FRENTE AL PRESENTE

(ensayo en proceso)

Juan Carlos Chirinos

Para mis alumnas queridas del Centro Nicolás Salmerón, que me han acompañado durante tres años por el fascinante viaje hacia los libros; y que me dan, cada viernes, la energía necesaria para seguir, entusiasta, en el mundo de la literatura.



Gemelos, de Giovanni Battista de Cavalieri, 1585


Nos adentramos en lo que es pensar cuando pensamos en nosotros mismos. Para tener éxito en este intento hemos de estar dispuestos a un aprendizaje del pensar.
Martin Heidegger


I. El lenguaje y el artificio de las líneas punteadas. Siempre me han llamado la atención las líneas punteadas que se dibujan detrás para dar la impresión de que el círculo que hemos trazado sobre el papel en realidad es una esfera; ese simple recurso es suficiente para que nuestro cerebro se haga a la idea de que lo que tiene ante sí es un objeto tridimensional, con volumen, aunque la lógica le diga que se trata de líneas y puntos sobre una superficie bidimensional. Somos lo suficientemente listos como para entender las pequeñas trampas que nos hacemos para que el mundo funcione más o menos como esperamos.

De hecho, en eso consiste toda nuestra existencia.

Hemos basado nuestra propia evolución en un complejo entramado de suposiciones que nos permiten movernos por el espacio hostil de la naturaleza, y no solo eso, hemos llegado a dominarla en muchos aspectos —aunque la naturaleza, cuando se pone, es capaz de destruir en un instante lo que nos ha costado años, y a veces siglos, construir.

El lenguaje, desde luego, ha sido y es materia prima y forma, herramienta y resultado de nuestro esfuerzo artificializador del mundo.

Como no somos del todo miembros del cosmos natural (somos expulsos del reino), hemos tenido que aplicarnos con ahínco en su interpretación, en inventar una hermenéutica cósmica que nos haga lugar, nunca mejor dicho: esta hermenéutica crea el espacio donde vivimos. Somos unos intrusos; ni como el tigre, ni como el gato tenemos garras y músculos ágiles; ni como el elefante ni como el toro cuellos poderosos y bravura feroz; ni como la gacela ni el caballo patas que son flechas; ni siquiera como nuestros parientes, los monos, tenemos colas forzudas y destreza aérea: en el concierto de los (otros) animales que nos rodean, no somos nada, apenas podemos dirigirnos a aquello de que nos creemos únicos poseedores con indisimulado cariño: Animula vagula, blandula hospes comesque corporis, ¿quae nunc abibis? In loca pallidula, rigida, nudula, nec, ut soles, dabis iocos. [«Alma, vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿dónde vivirás? En lugares lívidos, severos y desnudos y jamás volverás a animarme como antes». Publius Aelius Hadrianus].

El lenguaje complejo es el más preciado de nuestros bienes, el gran artificio que hemos hurtado a la naturaleza para defendernos de ella misma, para ser algo desde nuestra mínima inferioridad de animales sin patas, ni pelos, ni garras, ni colmillos, ni trompas, ni alas, ni colas. Qué sabe la fortísima hormiga de nuestra conciencia, de nuestros sentimientos impuros cuando la aplastamos felices; qué sabe de nuestros complejos el zorro astuto que huye de unos perros que lo persiguen con una locura ajena a ellos; qué sabe el toro de la plaza, confundido, encandilado, puyado, del porte soberbio del matador, que así se crece ante sus iguales, arriesgando una vida que se puede pulverizar con una pezuña. Sólo la palabra los mata, y nunca lo sabrán. ¿Nunca lo sabrán?

II. El tiempo, las dimensiones y el volumen. San Agustín habla del tiempo en sus Confesiones y trata de definirlo. Es una noción tan íntima y corriente que lo mejor que podemos hacer con él es usarlo, porque nos es más útil como percepción que como concepción. En el lenguaje es fundamental, desde luego.

