LA ESCALERA FRENTE AL HOSPITAL

Juan Carlos Méndez Guédez



Tal vez no era tan viejo como le había parecido en un principio. Al menos durante unos segundos le dio esa impresión. Luego alzó su trago, bebió un sorbo que resonó en su garganta y dejó de observar al hombre. Miró hacia fuera: la calle ardía; un sol metálico aplanaba los árboles, los autobuses, las casas. Sin querer tropezó de nuevo con la figura vacilante que bebía a su lado. Tal vez no era tan joven cómo acababa de parecerle.

Probó otro trago.

El hombre lo miró de reojo y Alberto le contestó con un gesto áspero. “¿Y a este, qué le pasa?”, murmuró apretando los dientes. Se sonó los dedos contra la madera de la barra. Sintió que al fin la cerveza impregnaba su cuerpo con esponjosa frescura.

Perdone.

Alberto alzó la barbilla.

Perdone, dijo el hombre, ¿no es usted familia de los Vethencourt?

No, contestó Alberto.

Al fondo un cocinero lanzó sobre la plancha un puñado de mariscos y vegetales.

Ah.

Su incomodidad se transformó en perpleja quietud. Ese apellido le resultaba familiar y la expresión del hombre no le resultó insinuante, ni siquiera pegajosa. ¿Los Vethencourt?

Disculpe, me pareció que era usted uno de ellos. Fueron mis vecinos. Hace años. Muchos años.

Pues no.

El olor de los mariscos se elevó dentro de la tasca como un vapor salino.

Alberto pensó en un pez ciego nadando en el fondo del mar. Luego introdujo la mano en el bolsillo de su pantalón. Tropezó con sus llaves y con un cheque que sólo podría cobrar al día siguiente cuando abriesen de nuevo las agencias. Calculó el dinero que le quedaba y pidió una última cerveza. Con la punta de los dedos fue quitando el hielo que rodeaba el botellín. Bebió un trago corto. Puso unos billetes sobre la barra y se asomó a la puerta. Una bocanada punzante. Un aire lleno de burbujas. La luz ámbar de un semáforo parpadeaba solitaria mientras a lo lejos repicaba el sonido de un taladro.

Regresó a la barra. Le pareció que sus ropas conservaban un espeso olor a gasolina, a grasa.

¿Los Vethencourt?

El hombre alzó la mirada.

Sí.

¿No era esa una familia que vivía por la 18? Interrogó Alberto.

Sí, en una casa con un árbol inmenso en medio del patio. Un árbol que decían que tenía más de doscientos años.

Alberto sonrió. De golpe recordó su niñez más remota, sus pasos junto a una pared en la que un árbol cansado y crujiente se elevaba hasta arañar el cielo.

Yo no vivía en esa casa. Pero la recuerdo. Y también el árbol, claro. Yo vivía enfrente. Me asomaba y veía las hojas moviéndose por la brisa.

El hombre sonrió y se tocó la sien con uno de sus dedos.

Su cara me sonaba.

Vivíamos frente a los Vethencourt, dijo Alberto. Es verdad. Pero hace muchísimos años.

El hombre asintió con la cabeza.

Un montón. Y ahora que lo pienso...¿no vivía usted en la casa que se incendió una noche?

Sí, dijo Alberto. Eso fue. Por eso nos mudamos al poco tiempo de estar allí. ¿Usted se acuerda de eso?

Algo, dijo el hombre. No demasiado. Fíjese, su cara me resultaba familiar, pero la moví de sitio. Lo puse a vivir en la casa de enfrente. Que confusa es la memoria. No deja nada en su sitio.

El hombre pidió dos cervezas con una señal de sus dedos y Alberto se sentó a su lado. Se estrecharon la mano con rapidez y en unos instantes enumeraron recuerdos sueltos, nombres borrosos, vagas referencias comunes.

Alberto se fijó un par de veces en el rostro del hombre: rasgos aniñados y una piel áspera en la que asomaban arrugas y puntos rojizos.

