INTERIOR CON REFLEJO*

Pablo Martín Carbajal



La niña de la boca sucia corre hacia su madre, ésta se agacha, la recoge en un abrazo, la alza, la niña remira tímida al hombre enterrando una sonrisa llana entre los pechos grandes y mamados de la mujer que también sonríe, mostrando amplias minas escarbadas en sus encías. El hombre apunta a esa boca, a esos dientes raídos de interior oscuro como la cueva, la niña cubre de uñas sucias la boca de la madre, el hombre aguarda comprobando el enfoque de su cámara, la niña gira, el hombre gira, la mujer, afable, procura que la niña mire señalándole con el dedo a la cámara y cuchicheándole algo al oído, el hombre quiere el frente cándido de la niña con el perfil de la madre, con la textura rugosa y envejecida de su tez de treinta años; disparo.

Madre joven.

—Muy bien resaltada la textura de la piel —dice el hombre del traje gris.

—¿Cuántos años puede tener? —comenta la mujer de mediana edad.

—No debe llegar a cuarenta.

El hombre acerca a los otros niños a la madre, les hace señas con un brazo mientras mantiene la cámara en la otra mano, los niños, vacilantes, rehuyen del hombre extraño, él quiere a ese de los ojos plata, plata de la mina sobre su piel indígena, el contraste sugerente: la mirada inocente y rica de ese niño de manos callosas sobre el azabache de la madre. El niño sabe que lo busca, esconde una sonrisa tímida de finos dientes entre sus hermanos que lo empujan, que lo envalentonan frente al hombre extraño, finalmente se acerca a la madre que se agacha, cara contra cara, piel contra piel, mirada hacia el hombre; disparo.

Mirada de plata.

—¡Mira qué ojos! Qué ojos tiene este chico —comenta el hombre del traje gris al tiempo que se acerca una fina copa de buen vino a los labios, se escucha un constante murmullo de fondo, la sala está llena.

—Qué contraste con los negros de la madre —dice la mujer de mediana edad mientras cree reconocer a una amiga entre los asistentes.

El hombre solicita permiso para entrar en la casa, el marido de cejas espesas le sonríe halagado y le muestra señal de paso, en el interior una minúscula habitación cuadrada y otra puerta cubierta con cortina de tiras, las paredes raídas colgando un almanaque antiguo con un equipo de fútbol, un póster de un pálido y desvalido Jesucristo aureado, una desgastada alacena con escasos utensilios: tazones de plástico carcomidos, platos desiguales. Un cable deshilachado con una bombilla desnuda cuelga del techo sobre una mesa astillada con tres sillas herrumbrosas. El hombre capta la luz de la ventana, coloca a la mujer de tez rugosa en el reflejo, un paso atrás encuadrando la habitación; disparo.

Interior con reflejo.

—Es buena la luz de la ventana, es difícil conseguir el equilibrio de luces.

—Qué pobreza, cómo pueden vivir así —responde la mujer de mediana edad que ahora está saludando a esa amiga y comentan algo sobre un valioso collar con motivos incas.

El marido de cejas espesas le invita a sentarse, la mujer de tez rugosa sale de la casa y entra con una cacharro oxidado, coge de la alacena un tazón de muchos usos y vierte del cacharro una sopa clara, el hombre hace un ademán de rechazo pero el marido de cejas espesas afirma con un gesto, el hombre asiente y sorbe el tazón; el marido de cejas espesas reclama su servicio, la mujer dispuesta cumple con su obligación y le sirve, los niños ríen y miran despeinados desde la puerta. El hombre pregunta y el marido de cejas espesas responde que desde siempre, ella vivía en el pueblo de abajo y se conocieron en las fiestas, eran unos muchachos y pronto quedó preñada, entonces vinieron arriba, a esta pieza abandonada que era de cuando su padre trabajaba en la mina, ahora trabaja él y los niños mayores que ya están para ayudar en la casa, la mujer pare, cuida a los pequeños, cocina, va al mercado; disparo.

Mercado indígena.

—Los colores en los mercados, cuántas gamas de grises —dice el hombre del traje gris— hay un gran trabajo en el revelado.

—¿Qué venderán ahí? —comenta la mujer de mediana edad al tiempo que conversa con su amiga, el collar es de Perú, lo compraron en un anticuario carísimo de Lima, hoy lo estaba estrenando.

Tras el mercado caminan una hora de regreso, la mujer de tez rugosa no le ha permitido pagar, en la cesta carne de chancho, mote pelado, hojas de plátano para el tamal y picarones de postre. Mientras la mujer cocina en un fogón escarbado en un cobertizo exterior a la casa, el hombre se acomoda en una silla herrumbrosa junto al marido de cejas espesas, apuran los primeros sorbos de pisco, la mujer sirve los platos, el hombre percibe el esfuerzo familiar del ágape, muy distinto del frijol con arroz que toman todos los días dos veces, los padres y los niños despeinados; disparo.

Una ocasión especial.

—Están muy bien resaltadas las formas de la comida, también lo potencia mucho el grano de la película que utiliza.

