por la noche durmieron los ocho “presumibles” en una nave llena de literas vacías y taquillas cerradas. Dormir. Eso era lo único que podían hacer. Y al día siguiente habitar un cuartel fantasmal –vacío parecía un decorado— sin mandos a la vista. Eso era lo más raro. No verlos pero saber que estaban allí, en algún sitio.

Fue un fin de semana largo. Y, por otro lado, sórdido; por alguna razón que le costaba comprender. Le pasaron unos comics eróticos y se dio cuenta de que en aquella semana no se había masturbado. El deseo de hacerlo había desaparecido por completo, tanto que temió que no regresara nunca y hubo de buscar un sitio donde comprobar si todavía era capaz de empalmarse. Pero la sordidez no provenía de allí, era otra cosa. Acompañó a un “pariente de exclusión” a una garita apartada de todo. Se encontraba allá abajo, justo sobre la autopista. No había ningún soldado. Estaba en desuso. Por lo visto era el lugar donde se fumaban los porros del cuartel, mirando el mar y el libre tráfico de la autopista. La sordidez se respiraba, era algo que se encontraba en la atmósfera. Consistía en mirar el mar desde un sitio que el mar parecía mentira. Todo era tan irreal como el compañero fumándose el porro, comentando alguna cosa acerca de los efectos del bromuro (cómo él tampoco se había empalmado en toda la semana), y buscando la manera de hacer desaparecer cualquier rastro de que allí se había fumado, buscando algún agujero donde esconder las cenizas.

El domingo se encontró tan solo que anduvo sin rumbo buscando a los suyos por todo el cuartel. Los encontró en unas canchas deportivas jugando un partido de fútbol. Debían de ser las únicas personas que había en todo el cuartel. Y estaban allí en las canchas jugando el partido. Se unió a ellos sin poder evitar una sonrisa. ¿Y si les estaban mirando por un agujerito? ¿Y si les vigilaban durante el fin de semana mientras ellos, presuntos inútiles no aptos para el servicio, hacían cosas como, por ejemplo, jugar al fútbol? Pero la idea era tan absurda. Estaban solos. Sólo existía el sol, la cancha, las ocho personas que allí se encontraban. El cuartel (su Compañía, aquel barracón) parecía estar tan lejos. Y los mandos, sencillamente, no existían. Aún así, mientras daba unas carreras por la banda y disparaba a puerta imaginó que lo pillaban: ¿Inútil? ¿Cojo tú?, le dirían en Capitanía, pero si le pegas de puta madre con la zurda, a quién quieres engañar. La paraba con el pecho, hacía un quiebro y se reía. Seguía corriendo. Nunca antes se había sentido cínico al correr. Y por un instante fue feliz. Jugar al fútbol por puro placer era algo que se le había olvidado.