Bebieron un rato con placidez, intercalando diálogos febriles con silencios en los que devoraban una parrilla de mariscos que el hombre ordenó con imperceptible gesto. Cuando dejaron limpia la bandeja el hombre se limpió la boca con mucha lentitud al tiempo que sus ojos se clavaban en un punto inconcreto del aire.

Oye, y dime algo...¿tú recuerdas dónde quedaba el hospital?

No, murmuró Alberto.

Porque antes había otro hospital. Uno pequeñito, muy pequeño.

¿El de la Libertador?

Ese no. Yo digo el otro, un hospital pequeñito, que estaba cerca de la 18.

Alberto rascó su barbilla. Pues no lo sé. No me suena de nada. Pero me mudé muy pronto de allí.

Claro, claro.

¿Tú viviste mucho tiempo cerca de los Vethencourt?

Algo...bueno, más bien pasaba todas mis vacaciones allí, pero me marché hace muchos años. No sólo de esa calle. Me marché del país. Hace mucho que no vivo aquí, y nunca había regresado, hasta anoche.

¿Y qué tal te parece? Indagó Alberto.

No lo sé. Todavía no lo sé. He dormido poco, comentó el hombre al tiempo que pedía dos whiskies, y el caso es que estoy buscando una escalera, pasé la noche completa buscando esa escalera.

¿Una escalera? , dijo Alberto y probó el whisky.

Sí. Una que estaba frente a ese hospital que te comentaba. Una escalera gris, de un gris oscuro, como de cemento pulido, con una baranda pintada de verde.

Puede ser cualquiera, rió Alberto, mientras sentía que el whisky dormía su cara y volvía espesos sus párpados.

Sí. Cualquiera. Pero al verla la reconocería.

A Alberto le sorprendió el rostro ansioso del hombre, ese gesto fragmentado, ocasional, en el que su cara parecía crisparse, como si sus muelas le lanzaran un pinchazo.

Pues, a mí el hospital no me suena.

Yo no lo recuerdo tampoco, dijo el hombre. Lo escuchaba nombrar por mi familia. Recuerdo las palabras de ellos. Y recuerdo que alguna vez me señalaron esa escalera. Muchas veces. Aquí es, aquí, frente al hospital, decían. Pero anoche intenté llegar allí y no supe.

Si al menos tuvieses una referencia. El número de la calle, o de la carrera, contestó Alberto queriendo cambiar de tema con rapidez, porque la imagen de un hombre desafiando la madrugada a la caza de una escalera le resultaba incomprensible. ¿Y cómo es eso de que pasabas aquí las vacaciones? Le soltó con premura.

Eso mismo. Nací aquí... un parto difícil de muchas horas. Pensaron que mi madre y yo nos moriríamos. Pero al final...todo salió bien, sólo que mis padres se fueron a un campo petrolero, un sitio con más trabajo. Cuando era época de vacaciones me mandaban con mis dos abuelas. Me traían y luego a los dos o a los tres meses volvían a buscarme.

Alberto asintió con la cabeza. Lo tranquilizaba esta conversación. Cualquier cosa podía ser mejor que una persona buscando una escalera de cemento pulido.

Mis dos abuelas vivían cada uno en un extremo de la calle. No eran demasiado amigas, pero como tenían tantos años viviendo en el mismo lugar a veces iban juntas a misa. Las recuerdo encontrándose frente a la casa de los Vethencourt y luego marchando juntas a la iglesia. Era muy curioso verlas juntas.

Alberto se quedó congelado. Se echó hacia atrás y luego sonrió. Coño. Las dos señoras..., claro, la que era muy alta y muy flaca, y la que era muy baja y muy gorda. ¿Eran ellas, verdad?

El hombre golpeó la mesa con la mano, conmovido, casi eufórico. Esas, esas. ¿Las recuerdas?

Sí. Nunca más había pensado en ellas, pero sí. Me asomaba a la ventana para verlas pasar. Parecían una letra i y una o. Una era tan alta que se agachaba un poco para salir por la puerta de su casa, y la otra era bajita, muy bajita, redonda, muy redonda.

