TWAINEANDO

Eduardo Halfon

Llegué a Durham queriendo vomitar. El pasajero a mi lado, un negro inmenso con la más simpática inflexión sureña, me estuvo hablando las tres horas enteras sobre la industria de los muebles en Carolina del Norte mientras el avión se sacudía y agitaba como una maldita perinola. Chupe usted un poco de hielo, me sugirió al ver que yo estaba pálido o verde o ambas, eso siempre ayuda. Cerré los ojos durante el último trecho y, cuando finalmente aterrizamos y me animé a abrirlos, el gran negro, preocupado, estaba abanicándome con una de las revistas de cortesía. Amables, los sureños.

Yo había estudiado ingeniería en el mismo sector, a sólo veinte kilómetros de Durham, pero llevaba ya doce años sin regresar. Para qué. Esa nostalgia mojigata que adoptan los estadounidenses por su alma máter siempre me pareció de lo más patética. Salí del aeropuerto y el frío de noviembre me hizo sentirme mejor, o al menos no tan mareado. Divagué entre taxis y maletas. Debido al oscuro tinte del vidrio, tardé en divisar mi apellido en la ventana de una lujosa limosina, o bueno, no exactamente una limosina sino un Cadillac o un Lincoln, lo cual para mis fines era lo mismo. Le pregunté al chofer si tenía tiempo para fumarme un cigarro y me dijo que por supuesto, que todavía esperábamos a un pasajero de Utah. Me senté en una banca. Él se quedó de pie. Le ofrecí un Camel pero sólo sacudió la cabeza, serio. Hablamos del clima, aunque puedo estar equivocado y sólo lo recuerde así. Se sorprendió al enterarse de que yo venía desde Guatemala y aún más cuando le dije que había nacido en Guatemala y que aún vivía allí. Pero su inglés es excelente, me comentó, y yo le dije muchas gracias, el suyo también. Sólo exhaló una enorme nube de aire frío.

Al rato apareció el pasajero de Utah. Harold Lewis. Profesor de ciencias políticas en Brigham Young University. Mormón, desde luego. Estaba en Durham para tomar parte en un coloquio sobre la obra de Mark Twain. Yo también, le dije, y fue evidente su asombro al verme en jeans y medio barbudo y fumando como todo un revolucionario latino. Sí, le respondí, soy catedrático universitario, pero creo que no me creyó o tal vez sí y sólo adoptó un desdeñable porte jactancioso. Tenía algo de pastor de ovejas, Lewis, aunque en realidad no sé qué quiero decir con eso. Metimos nuestras maletas en el baúl de la limosina, le di la última chupada a mi cigarro e ingresé en el asiento de atrás del opulento vehículo con el ímpetu de un niño entrando en un parque de diversiones. El chofer nos indicó que estábamos a quince minutos del hotel, que nos relajáramos. Lewis me preguntó de dónde era y cuando le dije arqueó las cejas pero no entendí por qué. Gringos. Volví la vista hacia afuera, hacia los inmensos bosques de pinabete que circundan la autopista, y recordé con cierto placer lo que alguna vez preguntó una niña de tres o cuatro años al ir viendo cómo pasaban los árboles por su ventana —¿por qué van corriendo los árboles para atrás?—, y sonreí. Existen recuerdos inofensivos. O que al menos parecen inofensivos. Mire usted qué tragedia, me dijo de pronto Lewis señalándome un venado muerto sobre el asfalto. Muy común, comentó el chofer, verlos atropellados por acá. Se me ocurrió entonces, mientras una limosina con un guatemalteco y un mormón zumbaba al lado de cadáveres de ciervos hacia un encuentro académico con Mark Twain, que estaba yo en el lugar equivocado. Sucede que a veces, brevemente, olvido quién soy.

Llegamos al Duke Inn. Por costumbre, le entregué un par de dólares al chofer y me extrañó que Lewis no lo hiciera, pero tampoco lo analicé demasiado. Había docenas de golfistas en el lobby. El taconeo de sus zapatos sobre el parqué, no digamos el jolgorio de tragos que los golfistas adoptan después de dieciocho hoyos, me hizo pensar en mi papá. Además de hotel y centro de convenciones, el Duke Inn también era un club privado de golf. La recepcionista, una muchacha hindú o paquistaní que juzgué guapa, me entregó la llave de mi cuarto y un fólder con instrucciones y horarios para los próximos dos días, y noté con alivio que tenía casi una hora antes de la cena de bienvenida. Le pregunté a la muchacha si se podía fumar en mi cuarto. Mirando la pantalla de su computadora, me dijo que no, que lo sentía mucho pero que ya no tenía disponible ningún cuarto de fumador. O espere un momento, exclamó con innecesaria euforia, sí hay uno pero temo que es para personas discapacitadas. No hay problema, soy escritor, quise decirle pero sólo me quedé callado y ella me explicó que el cuarto estaba provisto para huéspedes en sillas de ruedas. A mí eso no me importaría, le dije. Permítame un momento, y lo consultó en susurros con un tipo bastante amanerado. Su jefe, supuse. No hay problema, señor Halfon, sólo necesito que firme aquí, junto a la equis, y sin leer qué diablos era, inmediatamente firmé.

