EXALTACIÓN

Nicolás Melini


Nunca llegaría a apaciguarse en días de mármol.
Richard Brautigan, Una mujer infortunada

Los alumnos estaban a punto de llegar. Él se preparaba para dar la clase cuando sonó su teléfono. Era su madre. Descolgó sin poder evitar atender a los sonidos del pasillo, tratando de adivinar si los alumnos estaban ahí ya. Aunque el tono de voz de su madre parecía sereno, él sabía que ella no lo estaba, y, en efecto, pronto lo dejó entrever. Decía cosas como: Para los de la calle, todo, y para los de casa qué. Él atendía mientras ella decía: Que lo sepas, tu padre tiene un complot con un amigo para dejarme sin nada. La dejó proferir algunos de sus argumentos y, por fin, cuando ella parecía haberlo dicho todo, trató de insuflar algo de sentido común en todo ello: Mamá, papá siempre ha provisto para todos y ahora no va a ser distinto. ¿Ya has visto al abogado?, le preguntó. Yo de eso prefiero…, lo dejó en el aire; que luego se entera y al final…, lo volvió a dejar en el aire; ese pulpo tiene muchos rejos y a todo el mundo bien… Finalmente no le decía ni sí, ni no, ni nada en absoluto. Aunque su madre le demostrase de aquel modo que no confiaba en él –en realidad no confiaba en nadie— y aunque sabía que lo normal por su parte sería sentirse dolido porque fuese así, no le dijo nada. Todas aquellas insinuaciones de que su padre tenía a la gente en el bolsillo eran en gran medida una manipulación, y él quería permanecer indemne; ellos ya eran mayorcitos y tenía la convicción de que nada de lo que dijera cambiaría las cosas. Vamos a dejarlo, vamos a dejarlo, dijo ella por fin, hablemos de cosas más importantes. Qué tal está mi nieto. Aquel solía ser el momento más raro de la conversación, cuando su madre le preguntaba por su hijo recién nacido y comprendía que, en realidad, no le importaba. Todo se encontraba demasiado mezclado. Lo que estaba sucediendo en su vida —la separación— la tenía demasiado concentrada en sí misma como para realmente interesarse por nada más. Preguntar por su nieto podía ser una buena excusa para llamarlo y victimizarse un poco y proferir algunas descalificaciones más o menos veladas (dejadas en suspenso) hacia su marido. Cuando preguntaba por el niño, no era sólo la pregunta de una abuela: era la pregunta de una abuela que le decía a su hijo no olvides que soy tu madre —como si él pudiese olvidar algo así—, y como ves quiero a tu hijo, esperando que su marido (al fin y al cabo era un hombre) no fuese tan efusivo en ese aspecto; era parte de la competición entre progenitores. Mamá, tengo que dejarte, van a llegar los alumnos, luego hablamos, ¿vale?, se despidió y colgó.