El martes lo llevaron a Capitanía. Sólo a él. Compartió el Land Rover con soldados que no conocía. Ellos vestían sus bonitos uniformes y él su mono verde y sus tenis sin marca y su gorra de tela sin ningún atributo. Se tranquilizó pensando que al resto de “Presuntos” los llevarían en otro momento, pero no podía tenerlas todas consigo. En el edificio antiguo le hicieron ascender algunas plantas más que en la otra ocasión. Le condujeron a las alturas del edificio y le dejaron frente a un despacho que, por lo que podía adivinarse inspeccionando el mobiliario frente a la puerta, así como por la puerta en sí, de buena madera (al menos en comparación con el endeble material de las puertas de las consultas de las plantas inferiores), debía tratarse del despacho de alguien muy importante. Conservó la calma. Era lo único a lo que podía aferrarse en aquel instante. El momento requería cierta entereza. Ya tendría tiempo de ponerse nervioso. Cuando le dijeron que pasara se puso en pie y caminó con naturalidad y aplomo, sonrió al militar que se encontraba tras la gran mesa –Capitán Médico, pudo leer en algún sitio— y antes incluso de sentarse reparó en los cuadros que decoraban el lugar, oleos impresionistas que representaban algunos lugares de París. Vaya, Montmartre, le dijo al capitán y volvió a sonreírle. ¿Lo conoces?, el capitán miró tras de sí y se mostró afable. Él se refugió en aquello. Quería retrasar lo que tuviera que decirle, así que le comentó que sí, que había estado en París y que le gustaba mucho el impresionismo, el puntillismo; incluso mencionó el movimiento faube, aunque no sabía si era anterior, posterior o simultaneo a alguno de los anteriores. Todo por salvar su nerviosismo. Repasó los cuadros con una mirada luminosa y le dijo que estaban muy bien. El capitán asintió agradecido y le pidió que se sentase. Entonces se sintió insignificante –en peligro— ante el uniforme del capitán, pero no lo demostró. Más bien se comportó como un chico bien educado que transpiraba sencillez y humildad. Tanto que el tipo lo miró con sorna. Luego ojeó unos papeles que tenía delante y le dijo que la pierna la tenía perfectamente: Lo sabes, ¿no?, añadió, y lo taladró con la mirada. Él lo admitió con pesadumbre. El capitán pareció complacido ante su manera de expresarlo –aunque apenas hubiese empleado un gesto, una expresión— y asintió repetidas veces para sí. Las palabras que dijo fueron exactamente éstas: Te voy a hacer una pregunta, y quiero que me contestes con absoluta sinceridad. Él asintió con la mirada. Si hubiera tratado de emitir cualquier palabra hubiese expelido un sonido extraño; de hecho, en lo más íntimo de su ser, se mareó, aunque no permitió que se le notara ni en la mirada ni en el rostro. El capitán dijo: ¿Quieres hacer la mili, sí, o no? No, negó ligeramente, con absoluta franqueza, sin apartar la mirada de los ojos del capitán. Aquello, para su sorpresa, pareció complacerle también. El capitán sonrió y se arrellanó en el respaldo de su asiento. Está bien, dijo. Barruntó alguna cosa y volvió a mirarlo. Estás excluido. Regresa al cuartel y espera allí a que te llegue la notificación. Al escucharlo no sintió el menor alborozo, sino algo próximo a la vergüenza. Y una gratitud hacia el capitán que, sin embargo, debía contener. No podía demostrar alegría por librarse de hacer algo a lo que aquel hombre había consagrado su vida. Se levantó, pronunció unas escuetas gracias, honestas tanto en el tono como en la gestualidad de todo su cuerpo, y abandonó el despacho.

Al recorrer de nuevo los pasillos del edificio sintió una fuerte sensación de irrealidad. Se dio cuenta de que nunca había creído, en realidad, que aquello sucedería. Y tampoco sabía por qué el capitán lo había hecho. ¿Acaso su tío había podido intervenir? Nadie le había dicho nada, pero le parecía improbable. ¿Lo había excluido por su cara bonita? ¿Porque le había satisfecho su manera de afrontar la situación?

Mientras lo devolvían al cuartel pensó que acaso tendrían un cupo de exclusiones estipulado. Con su remplazo no se habrían cubierto y por eso podían ser tan generosos con él. ¿Esa fortuna había tenido? No lo sabía. No sabía nada en absoluto.

El caso es que estaba sano. Ellos lo sabían. Pero lo habían excluido. Ahora era un inútil, y no podía hacer el servicio militar. Pensó por un instante en el efecto que producía aquella palabra, INÚTIL, en su autoestima, pero no sintió nada en particular. Era una palabra negativa con una aplicación, en este caso, positiva. Algo así como “inútil” igual a “salvación”.

En el cuartel supo que esta vez sí había conseguido librarse de seguir formando con el resto de los compañeros. Su estatus había cambiado. Le dijeron que se hiciese a un lado y no molestase. Le advirtieron que si se metía en problemas lo pasaría mal. Bastante engorro era que estuviese por allí sin hacer nada. Su situación ahora era, si cabía, más absurda que la anterior. Mano sobre mano mientras todos los demás se esmeraban, unos más que otros, para convertirse en buenos soldados. Desde el punto de vista de sus compañeros él se había descolgado definitivamente de aquel objetivo. Ya no compartían los mismos desvelos. Sus rumbos eran distintos. Así que ellos se concentraron en el suyo y a él lo dejaron a un lado.

Él esperaba y deseaba que en unos días le llegase su papel para irse. Era lo que correspondía. Allí ya no pintaba nada. Sin embargo no sabía cuánto tiempo tendría que esperar. Nadie se lo había dicho y no había ningún lugar al que acudir.