Como un Gulliver cualquiera, como Alicia en un exótico país de maravillas o, aún mejor, como Blanca Nieves dentro de la cueva de los siete enanos. Así me sentí. Todo estaba más cerca del suelo. La cama, el escritorio, la televisión, la mesa de noche, el lavabo, el inodoro, hasta el pequeño agujero por donde se mira quién toca la puerta me llegaba a la cintura. Había rieles por todas partes y una rampa en la ducha. Estoy en un circo invisible, pensé, y encendí un cigarro. Me gustó sentirme sumergido en un terreno más literario, o quién sabe, tal vez sólo me gustó sentirme más grande.

Me bañé. Envuelto en toallas, decidí acostarme un instante antes de volver a bajar, y sin quererlo me quedé medio dormido. Posiblemente soñé que yo era Mark Twain o alguien muy parecido a Mark Twain navegando por el río Mississippi y al mismo tiempo escribiendo que navegaba por el río Mississippi. Al despertar ya era tarde pero me arreglé deprisa y llegué al salón del primer nivel justo cuando estaban sirviendo las ensaladas. Una señorita me hizo señas con los ojos y seme acercó. Señor Halfon, sospecho. Me disculpé. Su puesto está en aquella mesa, por allá, y me señaló dónde. Había dieciséis personas invitadas al coloquio y yo, me enteraría después, era el único extranjero. Sentándome, me presenté. Una señorita llamada Mary Catherine algo, no recuerdo su apellido, me dijo que ella daba clases de economía en Yeshiva University de Nueva York. Desconcertado, le pregunté si era judía. Dios mío no, dijo, y no quise preguntar más. Un joven tímido estaba trabajando su tesis doctoral sobre los poetas ingleses del siglo XIV o XV, no recuerdo ni tampoco recuerdo su nombre. Soy catedrática de opción pública en Notre Dame, me contestó una señora ya mayor, y aún no tengo ni idea de qué es eso de opción pública, aunque ella se tardó más de veinte minutos en explicármelo. A mi derecha, en silencio, un viejito tomaba pequeños sorbos de su sopa de calabacín. Éste no baja de noventa años, pensé al ver su mano temblando cada vez que intentaba llevársela a la boca. Hola, le dije. Puso su cuchara sobre el mantel y subió la mirada. Se quedó mirándome un rato, como si estuviera tratando de decidir si valdría la pena hablarme. Tenía ojos celestes, uñas largas y una escuálida barba blanca que parecía postiza. Sabe usted que el calabacín aumenta el deseo sexual, me susurró. ¿En serio? No, dijo, pero eso le digo a mi esposa para que me lo sirva con frecuencia. Sonrió. Por favor, muchacho, me secreteó mientras le daba pequeñas palmaditas a mi antebrazo, no vaya usted a decirle nada. Sonrió de nuevo. No puedo afirmarlo pero creo que me encariñé con Joe Krupp enseguida, incluso antes de saber quién era y a qué se dedicaba.

Después de la cena y de algunos discursos medianamente aburridos, nos arrearon a todos hacia otro salón para beber unos cócteles. Hora de hospitalidad, la llamaban. Tomé un oporto y, sin decir nada, decidí escabullirme de regreso a mi cuarto liliputiense. No me gusta beber con intelectuales. Cuando llegué, vi que había dos pequeños chocolates sobre mi almohada y que la televisión estaba encendida a un canal que ofrecía películas pornográficas a siete dólares cada una. Me dijeron alguna vez que el hombre promedio ve tres minutos de una película pornográfica y me pregunté si esto sería distinto con mujeres. Aún no sé la respuesta. Me comí ambos chocolates. Salí al pequeño balcón a leer un poco sobre la vida de Twain y fumarme un cigarro, pero ni siquiera había abierto el libro cuando el sueño me hizo pestañear. Es un decir. Machacando mi cigarro en el suelo, creí escuchar sollozos en el balcón a mi derecha y, al asomarme con cautela, logré ver la negra silueta de una mujer sentada con los brazos cruzados, sacudiéndose levemente. Emitía suaves gemidos, como los de un bebé ya cansado de llorar. Supongo que ella también me vio a mí, pero estaba muy oscuro y no podría asegurarlo. Pensé preguntarle si se encontraba bien, si necesitaba algo. Luego lo consideré inoportuno y solamente entré a mi cuarto en silencio y caí dormido.

