SEBASTIÁN

Ernesto Pérez Zúñiga



Hace un año, un viernes por la tarde del mes de marzo, conduje cuarenta kilómetros desde la puerta de mi casa, zigzagueé uno más por el camino de tierra y aparqué el coche junto a un sauce en la pequeña explanada. Poco más abajo, un arroyo separaba la cabaña de la cerca que guardaba las jaulas que guardaban los perros. Alto, delgado, sonriente, sencillo en el vestir y en el gesto, Sebastián subía por el sendero. Nos presentamos. Me mostró las instalaciones de La Sauceda y su estilo manso de cuidar los perros. Bajo el dominio preocupado de sus ojos, paseamos hasta el lindero de las tierras: dos colinas, una cubierta de sauces y otra cubierta de piedras, divididas por el arroyo.
Subimos por la segunda y nos sentamos en una roca para ver la puesta de sol. La temperatura, el color mágico del horizonte, el suave silencio que tocaba las cosas, hacían que el placer de tal momento se confundiera con la ilusión de una plenitud interior. Entonces cometí la impertinencia de interrogarle sobre su creencia en un creador para toda aquella maravilla. Sebastián me miró con la mitad de la cara en sombras y la otra mitad sumergida en el mercurio dorado del crepúsculo.
-La naturaleza está ordenada -me dijo-. Anda por ahí el que baraja los días y las noches. El que apuesta con nosotros. Como monedas, no como iguales. Y con cantidades ridículas.
Yo no tenía nada que comentar al respecto y Sebastián protegió el silencio del paisaje durante un rato. Luego preguntó:
-¿Cómo sigue la ciudad?
-Tira, ya sabes, te acordarás- yo no tenía ganas de decires, pero dije, parco-: Los centros comerciales, las catedrales de hoy. Repletos de fieles. Los sacramentos los cumplen todos. Se anuncian los productos y ellos comulgan. Luego, pues trilla y trilla el tráfico, de noche, el asfalto del día. La noche con farolas. Aquí estabas bien, bien elegiste.
-Te han dado la orden, ¿verdad?
El sol cayó. Le alargué el bote con el famoso par de cápsulas. La menos famosa evita el dolor.
-Hubiera podido...
-No –le corté, incorporándome y sacudiéndome el pantalón del traje-. Nadie tiene esa oportunidad.
Le dejé ahí, sobre la roca, contemplando un adiós de brasas, el horizonte manso. Descendí por la colina. Ya cerca del coche, todos los perros comenzaron a ladrar.

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