LA HORA

José María Pérez Zúñiga



Lamento tener que recordárselo, pero quizá se levantó usted el domingo pasado algo desorientado, despierto por una llamada telefónica demasiado temprana, sorprendido cuando tomaba su café por la certidumbre de que en realidad lo que le apetecía era un vermú. Miró con cierta desconfianza a su mujer, y su hijo pequeño le pareció distinto: lo miraban con los ojos muy abiertos, como si supiesen lo que usted pensaba, lo que usted se disponía a hacer en los siguientes 60 minutos, acaso porque ellos ya lo habían hecho antes. Intentó apartar de sí esa certidumbre incómoda: había cierta distorsión entre sus costumbres y las suyas, que hasta entonces eran las mismas; pero comieron antes que usted, vieron la película de la tarde y dieron un paseo durante su siesta, se acostaron cuando usted todavía cenaba. Usted también lo hizo por fin, pensando que el lunes todo volvería a ser como antes. Pero fue mucho peor: cuando despertó, su mujer ya se había ido a llevar al niño al colegio. Perdió el autobús. Todo el mundo estaba en la oficina cuando usted llegó, tuvo que comer solo de nuevo y durante la jornada lo miraron como a un bicho raro, y eso que usted trabajó hasta la hora habitual, cuando inexplicablemente ese día nadie trabajaba. Encima, al volver a casa, su mujer le echó una bronca descomunal por llegar tan tarde, acusándole de haber vuelto a tomar copas a la salida del trabajo, lo que le pareció una gran injusticia. El martes le ocurrió exactamente lo mismo, aunque fue un poco peor aún: en el trabajo le llamaron la atención por una indisciplina que usted no veía por ninguna parte; de regreso a casa, su hijo le recriminó que ya no quisiera darle el beso de buenas noches, su mujer le recomendó que llamase a Alcohólicos Anónimos, y usted se acostó con la sensación de que realmente tenía una resaca descomunal, aunque no sabía la causa. Y en fin, que le voy a contar del miércoles, del expediente disciplinario, de los cuchicheos de sus compañeros de trabajo –le llaman “el Anacrónico”-, del silencio hostil de su hijo, de la demanda de divorcio interpuesta por su mujer. Hoy es jueves, y quizá cuando usted lea este relato se encuentre tomando el desayuno solo –ya casi se habrá acostumbrado-, o comiendo a destiempo, o cenando cuando su familia duerme. Hágame caso y no sufra más: cambie de una vez la hora, joder. Sólo tiene que adelantarla 60 minutos. A veces valen la vida entera.

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