El hombre llamó al camarero y le pidió una botella de whisky. Vamos a dejarnos de hipocresías, murmuró. Un brindis, carajo, un brindis. A Alberto le pareció bien. En cierto modo, le alegraba recuperar ese recuerdo. Y además el hombre no dejaba de sonreír y de dar toques a la mesa con sus nudillos. Parecía feliz y durante varios segundos sus manos se movieron con juvenil agilidad, llenando su vaso con el chorro cantarino y dorado del Chivas Regal.

Carajo, quién iba a pensarlo. Las casualidades. Desde anoche estaba buscando esa escalera, y hoy pensé que debería rendirme y ahora te encuentro a ti y resulta que veías a mis abuelas así que tu podrás ayudarme.

Alberto extendió sus labios. Una sonrisa almidonada. Un suspiro impaciente.

No te entiendo, le dijo.

Que tú recuerdas algunas cosas, como lo del paseo, el paseo de mis dos viejas. Yo me fijaba que los vecinos miraban por los ventanales cuando iban juntas. Y recuerdas el árbol. Y a los Vethencourt.

Bueno, sí...pero lo de la escalera.

Estaba frente al hospital, ese hospital pequeño. Tienes que saber algo. Era el hospital que utilizaba la gente de la calle donde vivías.

No. Nada.

Debes haberte vacunado allí. Allí te llevarían cuando tenías fiebre. Seguro que si haces un esfuerzo sabrás llevarme a la escalera que estaba frente a ese hospital.

Alberto hizo un gesto impreciso. El whisky se deslizaba por su cuerpo, lo tornaba leve, gaseoso. Frente a sus ojos el aire se llenaba de pequeñas arrugas y se volvía un líquido mineral y cristalino. Se frotó la barbilla, como intentando que ese gesto trajese de vuelta la imagen que aquel hombre le pedía. Vio paredes de colores sepias, esquinas trinchadas por el sol, ventanas cerradas, y un árbol elevándose desde el suelo. Pero no pudo recuperar la silueta de ningún hospital, ni siquiera el rastro lejano de alguna palabra, de alguna referencia que se pareciese a lo que el hombre preguntaba incansable.

Bebieron mucho rato.

El bar se fue vaciando, luego volvió a llenarse de gente, y luego volvió a quedar vacío.

A la medianoche en un televisor parpadeante la voz de un locutor analizaba un juego de balonmano.

Cuando se acabó la botella, a Alberto le pareció natural salir a caminar junto al hombre. Tampoco tenía otro lugar especial a dónde ir.

Paso a paso las calles se fueron apretando entre paredones mustios y jardines llenos de hierbas y flores salvajes. La noche goteaba sobre ellos un aire húmedo, tibio, que empapaba sus camisas y ardía dentro de los ojos.

Compraron una botella de aguardiente en una esquina y siguieron avanzando.

Alberto tardó en reconocer la calle. El árbol permanecía en el mismo sitio, pero ahora elevaba sus ramas desnudas, sin una sola hoja, y lo rodeaban casas decrépitas, terrenos vacíos que se utilizaban para estacionar camiones y autobuses. El olor a grasa ascendía desde el piso como una vaharada silbante. Alberto se frotó la nariz, tosió un par de veces. A su lado, el hombre daba vueltas como si bajo sus pies crepitaran carbones al rojo vivo. Cada tanto se detenía. Oteaba las esquinas, alzaba el mentón. ¿La ves, puedes verla? Vamos, inténtalo, ¿puedes verla?

Caminaron unos pasos hacia el norte. Alberto miró a ambos lados. Trató de pensar en algo, trató de adivinar una pista. Durante varios segundos contempló el árbol, detuvo la mirada en su madera mustia y luego giró la barbilla con velocidad, como queriendo que el tiempo remoto se avivara dentro de él y lo guiara. No. No lo recuerdo, te lo juro. Y ya es muy tarde para preguntar.

Le pareció que el hombre se volvía cada vez más delgado, más amarillento. Lo vio reducirse, aplastado en esa esquina en la que empezó a gimotear.

