EL ESPÍRITU DEL NORTE

Juan Carlos Márquez



El Dr. Solomon nos había prevenido acerca de la voracidad del tumor alojado en el pulmón izquierdo de Jill, pero ni en los cálculos más alarmistas llegamos a barajar esa clase de inminencia.

—Ocho meses, quizá diez, con fortuna un año—eso es cuanto dijo mientras garabateaba una serie de arabescos en una receta—. Esto es sólo un opiáceo, señorita—añadió luego—, le ayudará a paliar el dolor en el tórax.

—Señora—repuso Jill—. Mi marido está esperándome afuera.

—Es cierto, disculpe—dijo el doctor—. Ahora que lo menciona creo recordarle. Si no me equivoco, acudió con usted a alguna de las primeras consultas. Un hombre joven, alto y moreno, con los hombros de un jugador de hockey…

Ese era yo, Miles B. Hopkins, pero no jugaba al hockey, al menos no lo hacía profesionalmente. En cambio, formaba parte del grueso de bateadores de los Blue Jays de Toronto. Podía batear una bola franca a más de cien millas por hora y sin embargo el simple hecho de entrar con Jill en la consulta de Solomon ahogaba por completo mi voz y hacía que me temblaran las rodillas. Ella no había pasado por alto esos detalles y siguiendo su consejo comencé a quedarme fuera sentado en una butaca; hojeando la prensa deportiva como si aquello no fuera conmigo. Era la propia Jill la que me iba poniendo al corriente de todo: de que iba a empezar pronto con la quimioterapia y no le vendría mal un pañuelo elegante para la cabeza por su cumpleaños; de que el cáncer se estaba extendiendo y tenía ya el tamaño del corazón de un niño; y finalmente de que, en el mejor de los casos, ella no viviría más allá de un año.

—No desesperes, cariño—me dijo—. Un año es mucho tiempo. Sabes, hay algo que me gustaría que hiciéramos. ¿Te acuerdas de aquel viaje que pensábamos hacer juntos cuando nos conocimos?—No pude responder, en aquel momento apenas estaba en condiciones de recordar mi propio nombre—. Sí, tonto, el viaje a Churchill para ver la Aurora Boreal. Íbamos a ir, pero entonces fichaste por los Blue. ¿Lo recuerdas? Sí, seguro que lo recuerdas, cariño. Tampoco hace tanto tiempo.

Jill siguió hablando durante mucho rato. Planificándolo todo mientras encendía un cigarrillo con otro. Dijo que podríamos alquilar una autocaravana o bien dormir en moteles. Que así sería posible pararnos donde nos viniera en gana o incluso pasar varios días en un mismo lugar. Que el otoño era una estación preciosa y las hojas de los arces se volvían primero amarillas y luego anaranjadas y al final rojas. Que si no nos dábamos prisa la nieve pronto lo cubriría todo. Dijo infinidad de cosas empujando con movimientos ágiles de manos cada palabra. No dejó de hablar durante el viaje en coche de vuelta a casa ni a lo largo del almuerzo. Parecía que le hubieran insuflado litros y litros de fluido verbal. A veces me sonreía un instante mientras se tomaba un respiro brevísimo y, de alguna quimérica manera, era como si me estuviera sonriendo la misma muerte.

***


A la mañana siguiente me concedieron una excedencia en los Blue, y horas después estábamos los dos cogidos del brazo atravesando un pasillo de autocaravanas a cielo abierto en las afueras de Toronto. Jill estaba preciosa y logró arrancarle un par de piropos al vendedor. Al principio, cuando nos conocimos, ese tipo de reacciones me resultaban especialmente violentas, incluso estuve a punto de llegar a las manos en alguna ocasión; pero acabé comprendiendo que Jill, me guste o no, pertenece a esa clase de mujeres que son como una sonrisa de metro setenta y cinco y colman las calles de ventura. Tiene los ojos de color laurel y unos muslos torneados a conciencia que pueden sostener durante una eternidad la mirada de un hombre. Incluso el pañuelo preceptivo liado a la cabeza que en otra evocaría una tragedia, en ella es un icono del Hollywood dorado, un homenaje a esas mujeres que surcaban la árida autopista al volante de un descapotable para recoger a sus maridos recién llegados del frente y plantarles en los labios un beso de carmín.

Lo cierto es que aquella mañana de mediados de octubre las cosas rodaron muy deprisa y poco después nos encontrábamos en el porche de casa, envueltos en un frenesí de embalaje de cajas y su posterior carga en una Sailer 545 seminueva que habíamos alquilado por poco más de ochenta pavos diarios. Y no mucho después, estábamos buscando aparcamiento en Sudbury en pos de un lugar decente donde almorzar, a más de doscientas millas al noroeste de Toronto.

