LA NIEVE

(tercer trediconti)

Juan Carlos Méndez Guédez

El Retiro nevado, tomado de Freezing the world


1
El 9 de enero de 2009 nevó en Madrid.
Una luz blanca que inundó la ciudad de resplandores y de un silencio que flotaba como papel desmenuzado sobre nuestras cabezas.
El 9 de enero de 2009 es ahora, este mismo instante cuando escribo frente a una ventana. Pero ya lo sabemos: todo relato se lanza de inmediato hacia el pretérito, como si reconociese que la única fuerza de lo vivido es la que reposa en el pasado.

2
En una de sus novelas John Fante menciona que los copos de nieve son los seres queridos que vuelven para visitarnos.
Armando nunca pudo conocer la nieve. ¿Cómo regresan quienes sólo vivieron en la canícula de esos días tropicales: tan repetidos; tan uniformes?
Armando quizás no pueda regresar nunca, pero es cierto que una sudorosa noche de octubre decidió flotar en el aire de Caracas y caer, lento, oscilante, como un trozo de papel.
Pero lo advierto. Esta no es una historia sobre Armando.
Este relato quiere rondar a Mateo, dar vueltas, girar, otearlo sin alejarse, sin aproximarse, sin comprenderlo del todo. Mirando apenas la huella imprecisa que dejó en uno de mis cuadernos del año 1985.
Mateo: un amigo de Armando.

3
¿Mateo escucharía el mundo como un zumbido, como un rumor de plumas, como húmedos trozos de papel?

4
Cierro los ojos.
Continúo viendo la nieve.
Puntos blancos.
Silencio.

5
Sin que lo supiésemos Mateo vivía en un mundo de nieve.
Mateo era bastante sordo. El mundo ocurría a su alrededor como puntos, fogonazos, siluetas, formas sumergidas en un mundo de agua.

6
Gracias a Armando conocí a Mateo. Eran amigos de infancia.
Mateo era bien parecido, bajo de estatura, cuerpo rocoso y mirada alerta. Apenas se entendía su manera de hablar porque era muy sordo y se ayudaba con un aparato en los oídos. Muchas personas lo ignoraban; podía parecerles torpe, inoportuno.
Armando siempre fue su amigo. Solían ir juntos a las fiestas, solían visitarse, pasear en bicicleta por las cuestas y recovecos de Santa Mónica.
Recuerdo muchas tardes oyendo los planes fabulosos con que Armando se dirigía hacia el futuro. Ese lugar donde realmente lo aguardaba una ventana y la invisible nieve y ese vuelo final. Y en esas tardes participaba Mateo.
Los tres fumábamos, fumábamos.

7
Al estornudar somos la nostalgia de seres que piensan que con ese gesto podrán volar unos segundos.

8
Ese televisor sin volumen que enciendo algunas noches cuando no puedo dormir.

9
La mañana cuando enterramos a Armando, Mateo se giró para mirarme. Nunca habíamos conversado demasiado, ni habíamos tenido demasiada intimidad, pero en ese momento me mostró un pañuelo. Allí llevaba envuelto un cigarrillo. Me susurró que cuando comenzaran a echar encima la tierra, arrojaría el pitillo sobre la urna.
Yo no respondí nada.
Estornudé tres veces.
Una.
Dos.
Tres.

10
No puedo precisar las fechas. Tampoco importa demasiado. Pensemos en un día cualquiera de 1985. No sé por qué estoy en casa de Armando. Probablemente aguardo a que regrese de su encuentro con alguna de esas mujeres bellísimas que siempre lo acompañan; quizás me ha dicho que preparará una ensalada, que me mostrará algún nuevo programa de su ordenador, que me grabará un par de discos.
Permanezco en la sala de su casa. En algún asiento se encuentra la hermana de Armando. ¿Lee, fuma, bebe, mira la televisión? Tampoco hablo demasiado con ella; quizás la gente no me gusta demasiado. Tal vez soy un poco huraño pero el afecto que Armando me prodiga es el que me conecta con el mundo.
Me asomo a la puerta porque escucho el ascensor. Mateo aparece con dos personas: una mujer madura y otra más joven. Creo que ambas llevan un color semejante en sus cabellos: tono artificial de trigo; ceniza color mostaza. Cruzamos saludos. Mateo lleva corbata y una chaqueta de cuero marrón. Los veo subir por la escalera.
Entro una vez más a la casa de Armando.
Aprovecho para llamar por teléfono a una muchacha que acabo de conocer y a la que quisiera llevar al cine. Mientras hablo con ella dibujo pequeñas ventanas en una libreta de hojas muy blancas. Afuera oigo un estruendo. La hermana de Armando se levanta de su silla y pregunta alarmada qué sucede. Cuelgo el teléfono y abro la puerta de la calle. Mateo viene rodando por la escalera y cae justo frente a nosotros.