Cuando le pareció que iba a caerse en el piso lo tomó por un brazo y lo recostó de una pared. Tranquilo, tranquilo. Pero el hombre con los ojos hundidos en la cara le pidió que lo llevase a esa escalera que buscaba desde la noche anterior. Ya te lo dije, la de cemento. Sí, sí, la de cemento.

Alberto lo haló por un codo. Tras ellos, la luna se hincaba en las calles: polvo blanco, tono de huesos lavados por la lluvia.

Cerca de una plaza en la que hervía un olor pastoso de orines y cerveza rancia el hombre se arrodilló y trató de vomitar. Desde su boca brotó un ruido seco, hondo. No puedo, no puedo, gimió mientras se apoyaba en un banco. Alberto lo ayudó a ponerse en pie.

Caminaron en círculos hasta que Alberto distinguió una escalera de cemento. Aquí es, inventó con voz firme y condujo al hombre. El hombre duró un rato adormilado, murmurando, pero poco a poco fue despejándose. Sus manos acariciaron los escalones y miraron hacia un punto extraviado en la oscuridad de las calles. Sí, aquí es, aquí es, dijo con voz pastosa. Esta es la escalera. La encontraste. Claro, claro, resopló Alberto. Sabías que era aquí. Sí, sí, desde luego.

El hombre se enderezó un poco: la espalda recta, los hombros firmes, los ojos muy abiertos. Parece una pesadilla, pero hace poco recibí una llamada de urgencia, y cuando preparaba el viaje recibí una segunda llamada. No es raro, no sé si mis abuelas se llevaban bien entre ellas, pero siempre les gustó pasear juntas.

Alberto se rascó la barbilla. La cabeza parecía zumbarle y el estómago se le apretaba en medio de las costillas en una agria sensación de llenura y pesadez. Elevó los ojos y vio el árbol, no demasiado distante, el árbol con sus ramas cubiertas de hojas, y el resplandor esquivo de varias flores.

El hombre se cubrió el rostro con las manos.

Cuando yo nací mis dos abuelas se sentaron en esta escalera a esperar. Ya te lo dije, el parto de mamá fue difícil. Tardó muchísimo tiempo. Horas y horas y horas. Las dos viejas se sentaron aquí, aguardando las noticias, pasando frío, calor, sueño. Resistieron una o dos madrugadas enteras. Aquí estuvieron, hasta que alguien les avisó que yo había nacido y que después de todo me salvaría.

Pero aquí está la escalera, interrumpe Alberto.

Ahora sí, contestó el hombre, ahora puedo permanecer un rato aquí sentado, ahora puedo despedirme.

Alberto comprendió que el hombre trataba de abrazarlo, pero la borrachera se lo impedía. Lo ayudó pasándole el brazo por detrás de los hombros. Estuvieron así detenidos un buen rato. El aire soplaba: tibio, punzante, húmedo.

Aguardaron. La ciudad respiraba y en algún momento, durante sólo unos segundos pareció quedarse en completo silencio, congelada.

El amanecer trajo el sonido de los ventiladores que espantaban los mosquitos. Una radio se encendió a lo lejos. Una puerta pareció abrirse y el viento se llenó con el sonido untuoso de las palomas.

¿Qué día es hoy?

No lo sé.

Ninguno de los dos volvió a hablar. Caminaron un rato, sin rumbo, hasta que al llegar a una avenida Alberto sintió que el hombre le estrechaba el brazo y se despedía con un gesto. Lo miró irse.

Alberto recordó a esas dos mujeres que veía pasear frente a su casa durante la niñez. Estuvo un rato intentando recuperar el rostro de las dos ancianas. Se detuvo a toser. Creyó escuchar un ruido de madera hueca en sus costillas. Luego detuvo un taxi. Quería llegar a su casa y echarse a descansar. Pensó en la escalera; en el árbol desgajado. Le dolió la espalda, el cuello.

(inédito)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pedazo de cuento, qué maravilla este hombre, joder...uno de los grandes sin duda, carajo...qué maravilla.


Iñaki O´netty