—Qué mal aspecto, yo no comería eso, desde luego, qué suerte tenemos de vivir aquí.

La bombilla que cuelga del techo desprende una luz insuficiente sobre la minúscula habitación cuadrada. El hombre entrevé un insecto caminar por la pared raída, el marido de cejas espesas le habla de la mina, de los gringos, de lo duro de la vida en esa aldea perdida, de los cholos y los blancos, de lo efímero de los salarios, de lo lejos de la escuela, de lo pobre de los zapatos, de los niños al trabajo, de que ya no les da, de que muchos están emigrando, de que no les va a quedar otra alternativa. Avanzada la noche, tras el último trago de pisco, el marido de cejas espesas se desploma sobre la mesa astillada, despabila ebrio, se levanta precariamente apoyando la palma de las manos sobre la mesa y se arrastra al interior de la cortina de tiras; disparo.

Una noche más.

—Es bueno el primer plano con la botella, y además en el instante preciso, justo cuando el tipo se está levantando —dice el hombre del traje gris.

—Éste debe llevar una buena borrachera —comenta la mujer de mediana edad que ahora se da la vuelta, ha reconocido a alguien más y con una amplia sonrisa camina a su encuentro.

La mujer de tez rugosa lo invita a acostarse en el interior de la casa, el hombre aclara que prefiere dormir fuera, lleva un saco y el frío no es intenso, la mujer asiente, está acostumbra a asentir; despliega esteras en el piso desnudo donde se acuestan los niños despeinados. El hombre, arropado en su saco, escribe notas en un cuaderno, la luna esparce un reflejo de plata, la puerta está abierta y los niños, acurrucados en el suelo unos contra otros, duermen, el hombre desarma un trípode, lo coloca en silencio junto a la entrada; disparo.

Niños durmiendo en casa.

—Esta copia es buena, ninguno movido, habrá tirado muchas y ésta fue la que mejor le salió —dice el hombre del traje gris, pero no hay respuesta, ahora se percata de que la mujer de mediana edad no está a su lado.

El hombre regresa al cuaderno complacido, sabe del resultado de esas fotos, los efectos del pisco lo embadurnan y cae dormido sobre la tierra gris soñando en todas esas cosas que dirán. Los primeros rayos del sol lo despiertan. No se marche todavía —le convida el marido de cejas espesas— quédese unos días más, mañana subirá la familia y asaremos unos chanchos. El hombre titubea, mira a su alrededor: la niña de la boca sucia que duerme, la mujer de tez rugosa, los otros niños despeinados echados en el piso, las paredes raídas, el hombre de cejas espesas, la mesa astillada, las sillas herrumbrosas, un insecto caminando por la pared, la botella de pisco... Debo irme ya. El hombre se cuelga la mochila, arropa su cámara, se despide, suerte compañero, suerte, deja atrás la casa pobre, el sol proyecta una larga sombra de hombre en dirección norte, ese mismo sol que golpea duro el verano en Madrid desde lo altivo del cielo, la audiencia se encuentra cómoda bajo el aire acondicionado de la sala de parqué y paredes tersamente blancas. Un hombre de traje gris discurre desde la tribuna: nadie como él penetra mejor en la historia de esas familias que retrata renunciando a las comodidades para empaparse de lo duro de la vida. El hombre, con semblante serio y complacido, escucha desde la tribuna junto al hombre del traje gris, ahora estrecha manos, ahora recibe cumplidos, concierta entrevistas; disparo. Foto de portada.

Pasada la algarabía de las presentaciones la sala queda más tranquila, el hombre del traje gris desde la compañía de una mujer de mediana edad, le hace señas al hombre.

—Debemos felicitarle, hemos disfrutado enormemente viendo y comentando sus fotografías, haremos un buen reportaje en El Semanal.

—Mi marido y yo somos grandes aficionados, percibimos un gran trabajo profesional en esta exposición, sin duda la mejor.

—Por favor, sería un placer si nos acompañara, nos gustaría intercambiar opiniones sobre su trabajo, ¿le apetece una copa en el kiosco de afuera?

El hombre acompaña al hombre del traje gris y a la mujer de mediana edad, abandonan la sala, se encaminan hacia el kiosco del parque, entre la arboleda gentes de la ciudad en su tarde de fin de semana, estatuas humanas pidiendo monedas, negros ambulantes vendiendo gafas y relojes, gitanos con textiles, niños patinando, grupos de mestizos abandonados a la conversación. Una vez en el kiosco toman asiento, de fondo se escucha un murmullo de risas y una voz familiar pidiendo otra ronda más de pisco, el hombre cree reconocer esa voz, desvía la atención hacia el grupo de mestizos, distingue una mirada de cejas espesas, mirada contra mirada apenas un segundo, el marido de cejas espesas titubea un saludo, el hombre vuelve la cabeza hacia el hombre del traje gris y su mujer, hacia la mesa y sillas de mimbre.

—Bueno, ¿y qué tomamos?

—¿Usted? —le pregunta el hombre del traje gris.

—Una cerveza bien fría.

*Primer premio de relato Cajacanarias 2002.

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