Cuando transcurrieron un par de días se le puso una mosca detrás de la oreja. Cuánto iba a durar aquello. Incluso pensó que el Capitán Médico podía haberle jugado una mala pasada. Sobre todo cuando vio que llegaba el fin de semana y todos se preparaban para salir y él debía seguir allí dentro. ¿Se trataría de una broma de mal gusto del capitán? Pero no era posible, todo indicaba que el papel llegaría y él se iría para casa.

Pasó un fin de semana soporífero. Contando los minutos y preguntándose qué hacía allí, cuál era el objeto de su presencia en aquel lugar.

La semana siguiente se movió por el cuartel casi a su antojo. A veces asistía a alguna de las actividades de sus compañeros. En otras ocasiones se quedaba en la Compañía. Como lo único a lo que estaba obligado era a mantener una buena conducta, y eso no era un problema para él, se dedicó a observar un poco el entorno, como un simple testigo. En una ocasión acompañó a todos al cine del cuartel. Era increíble, pero cierto. En el acuartelamiento militar había un cine enorme, con una pantalla estupenda, en la que normalmente –por lo que pudo entender— echaban películas bélicas o del oeste. Pero en aquella ocasión se trataba de otra cosa. Había venido alguien de los cuerpos especiales, la Legión y las C.O.E. Cuando llegó, el cine estaba repleto de reclutas del mismo remplazo. No sólo los ubicados en su Compañía. Había al menos tres veces más. Y un mando de la Legión y otro de las C.O.E. dispuestos a ofrecerles una charla muy amena. Él se sentó atrás del todo. Desde allí tenía una perspectiva espléndida de toda la puesta en escena, con los reclutas sentados en un río de cabecitas que se deslizaba por delante de él hasta los dos mandos y la pantalla, que se encontraban allá abajo al final de todo. Los mandos eran unos tipos espléndidos. Uno de ellos debía de tener unos cincuenta años, pero poseía unos omoplatos envidiables y sus bíceps parecían estilizadas mazas. Y ambos mantenían aquella actitud marcial (las piernas separadas, las manos atrás, el pecho, la cabeza bien alta) que hacía que cualquiera quisiera entrar a formar parte de su club. Él se preguntó si aquel sería su trabajo en el ejército. Desde luego eran especialistas. Por fin les pusieron una película sobre la Legión y otra sobre las C.O.E. En realidad eran anuncios publicitarios de cinco o seis minutos en los que se veía a los soldados atravesando un barranco por los aires, colgados de una cuerda; reptando mientras les disparaban un fuego real que les pasaba silbando por encima de las cabezas; o apostados cuerpo a tierra mientras un tanque se dirigía hacia ellos, esperando hasta la última milésima de segundo para girar sobre sí mismos y escapar de ser aplastados por el chirriante amasijo de hierros. Y todo ello aderezado con una música militar que ensalzaba el espíritu hasta cotas inimaginables. Cuando los vídeos terminaron, el mando de las C.O.E. preguntó con energía quién se presentaba voluntario. Tendría una mili distinta a todo, una mili especial (de hombres, le faltó decir, si es que no lo dijo). Un chavalito de pueblo, enclenque, saltó de su asiento y gritó ¡¡¡yo!!!, y el mando le hizo un gesto para que se uniera a ellos. El muchacho corrió entusiasta, abandonó la fila de butacas, descendió por el lateral y el mando lo recibió entre sus brazos como al hijo pródigo, propinándole una palmada –más bien puñetazo— de camaradería, mirándolo con orgullo mientras el chaval parecía el hombre más feliz de la tierra. Él miró las cabecitas de los reclutas y percibió su excitación. Podía imaginar sus ojitos moviéndose de un lado a otro, tratando de registrar todos los detalles. Sin embargo no parecían dispuestos a levantarse de sus asientos. Sólo se levantó uno más, despacio, y descendió por el lateral contrario, de manera anti climática. Un balance muy pobre. Allí había más de trescientos tíos y sólo dos habían “saltado de sus asientos”. Y uno de ellos, el primero (si no le fallaba su instinto), era el cebo. Ninguno quiso presentarse voluntario a la Legión, pero cuando dieron por concluido el evento y los soldados abandonaban sus butacas, de vuelta a sus compañías, los mandos aún trataban de mostrarse henchidos de satisfacción. Él esperó un poco sin apartar la vista de ellos, hasta que consiguió percibir una mueca de desaliento en el más aguerrido. Aquello debía ser un varapalo para ellos. Se preguntaba hasta qué punto estarían acostumbrados. Pero no se alegró. Cuando alguien se propone algo, lo bonito es presenciar cómo lo consigue.

