LA VIUDA Y EL FORENSE

Giovanna Rivero

Pavel Fedotov, Joven viuda (1851)


Pese a la ebriedad del dolor, al efecto casi placentero que producían los tranquilizantes en mi ánimo, podía percibir las miradas de los hombres. Las mujeres también me miraban, es cierto, pero en sus pupilas, la lástima adquiría el filo de la sospecha. Los hombres, en cambio –y siempre lo he creído así– oscilaban entre el deseo de protección y el deseo en sí mismo.

Pensé incluso en teñirme el pelo: mi rubio natural me parecía obsceno para las circunstancias que ahora me tocaban con lascivia. Porque la muerte de mi marido no había sido un suceso natural. La muerte es natural, pienso, si proviene del preaviso de la enfermedad, de la advertencia de un mal heredado, de la amenaza de un presagio, del tedio de la vejez, en fin. La muerte de mi marido había sido de un exabrupto. Salía del trabajo; un loco, alguien que necesitaba desfogar la furia de su mediocridad, le vació su revólver en el tórax.

Y ahora el rubio de mi pelo, contrastado con el luto de mi vestido, denunciaba la ferocidad de mi viudez precoz.

Nadie se prepara para la fatalidad. En mi clóset no había blusas ni faldas negras, ni medias de nailon que ocultaran la palidez de mis piernas. A él, a mi marido, le gustaba apoyar sus mejillas en mis muslos. “Eres tan perfectamente medieval”, me decía, y su saliva tibia se escurría hasta mi sexo. Podía decirse que lo amaba, o si intento ser más honesta, que su pasión por mí actuaba como un reflejo, y creía amarlo, desearlo.

Su cuerpo quieto en el féretro, ataviado con el esmoquin de nuestra boda, el anillo de oro discreto, llevándose su fidelidad y su pasión. Yo misma limpié la sangre. El médico forense se compadeció de mí, o quizás fue la desfachatez de mi pelo rubio, sorprendido ante aquello que no debía haber ocurrido. Sin embargo, el forense decidió quedarse, “cuestión de rutina”, explicó. Yo lo ignoré. Era el último encuentro íntimo con mi marido. Tomé una esponja y limpié la sangre. Cubrí su pecho con la sábana para que las huellas de las balas no afearan aquel tórax en el que tantas veces había dormitado después del amor.

Su miembro estaba erecto. “Hay reacciones nerviosas, espasmos de expiración”, explicó el forense. Qué importaba. Con la esponja limpié también su sexo, me detuve en el glande inflamado, acerqué mi boca y lo besé con ternura, “tienes la pija más sabrosa que he saboreado”, dije en un susurro.El forense a mis espaldas, qué importaba. Lo extrañaría, a él, a su sexo, a su saliva embalsamando mis muslos blancos.

–Señora, el cortejo fúnebre espera afuera, por favor… arréglese –dijo el forense. Sin duda, estaba acostumbrado a escenas de despedidas como éstas.

–Sí… sí, claro –el forense me alcanzó un vaso con agua y un par de pastillas que tomé sin preguntar.

En mi clóset, ya lo he dicho, la ropa negra era escasa. A mi marido le gustaba obsequiarme blusas floreadas, faldas gitanas, ropa interior roja; había cierta vulgaridad en él que no llegaba a molestarme, pero que me hacía sentir en una permanente actuación. ¿No era eso el matrimonio?

Tomé el vestido negro que había estrenado en nuestro último aniversario y cubrí mis hombros con una mantilla. Tras el calado del rebozo, mi piel era una blasfemia. ¿Y las medias? Las mujeres se compadecen de las viudas, pueden prestarles sus medias, aún húmedas de su flujo vaginal; pueden correr a comprar medias nuevas, de tejido grueso, para que nadie adivine el matiz de la piel adolorida por la pérdida. Pero nadie se compadece de una viuda rubia.

No tuve otra opción que los ligueros negros; me los puse lentamente, así le gustaba a él. Total, ¿quién podría adivinar que las ligas se sujetaban en mis calzones rojos? Todo era tan extraño, tan surreal. Llevaron a mi marido hasta el féretro y recién pude darme cuenta de que en la inmensidad de aquella cama yo también moriría.

