LA RISA DEL CABALLO

Juan Carlos Chirinos



Cuando el sarcófago del dictador se abre, miles de papeles vuelan como palomas y caen sobre los acólitos, sacerdotes, intelectuales, militares, empresarios: todos, salvo su propio caballo muerto de risa, caen en la última broma del dictador que ha regido sus destinos en esa inolvidable novela que es El Gran Burundún-Burundá ha muerto (1952), del colombiano Jorge Zalamea (1905-1969). Acaso el destino de los charlatanes es ser el libro de chistes de los gusanos del cementerio. Sus palabras, sus cientos de miles de palabras, más abundantes que la progresión geométrica de granos de trigo sobre los escaques de un tablero de ajedrez, ocupan paulatinamente durante su vida el lugar de los intestinos, de los órganos vitales, del cerebro y, finalmente, del corazón. Lo que por fuera parece un ser humano común y corriente, hecho de carne y hueso, por dentro se va transformando, a causa de su imparable verborrea, en una biblioteca infinita sin anaqueles ni bibliotecario, tan solo con un chimpancé como único escriba, loco escriba, de sentencias sin significado conocido en lengua alguna. Palabras inconexas y balbuceos irrepetibles ocupan cada centímetro de su organismo, lo que lo hace engordar, y los demás creyendo que se trata de la obesidad propia del que gobierna sin alma desde su silla de homínido sedentario incapaz de cazar una presa para la comunidad donde vive. El gran Burundún-Burundá explota en millones de libelos y sólo su caballo ríe, porque es el único que le encuentra la gracia a descubrir que los destinos de millones de personas habían estado bajo el mando de un insensato que lo único que sabía hacer era poner en cierto orden absurdo los fonemas que lo iban ahogando por dentro. O quizás porque sabía que él, el caballo, era el único beneficiario de tanto papel: al fin y al cabo, la pulpa también es deliciosa con un poco de melaza. Este animal ríe siempre en las situaciones más desesperantes: también es el caballo que tira del carro el único ser vivo que disfruta mirando al espectador en El triunfo de la muerte, de Pieter Bruegel. Los caballos saben secretos nuestros que nosotros mismos ignoramos, y por eso siempre ríen. Sobre todo, si se trata de personajes como el dictador que imaginó Zalamea, tal vez sin mucho esfuerzo ante los ejemplos que han cundido y cunden tanto en la América que habla español como en la que habla inglés. Es hora, quizá de que el lector español conozca esta pequeña joya, así que debería de haber una editorial astuta que por fin la publique aquí. ¿O van a dejar que el caballo siga riéndose de nosotros?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sabroso texto...

Anónimo dijo...

Lo mismo digo, si señor. Qué dominio de las palabras.