11
En las notas de mi cuaderno no queda claro si yo pude ver a Mateo rodando por la escalera.
La hermana de Armando insistía tiempo después que sólo escuchamos ruidos cuando el chico se estrelló contra la puerta.
Pero yo recuerdo claramente ese cuerpo que giraba sobre sí mismo, que luego se derramaba por los escalones, que se arrastraba de espaldas como un animal asustado, que volaba y caía, que incluso parecía levantarse y dar unos pasos para luego volver a rodar sin control.
También recuerdo el ruido que salía de su garganta. “Un quejido como el de un cerdo al que le atraviesan el cuello con un cuchillo”, anoté en mi diario, pero más allá del efectismo casi adolescente de esa frase todavía recupero ese espasmo, esa vibración ronca y desmayada. Mateo parecía un avión a punto de estrellarse, un avión pidiendo auxilio.
La hermana de Armando y yo saltamos sobre él. Mecánicamente alcé la mirada para ver quién lo había empujado pero no encontré a nadie. Luego intenté ponerlo en pie. preguntarle si se había roto un hueso. Tardé varios segundos en comprender qué lloraba, que no paraba de hablar. Lo metimos en el apartamento para calmarlo. Estaba ido. Los ojos vidriosos, ausentes. Nunca entendí sus palabras. Frases con textura a trapos húmedos, a estambre, a una harina grumosa.
Ya no llevaba la corbata ni la chaqueta de cuero marrón con que había entrado al edificio.
Casi cargado lo regresamos a su casa. La madre nos preguntó qué había sucedido; dónde lo habíamos encontrado en ese estado. Nada pudimos decirle.
Lo único que puedo comprender hoy día es que Mateo comenzó a gritar en la escalera para que Armando lo rescatase, para que Armando supiese de él y lo salvara de algo que quizás entre los dos sí habrían comprendido, sí habrían podido explicarse.

12
En mis cuadernos de 1985 compruebo que nunca quise o pude averiguar lo que sucedió esa noche con Mateo (y si Armando lo supo jamás quiso contármelo). Veo también que no intenté profundizar en la explicación, en el secreto, porque casi siempre el eslabón más frágil del secreto es el secreto mismo.
Mateo y aquellas dos mujeres. Un posible rechazo, una aceptación excesiva (¿la madre? ¿la hija? ¿ambas a la vez?), una puerta que se cierra, que se abre. Dinero, cartas; una cuarta persona que aparece en la noche.
Los detalles nunca importaron tanto como esa elipsis. Ese dolor puro, sin secuencias, sin continuidades. Ese dolor absoluto que respiraron aquellos instantes. Esos minutos en los que a Mateo le sucede algo y se lanza en vuelo por una escalera.
Pienso que en ese momento, y todavía hoy, me interesaba un posible relato que abriese un agujero en el tiempo y las palabras. No un relato que se cerrase en su explicación definitiva, sino el abismo y la vitalidad que configura lo que desconocemos.
Vivimos para no saber.

13
El 10 de enero de 2009 la nieve comenzó a derretirse. Sólo bajo los árboles, un polvo blanco como puntos de sol que se derramaban desde las ramas, persistía en su vuelo inútil, final.
El 12 de enero de 2009 estornudé siete veces. La nieve ya se había derretido por completo.

2 comentarios:

pablo martín carbajal dijo...

la nieve se ha derretido, pero el relato queda escrito para siempre.

Anónimo dijo...

Hermoso. La nieve ha vuelto. En páginas electrónicas la literatura hace regresar la nieve.


Carlos Atenas