Desayuné una omelet de queso y un par de tazas de café —malísimo, por cierto— y, congelándome afuera entre golfistas y otros fumadores rechazados, todavía logré meterme un último cigarro antes de que empezaran las tertulias.

La primera reunión del coloquio trató los capítulos iniciales de Huck Finn y, en su mayoría, las participaciones no fueron muy interesantes. Así son los coloquios multidisciplinarios: poco o nada disciplinados. Cada cual tira hacia su propia disciplina. Incluyéndome. Un poco aburrido, les comenté que llevaba años sin acercarme a la obra de Twain. Desde niño. Pero ya no lo puedo considerar sólo eso, les dije, es decir, un autor de meras aventuras infantiles. En el fondo, es quijotesco. Silencio. Desde el primer párrafo, continué, el libro es absolutamente quijotesco o cervantino. El narrador, que en este caso se llama Huckleberry Finn, cita una obra anterior llamada Las aventuras of Tom Sawyer. Y leí en voz alta: «Ese libro fue escrito por el señor Mark Twain, y él dijo la verdad, en su mayoría». Truco cervantino, señores, de la autorreferencia por parte del autor. Silencio. Unas cuantas páginas más adelante, continué mientras todos buscaban la página en cuestión sin que yo la hubiese dicho, le comenta Tom Sawyer al narrador que si él, o sea, Huck Finn, no fuera tan ignorante y hubiese leído un libro llamado Don Quijote, sabría que todo fue hecho por encantamientos. Fíjense ustedes que el mismo Twain cita a Cervantes, dije y esperé en vano alguna reacción. Ahora, ¿por qué creo esto tan importante? Hice una pausa, como buen catedrático, hasta sentir las quince miradas encima. La relación entre estos dos personajes, es decir, entre Tom Sawyer y Huck Finn, es muy parecida a la relación que había entre Sancho Panza y Don Quijote, como de hecho se puede comprobar en el transcurso de la novela, especialmente en el trato de Tom para con su amigo Huck y en el desenlace, o sea, en la actitud quijotesca que Tom adopta a partir de sus lecturas de rescates heroicos. Está enquijotado, dije en español y tomé un sorbo de agua tibia por puro teatro. Nada. Silencio. Ya sea porque jamás habían leído Don Quijote o porque los intereses de un grupo tan heterogéneo no podían ser narrativos o porque no entendieron ni mierda de lo que dije, poco interesó mi punto de vista. Durante las siguientes horas continuaron hablando sobre la esclavitud y la política y no recuerdo qué otros temas profundamente estériles y poco literarios.

A mediodía nos sirvieron una pasta con verduras. A mi lado almorzó un profesor de historia de alguna pequeña universidad en Washington o Idaho o uno de esos estados de la costa Pacífica, un tipo gordo como un oso y cuyo único interés era practicar su pésimo español. Tras comer, yo necesitaba un cigarro. Intenté levantarme pero de pronto sentí una mano en mi hombro y escuché una voz ronca y pausada preguntándome adónde iba. Era Joe Krupp. Entonces caí en la cuenta de que él había sido el único que no habló durante toda la sesión matutina. ¿Tiene usted prisa, muchacho? Le dije que no, que sólo iba a fumarme un cigarro. Se quedó de pie, callado, mirando el vacío a través del gran ventanal. Ah, fuma usted, comentó. No dije nada. Pero si dejar de fumar es la cosa más sencilla, mi amigo, y luego, serio, añadió: Yo lo he hecho miles de veces. Su mano seguía sobre mi hombro. A mí me gusta caminar después de comer, qué dice, muchacho, si caminamos un poco, y señaló con su mirada celeste la cancha de golf.

