LOS DÍAS EN TREGUA

Nicolás Melini



Encontré acomodo en ella. En muchos aspectos era una mujer excepcional. Con esa clase de feminidad voluptuosa que tanto atrae a los hombres, pero al mismo tiempo los intimida y les hace meter la pata, sucumbir a actos que los dejan en evidencia y perder la cabeza; en ese u otro orden. Pero yo no tenía miedo a nada de eso. Éramos amantes. Hacía ya algún tiempo que estaba solo y no quería nada demasiado establecido. Nos veíamos cuando yo podía viajar a verla y, durante unos días, éramos francamente felices. Paseábamos. Hacíamos el amor. Comíamos. Invitábamos a cenar a sus amigas. Sólo había un problema: su ex pareja la había maltratado y no parecía haberse dado por vencido.

A menudo nos lo encontrábamos donde íbamos. Recuerdo una tarde en el parking del supermercado. En cuanto descendimos del coche comprendimos que él estaba allí, en algún lugar. Ella tenía una especie de radar para localizarlo. Nos dimos la vuelta y, en efecto, allí estaba. A partir de ese momento ya no existió otra cosa en el mundo que su presencia. Él lo sabía. Aparentemente no tenía nada mejor que hacer que apoyarse en una barandilla y mirar. No a nosotros –al menos directamente—, pero daba igual. Al entrar en el supermercado ambos deseamos con fuerza que cuando saliésemos no estuviese allí. Pero sabíamos que eso no sucedería.

Después de hacer la compra visitamos la cafetería. Luego paseamos por el centro comercial. Estuvimos en el interior algo más de dos horas. Nos dijimos que aquello debía ser suficiente. Cuando salimos él se encontraba junto a nuestro coche, esperando. Ella me dijo: Mantente al margen, ¿de acuerdo? Y yo no dije nada. Ella parecía saber bastante bien cómo manejar aquellas situaciones. Afortunadamente, él no sabía que estábamos juntos. Creo que, por alguna razón, no se le pasaba por la cabeza. Aunque yo no podía tenerlas todas conmigo. Ya en otra ocasión la había visto con alguien y los había golpeado a los dos. A él por creer que estaba con ella, a ella por interponerse.

Además de camarero era cinturón negro de taekwondo. Más alto que yo, las manos enormes. Al acercarnos por el aparcamiento vino hacia nosotros. Qué tal, Carlos, le di la mano y continué hacia el coche. Atrás escuché cómo él le rogaba alguna cosa (apenas volví la cabeza para verlo allí plantado interponiéndose en su camino). Ella no negó, pero le dijo que se alegraba de verlo y se despidió. Era una negativa suave. Luego pasó por su lado. Él no se apartó, pero tampoco la retuvo, y siguió entre los coches mientras subíamos al nuestro. Sólo cuando ya estábamos instalados en el interior percibimos que se alejaba. Ninguno de los dos quería demostrar su nerviosismo volviendo la cabeza. Así que por un momento, mientras nos poníamos en marcha, lo perdimos de vista. Dónde está, me preguntó ella. No lo sé, le dije. Ambos permanecimos en vilo sin decir nada. Por fin lo vimos, de nuevo en la barandilla. En aquel momento saludaba a alguien. Luego se volvió ligeramente hacia el lugar por el que teníamos que pasar con el coche. Ella le pitó a modo de despedida y sólo entonces movió ligeramente la cabeza hacia nosotros.

Mientras nos alejábamos nuestra ansiedad se mascaba en el aire. Aunque en ella también anidaban otro tipo de sentimientos. La pena, la vergüenza, la piedad. Sentía mucha lástima de él. Habían vivido algunos años juntos para llegar a aquella situación tan lamentable: año y medio después de la ruptura aún pretendía que volvieran. Cada vez que se encontraban, si él había bebido, la escena estaba garantizada. Además, en varias ocasiones se había colado en su casa mientras dormía. Se descolgaba desde la azotea del edificio hasta su terraza. Ella despertaba en medio de la noche y, de pronto, él estaba allí, mirándola con lágrimas en los ojos.

Entonces ella hablaba con él tranquilamente, todo lo tranquilamente que podía, y si no se iba lo amenazaba con llamar a la policía. Pero eso no era un problema para él. Estaba pidiendo a gritos que alguien lo parase. Parecía su propósito. Así que le daba el visto bueno con un gesto y se quedaba mirándola mientras ella marcaba y hablaba con la Guardia Civil: Sí, ese Carlos, el mismo. Pero cómo –decía el Guardia Civil al otro lado—, si a ese chico lo conozco de toda la vida, ¡tan buena gente!; eso no puede ser. Ella se veía obligada a insistir, mirando fijamente a Carlos, de pie con los brazos cruzados enfrente de ella: Pues es la tercera vez que se cuela en mi casa. Le digo que se marche pero no quiere. A ver, que se ponga, se avenía el Guardia Civil. Ella le pasaba el teléfono a Carlos, se apartaba unos metros y se quedaba allí esperando a que terminara la conversación. Por fin Carlos asentía, colgaba, la miraba con pena (con ojitos de cordero degollado: “Mira lo que me haces, cómo puedes ser así conmigo, haber llamado a la Guardia Civil”), y por fin se alejaba por el pasillo. En cuanto escuchaba la puerta que se cerraba ella iba y pasaba el cerrojo. Pero eso no la hacía sentirse mucho más segura. Sobre todo teniendo en cuenta que no era por allí por donde había entrado, y que lo primero que había hecho la autoridad competente había sido poner en duda su versión de los hechos.

