NOCHES DE MAYO

Juan Carlos Méndez Guédez



X. se queda un rato en silencio y luego afirma: “pero así como un escritor compensa con sus personajes lo que no ha podido vivir, quizás sus personajes miran de reojo al escritor y también lamentan las experiencias de vida que son propias del autor y que a ellos les han sido negadas”.

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Porque el cuento, pese a su narratividad, a su necesario desplazamiento de un estado inicial a un estado final, tiene la aspiración de la fotografía, el deseo de captar el instante detenido y fundamental. Y la novela es la necesidad del lento viaje, de las pausadas fases que llevan de uno a otro punto, y a otro punto, y a otro más. Tiempo que crece y es espacio, extendiéndose.

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Noche de mayo: cansancio, me arden los ojos, la cabeza vibra con un zumbido, pero lo hice, me senté una vez más. Dos párrafos. Acabo de escribir dos párrafos de la novela. Pequeños, inútiles, deliciosos heroísmos.

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Anoche extravié una novela de Sandor Márai en algún bar del centro. Creo que la dejé en una bolsa junto con varios folletos publicitarios que me entregaron en la Feria del Libro. Esta mañana pensé qué ocurrirá con los libros perdidos. ¿En manos de quien terminan, alguien los lee, que hace con ellos quien los encuentra? Todavía más intrigante puede haber sido el destino de esas dos novelas que perdí en Praga hace un año. Dos novelas en español. Dos historias indescifrables, ajenas, para quien las haya aptretado entre sus manos. ¿Dónde habrán ido a parar? ¿cuánto tiempo será necesario para que unos ojos que entiendan español se deslicen por su páginas? ¿o serán libros perdidos para siempre en la extrañeza de una ciudad, de una lengua?
Puede ser hermoso encontrarse un libro en una lengua totalmente extraña. Puede ser dulce pensar que es un mensaje que alguien nos ha enviado sin saberlo, un mensaje que sólo podremos adivinar.
¿Y a quién le habré querido decir qué cosa allá en Praga donde quedaron olvidadas esas dos novelas?

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Malestar de gripe. Me arden los ojos, estornudo con frecuencia, la nariz me duele. Pienso en algo que leí en Camus hace días y no logro encontrar la página exacta: un escritor no escribe sobre su vida, sino sobre sus deseos y sus nostalgias. Mi malestar no tiene relación con la frase que evoco, pero pienso que la gripe deriva siempre en una pequeña melancolía, y también en una dicha intuida que agradece esos momentos cuando el mundo te permite echarte un lado a toser, sin esperar de ti ninguna acción, ninguna respuesta. Luego recuerdo que Wolf decía que la distancia entre la melancolía y la dicha era tan delgada como el filo de un cuchillo.
La melancolía y la dicha son un estornudo. Un momento de estremecimiento que desemboca en uno, o en otro sentimiento.
Estornudo. Miro por la ventana. El mundo brilla fuera de casa en medio de la noche; el mundo se hace oscuro porque es la noche.

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La carencia.
Se escribe, se piensa, se vive de cierta manera intentando cubrir esa carencia que somos. Más bien ese que no somos. Porque quisiéramos ser Billy Wilder. Acabo de ver un especial suyo en la tele. Le entregaban un premio: “Seré breve”, dice, “un hombre va al médico y le dice, no puedo orinar, ¿qué edad tiene? Pregunta el médico. Noventa años. Ya ha orinado suficiente, responde el médico”.

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