Continuó la semana en balde. Él sólo quería que llegase su papel e irse de una vez por todas. Daba la sensación de que, al no querer incorporarse al ejército por el resto del año, el ejército había decidido pasar de él olímpicamente. Podía pudrirse en el limbo que le habían fabricado, en su mono y sus tenis y su gorra impersonales. Mientras permanecía allí dentro sin hacer nada veía cómo sus compañeros aprendían cosas. Y aunque se tratara de cosas que él no quería saber (al menos de un modo especial) siempre era mejor que nada. Para colmo se avecinaba un nuevo fin de semana en el que debería quedarse después de ver cómo todos se perfumaban y, cada vez un poco más soldados, salían del cuartel dispuestos a comerse el mundo. Día tras día los otros presuntos habían ido sabiendo quiénes eran los excluidos. Los que no consiguieron su NO APTO vieron normalizada su situación y saldrían aquel mismo fin de semana con todos los demás. Pero él no podía rebelarse. Contra quién. Quién le estaba haciendo qué. Y qué pretendía con ello.

A veces temía que aquello se prolongase indefinidamente. Sobre todo por las noches. Todo le recordaba que ocupaba el lugar de un recluta que no era. Y no le resultaba agradable pensar que dormía en la litera del recluta que había dejado de ser, con unos compañeros que ya no serían soldados nunca. Pero fácilmente conseguía que le diese igual. Esa es una característica que ha conservado a lo largo del tiempo. Cuando las cosas se ponen feas les niega su importancia.

Tuvo que enfrentarse a un nuevo fin de semana laxo. El tiempo detenido aplastaba el lugar. La intensidad de su existencia había alcanzado el grado de punto muerto absoluto. No hacía nada en la vida. No era nada en la vida. Ahora sí que todo resbalaba sobre su persona sin dejar la menor huella en él. Era invisible. Pero a ratos conseguía convencerse de que todo era una estrategia del ejército para hacer que se sintiera mal y recapacitara. Entonces se decía que no lo conseguirían. De eso nada.

Por fin habían alcanzado la cuarta semana del mes. Después todos se irían a sus destinos definitivos. La instrucción previa en Hoya Fría tocaba su fin. Él temía que lo dejasen allí, esperando eternamente. Después de lo vivido hasta aquel momento los creía perfectamente capaces de algo así. Había otra posibilidad: ¿y si se habían olvidado de él? ¿Y si realmente no lo hacían adrede; su “papel” se había traspapelado o, por alguna razón, pensaban que ya estaba en casa? Cualquier posibilidad resultaba enervante.

La tarde del miércoles siguió a los reclutas hasta un lugar próximo a las duchas. Les habían convocado allí a todos para darles el uniforme de campaña. Varios soldados repartían la ropa a diestro y siniestro, mientras los reclutas se arremolinaban en torno a ellos y las cajas de las que iban sacando pantalones, camisetas, camisas, botas. Él se quedó, como siempre, a una distancia prudencial, mirándolo todo, cuando un sargento le ordenó que fuese a por su ropa. Lo dijo con ademán de fastidio –soldado más parado éste, habría pensado— y con tanta autoridad que su primer impulso fue obedecer. Pero si cogía la ropa de campaña, él, que no había hecho ni la instrucción, en qué lío se metería. Aquello podría llevar a una gran confusión. No no, yo soy Presunto Excluido, le dijo. Cómo, el sargento dio un paso hacia él. Que soy Presunto Excluido, repitió, mirándolo fijamente, depositando en aquel mando toda su frustración por las semanas pasadas y la incertidumbre acerca de su futuro. El sargento debió percibir el desafío. Pero sobre todo lo miró tratando de comprender aquellas palabras: Presunto Excluido. Intentando recordar si había leído aquel término donde quiera que el ejército disponga esas cosas. Él pensó que se había metido en un buen lío y que iba a tener que dar algunas explicaciones, clarificando las cosas algo más allá de aquel invento de su propia cosecha. Pero el sargento le dijo que estaba bien y que se hiciera a un lado. Él lo miró con fastidio y se apartó.