Siguió sacando las cosas de su cartera y puso atención al pasillo. Pero antes de que pudiese centrarse en nada sonó de nuevo el teléfono móvil. Era su padre, muy alterado, hablando con un tono fuerte, autoritario, a pesar de que todo ello no fuese más que un signo de que en ese momento, por alguna razón, había perdido la calma. Desaparezco, desaparezco y se acabó el problema. ¡Si eso es lo que quiere...! Él apartó el teléfono de su oreja esperando a que concluyera y luego dijo con un tono sereno: Qué te pasa, pareces cabreado. Automáticamente, su padre bajó el tono. Pero aún así le respondió que sí, que cómo iba a estar. Y qué es lo que te pasa. Tu madre, que ha estado diciendo que si yo estoy con «una» y que no le doy dinero y que la voy a dejar en la indigencia. Él escuchó algunas voces en el pasillo. Tal vez los alumnos estuviesen ya allí. Aún así, trató de responder adecuadamente a su padre: Bueno, tú sabes que no es verdad; por qué haces caso, no hagas caso. ¡Porque duele! ¡Toda la vida cogido por los huevos! ¡Y todavía no me suelta! ¡Cogido por los huevos hasta…! Él volvió a apartar ligeramente el teléfono de la oreja. A unos centímetros podía oír perfectamente cómo decía: Yo cuando tengo un problema, me encierro, tomo una determinación y de ahí no me mueve nadie. Él asintió varias veces —meditando las palabras de su padre—, y luego dijo: Y entonces la decisión correcta es desaparecer. ¡¡¡Y qué hago!!! ¡¡¡Qué puedo hacer!!!, gritó su padre. Él hizo una pequeña pausa: No lo sé, pero… Alejarte de toda tu familia no me parece una solución. Por qué te castigas. El problema lo tienes con mamá, ¿no? Ni con tus hermanos, ni con tus hijos, ni con tu madre, ni con tus amigos, ni en el trabajo… Vale, respondió su padre con un tono seco y cortante, pues dime «tú» qué hago. Él calló. Al fin y al cabo lo que estaba haciendo su padre era amenazarle con desaparecer; luego quería que hiciese algo. Le estaba dando un ultimátum para que interviniese; tal vez para que hablase con su madre. Para que la presionara y le dijese que dejara de hacer todas aquellas cosas que lo herían tanto. Pero presionar a su madre sería injusto: tomar partido por su padre. No, dijo por fin, yo no sé… Su padre puso el grito en el cielo: ¡Ah!, ¿lo ves? Entonces qué hago. Desaparezco, dijo irónico. Tienes que hacer… lo que creas mejor. Lo que crea mejor, ¿no? Sí; si lo mejor es desaparecer, si tú crees que eso lo resuelve todo, pues adelante, a qué estás esperando, lo animó. Su padre calló al otro lado. Yo, en la vida de un hombre de sesenta años, como comprenderás, no me voy a meter…, dijo él. Aunque seas mi padre. Lo seguirás siendo decidas lo que decidas, eso por supuesto. Ya, vale, o sea que muy bien… Pero yo qué hago con eso. Te lo agradezco mucho, ¡pero de qué me sirve! Bueno, sabes que si necesitaras algo... Ahora es cuando lo necesito, dijo su padre. Él calló un momento. Pues dime qué, y si está en mi mano yo… En tu mano, ¿no?, su padre lo desafió desde el otro lado. Anda ya, anda ya…, ironizó. Pues sí, tú dime y… Sabía que su padre no se atrevería a formular su requerimiento en los términos que le gustaría. Habla con tu madre, dijo por fin, haz el favor a ver si entra en…, expelió con hastío. Era lo más parecido a una petición de ayuda que había realizado últimamente. Él no solía pedir ayuda, la ordenaba. Incluso cuando necesitaba que lo ayudasen lo hacía de manera autoritaria. Con mamá ya hablo, dijo él, todo el tiempo. Lo que sí —continuó— que no puedo hacer es presionarla. Eso no estaría bien que lo hiciera. Pero por supuesto que le digo las cosas. ¿Se lo dices…?, su padre lo puso en duda. Sí. Se lo digo, como ves que hago contigo, exactamente igual. ¿Le has dicho que deje de decir que la voy a dejar en la miseria?, volvió a exaltarse, ¡¡¡que le estoy pasando un montón de dinero para que viva y no está bien que me llegue un amigo a decirme…!!! Papá, lo siento pero tengo que dejarte porque ya han llegado los alumnos. Ah, ah, su padre bajó el tono, desconcertado, como si hubiese regresado a la realidad. Que estás dando clase, bueno, pues, venga, luego hablamos, adiós.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que deberíais hacer un índice de autores. No encuentro el cuento de Iwasaki, y me pasa con otros autores como Riestra, Adón, Chiappe, Luján...

Anónimo dijo...

Gracias por la sugerencia.
Para buscar ahora, mira arriba a la derecha en números anteriores...


Cuento de Iwasaki, número 2,
cuento de Luján, número 8,
cuento de Chiappe, número 9...
cuento de Blanca Riestra número 5

Anónimo dijo...

Ah, claro, hay que entrar en los números anteriores y están arriba,
en esa columna de la derecha, ¿no?