–No se preocupe, todo esto pasará. La vida continúa –dijo el forense. Su brazo sostenía mi codo. Acaso todas las viudas debieran desmayarse, desgarrar su pecho y sus ropas para que la gente mirara sus senos huérfanos. Acaso yo era una viuda atípica y rubia. Tenía ganas de vomitar. Recordé que deseábamos un hijo.

–¿Le pasa algo? Permítame acompañarla –dijo el forense, y me condujo hasta el baño. Me sostuvo desde atrás, presionando suavemente mi cintura. Me incliné, mas no pude vomitar. Había llanto en mi garganta, llanto que no podía licuarse en lágrimas, en flema, en dolor.

–Calma… –dijo el hombre. Su voz había dejado de ser la de un médico acostumbrado a diseccionar cadáveres. Mi cuerpo estaba vivo, podían sentirse las palpitaciones de mi corazón.Me volteé y descubrí sus ojos jóvenes, ávidos, como elresto de los hombres que allí estaban para condolerse de esa muerte, de esa viuda que era yo.

–Calma… –repitió.

–Calma… –repetí.

Me acerqué a su boca. Olía a café y alcohol, la fragancia de un oficio que me parecía asqueroso, pero que inexplicablemente me llenaba de ternura. Él también acariciaba a los muertos ajenos, yo había acariciado el sexo erecto de mi amado muerto. Lo besé.

Por un instante, él se resistió a abrir los labios. Fueron mis lágrimas, hilos transparentes que humedecieron su boca y lo obligaron a abrirla para beber mi llanto, para beberme. Sus manos todavía estaban en mi cintura. Tomé la izquierda y le ayudé a levantar mi vestido negro de aniversario de bodas.

La visión de mis ligas lo excitó. Sentí el bulto de su pantalón oprimiéndome el ombligo.
–Me siento tan sola… tan terriblemente sola –sollocé.

Ser viuda y rubia me envolvía en una intensa fragilidad. No había dureza en mi dolor.
–Todo esto pasará. El dolor pasará, usted sigue viva –volvió a decir el hombre. Esa frase la había dicho muchas veces, pero puedo asegurar que sólo ahora adquiría sentido.

Sus manos soltaron la liga izquierda, me alzó sin rudeza. ¿Había perdido peso en aquella jornada larga, dolorosa, con mi marido aguardando por mí en su féretro? Sentada sobre el lavabo, el hombre separó suavemente mis calzones y, sin quitármelos, metió su dedo índice hasta el fondo. Gemí despacito. El hombre saboreó su dedo. “Usted es tan joven”, musitó, “tan joven”. Por mi parte, bajé el cierre de su pantalón y extraje el miembro curvo. Me causó gracia su miembro curvo, nunca había visto un miembro curvo. Pero no pude sonreír. El hombre me penetró y yo apreté las piernas: quería sentir la curvatura de ese sexo que buscaba dentro mío un camino, la ruta de un túnel vacío, sinuoso.

Yo sollozaba apoyada en su hombro, con espasmos. La felicidad y el dolor, el consuelo y la orfandad, la viudez y el pelo rubio, mis ligueros negros y mi rebozo calado, mis muslos blancos, el forense de traje oscuro y ojos profundos. Su miembro, más pequeño que el de mi difunto marido, estaba vivo, vivo, como lo necesitaba para que todo aquello pasara y mañana amaneciera de nuevo, y la cama se encogiera, tierna, dulce como una cuna.

Él también lloraba. Sacó un momento su sexo y volvió a penetrarme con una embestida que me quitó el aire del tórax. No hay oxígeno en los corazones que mueren por balazos o por esas otras pequeñas muertes.

–Calma… –dijo el hombre acariciándome el pelo, besando mi frente humedecida.

Afuera, los avemarías se expandían como una lluvia suavísima de despedida. Me acomodé el liguero y la mantilla. Fui hasta el féretro y, de hinojos, dije muchas, muchas veces: “Te extrañaré, mi amor”. Las mujeres me miraron con respeto.

[Del libro Niñas y detectives, Bartleby Editores, 2009]

4 comentarios:

Anónimo dijo...

este cuento hay que leerlo en privado y con las manos lejos del ratón...

Roger O. dijo...

Me encantó el cuento. Ha sido uno de los momentos más placenteros de mi vida. Gracias por la lectura.

Anónimo dijo...

Con este cuento mi profesora se convierte en mi maestra...

Anónimo dijo...

Una de las grandes escritoras que hay actualmente en español...esta revista de ustedes cada vez apunta mejor...