¿Qué dice Agustín sobre el tiempo? Esto:

¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa y razón de ser están en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser? [San Agustín, Las Confesiones, XI, 14, 17. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1991, pp. 478-479 (Edición de Ángel Custodio Vega, O. S. A). Cursivas mías].

Este pensamiento es tan poderoso, que de él se desprenden fácilmente varios temas, varias disciplinas; nos habla del origen del mundo físico (teoría del big bang según la cual antes de la explosión no tiene sentido hablar de tiempo porque es una propiedad producto de esa explosión); nos habla de un concepto de Historia lineal, que va hacia una noción particular de tiempo transfigurado en eternidad (lo que fue, lo que será, lo que es; próximo al concepto orgánico espengleriano por su condición progresiva de los acontecimientos); y finalmente, la que interesa aquí: los tiempos como dadores de sentido, generadores de imaginación y, en consecuencia, del lenguaje que nos une al mundo, el enlace (link) entre nuestras palabras y eso ajeno que son las cosas.

El pretérito y el futuro sólo son suposiciones, y es la imaginación la que le da sentido a su uso.

El pretérito y el futuro, combinados con el presente son esas líneas punteadas que se dibujan detrás para que el círculo sea circunferencia, esfera que abarca un volumen determinado.

Las tres dimensiones emergen en el lenguaje cuando fluyen los tiempos verbales, y se combinan y se cruzan y se enlazan.

III. El tiempo en la prosa narrativa. Aura, de Carlos Fuentes, esa breve novela de fantasmas, está escrita en segunda persona del futuro, a veces en presente, en ocasiones se sirve del antepresente. Pero, en líneas generales, su ‘sabor’ es el futuro. Pero es un breve relato; el efecto perturbador de su temporalidad es coherente con el extraño mundo en que se mueven sus personajes. Pero no creo que su estructura hubiera aguantado quinientas, trescientas, ni siquiera doscientas páginas en futuro. Habría «chillado» demasiado el entramado temporal y quizá habría hecho fracasar la narración. Fuentes fue muy inteligente e intuitivo: hay estructuras que no aguantan tantos pisos; y esa novela, lo sabe todo el que la ha leído, es una pequeña joya que resulta inquietante y al mismo tiempo deliciosa de leer.

En cambio, Drácula, de Bram Stoker, es un pretérito continuo que anhela un futuro por venir. El diario de Jonathan Harker, las notas de Mina, las observaciones del doctor Seward, de van Helsing, hasta los recortes de periódico; todos son documentos que refieren lo que ha ocurrido en un pasado próximo y que anuncian lo que va a ocurrir. El presente de esa novela es el acto de escritura misma (o de grabación) de cada uno de los personajes. Esta gozosa combinación sostiene con facilidad varios centenares de páginas, los que conforman la novela, y producen un efecto muy curioso que contribuye a aumentar la alarma del lector ante la temible presencia del monstruo, el conde solitario y vengativo: todo lo que nos cuentan ya ha ocurrido; todos los sucesos terribles que se aproximan están por ocurrir y tan solo acompañamos a los narradores en el momento en que consignan sus pensamientos y los terribles hechos que viven en primera persona. Esta estrategia narrativa es tan perturbadora, que es posible que los lectores más sensibles rueguen a Jonatan Harker, mientras escribe su diario en el castillo transilvano del conde Drácula: «¡Deja de escribir y sal corriendo, Jonathan, huye del castillo de ese bicho antes de que se haga de noche otra vez!».

Cien años de soledad, por su parte, es la novela del presente durativo, del melting-pot temporal que suspende el pretérito, el presente y el futuro haciéndolos eternos, como sugiere Agustín. La estructura circular, el anillo en que se cierra la historia, combinado con el juego verbal y adverbial característico de esta novela (tan bien representado queda en la primara frase: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo»), hacen que el texto se ‘suspenda en el aire’ y dé la sensación de que todo lo que ocurre, ocurre en el mismo instante, en las notas de Melquíades, donde el primero y el último de la estirpe de los Buendía se juntan.