Caracoleaba el sendero por la pradera artificial. De vez en cuando teníamos que hacernos a un lado para permitir el acceso a algunos golfistas vestidos de payasos y persiguiendo pelotas blancas en sus simpáticos carritos mecanizados. Joe Krupp caminaba como hablaba, despacio, sosegado, como si sus pasos y palabras no tuvieran ya ninguna urgencia por llegar a donde se dirigían o como si en realidad no se dirigieran a ninguna parte. Qué espléndida sería la vida si naciésemos ya viejos, seme ocurrió escuchándolo hablar de su niñez en Missouri, de su experiencia en la guerra, de cómo había conocido a su esposa. Kruppowsky, polaco, originalmente. Pensé en mi abuelo y en la botella de whisky que nos habíamos tomado juntos mientras él me hablaba de Sachsenhausen y de Auschwitz y del boxeador polaco. ¿A usted, muchacho, le gusta vivir en Guatemala?,me preguntó, y luego me dejó hablar largo rato sin interrumpirme, una mano atrás de su espalda y la otra descansando sobre mi hombro pero no sé si para apoyarse o por cariño. Por ambas, me gustaría creer. Encendí otro cigarro y anduvimos un tiempo en silencio hasta que me dijo que le había parecido interesante la comparación entre Tom Sawyer y Don Quijote. Muy interesante, muchacho, pero debería usted saber que en el libro de Thomas A. Tenney, titulado Mark Twain: Una guía de referencias, hay más de diez ensayos sobre la relación entre Miguel de Cervantes y Mark Twain, uno de ellos en español, si mal no recuerdo. Me quedé callado. Ahora, continuó después de que pasara un cuarteto de golfistas, sepa usted que ese libro es un índice de los trabajos publicados hasta 1975, únicamente, y estoy seguro de que desde entonces habrán surgido otros documentos que se tendrían que ubicar. Nos sentamos en una banca cerca de un enorme ciprés. Por alguna razón había asumido que Joe Krupp era un economista o quizás un historiador, y así se lo comenté con un poco de vergüenza. No, no, qué va, me dijo riéndose, fui catedrático de literatura durante casi cincuenta años, muchacho, la mayoría aquí en Duke University, y llevo casi ese mismo tiempo estudiando al señor Twain (me enteraría después, husmean- do en la biblioteca, de que Joe Krupp era uno de los académicos más importantes con respecto a la obra de Twain).Balbuceé que disculpara, que no sabía. Y le apuesto que usted tampoco sabía que el señor Twain pasó un tiempo en Centroamérica, qué tal, dijo, y soltó una breve carcajada. Así es, en Nicaragua, a la vuelta de su propio país, muchacho, en 1866.Tampoco lo sabía. El señor Twain, así le decía él, con un respeto casi sagrado que sólo se consigue tras muchos años de veneración literaria, y se me ocurrió que, de alguna manera bastante insólita, Joe Krupp hablaba como indudablemente habría hablado el mismo Mark Twain. De repente, un gato pardo se acercó a nosotros, se sobó suavemente contra mis piernas y, cuando quise acariciarlo, salió huyendo. Noté que el viejo adoptó una extraña sonrisa, como la de un hombre enamorado, pensé, y luego me corregí, como la de un hombre triste. Una de las diferencias más notables entre un gato y una mentira, escribió el señor Twain, me dijo, es que un gato sólo tiene siete vidas. Sonrió y se puso de pie con algo de dificultad. Entonces, mi amigo, al señor Twain no hay que creerle nunca, nada, ni siquiera su propio nombre. Regresamos en silencio, su mano sobre mi hombro. Recuerdo que me dijo con total seriedad que estaba cansado y que necesitaba descansar un poco para poder salir a bailar en la noche con su esposa. Tangos, dijo.

Esa tarde hubo otra reunión. No hablé mucho. Tomé tazón tras tazón de un café casi transparente para no quedarme dormido durante el tedioso debate intelectual que se dio sobre la conciencia y la moralidad en los personajes de Twain. Jimy Huck, especialmente. Joe Krupp de nuevo se mantuvo callado, escuchando, juzgando con una mirada enigmática que a mí me pareció esa mezcla de lástima y burla que tienen los mimos. Al terminar, nos llevaron a todos en un pequeño autobús a un restaurante griego. Cené cordero asado y tomé suficiente vino tinto para soportar la miope conversación sobre el terrorismo y la guerra en Irak, que, según todos allí, Estados Unidos estaba ganando. Idiotas, susurré ya medio borracho. Regresé cansado pero sin sueño. Echado en mi cama y mirando las imágenes de la televisión sin sonido y sin realmente verlas, fumé un rato en silencio. Salí al balcón, esperando ver a mi vecina llorando. No había nadie. Busqué mi abrigo.

