YO YA BANDINEABA

(Fragmento de novela)

Nicolás Melini



“¡Y cinco siglos después que Mr. Columbus... Eugenio descubrió América!”, se decía Eugenio todas las mañanas —con tono épico y triunfal—, al abrir los ojos contra el techo descolorido de su habitación. Aún dormía en el estampado colchón de segunda mano, a ras del suelo. En la pared de enfrente, tras el mugriento enrejado de tela de alambres de la ventana, runruneaba el viento, y se podía ver un sonoro remolino de hojas secas en el callejón lateral.

El apartamento apestaba a óleos y aceite de linaza. Había pasado aquella noche pintando en la parte posterior de un gran trozo de moqueta vieja. El resultado había sido horroroso, así que ya no volvería a intentarlo con los otros pedazos, aún mayores, que tenía guardados en el ropero. La inversión que días antes había realizado (unos cien dólares en pinceles y colores) se le antojaba ahora un derroche estéril, y hasta había estado a punto de intoxicarse al tener que respirar durante las escasas horas de sueño aquel hedor nauseabundo. De hecho, había soñado con su ex novia, La Cosméticos: tenía que hacerle el amor en un ascensor, y lo que podría parecer un sueño erótico se había convertido en una pesadilla claustrofóbica.

Por fin, Eugenio dio un bote en el colchón y se puso en pie.

Se metió en el baño, donde pudo oírse un estruendoso chorro de agua, amén de las escandalosas cañerías de la casa, pero en seguida salió para dejarse caer sobre el colchón y, por reposar éste en el suelo, se hizo daño en el hueso de la alegría.

Gritó, maldijo y se tapó con todas las mantas en espera de que el baño estuviese listo.

En sólo unas semanas ya tenía noción del tiempo justo que tardaba la bañera en llenarse, así que de la cama directo al agua calentita, tratando de evitar aquel pelete.

Pero esta vez la somnolencia le jugó una mala pasada y cuando se fue a dar cuenta creyó haberse dormido, de manera que se levantó sobresaltado y alcanzó de nuevo la puerta del baño.

Afortunadamente, la bañera no se había desbordado aún y pudo detener a tiempo el chorro de agua.

Luego, al meter los pies, fue sintiendo cada vez más el calor excesivo de ésta, y por un momento pensó no poder soportarlo. La bañera estaba tan llena que no podía verter agua fría para templar la que allí se encontraba, y no tenía paciencia para esperar.

Cuando introdujo en el agua, al fin, la totalidad de su cuerpo, la bañera se desbordó pringando el suelo ya podrido. De hecho, el agua se escabulló por debajo de la moqueta del dormitorio.

Al ver el estropicio, decir shit! le pareció más consecuente que exclamar mierda.

Con resignación, Eugenio acomodó su espalda a la superficie lisa de la bañera y desalojó un poco de agua, que renovó fría para templar el resto, manipulando las llaves con los dedos de un pie para no tener que sacar su cuerpo del placentero interior.

El muñón demostraba una habilidad sorprendente, como si este fuera su único oficio.
Todo empezaba a marchar sobre ruedas, pero, cuando Eugenio se dispuso por fin a disfrutar de una renovada somnolencia, resonaron las cañerías y un chorro de agua se precipitó esta vez en una bañera contigua a la suya, dispuesta tal vez de modo simétrico en el baño del apartamento de al lado.

Despabilado, Eugenio pudo oír cómo alguien chapoteaba tras la delgadísima pared de madera. Las cejas se le arquearon; tal sería su interés. La idea le resultaba sugerente: dos personas que se bañan separadas por una delgada pared; dos personas que se escuchan bañarse en bañeras contiguas de baños simétricos.

Imaginó a una joven pelirroja de abarcables dimensiones, con los pechos graciosamente firmes, y no pudo evitar la erección que La Cosméticos había estado martirizando hasta la castración.

Sin embargo, alguien golpeó con los nudillos el cristal de la ventana de la fachada; junto a la puerta de entrada. Eugenio trató de alcanzar su reloj, aun sin salir de la bañera: eran las once menos cuarto.

