LAS LECCIONES DEL CAMELLO

Juan Carlos Méndez Guédez



De niño, cuando íbamos en el Volkswagen de J. mis primas me decían que nunca señalara una estrella con el dedo porque me saldrían siete uñas.
Éramos pequeños, pero ya sabíamos que la belleza siempre tiene un precio.

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Desde hace años siempre vuelve. ¿Unos ojos? ¿la inminencia de una pelambre que se intuye tersa? ¿el sonido de las mandíbulas masticando las hojas?
Quizás tendría yo diez años. Me encontraba de vacaciones en alguna playa oriental de Venezuela. Jugaba en el patio de una casa y detrás del alambrado descubrí un pequeño venado. Creo recordar que estaba atado con una cuerda, que no pareció asustarse cuando me acerqué a él, que la naturalidad con la que aceptaba la comida que yo le iba obsequiando surgió de inmediato.
Pasaron muchos años hasta que comprendí que si yo hubiese permanecido más días en aquel lugar, algún fin de semana habría sentido el olor de la carne, el humo, las risas de los vecinos, el aroma helado de las cervezas.
La lucidez tardía es siempre una posibilidad de atenuar el espanto; la revelación de un espacio vacío y de una cuerda tirada en el suelo.
Pero hoy regresó la imagen. Leo a Canetti, esas notas suyas sobre Marrakech. Allí cuenta sus horrorosas experiencias en esa ciudad cada vez que intentaba acercarse a un camello, como si detrás de ese acto, la vida siempre le estuviese deparando una lección de crueldad, de muerte.
Pienso de nuevo en aquel venado. ¿Es ahora distinto? ¿Leer en otro el atisbo de un estupor semejante hace más real aquella silueta? Quizás. La infancia propia es más tangible y más real cuando soy yo en Marruecos, escribiendo en alemán, pensando en mi infancia búlgara de niño judío.
Mi infancia es eso que escribe quién está fuera de mí, para ser yo mismo.

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Esos primeros tiempos al nacer, esa bruma, cuando aún se desconoce que parte de la propia vida es lo que otros ya han imaginado por nosotros. Quizás a eso se refiere Philippe Sollers cuando inicia con deliciosa ironía sus memorias: “Alguien que más tarde dirá yo entró en el mundo humano el sábado 28 de noviembre de 1936, a mediodía, en los suburbios inmediatos a Burdeos...” .

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Pienso en una fotografía de Thomas Mann y concluyo que eran otros tiempos, las corbatas ajustarían menos el cuello, los modelos serían más flexibles. No lo sé.
Pero son peligrosos los escritores con corbata.
Después de un largo viaje, llego a esta ciudad remota y tropiezo con X. Fingimos no reconocernos. Yo me hundo en mi café y en mi periódico. Lo veo marcharse con las bolsas de sus compras y su corbata se mueve sobre su camisa como una rígida serpiente.
Me pregunto si X sería un escritor menos prescindible si no llevase siempre esas corbatas.
Vuelvo a mi periódico y después de unos segundos alzo la vista. X avanza por la ciudad como un caniche. Es la corbata quien lo arrastra y lo lleva.
Me acaricio el cuello, toso un par de veces y pido con urgencia una limonada.

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El olor del cigarrillo entre los dedos. Amargo dulzor que para mí tiene algo de ingenua virilidad.
Pudieron oler así las manos de mi padre. Ese olor resquemado debió proteger mi niñez.
Huelo mis dedos. Soy mi padre.
Yo mismo soy mi padre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias, Juan Carlos, por compartir las estrellas fugaces de tu intimidad literaria