CATRUSIA 1.0

Juan Carlos Chirinos



Para Marina, que le cambió el nombre


—Piensa que le bailas al sol.

El sonido de la zapatilla deslizándose por el suelo es tan leve y tan suave que no hay una definición exacta para esa sensación. Continua, puede ser la palabra. Catrusia sonríe segura de sí misma, saltarina. La música fluye; las cadencias marcan la pauta para el grupo. El peligro está en el accidente provocado, en la atinada envidia, en los ojos que siguen atentos el error. Las niñas son todas blancas, haciendo caso omiso al sol que las abrasa; Catrusia se muerde un labio y una cara se frunce. Fundido en negro.

Antes de salir, hace solo un instante, Catrusia lloraba amargamente: la soledad la inundaba. El espectáculo estaba por comenzar, el sacrificio se acercaba y ella aún no estaba preparada, no terminaba de purificarse. Su mente era algo poco lineal en ese momento: Alban Berg como música incidental.

zapatos de madera ríen de mí y hago el ridículo ridículo más nunca vuelves a ofrecerte al dios si te equivocas malucas todas no apoyan una pierna sobre otra hay mucha gente sentada recibiendo al dios caluroso preciso practicar treinta segundos antes decir oración no recordada adelante atrás doble giro mano levantada sonrisa de ninfa no morder labio y mirar lascivo pierna adolorida reanimada con pomadas y un poco de masaje de mi amiga recordar posición segunda y quinta para el perdón de los pecados de Degas por los siglos de los siglos, amén.

Su turno estaba cerca.

—Piensa que le bailas al sol —cara asustada. Voz en off, gente sentada mirando el espectáculo.

Estos espaldarazos de último momento la ponen más tensa a una (¿a quién se le ocurre bailar con el sol?), si supieran cuánto calor, tanta gente no me deja pensar en lo que precisamente tengo que pensar, es decir, la función, el acto cultural, la profesora rusa, foto fija del acorazado de Potemkim, que golpea por cualquier tontería; iba a pensar «pendejera», pero una niña tan bonita como yo, tan modernista como yo, tiene prohibido un contacto más directo con el mundo, y aunque me machuque la mano con un martillo no debo proferir la palabra adecuada: foto fija de martillo sobre dedo, ay, me trituré el dedo, qué contrariedad; ahora, justamente ahora, el segundo antes de entrar, pienso en esto y por qué lo pienso no lo sé seguramente son los nervios que no dejan que me concentre en lo que me interesa y si me equivoco, ¿qué hago? Diré diantres, cáspita, esto es una calamidad; o, por el contrario, le saco la madre a medio auditorio aullando un apropiado «el-coño-de-su-mismísima-madre», sonrisa de Catrusia en primerísimo primer plano. Aún no lo sé, siento que ya me están mirando y eso es como para que salga a escena; allá está mi mamá que me sonríe primer plano de risa de la mamá y no sé por qué lo hace si ve esta lágrimas en mis ojos; y mi papá, que de bailarín lo que tiene es la pura hija plano medio de la barriga del papá aunque en disneylandia las bailarinas se parecen a él; allá están mis hermanitos (toma 36: uno se come los mocos), todos aburridos, claro, si fuera el partido de béisbol... allá está mi abuelo, serio, recomendando mucho fundamento y frotándose los brazos porque siempre tiene frío; «eres la bailarina del sol», como si fuera Teresa de la Parra foto fija de Teresa, lo que sí soy en este momento es un grano de polvo insignificante, metiéndome en estos líos —óigase bien: «líos», porque no puedo decir una grosería— por faramallera, por cambimbiadora y bonita: cómic del nacimiento de Catrusia; va a ser bailarina, mi hija va a ser bailarina como Isadora Duncan, diría mi mamá, y yo de tonta estaba dormida y no le pude refutar: mentira, bombero es lo que voy a ser, bombero, foto fija de Ionesco...

Quiero consumirme entre las llamas de este sol abrasador, y recuerdo el consejo («piensa que le bailas al sol»); ya aplauden a quién sabe quién, no, a mí, me aplauden a mí, Dios santo, ahora qué hago, me van a sacrificar.

—Interpretado por Catrusia, de ocho años...