Ató una toalla a su cintura y recorriendo todo el apartamento fue a inspeccionar el exterior a través de la ventana. La chica venezolana vio su cabecita en el cristal y le hizo señas para que abriera la puerta. Traía a una amiga consigo, también hispana.

Eugenio abrió la toalla para comprobar divertido que la erección no había cedido aún, y luego las hizo entrar.

Ellas tomaron el apartamento como al asalto, sobre todo La Ché, aunque el desnudo torso de Eugenio la intimidara. Presentó a Carolina, chilena, por lo visto, y Eugenio se acercó provocador —toalla en mano para evitar sorpresas del precario nudo que había improvisado— a besar su oriental rostro de esquimal:

—¿Es ella? —preguntó refiriéndose a la chilena.

—¿Es ella, quién? —preguntó La Ché.

—La que tú ya sabes.

—De qué hablas.

Carolina miraba a ambos tratando de comprender.

—Me dijiste algo acerca de una chilena que quería… ¿no?

—¡Sácateme de delante, muchacho!, ¡y ponte algo encima, que me tienes azorada!

Eugenio tomó rumbo hacia su habitación, dando la espalda a las chicas.

—A tus órdenes, ma chérie d’amour.

Abrió la toalla entonces y, meneando sus nalgas para que vibrasen a través del tejido algodonoso, bailando su fragmento de strip-tease apenas un instante, entró en la habitación.

Pero escuchó de inmediato —antes incluso de que hubiese comenzado a vestirse— el ruido de la puerta de la calle que se abría. ¿Acaso se marchaban?:

—¡TE ESPERAMOS FUERA, CARA DE CHICLE!, gritó La Ché.

—Menudo pololo mamarracho me viniste a presentar —reprochaba Carolina—. Y encima español. Si yo lo que quiero es conocer un gringo alto pero que, sobre todo, me enseñe inglés.

—No es un mamarracho, lo que pasa es que en España son así…

—¡Pero has visto dónde vive! ¡Y cómo huele todo a… yo qué sé, raro!

—Si el apartamento en el que vives tú no es mucho mejor, y encima estás en medio de tu hermana y su marido.

Carolina tenía un cierto aire a Mafalda, mimosa y rabisquita al mismo tiempo.

—Por eso mismo… lo que yo quiero es relacionarme con gente bien… amistades interesantes, un gringo con algo más que un auto que me invite a partis y pague la cuenta.

La Ché reía (un tanto violenta) todas sus desfachateces. Sobre todo porque intuía que Carolina se tomaba totalmente en serio todo aquello, tan convencida ella de cuáles debían ser sus prioridades.

Pero Eugenio, con el torso desnudo aún (a medio vestir, descalzo incluso), reclamaba su atención desde la puerta:

— ¿Adónde vamos?

—Todavía no lo sabemos —contestó La Ché.

—Es que tengo qué hacer. En realidad no pensaba ir a ningún sitio esta mañana.

¿Cómo podría explicarles que era escritor, que lo único que le importaba en esta vida era que lo dejasen tranquilo para escribir su novela?

—Mira, cara de chicle —le espetó La Ché—, si lo que quieres decir es que no vienes, que no quieres salir con estas dos bellezas tercermundistas, ahí te quedas.

—Está bien, está bien, ya voy, pero no te pongas así y ahórrate esos cabreos por lo del V Centenario, que yo estoy descubriendo América esta mañana.

—Si quieren —apuntó Carolina— podemos ir a Down Town. Hay regata en el Olentangy River, junto a la Santa María que han puesto en el río. El “Dispatcher” —dijo mal el nombre del periódico— habla hoy de la monserga del descubrimiento y de los vikingos.

—Los vikingos… —pensó Eugenio en voz alta. En algún sitio había leído que los norteamericanos preferían pensar que habían sido “descubiertos” por los vikingos; que Colón era un tardón.

—Anda, chica —intervino La Ché—, no me ladilles con ir pa’sitios aburridos a ver regatas de estos maricos. Vámonos a una cafetería por aquí cerca.

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