Entramos en un restaurante llamado Nickel cuyas paredes estaban decoradas con picos, palas y cascos con linterna. Había también una vagoneta de las que se usaban antiguamente para transportar mineral entre galerías. Estaba colocada entre una máquina de discos y un billar, en la zona más sombría del local, justo al final de una hilera de mesas cubiertas con manteles rojos de papel. No habría más de ocho o diez personas dentro del restaurante y la mayoría eran hombres con la cara tiznada y las botas sucias de tierra. Devoraban fuentes de huevos revueltos y hamburguesas con queso y sorbían tazones de café humeante sobre la barra. Pedimos un surtido de salchichas, dos mazorcas de maíz y un par de ensaladas a una ascendiente de Matusalén y nos sentamos a una mesa tras una cristalera. Las vistas daban a un parque. Era un parque solitario sin un solo árbol. Con el suelo de arena, columpios y un pequeño y poco tendido tobogán de metal oxidado. No hablamos mientras duró el almuerzo. Sólo comimos deprisa. Cuando terminamos, Jill se encendió un cigarrillo, yo dejé un billete de veinte pavos sobre la mesa y salimos de allí de la mano como almas que lleva el diablo.

Fue a la salida de Sudbury, en los límites de la ciudad, cuando nos encontramos a aquel muchacho plantado en medio de la carretera que hacía aspavientos con los brazos delante de un viejo Pontiac gris. Iba vestido con un traje marengo de franela bajo un anorak grana y tenía la cabeza rasurada como un marine, pero aun de lejos podía entreverse que sólo era un muchacho de veintipocos años, quizá algunos menos. No tuve más remedio que pisar el freno a fondo para no atropellarle. Bajé de la autocaravana y me acerqué para ofrecerle ayuda, pero no tuve tiempo de terminar mi ofrecimiento. Un segundo después me estaba encañonando con un revólver.

—Dame tu cartera, cabrón. Dame tu cartera primero y luego todo lo que llevéis de valor ahí dentro—dijo señalando con un movimiento de cabeza la Sailer, en cuyo interior Jill permanecía estática y muda tras la luna.

—No la llevo encima—contesté—. La dejé en la guantera.

—Maldita sea. Vamos por esa cartera, hijoputa. Y no quiero trucos.—La mano que empuñaba el revólver le temblaba como un muelle que no termina de volver a su posición—. Date despacio la vuelta cuando yo te lo diga. Mejor, no. Acabo de cambiar de opinión. Que la traiga esa zorra. Dile a esa zorra que me traiga tu cartera.

Le transmití a Jill lo que me había ordenado, pero el malnacido no retiró un solo segundo el revolver de mi pecho mientras susurraba lo buena que estaba aquella putita. Que me entendía. Que yo era un pedazo de cabrón pero él haría lo mismo si pudiera. Que estaba claro que era mi amante porque nadie en sus cabales recorrería Canadá en autocaravana con su parienta. Que para mí sería el no va más poder follarme a una guarra como esa cuando me viniera en gana. Más que sus palabras me hacía daño su mirada. Era una mirada fría y recóndita, impropia de un muchacho. No sé cómo explicarlo. Era como si una muñeca rusa me estuviera mirando con los ojos de la siguiente que contiene y así sucesivamente. El muchacho dejó de hablar en cuanto vio que Jill se acercaba con la cartera en una mano y salió a su encuentro. Estaba a punto de recoger la cartera cuando Jill le abofeteó con violencia. Entonces, doliéndose aún de la bofetada, le puso el revólver en la sien y ella se echó a reír.

—Si vas a matarme, hazlo cuanto antes, niñato—le espetó—. Y si no piensas hacerlo es mejor que te largues. Tengo cosas más importantes que hacer que perder el tiempo contigo. Pero la cartera se queda aquí, en mi mano, conmigo. Vamos, mocoso, mátame si tienes huevos. Aprieta el gatillo.—Jill intentó echar mano a la pistola y el muchacho la retiró y empezó a retroceder sin perderle la cara—. Entonces… no vas a matarme. Me decepcionas, Bill. ¿Porque te llamas Bill, o John, o Mike? Tus padres te pusieron uno de esos nombres de paleto, ¿verdad? Vamos, paleto, dispara. Sólo te caerá una cadena perpetua. Verás, soy de California. Con un poco de suerte puede que te frían en la silla. Yo estaré esperándote allí donde vaya y se lo contaré a todos: eh, tíos, mirad, ese es el imbécil al que frieron por un puñado de pavos. Y entonces nos reiremos todos de ti. Seguro que hasta puedes oír ya nuestra risa. Maldito tarado.