El lobby estaba casi desierto. Entré al bar y le pregunté a un mesero si allí vendían cigarros. Hay una máquina por allá, señor, y luego me la mostró personalmente. Amables, los sureños. Estaba a punto de pedir una cerveza en la barra cuando escuché mi nombre. Era Harold Lewis, el mormón, sentado solo en una esquina, y supongo que notó la confusión en mi rostro porque de inmediato levantó su vaso. Jugo de manzana, no se preocupe. Me explicó que a veces le costaba mucho dormir, especialmente en hoteles, y me dijo que lo acompañara un rato. Tartamudeé alguna mala excusa sobre el cansancio o lecturas pendientes o no sé qué más. Y hasta mañana.

Necesitaba un poco de aire fresco y salí a la cancha de golf. Caminé un par de hoyos, fumando, temblando del frío pero contento de estar afuera. La luna llena iluminaba todo de gris. De un gris soso y desabrido que por alguna razón me hizo recordar las viejas películas del neorrealismo italiano. A lo lejos, un bulto deforme sobre la grama llamó mi atención. Sospeché que algún golfista había olvidado su bolsa de palos sobre el césped, pero cuando estaba más cerca me percaté de que la gran masa se movía. Ligeramente. Un ciervo, pensé, y seguí avanzando. Estaba quizás a diez o quince metros cuando escuché un chillido y corrí a parapetarme tras el árbol más cercano. Ella tenía su blusa abierta. Estaba encima de él, frotándose rítmicamente y aullando como si estuviese sola en el universo. Sin entenderlos, podía escuchar los susurros de él, aumentando en volumen mientras sus manos se estiraban con desesperación hacia el vientre y los pechos de ella. Me quedé quieto, aunque temblando del frío, viéndolos copular sobre la grama como dos animales salvajes, hasta que al rato decidí retirarme en silencio. No sé por qué. Quizás por pena, quizás porque soy un hombre promedio y habían transcurrido ya mis tres minutos. Vaya uno a saber.

Dormí poco. Desayuné un panecillo con queso crema y llegué tarde y desvelado a la última reunión.

Me serví un café mientras todos discutían Vida en el Mississippi, obra semibiográfica y bastante fragmentada que narra las peripecias de Twain en los barcos de vapor del río Mississippi. Durante casi tres horas dialogaron sobre las ideas económicas del autor, su concepción de la identidad, su crítica hacia la falsa aristocracia sureña y su noción de libertad. En algún momento inoportuno les hice notar que otra vez Twain mencionaba su admiración por Don Quijote. Qué necio, pensé, y seguramente habrán pensado todos. Pero mientras yo hablaba de Tom y de Huck y de Sancho y de aquella Triste Figura, creí intuir alguna relación estilística entre ambos autores, no, más que estilística era filosófica, cosmológica, pero la perdí igual de rápido que la había encontrado, y a media oración, como si se me hubiera agotado toda la gasolina, me callé.

De nuevo sonriendo extrañamente, Joe Krupp pidió la palabra por primera vez en dos días, dijo que el humor es todo, que el humor es nuestra salvación, que el humor es la bendición más grande que tiene la humanidad —lo cual me sonó a una cita, pero no quise interrumpirlo— y luego, con su lánguida voz de Mark Twain, empezó a contar chistes. Todo tipo de chistes. Durante casi media hora. Creo que yo fui el único que entendió de inmediato adónde quería llegar, o quién sabe, tal vez no entendí en absoluto. Y como estamos en un club de golf, le dijo Joe Krupp al grupo de intelectuales confundidos, pues allí mismo terminaré. Bien. Un día entró un hombre al baño de mujeres de un club privado de golf, sin saberlo, por supuesto, y al salir de la ducha se percató de que toda su ropa había desaparecido. Vaya problema, dijo despacio Joe Krupp, al parecer tratando él mismo de recordar o de inventar el desenlace. Entonces, continuó después de una pausa, el hombre escuchó algunas voces femeninas y se puso una toalla alrededor de la cabeza para ocultarse el rostro, pero, claro está, quedándose completamente desnudo. Podría jurar que, mientras narraba, la mirada celeste del viejito se posó sobre mí, como si no hubiese nadie más en el inmenso y frío salón. Y entonces cuando el hombre quiso salir corriendo del baño se topó con las tres mujeres, quienes primero se asustaron y después se quedaron mirándolo con minucia, investigándolo, se podría decir. Joe Krupp soltó una diabólica risita con esa picardía que sólo absuelve la vejez. Ése no es mi esposo, dijo la primera. Ése seguro no es mi esposo, dijo la segunda. Ése, dijo la tercera, ni siquiera es miembro de este club.

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