Ya eran ganas de liarla. Por qué lo había hecho. Aquel sargento no era el cabo Santa Cruz. Si hubiese querido “crujírselo” –odioso término empleado por todos allí— lo habría hecho sin la menor contemplación. Pero su curioso “sentido del humor” (seco, parco y lo suficientemente absurdo como para no tener el menor de los sentidos) le jugaba a veces aquellas malas pasadas. Decir que era Presunto Excluido cuando podía haber dado una explicación real y satisfactoria: “El capitán médico me ha excluido”. Claro, luego pasaba lo que pasaba. Las cosas se enredaban y terminaba sucediéndole lo que ahora su amiga dice que sólo le puede pasar a él, y es verdad.

Al hacerse a un lado miró a sus compañeros. Le sorprendió la algarabía. El alborozo con el que se cruzaban con sus prendas en las manos. Algunos se habían puesto ya las botas y pisaban fuertemente el suelo, haciendo sonar sus pasos para luego detenerse y en un gesto marcial inusitado ponerse firmes y saludar haciendo sonar los talones estruendosamente. En comparación con el insignificante calzado que habían llevado hasta entonces (los gastados tenis de tela y goma, aplastados a ras de suelo) aquellas botas les conferían un aspecto imponente. De pronto se sentían poderosos. Y él, mientras los miraba, se estremecía. Cómo era posible que personas que él conocía de antes se hubiesen convertido en aquello por el simple rito de calzarse unas botas; unos y otros golpeando firmes los talones. Parecían transformados. ¿Se habían vuelto locos? Pensó en sí mismo, insumiso, con el mono y los tenis. ¿Era aquello lo que se estaba perdiendo? Y si acaso fuese aquello, ¿era distinto de lo que se contaba del ejército en el cine que había visto? Si les hubieran dicho que tenían que acudir a una guerra hubiesen ido, pero no sólo a estrenar las botas, sino a exhibir las ansias del soldado en que se habían convertido. Y tal vez matarían a alguien o morirían a manos de otro alguien que también había estrenado alguna vez unas botas haciéndolas chasquear. La inocencia del gesto le repugnó por todo lo que llevaba aparejado.

Y sin embargo cualquier “persona de orden” le diría que no había nada de malo en ello. Se trataba de estar preparados para defender la patria. Diría cosas como esa. El mundo es así de perverso. Pero lo peor es que, llegado algún momento –por uno u otro motivo—, siempre hay que otorgarle la razón a esas voces. Aunque también eso sea el fruto de una perversidad.

Vio al chico del desnivel en las piernas. No lo habían excluido. Por una milésima de centímetro (a ver con qué metro se mide esa diferencia entre dos piernas). Estaba mirando sus botas por fuera, luego por dentro, seriamente preocupado. Cuando se las puso, su cojera resultaba mucho más ostensible. Dio unos pasos, pero no se atrevió a emular a los compañeros hasta que se encontró de frente con alguno al que debía de considerar su gran cómplice. Entonces sonrió, se puso derecho y lo saludó con la mano en la frente. Un pie completamente apoyado, el otro ligeramente de puntillas.

Al día siguiente se dio por terminado aquel primer periodo de instrucción. Todos recibieron la orden de prepararse para marchar a su destino. Unos se irían a La Palma, otros se desplazarían a algún otro cuartel de la isla. Por la tarde ya sólo quedaban los tres excluidos. El loco, el asmático y él. Aquella noche no fue como las otras, cuando se quedaban durante el fin de semana. En aquellas ocasiones era como si guardasen las camas y las taquillas de los compañeros que habían salido. Ahora las taquillas se encontraban abiertas de par en par, completamente vacías, y las literas no tenían ni sábanas.