El muchacho enfundó la pistola y se metió dentro del Pontiac gris. Luego arrancó el motor, enderezó el rumbo y se alejó deprisa mientras Jill se me abrazaba a la cintura con la cartera sujeta entre las manos.

—Sabes, Miles B. Hopkins—murmuró a mi oído—. Hubo un momento en que tuve la certeza de que me iba a disparar.

—Cariño—repuse—. Parece que no hay mucho tráfico por aquí.

Esa misma noche dormimos frente a la comisaría de Sault Ste-Marie y por la mañana temprano hicimos acopio de víveres en unos ultramarinos de la ciudad. La tarde anterior, tras el incidente con el muchacho del Pontiac, habíamos decidido que pasaríamos unos días a orillas del Lago Superior, justo en la desembocadura del Albany. Luego partiríamos sin abandonar el sur rumbo a Winnipeg, haciendo noches y paradas técnicas donde fuera preciso, y desde allí remontaríamos hacia el norte, hasta Churchill, en la Bahía de Hudson. En realidad, fue una decisión de Jill. Yo sólo me limité a complacerla a sabiendas de que la maniobra de asentarnos unos días en el Lago Superior y bordear después parte del sur de Ontario y Manitoba alargaría considerablemente el viaje.

***


Estuvimos establecidos alrededor de una semana a orillas del Lago Superior. Estábamos tan cerca del lago que a veces nos entreteníamos arrojando cantos al agua sentados en el estribo de la Sailer. El tiempo nos acompañó. Hubo una especie de veranillo despistado. Los días se volvieron de repente calurosos y secos. Yo solía meterme hasta las rodillas en el agua para lanzar el sedal mientras Jill se tostaba desnuda al sol—se quedaba sólo con el pañuelo en la cabeza— y hacía crucigramas o leía Variety. A mediodía nos preparábamos unos dry martinis antes de almorzar, y las tardes las dedicábamos a pasear entre la espesura de álamos y arces y a recolectar hojas secas para meterlas en cuadros que regalaríamos a nuestros amigos en cuanto regresáramos a Toronto. A veces también hacíamos el amor. Lo hacíamos con tanto ardor que la autocaravana traqueteaba. Fueron días dispares. Podían estar repletos de actividades al aire libre o desmadejarse lentamente como el hilo de una cometa. Jill redujo su consumo de cigarrillos a cinco o seis diarios, pero a pesar de ello comenzó a sufrir accesos de tos. Eran unos ataques impetuosos que apenas duraban unos segundos y que la dejaban prácticamente sin aire, a los que ella se encargaba de restar importancia en cuanto recuperaba el aliento.

***


Llegar a Winnipeg nos ocupó varias jornadas. Hasta el Lago Superior sólo había conducido yo, pero a partir de entonces comenzamos a turnarnos al volante siempre que nos lo permitieran los accesos de tos de Jill. Conducíamos durante todo el día y a veces también durante parte de la noche. El tiempo había empeorado considerablemente y la carretera se estaba volviendo rutinaria: rectas sin final que amenazaban con atravesar el hemisferio entero. Apenas nos cruzábamos con coches y cuando lo hacíamos eran casi siempre cazadores de fin de semana que llevaban una cabeza majestuosa de alce encima del techo. Fuera de eso, el único sobresalto consistía en esquivar algún que otro tubo de escape herrumbroso tendido en la inmensidad del asfalto, pues los escasos pueblecitos que íbamos dejando atrás a ambos lados de la calzada se parecían tanto unos a otros que teníamos la sensación de vivir en un déjà vu.

Les diré algunas cosas sobre Winnipeg, capital de Manitoba. Es una hermosa ciudad en medio de dos ríos, el río Rojo y el río Assiniboine, a cuyos pobladores les sale en otoño y en invierno un vaho perpetuo por la boca. Es un lugar tan frío que sus propios habitantes lo llaman en broma “Winterpeg” y es también la puerta de entrada al oeste canadiense. En otras condiciones nos hubiéramos detenido varios días en la ciudad y mezclado con su gente, pero la estancia en el Lago Superior nos había obligado a reajustar los plazos y el itinerario, y Churchill, destino final de nuestro viaje, quedaba aún muy al norte. Sólo disponíamos pues de unas cuantas horas para echar una cabezada en la Sailer y rellenar la despensa en una tienda de comestibles al borde de la carretera.