(Micrófono y vieja gorda: plano americano)

La tribu completa observa satisfecha la entrada triunfal que de hipócrita hice para que creyeran que tenía años en esto y otra función más lo que hacía era alimentarme el ego.
Música. Orquesta Filarmónica de Londres. Deutsche Gramophon. Catrusia bailando, plano general.

Levantar los pies hasta quedar de puntas y deslizarme como un grano de polvo en el aire, animado por el sol, ahora sólo pienso en cosas bellas y los movimientos los tengo mecanizados, alguien me toma una foto para la posteridad, siempre me he preguntado quién en mi familia se llama Posteridad foto fija de tía Posteridad, mi papá dice que las fotos son para la posteridad y siempre se quedan el álbum; justo ahora debo dar un giro y comenzar la cadenza, mi solo y tucutúntucutún es la palabra que debo recordar para no equivocarme y la estoy recordando cuando la necesito. Lo más difícil ahora, pararme de puntas, eso no lo domino bien todavía, así que debo concentrar toda mi atención para que me salga muy bien y no me regañen; aún me queda un compás antes de entrar en trance de la primer plano de las zapatillas, y ahora viene un dos, tres y

puntaspuntas puntaspuntas puntaspuntas puntaspuntas

lo logré, creo, nadie se está riendo, así que todo como que está bien, la profesora sigue seria como siempre y mi mamá me mira espeleólogamente.

Cámara va hacia atrás, hacia el grupo de bailarinas acompañantes.

Allá está la estúpida de la Catrusia bailando tan mal; por qué no me dieron a mí el papel es algo que no me explico. Lo peor de todo es que debo hacerle de comparsa, yo, que tengo diez años en esta vaina, maldito sea el maniqueísmo del que nos ve; claro que soy la mala; entonces todo el mundo me imagina fea y resentida como si yo tuviera la culpa de no llamarme Catrusia. No pueden, ni por un momento, pensar que quizás sea rubia o morenita como en el Cantar de los Cantares, que tal vez tenga familia allí enfrente mirando cómo bailo, que mi mamá no es gorda y fea sino más bien dulce y mi papá me quiere aunque no sea tan bonito, que puedo sentir amor y que tengo amiguitas, en fin, que también palpito en este escenario como un grano de polvo. Que no importa que no me llame Catrusia y que no me lluevan imágenes sino las que a duras penas veo por mi miopía, que leo y viajo con Julio Verne a la luna, foto fija de la luna, y al fondo del mar, foto del mar, que estas lágrimas son de envidia, sí, porque todo el mundo la siente y cómo no voy a sentir envidia si ella que tiene ocho años tiene más talento que yo pero apuesto a que no borda como yo (cómic de ella bordando), ni canta como yo (cómic cantando), ni escribe canciones como yo (escribiendo), ni toca guitarra como yo, ni ríe como yo (cómic), ni se peina como yo (cómic de la cantante calva), ni nada de nada, ¿ah?

No importa tampoco cuál es mi nombre; tal vez me llame María o Isabel, pero ustedes pensarán que me llamo filomena o tadea, para reírse un poco de mí, y aunque me llame Cecilia o Patricia, o aún Elisa, a ustedes les parecerá nombre de maluca y envidiosa, nombre feo que hace cosas feas y que dice groserías como maldición y marico, nombre que nunca recibió un regalo del Niño Jesús porque ese nombre nunca se portó bien. Inclusive, si me mi nombre fuera también Catrusia ustedes me llamarían Catrusia, la mala, Catrusia, la de allá,

la copiona,

la made in Japan,

la Catrusia que no es la que queremos, el error de la naturaleza, y es por eso que no pienso en mi verdadero nombre, para darles la oportunidad de imaginar el peor de todos, por eso mismo, el más bonito.

No sigo diciendo nada de mi nombre porque estoy en escena en esta cuadrilla, bailo con mis compañeras y le sonrío al público de esta plaza, desde atrás, porque —como saben— Catrusia está en primer plano, triunfando, parecida a la Pavlova. Si al menos fuera rusa. No entiendo por qué no se cae, si le corté las trenzas de las zapatillas (zoom a las zapatillas) antes de salir a escena, si le puse jabón en las puntas, si le di a beber cianuro, si le atravesé el pie; maldición, tengo mucha envidia y sé que no soy la única. Soy una artista y por eso, porque he sufrido el dolor del ensayo y del duro e infructuoso trabajo, me siento derrotada: nunca llegaré a ningún lado.