Por la mañana les dijeron que no podían quedarse allí. Los trasplantarían a otra compañía. Además tenían que dejar su mono, los tenis, la gorra, las camisetas, los calzoncillos y calcetines, y ponerse su ropa de calle. Ellos preguntaron si se sabía cuándo podrían irse. Mañana…, pasado mañana…, el día después de pasado mañana…, cualquiera sabe, les contestaron. ¿Por qué no los soltaban de una vez?

Por la tarde vaciaron sus taquillas, abandonaron sus prendas verdes (que alguien recogió de sus camas deshechas), se vistieron con su propia ropa y uno de aquellos cabos los condujo por las calles del cuartel hasta la compañía en la que dormirían.

Cuando llegaron, los soldados estaban formando en una especie de patio lateral. Ellos se detuvieron junto a la puerta y se quedaron mirándolos desde allí, vestidos con su única muda, esperando a que rompiesen filas para ser presentados. Enseguida alguien les advirtió acerca de los tres malandros de aquella Compañía. Eran, visiblemente, los líderes. Incluso mientras permanecían en formación se permitían alguna gracieta, y sin embargo parecían más imbuidos de marcialidad que el resto de sus compañeros. Mientras éstos estaban a punto de licenciarse, ellos llevaban 15 meses de mili –dos meses más de lo habitual— debido al cumplimiento de varios arrestos. Si en la Compañía todos eran ya unos veteranos de la mili, ellos eran más veteranos aún. Nada se movía sin su consentimiento. Buscarían camorra, y ellos, no siendo de la Compañía, vestidos de paisano, constituían un blanco perfecto. Los presentaron como lo que eran: excluidos, no aptos; sus compañeros se habían marchado a sus destinos, la compañía se había quedado vacía y hasta que los dejaran salir dormirían allí. Estaba claro que irían a por ellos. Cumplían meses de más y les traían a unos que se iban sin haber empezado. Él los observó. Se movían con zafiedad ostentosa, conscientes de que amedrentaban a todo el mundo. Sobre todo uno de ellos, el peor; era de La Isleta, de Las Palmas, y tenía a gala ser el más pendenciero. Su mili debía haber terminado hacía meses, pero aún le quedaba por delante más servicio que a nadie. Y estaba dispuesto a superar ese récor. Parecía no querer abandonar nunca aquella situación.

Los tres excluidos se adentraron en la Compañía bajo la atención de todos. No era sencillo avanzar por el pasillo entre las literas con todas aquellas miradas cortándoles el paso. Sus movimientos se volvieron lentos y estudiados. Los que no los miraban fijamente no podían evitar lanzarles sus ojos en algún momento, en medio de lo que estuviesen haciendo. De pronto, un soldado les indicó las literas que estaban libres. Lo primero que le llamó la atención fue que se encontraran muy separadas entre sí. Aquello le preocupó. Dormirían lejos los unos de los otros. Estarían más indefensos. Aunque bien mirado, estando solos, aislados, sería más difícil que los convirtieran en el objetivo de una sola maldad. Tal vez así los dejarían tranquilos. El asmático estaba colocando sus cosas sobre su litera cuando el malandro supremo se le acercó: No me mires así. ¿Así cómo?, el asmático lo desafió. El malandro estiró el brazo y de un tirón le arrancó la cadena del cuello, la tiró al suelo y lo miró satisfecho. El asmático estaba a punto del llanto, indignado, pero separó los brazos, hinchó el pecho y le plantó cara. Todo el mundo en la Compañía los miraba. Estaba a punto de suceder lo inevitable. Él no sabía qué podía hacer. Nadie parecía dispuesto a intervenir. De pronto echó a andar entre los soldados y alcanzó la salida. Dio la vuelta a la Compañía en busca de algún mando. Alguien le indicó un lugar (una puerta) y entró gritando que lo ayudaran. Salió un sargento. Qué pasa. Un compañero, le van a pegar. Sabía que estaba haciendo algo inaceptable. Era un vulgar acusica. El sargento lo miró con desprecio y le advirtió que se mantuviera al margen. Lo dijo como si ahora él estuviese en riesgo más que nadie. Y corrió al interior de la Compañía. Cuando entró puso orden con un grito y un par de gestos y el malandro se apartó de su víctima. Sonreía. Todo aquello le divertía tanto que parecía su propósito. El sargento disolvió a todo el mundo con un movimiento de su brazo derecho y luego le hizo una seña al malandro para que le acompañara. Sin embargo, no parecía que fuese a imponerle castigo alguno. Intercambió con él unas miradas de hombre a hombre y lo dejó marchar. El malandro siguió sonriendo divertido. Todos estaban presenciando cómo salía indemne. En cuanto a él, un soldado de aquella compañía le susurró que había sido muy valiente, pero que tuviese mucho cuidado: su acción no había pasado desapercibida. Él lo miró y siguió su camino: aquellas palabras, por muy bien intencionadas que parecieran, sólo le produjeron incertidumbre. El asmático le agradeció haber avisado. Pero estaba envalentonado, con ganas de ponerse a la altura de su agresor y demostrarle que no era más que un gallito.