Estábamos llenando un carrito con pan de molde, leche, cereales y latas de atún cuando oímos unos gritos que provenían de un pasillo contiguo. Una voz crispada de hombre pedía que alguien llamara a la Policía. La voz resultó pertenecer al dueño del negocio, un hombre grueso y calvo que llevaba puesto un mandil y tenía inmovilizado a un muchacho contra el suelo blanco de baldosas. El hombre estaba sentado a horcajadas sobre los riñones del chico y le sujetaba con fuerza por las muñecas.

—Avisen a la Policía—nos pidió en cuanto asomamos al pasillo—, avísenla, dense prisa. El teléfono está sobre el mostrador. Lo haría yo mismo, pero no quiero que se me escape este ratero.

El chico no paraba de repetir que sólo había cogido una miserable chocolatina. Que tenía hambre y pensaba pagarla. Que aquel gordo estaba completamente loco. Apenas podíamos verle la cara y su voz se confundía a veces con la del dueño en nuestros oídos. Jill preguntó si era verdad lo que decía el chico y el hombre retorció un momento las muñecas del chico con verdadero sadismo y acabó reconociendo que sí. Que sólo había robado una chocolatina. Sin embargo, estaba tan furioso como si el muchacho hubiera profanado la tumba de su madre y le hubiera arrancado uno por uno todos los dientes con unas tenazas. Entonces Jill dijo que no íbamos a llamar a la Policía por una mierda de chocolatina. Que soltara al chico de una maldita vez y se dejara de estupideces. Pero no estaba en los planes de aquel tipo soltar al chico. Así que lo agarré por la pechera y le amenacé con hundirle los ojos en el cráneo si no lo soltaba en aquel mismo instante. Y eso fue precisamente lo que hizo. Lo soltó. Y el muchacho salió corriendo hacia la puerta mientras yo hacía crujir mis nudillos en presencia de aquel tipo grueso y calvo y Jill terminaba de llenar el carro.

Cuando llegamos a la Sailer el chico estaba esperándonos fuera.

—Gracias por todo—dijo—. Es usted Miles B. Hopkins, ¿verdad?—No tendría más de once o doce años pero se expresaba con el desparpajo de un agente deportivo. Asentí y me mostró un cromo en el que yo estaba con la gorra ladeada bailando una de esas danzas que siguen siempre a un homeround—. ¿Sería usted tan amable de dedicármelo?—preguntó—. Me llamo Greg.

—No faltaba más, Greg—contesté—. Eso está hecho.

Jill sacó una pluma de su bolso, estampé mi firma sobre el cromo y se lo tendí de nuevo al chico.

—Sabe—dijo—, es usted el mejor bateador que jamás hayan tenido los Blue.

Luego añadió que esta temporada no iba a poder ser, pero que el año que viene ganaríamos La Liga.

—De eso puedes estar seguro, cariño—dijo Jill. Después pasó una mano por el pelo del chico y se encendió un cigarrillo.

Puede que aquel cigarrillo y otros que le siguieron fueran los desencadenantes de lo que ocurrió a continuación. En cuanto terminamos de fregar los platos de la cena, se sintió indispuesta. Le dolía mucho el pecho y aunque se inyectó morfina dos veces, con un intervalo de pocas horas entre ambas dosis, el dolor no acababa de remitir. No era un dolor insoportable, según ella, pero si fastidioso, como esos matrimonios con hijos que salen una tarde de viernes de visita a casa de un pariente y terminan quedándose todo el fin de semana. El dolor venía acompañado de episodios de tos, esputos con sangre y un silbido en la respiración. Cuando Jill consiguió por fin conciliar el sueño estaba ya amaneciendo. Había caído una nevada y el silencio rodeaba la Sailer. Bandadas de aves estarían ya sobrevolando tierras más cálidas.

***


La nieve siguió presente a lo largo del viaje. Caía en grandes copos sobre la luna delantera de la Sailer y levantaba muros a ambas márgenes de la carretera. Me gustaba mirarla. De niño, en cuanto comenzaba a caer, mamá me decía que estaban lloviendo palomitas de maíz. Entonces yo salía disparado hacia el salón, abría la ventana y tendía al frente el envés de una mano hasta que se me llenaba de copos. Luego pasaba la lengua despacio por encima de los copos, pero no sabían salados. Sólo estaban fríos. Era una especie de código secreto entre mamá y yo, un guiño cómplice, uno más de esos cientos de detalles insignificantes que uno recuerda de pronto y hacen que eche de menos de veras a su madre. Son difíciles de evitar porque están ahí. Afloran. Nos acompañan por mucho que la sal derrita la nieve.