Esta historia, que ella me había contado con todo lujo de detalles una vez que nuestra relación se había consolidado, me quitaba el sueño algunas noches. Especialmente si nos lo habíamos encontrado y cabía la posibilidad de que, después de haberla visto, se hubiese reconcomido por haberla perdido. Tal vez le diese por acercarse a su casa, entrar por el portal del edificio de al lado y descolgarse desde la azotea hasta la terraza. Desde la cama, yo no podía dejar de mirar hacia atrás, hacia la cristalera donde los alisios soplaban noche sí y noche también, tratando de adivinar su presencia allí fuera, donde todo era sombras y donde todas las sombras, por efecto del viento, se movían. Si lo hacía, si se descolgaba “sobre nosotros” mientras dormíamos, cómo podría explicarle el sitio que ocupaba en la cama, junto a ella. Además, por lo general era obvio que habíamos estado pasándolo bien. Y yo mirando hacia atrás. Desvelado. La oscuridad del cielo en la cristalera. El ulular del viento. El mar.

Aún con todo, me iba a la península, trabajaba un poco, pero volvía en cuanto podía para estar con ella. Y vuelta a empezar. Como mis estancias eran cortas las aprovechábamos al máximo. En todo lo que hacíamos. Pero además había algo: me propuse que por muy mal que pintasen las cosas por culpa de aquel tipo no permitiría que nada influyese en mi voluntad. Enfrentarse a él no parecía muy inteligente. Además ella no quería. Tampoco parecía que eso fuese a solucionar nada. Pero si quería estar con ella, lo estaría. Del mismo modo que ella declaraba que él no conseguiría que su vida se moviera ni un centímetro de donde estaba. No iba a cambiar de trabajo, ni de casa, y mucho menos abandonar la isla que había escogido –después de dar algunos tumbos— para vivir. “Tendrá que matarme”, concluía. Y yo la admiraba. Era una actitud un tanto suicida, si se revisaba minuciosamente todo lo acontecido. Pero, por ahora, no le había salido del todo mal. Me tocaba estar a la altura. Además, los malos ratos eran los menos. El peligro se cernía sobre nosotros tan sólo muy de vez en vez. Y lo demás era agradabilísimo. Nuestra sensualidad a flor de piel todos los días sin tregua ni descanso. Tomábamos el sol en la terraza. Toda aquella luz envolviéndolo todo. Me llevaba algunos libros y leía. Padorno, Panero, Pavese…

De regreso en Madrid, ella me llamaba a las tantas, a menudo después de salir de un bar de la zona universitaria. Lloraba deprimida. Yo la consolaba. Hablábamos largo rato. La mayor parte de los relatos sobre su ex pareja me los hizo estando yo lejos. Cuando, por otro lado, no podía ayudarla. Una vez me dijo que él había vuelto a las andadas. Como ella se había mudado de piso (dentro del mismo edificio; en el anterior le sobraba demasiado espacio), no había dado con ella a la primera. Era tarde. Lo intentó a través del portero automático. Había despertado a varios vecinos cuando uno que la conocía la telefoneó. Eran las cinco de la mañana. Un borracho clamaba por ella allí debajo, haciendo un gran escándalo, y había advertido que no se iría hasta que la viese. Conforme me lo contaba me pregunté si habría bajado. Yo siempre le aconsejaba que se mantuviese fuera de su alcance, sobre todo cuando había bebido. Pero por supuesto que lo había hecho. Me explicó que había algo en él que le inspiraba mucha ternura (tal vez dijo pena). No podía saber que se encontraba allí y –por mucho daño que le hiciera— no bajar para saber qué quería. Le dije que me parecía absurdo, que estaba poniendo en riesgo su vida. Aunque daba igual, ya había sucedido, y estaba claro que volvería a hacerlo.

Luego me contó el encuentro. Él de rodillas al otro lado de la cancela de la urbanización –los barrotes de por medio—, sollozando su nombre. Implorándole. Una espuma blanca en la boca entorpeciendo sus palabras. “Como el belfo de un caballo”, describió, “jadeando, colorado y cubierto de lágrimas”.

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