Los tres temían que llegase la noche, el momento de acostarse. Mientras duró el día hicieron piña. Nadie de la compañía se les acercó. Parecían apestados. Ellos no querían verse envueltos en ningún problema. Ya tenían un pie fuera del cuartel. Y en eso llegó la noche. El momento de separarse, cada uno en una litera apartada de la de los otros dos. Mientras se acostaba, no perdió de vista al malandro, pero se apagó la luz sin que consiguiera averiguar dónde dormía. Ni siquiera se había acostado y, por un buen rato, lo perdió de vista. Permaneció en vela, diciéndose a sí mismo que tal vez debería permanecer despierto toda la noche, pendiente de todos los sonidos y movimientos. Ya casi todo el mundo dormía cuando, de pronto, sintió cómo alguien movía unas taquillas. Esto era a unos quince o veinte metros de él. Las taquillas retumbaban con sus bandazos sobre el suelo. Eran altas y con ellas se formó una suerte de pared. Luego, otras dos taquillas formaron otra. Y en el centro de todo, fuera de su vista, chirriaron las patas de una mesa y varias sillas. Las personas que allí se encontraban, entre ellos el malandro, encendieron una lámpara. Luego se incorporó el sargento. También él estaba allí. Y tras una breve charla plagada de exabruptos y chulerías –hicieron referencia a una botella de tequila que habían dispuesto en el centro de la mesa— se pusieron a jugar al póker. Bajo la manta, él se sintió ultrajado. No sólo no lo había castigado. El sargento era su colega, su compinche. Tampoco podía fiarse de él.

En el silencio de la noche, mientras todos dormían o aparentaban dormir, los escuchó apostar largo rato. Los papeles estaban claramente repartidos. Los esbirros del malandro eran mera comparsa. Ante el sargento, el malandro se mostraba como un niño díscolo de buen corazón. Todo lo hacía para llamar la atención del sargento. Entonces se dio cuenta. El sargento estaba allí para que no pasara nada. Jugaría y bebería con ellos el tiempo que hiciera falta y de este modo los dejarían en paz. Sintió admiración por él. Conocía su trabajo. Sólo después de este pensamiento, casi sin darse cuenta, se quedó dormido.

Por la mañana el asmático estaba indignado. El hijo de puta es su colega, dijo con rabia. Aún así, él prefirió no comentarle lo que había pensado.

Les dijeron que en cualquier momento de aquel mismo día podrían marcharse. Así que ya estaba, había llegado el gran momento.

Y sin embargo ahora trata de recordar cómo abandonó el cuartel. Debió de recorrerlo, tal vez con los otros dos. Debió de sentir algo al traspasar el arco y salir a la libertad. Debió de producirse algún tipo de despedida entre ellos. Pero todo eso se borró de su memoria. Debería haber constituido un gran evento en su vida, todo un logro. Abandonar el cuartel sin haber llegado a convertirse en un soldado. Convertirse en un inútil para el ejército cuando era absolutamente apto para el resto de la vida. Pero, después de todo, resultó ser un momento sin trascendencia. Sin la menor gloria. Que olvidó para siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Nicolás, ¿has visto lo que publicó anoche Eduardo García Rojas?

http://www.elescobillon.com/2010/05/del-petardo-de-los-setenta-a-la-traca-de-nuestros-dias/