***


Manigotagan, Norway House, Gillam y Sundance fueron quedando atrás con sus casas de planta baja, sus aserraderos y sus lagos de hielo en la trayectoria que habíamos trazado con rotulador sobre un mapa. Jill no estaba en condiciones de conducir y era yo quien se ocupaba de hacerlo. Intentábamos aprovechar al máximo las horas de luz en la carretera y en cuanto caía la tarde buscábamos un motel donde pernoctar, pues el frío era ya excesivo para hacer noche en la Sailer. Cada noche se parecía a la siguiente como un copo de nieve a otro. Pedíamos que nos trajeran algo de cena a la habitación, por lo general una par de sándwiches o unas tortillas rellenas de vegetales. A veces Jill, siempre después de inyectarse la morfina y encender un pitillo, telefoneaba al Dr. Solomon para pedirle consejo. Luego mirábamos un rato la televisión, un concurso o una serie de esas con risas enlatadas, y nos quedábamos dormidos con ella puesta. La única incertidumbre consistía en saber si Jill se despertaría con ganas de desayunarse el mundo o con una extraña hinchazón en la cara y en el cuello. Completamente ronca.

***


Churchill apareció ante nosotros una tarde gélida y ventosa de viernes. Era una ciudad blanca de apenas mil habitantes, el último bastión civilizado antes de La Tundra. El observatorio solar yToday’s Space Weather—una web especializada— no preveían la observación de auroras boreales al menos hasta el miércoles, así que alquilamos una cabaña de madera a las afueras de la ciudad. La cabaña estaba muy cerca de una colonia de apartamentos donde se alojaban viajeros llegados de todo el mundo para asistir en primera línea a la migración de las últimas belugas, ver en su hábitat a los osos polares o aguardar como nosotros que hicieran acto de presencia en el horizonte las Luces del Norte. Quizá las tres cosas. La colonia se llamaba Happy Winter—había un enorme letrero con letras doradas colgado entre dos postes que lo decía— y por los distintos orígenes de sus inquilinos atraje a mi mente la idea de un sucedáneo moderno de Babel. A Jill le encantó aquel ambiente caótico en el que los gestos eran más valiosos que las palabras. Incluso llegó a intimar con una anciana ojibway de Las Praderas que había llegado procedente de Winnipeg en un vagón de El Espíritu del Norte. Se hacía llamar Shania (en mi camino) y se ganaba la vida elaborando atrapasueños, tallando ídolos de madera y tejiendo mantas que vendía luego a mayoristas de artesanía. Estaba allí para ver a los osos polares. Su marido nunca había podido verlos en libertad y ahora ella quería ser los ojos de los dos. Venía todas las tardes a nuestra cabaña y traía un termo de té de yerbas que era mano de santo para la tos de Jill. Era una anciana silenciosa de frente y mejillas anchas, casi aplastadas, que miraba la vida detenidamente con sus ojos rasgados como rendijas. A mi me resultaba inquietante, lo reconozco, pero en Jill su sola presencia tenía mayor efecto analgésico que la morfina.

***


La tarde esperada Shania aceptó acompañarnos. Fuimos los tres en la Sailer hasta el término de la carretera. Bajamos y nos pusimos a mirar el cielo. Fue increíble. Se llenó de pronto de cortinas de luces de colores. De rojos, verdes, azules y violetas centelleantes que iban de aquí para allá. Las Luces del Norte. El Viento del Sol. Mientras aquellas corrientes de luz siguieran allí nadie podría pensar siquiera en mirar hacia otro sitio. Estuvimos mucho rato mirando las luces en silencio.

—Habrá que ir pensando en cerrar los ojos y pedir un deseo—dije al fin.

Jill me lanzó una mirada compasiva, como si en ese preciso instante acabara de convertirme a sus ojos en el hombre más inocente sobre la tierra.

—No, tonto—repuso—. Eso es cuando cruzan el cielo un cometa o una estrella fugaz.—Shania le murmuró algo a un oído y Jill se quedó un momento pensativa. Después añadió—: qué diablos, cariño, si quieres pedir un deseo, hazlo. No hay ningún mal en ello.

Entonces cerré los ojos y pedí que se me permitiera por una vez batear el tiempo. Mandarlo bien lejos.

Eso fue todo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué maravilla de cuento. He pasado hasta frío leyéndolo.
Fátima

hatoros dijo...

MUY HERMOSO

Anónimo dijo...

muy hermoso
barrilosh

Baltasar dijo...

Francamente hermoso. Muy bello, sí, señor

baltasar dijo...

Francamente hermoso. Muy bello, sí, señor