En La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, la forma de diario le sirve al autor para arrancar desde el presente de la narración con marco, el documento donde Zeno ha dejado plasmada su vida, para sumergirse en la historia de las varias enfermedades que pone en escena el novelista de Trieste. Intenta adentrarse en la psique del personaje, de la sociedad que lo rodea y finalmente del mundo todo para dejar al descubierto que lo que destruye todo es la enfermedad, y que la mayor enfermedad del mundo es el propio ser humano (adelantándose, así, a la ya famosa idea expresada por el agente Smith en Matrix: el ser humano es un virus para el planeta). Como en el fondo se trata de las memorias de Zeno, la novela ‘sabe’ a pretérito, y todo viene de atrás hacia delante; el lector va conociendo progresivamente la vida del protagonista y sus en no pocas ocasiones perversas actitudes.

Ninguno de los libros de que he hablado hasta ahora resultan monocordes, a pesar de que su punto de vista temporal sea unívoco y apunten a estrategias sobre las que retornan una y otra vez. No. Ni mucho menos. Son libros amenos de leer, profundos, estimulantes; emocionantes. Libros que conservan, cada uno a su manera, el ‘aire’ de los relatos tradicionales, populares o folclóricos, porque sumergen —y a veces lanzan— al lector-oyente al mundo imaginario del había una vez, del pretérito que, habiendo acabado su existencia, es.

IV. El mundo monocorde del presente. Pero la literatura nos ofrece alternativas. La literatura, por supuesto, siempre ofrece infinitos atajos y allí radica la clave de su inagotable belleza. Y quizá por eso no comprendo por qué quedarse con una sola variante, con una sola manera de decir. Aunque el tiempo en que vivimos, el tiempo que a cada ser humano le ha tocado vivir, siempre ha determinado la manera como percibe y describe el mundo, no creo demasiado alejado de nuestras actuales posibilidades tratar de hacer abstracción de ello y tomar un poco de perspectiva, cambiar de punto de vista para buscar una ‘nueva’ manera de decir. Sobre todo porque, a esta alturas, han tenido lugar suficientes periodos, épocas y maneras como para saber que, en el fondo, estamos condenados a repetir las formas del pasado, eso sí, imprimiéndoles nuestra propia voz, que es única e irrepetible, como las huellas dactilares o el ADN. Careciendo de originalidad la literatura, nos queda el consuelo de la autenticidad, verdadera salida (o salvación) para seguir las enseñanzas de los que nos precedieron sin tener que estar condenados a repetir como loros o cuervos inconscientes —never more.

Quizá esta sea una de las razones de que abunde tanto en nuestra época el presente. He venido percibiendo que en autores consagrados por crítica y público el tiempo presente es una marca, no personal, mas generacional, de su tiempo, de su época.

El presente, hoy, es epocal.

En escritores como Enrique Vila-Matas, José Balza, Severo Sarduy, Mario Benedetti, Milagros Mata Gil o Javier Marías y algunos —pero no pocos— pasajes de los textos de Julio Cortázar (y hablo, por obvias razones lingüísticas, de autores que escriben en español), la narración que transcurre a medida que el lector lee, ocupa un lugar importante en el corpus de sus respectivas obras; en algunas ocasiones, el uso del presente sirve para subrayar el carácter psicológico de la materia narrativa en la que las transformaciones revulsiones y convulsiones internas del personaje no son menos importantes que los movimientos que hace en el espacio narrativo; en otras ocasiones, la presencialidad del discurso quiere, como el color en la obra de Piet Mondrian o Kazimir Malevitch, ser materia pura, justificarse por la sola materialidad de su presencia (y, para hacer una cita de Spinoza sospechosamente agustiniana, tener su esencia en su mera existencia); y, siempre, apela al espíritu capcioso que todo lector lleva dentro de sí, obligándolo a poner toda su atención si no quiere perderse en los vericuetos de un lenguaje muchas veces hermoso y, a veces, cruel con los despistados. Sin duda es una prosa difícil, retadora, compleja, que no está para carantoñas con sus receptores: quiere lectores que estén allí con el narrador y los personajes. La crítica ha rubricado la calidad de estos creadores; los lectores los han recompensado. Nada que objetar.

