ESCRITOR EN CUCLILLAS ESCUCHANDO EL RUMOR DE CARACAS

Juan Carlos Chirinos



Cuentan algunas crónicas —pero nunca se sabe cuánto de imaginación hay en ellas— que Caracas ya existía antes de ser fundada. En lo que hoy conocemos como plaza Bolívar, y que antes se llamara plaza del mercado, de armas, o plaza mayor, como todavía se llaman las plazas principales en España, los viajeros que se empeñaron en fundar allí una ciudad levantaron, una y otra vez, un campamento para convertirlo en habitáculo provisional. Los indígenas de la zona, los caracas, se encargaban de destruir los planes de los conquistadores, hasta que la fuerza, o el cansancio, permitió que alrededor de esa cuadrícula se fuera formando lo que ahora conocemos como la ciudad que descansa en la falda del Ávila. Los indios desaparecieron, exterminados por uno de los genocidios más crueles y sostenidos del milenio, y de su memoria sólo quedan topónimos, orónimos y gestos que se esconden detrás de nuestra piel. Queda el escenario donde quién sabe por cuánto tiempo deambularon; y un rumor, el rumor que recoge la literatura, cantos de la tribu de hoy. Muchos años después, huyendo entre el verde caraqueño que siempre protege, Orlando se hace casi invisible a los ojos de sus amigos. Huye; aún no sabemos por qué. Y todo sucede dentro de Viste de verde nuestra sombra (1993), de Ricardo Azuaje.

«Orlando se ha vuelto loco, es decir, indio», dice Andrés, el narrador. En una ciudad donde el medio de comunicación más seguro es el carro, volverse indio, regresar al estadio original del valle, de alguna manera también es volverse loco. Junto a Alba emprende la búsqueda de Orlando, que se ha internado en el parque de Los Caobos y el Jardín Botánico armado solamente de un hacha de piedra. Pobre defensa contra los peligros nocturnos de la ciudad. Como si fuera un neandertal que descubre los utensilios primarios de la supervivencia, Orlando se lanza contra los carros y la calzada, escondiéndose de toda mirada, buscando como cazador la presa que se agazapa en su cabeza exiliada de la realidad. En este hermoso relato que nos desliza por una Caracas oculta, pero que sabemos allí, quizás el mayor logro esté en el silencio del verdadero protagonista: el indio ágrafo que atemoriza (y retumban reminiscencias del centenario Lévi-Strauss). Como si el relato estuviera manando de la misma cabeza de Orlando, las frases se esconden entre los paréntesis y quedan truncas, imposibilitadas para dar el sentido completo a la vida. Porque la huida hacia dentro de Orlando (y la búsqueda de los otros dos personajes) no es hacia el estado primigenio, original; no se trata de restaurar el orden original de las cosas y el cosmos del valle; en realidad se trata de forzar el ciclo del tiempo hacia el próximo paso, el de la exuberancia ecológica. No en balde, uno de los últimos diálogos alude al hacha como símbolo no de un estado puro y creativo, sino como imagen de la condición burda y violenta del hombre hacia la que se dirige la ciudad:

—No sería raro que en las próximas horas decreten u toque de queda para toda la ciudad— comenta Alba.

—Y que mañana tengamos un nuevo gobierno —agrega el chofer—. Hace falta una mano dura.

Con un hacha de piedra.

Ricardo Azuaje ha trazado con esta breve novela las coordenadas de una narrativa que se sumerge en Caracas y la describe en sus oscuridades; se ha puesto en cuclillas al borde de una autopista, emulando a nuestros antepasados, ha esperado que el rumor de esa historia le pasara por un lado para consignarla apaciblemente; y ha utilizado un lenguaje limpio, sencillo, a veces fracturado (¿cómo su historia?), no apto para críticos que se tomen demasiado en serio la literatura y pasen a la ligera por encima del pálpito de la vida. Lo que más me gusta de la narrativa de Ricardo Azuaje es que se filtra en nuestra cabeza y casi no nos damos cuenta. En cualquier momento nos inyecta una idea feroz, una ironía punzante y no nos damos cuenta. La obstinada sencillez de su discurso nos hace bajar la guardia, y somos presa fácil de su dulce venganza de escritor: Ricardo escribe con los ojos cerrados las historias que todos queremos leer (y escribir). Tal vez sea ése el mejor elogio.

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