Ya se va a acabar esta pieza y miro profundamente a Catrusia: está llorando. No sé por qué, de repente, siento estos deseos de ir a abrazarla y besarla y decirle que la odio con toda mi alma y que siempre la odiaré; que el Niño Jesús no existe y que no sea tan tonta: al final, la desidia la hará bailar tan mal como yo. La vida se la llevará por otros caminos y tal vez sea una buena enfermera o críe cinco hijos. Decirle que nos encontraremos dentro de unos años y nos daremos nostálgicos besos de saludo, pero te seguiré odiando porque estoy segura de que me odias.

—¡Bravo, bravo, bravo!

Terminamos y todo salió bien. Ahora tendrá los papeles principales para siempre.

Por fin acabó esto, qué tortura. Siento los besos de todo el mundo encima de mí, Catrusia esto, Catrusia aquello, Catrusia vente, Catrusia posa, Catrusia báilale al sol, Catrusia linda, Catrusia cercana, Catrusia yo lo sabía, Catrusia catirrucia Catrusia. Todas mis compañeras me sonríen y me felicitan: cada una de ellas me da un beso en la mejilla, creo que están contentas. Nuestra profesora rusa no me dice nada, sólo me mira. Me siento bien, ahora sé de mi talento; desde hoy voy a estudiar mucho, a ensayar mucho, esto me encanta. Seré la mejor bailarina del sol, lo juro.

(Flash-forward tomando el té):

—Fue un fueté perfecto, Catrusia.

—Tienes manos de cisne querida, te felicito.

—Llegarás lejos.

—Tienes talento inusual, mi amor...

—¡Vamos, elefantas, vístanse rápido, nos vamos! Mañana en la escuela a las dos y media en punto. Hasta luego, señorita Catrusia, —amenazó la rusa, en un flash-back al escenario de la plaza. Catrusia sola, se huele.

Hasta luego. La tía Posteridad va a recibir muchas fotos de mi éxito como bailarina. Sin duda los flases estaban todos dirigidos hacia mí, nadie se quiso perder ni uno solo de mis gestos. Pero qué sabroso es sentirse querida por el público. Da un calorcito rico, una seguridad distinta, unas ganas de sonreír a todo el que nos encontremos, como si fueran cómplices bondadosos de nuestra estrella.

Me descalzo y descubro que las puntas de mis zapatillas han sido untadas con jabón y tienen todas las trenzas cortadas. Fue un milagro que no me resbalara en medio del espectáculo. ¿Quién sería? Alguien no quería que me fuera bien, alguna de las que me besó, tan hipócritas todas, que si eres cisne, que si tengo talento inusual; no hombre, lo que tuve fue suerte:

—La puta que parió a todas las bailarinas del mundo.

Catrusia se desliza torvamente por el vestuario. Se encuentra a sus compañeras reunidas en el pasillo. Todas le sonríen. Ella va fúrica. En la puerta, se voltea y mira:

—Gracias por lo del jabón, hijas de la gran puta —y sigue su camino, profiriendo secretas maldiciones.

—¡Pretenciosa, grosera, creída! —le gritan todas.

En un rincón, una de ellas sonríe subrepticiamente y feliz. Toda venganza, aunque pequeña, proporciona el gélido placer del que hace daño. Unas zapatillas cuelgan olvidadas. Esta última imagen se va alejando lentamente, por efecto del dolly-back y comienzan a subir las letricas de los créditos, en orden alfabético.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No he podido dejar de sentirme identificada con Catrusia: las zancadillas que le ponen sus compañeras, falsas e hipócritas como el político más bregado, me han traído a la memoria las que sufrí yo en el pasado, cuando en un trabajo no importaban la experiencia y la profesionalidad, sino con quién confraternizabas. Si no estabas con el grupo dominante, estabas contra él, esa era la filosofía empresarial. Por lo que me cuentan, las cosas no han mejorado con el tiempo.

Anónimo dijo...

me sigo preguntando por qué de los miles de personas que deben de pasar por esta publicación sólo tan pocos dejan comentarios ante cuentos tan espléndidos como este. Hay que celebrar lo que merece la pena. Este cuento es una delicia...
Barrilosh