Pero yo sigo sintiendo una molestia, una molestia pequeña.

Hace tiempo que busco señales; indicios; pistas que me digan a qué se debe que usen el presente con tanta asiduidad no solo los autores con una obra consolidada y con unas búsquedas lingüísticas y temáticas muy bien fijadas, producto sin duda del ejercicio de su oficio y de largos periodos discurriendo, sino gran cantidad de narradores jóvenes y no tan jóvenes, que igual usan la monocordia del presente para la novela intimista y llena de guiños psicológicos como para el asesinato pasional y las brumas del misterio fantástico. A veces me da la impresión de que todo el mundo escribe en presente. Y no se trata de que no haya catado las bondades de usar este tiempo verbal —es ágil, está allí, hace que las cosas estén ocurriendo—; claro que lo he hecho, y no pocas veces (ahora me parece que muchas más de las que hubiera deseado).

[Pero después de que algunos libros escritos solo con este tiempo verbal hubieran pasado por mis manos, tengo la sensación de que paulatinamente se está conformando —en el interior de algo semejante al «inconsciente colectivo de escritores, críticos y académicos»— una imagen de lo que un libro ‘literario’ debe ser: y una de sus características más evidentes, creo yo, es que debería ser escrito predominantemente en presente. Esto lo asomo tan solo como una posibilidad; desde luego, no poseo todas las ‘pruebas’ de que esto esté ocurriendo, pero voy acumulando certezas, sospechas, de que es así.

Por otra parte, es cada vez más común encontrar en las librerías los libros clasificados por ‘géneros’, los más populares de los cuales son el ‘género histórico’, el ‘thriller’, la ‘chic-lit’, el ‘suspense’, o terror, y el ‘juvenil’. En todos estos casos, se trataría de libros que buscan complacer con la lectura fácil y de poco calado. Los libros de estos ‘géneros’ (y qué sea género, en este caso, es tema que da para discurrir en una ocasión particular) suelen utilizar el pretérito para ubicar a los lectores en situaciones donde por lo general la acción prima sobre el personaje o el espacio, aunque de ninguna manera prescindiendo de ellos.

Quizá, no se me escapa, el presente tenga tanto ascendiente ‘literario’ porque los grandes autores que cito más arriba y muchos otros célebres creadores han logrado extraordinarios libros (también) sirviéndose de esta estrategia. Por la aceptación del público y —ya lo voy a contar— por dos razones más, escribir en presente se ha convertido en marca de calidad, en literatura ‘seria’, que busca trascender más allá de la simple anécdota, la cual se habría quedado en el territorio de los best seller y los cuentos infantiles.]

Esas otras dos razones que instauran el presente como el tiempo verbal preferido —«ese que no se detiene ni un instante siquiera», como dice Agustín, porque «si se detuviese, podría dividirse en pretérito y futuro, y el presente no tiene espacio ninguno» [Confesiones, XI, 15, p. 481.]— son, por un lado, producto de la inmersión sostenida y global en la cultura audiovisual: el cine, la publicidad, la televisión e Internet copan nuestros ojos allá donde vayamos, y es más que evidente que todo lo que se representa, se representa en presente. Y aunque la película que veamos esté salpicada de numerosos flash-backs, aunque en la televisión el que habla nos cuente algo que pasó, todo eso estará ocurriendo frente a nuestros ojos, estará en irremediable presente. Rebobinemos la cinta: lo que veremos a continuación, al presionar play, ocurre de nuevo, cuantas veces queramos. Pero siempre en presente. Siempre. El mundo audiovisual nos lleva al pasado o al futuro o al futurible como un ejercicio de la imaginación desde el presente, no como una forma autónoma, como ocurre cuando conjugamos un verbo que, existiendo, está allí, en otro tiempo y en otro lugar (amé-amaba-he amado-amo-amaría-amaré).

La otra razón es más prosaica, quizá: todo el que reflexiona, lo hace en presente. La filosofía y el ensayo son territorios (preferentemente) del presente. Y si el escritor tiene algo que transmitir a su lector, una idea, una convicción, una ideología, y está escribiendo una novela, se le hará más fácil si se pone brechtiano y como pregonero medieval le explica al lector cuáles son las convicciones que mueven su mundo de ficción que, muchas veces, ha nacido del mundo en el que el autor se mueve. Por eso no es raro encontrar innumerable literatura contemporánea donde la profesión del narrador es, precisamente, esa: narrador. Se echan de menos, en los libros ‘literarios’, albañiles, abogadas, surfistas, heladeros, millonarios, vagabundos, jinetes, damas, caballeros, tahúres, actrices, juezas y presidentas. El mundo está lleno de profesiones y tiempos: ¿por qué solo escribir en presente de escritores que escriben en presente?

V. Los dos problemas del [o míos con] presente. «Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte». Esta es una enseñanza de Huidobro. Todas las direcciones terminan en una dicotomía; todos los caminos son dos caminos. Y en este espíritu binario, yo veo dos problemas principales a la hora de usar solo el presente cuando se escribe, dejando de lado cuán aburrido pueda resultarme personalmente.

Por un lado, escribir en presente exige del escritor una pericia mayúscula: es muy fácil cometer un error de concordancia verbal, y terminar redactando mal una frase porque nos hemos negado sistemáticamente a usar el pretérito, y a veces en modo subjuntivo es inevitable surcar las aguas del pretérito —pues del futuro en subjuntivo ya no parece que haya un autor entusiasta; pero que levante la mano, si lo hubiere—. Las oraciones coordinadas, la adverbiales y todo aquello que sirva de complemento verbal se puede convertir en un verdadero campo minado para el voluntarioso escritor que decida solo servirse del ‘literario’ presente para pergeñar sus ideas, confiando quizá ingenuo su suerte a la musa del ahora, esa de la que Góngora se confiesa deudor, «estas que me dictó, rimas sonoras,/ culta sí aunque bucólica Talía», la musa del teatro y de la poesía bucólica, de la representación y por tanto de la acción que ocurre en este momento, en presente. (Pero, cuidado, que cuando algo ocurre en el campo no está demasiado lejos de la mirada pícara de Pan y del soberbio amor de Titania, esa fiera).

El segundo problema es el que más me aterra. Como aquel círculo que cité al principio al que se le dibujan por detrás las líneas punteadas para dar la sensación de volumen, las conjugaciones verbales hacen las veces, en los textos literarios, de esas líneas que articulan y dan volumen a la prosa, haciéndola más gozosa, permitiendo que el tejido todo de la narración se expanda y ondee en el universo ficcional; y se combe, como el espacio alrededor de un planeta o una estrella por efecto de la gravedad. Sin las conjugaciones verbales, los textos me parecen como esa circunferencia dibujada en el papel, pero sin las líneas punteadas por detrás que le dan la formita de bola. Y mucho menos estará presente la sombra que, simulando la incidencia de una fuente de luz, presentan estos dibujos, que los hacen más veraces, que no verdaderos. La realidad y el realismo no tienen nada que ver entre sí, salvo unos lejanos parentesco y similitud de fenotipo.


***

Como siempre, hay que recurrir a Aristóteles cuando la razón se estanca: la virtud está en el medio. Me parece que se está exagerando con el presente; a mí particularmente me repugna —no sé hasta cuándo— y trato de no utilizarlo tanto ya; y me sumo a la convicción de san Agustín: Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente.

Y es el concurso de todos ellos lo que hace que en la literatura fluya eso estético que nos ata a un libro y no nos deja soltarlo hasta que lo terminamos. No veo por qué no seguir cultivando esta buena costumbre que ya el sabio de Hipona conocía y que supo confesarnos para la posteridad.

VI. Adenda: Cfr. ¿Todo lo sólido se desvanece en el aire?

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