EL ALBAÑIL CÓSMICO

Carlos Salem



Para Pedro de Paz


No me gusta que el Gato venga a mi casa para tentarme con sus misterios de poca monta. Hace años iba por la redacción pasada la medianoche y ahora se deja caer por el bar de Lola como si no buscara nada y termina hablándome de uno de sus casos de policía encadenado a la noche y, por lo tanto, a los majaras. Los majaras son como los vampiros: funcionan a tope cuando cae el sol. Pero el Gato es un buen policía, es decir un cabrón de cuidado. Sabe que me jode que venga a casa, pero conoce mis gustos. Trae en cada mano una bolsa blanca en la que tintinean, trasparentando el plástico, por lo menos quince tercios de Mahou.

—Pasa —le digo—. Pero estoy harto de hacerte de Isidro Parodi.

—¿Y ése quién coño es, otro borracho? —pregunta mientras se desparrama en mi sillón—. Prefiero que este asunto quede entre nosotros, Poe…

—Era un preso, Gato. Un preso de los barrotes y de su vanidad. Dame una cerveza y suéltalo de una puta vez.

—Tiene que ver con los asesinatos en el Retiro, Poe. Y si me ayudas puede haber un buen dinero para ti…

—¿Desde cuándo la pasma paga, Gato?

—La pasma, no. Pero... es largo de explicar.

—Procura hacerlo mientras nos queden cervezas.

—Empiezo por el principio porque no te habrás enterado. Veo que sigues usando la tele como contenedor para chapas de cerveza. ¿Cuántas llevas ya?

—Pocas. Siempre son pocas.

El gran aparato de televisión vacío de circuitos, que en los tiempos de Lucy usábamos para representar dioramas idiotas y felices, es desde hace meses una pecera en la que se amontonan las chapas de las Mahou que voy bebiendo. Cuando lo llene las meteré en un saco y lo usaré como peso para ahogarme en el río. O como el río de esta ciudad sin mar es un chiste malo, tal vez apunte desde la azotea con el saco al primer transeúnte que pase por la acera, y le regale un billete de ida a un mundo que no puede ser peor que éste. Aunque nunca se sabe.

—Desde hace mes y medio, una vez por semana, un tipo se planta en el Parque del Retiro a eso de las cuatro, saca una pistola y se carga a media docena de viandantes. Sin conexión entre ellos. Sin que nadie lo pueda describir después. Desplegamos agentes de paisano por el parque, pero parece que los huele. Y en cuanto se retiran, el tipo saca la pipa y ZAS, media docena de muertos…

—Es raro. Esa clase de majaras no toma precauciones, en el fondo quieren que los atrapen, por culpa del jodido Warhol y lo de los quince minutos de fama… Pero hablaste de pasta, Gato.

—Sí, eso. Los familiares de algunos de los fiambres se han unido y ofrecen una recompensa. Buen dinero.

—¿Cuánto?

Me lo dice. Buen dinero.

—¿Qué porcentaje te quedarás tú?

Me mira ofendido pero luego baja la vista:

—Nada. De verdad. Estoy con la mierda al cuello, Poe. Alguien en jefatura me quiere joder y me han encargado el caso a mí. Con poca gente. Con pocos recursos. Quieren que falle para joderme a placer.

—Me vas a hacer llorar, Gato…

Además de las bolsas de plástico, el Gato trae una mochila de lona con pinta de pesar lo suyo. La levanta y la arroja al suelo, junto a mis pies:

—Esto es para que veas que soy tu amigo, Poe. A veces lo olvidas, cabrón.

Abro la mochila y dentro, como espejos polvorientos, hay docenas de libros. Del mismo libro. Saco uno y el tipo de la foto en la solapa me mira con gesto desafiante. Un completo imbécil convencido de que con palabras se puede parar las balas y las putadas de la vida. Un imbécil joven. Yo, hace unos cuantos años.

—Sé que te jode que anden sueltos pero eres muy perezoso como para salir a rastrearlos. Hay otro montón como éste repartido en una docena de librerías de viejo. Si me ayudas, además de la pasta, me ocupo de quitarlos de circulación.

Hojeo el libro. No eran malos poemas. El error fue creer que servirían para algo. En la cubierta, bajo el título, un nombre que ya no me nombra. Desde hace años, la poca gente que me llama me llama Poe, y algunos creen que el apodo tiene que ver con mi aspecto lúgubre,mi afición por la bebida, o porque siempre visto de negro. Y se equivocan. Me llaman Poe desde que Haroldo, el maestro de periodistas que durante años cuidó de mi carrera sin que yo se lo pidiera, me puso este nombre. Haroldo decía que yo era “medio poeta y medio hijoputa”, y me llamaba Poe. Las cosas siempre son más sencillas de lo que uno cree.

—Hay trato —digo abriendo otra cerveza—. Dame los papeles.

Tira de la mochila y busca en el fondo. Me alcanza un legajo grueso. Lo estudio durante cuatro cervezas. Sólo los papeles. Dejo las fotos y los croquis para el final. Una imagen a destiempo puede condicionarte y cuando tratas con majaras, hay que ver las cosas como las ven ellos. Es cierto que no hay relación entre las víctimas, pero detecto a tres o cuatro cuyos familiares pueden ser los que ofrecieron la recompensa. No son los más acaudalados pero eso no me sorprende. Las narraciones de los testigos son confusas pero hay algo en común que me llama la atención y no sé qué es. Tal vez con otra cerveza…

El Gato espera paciente, pero preocupado. Está habituado a esperar de mí soluciones instantáneas. Estudio los croquis de cada ataque. Luego las fotos de la gente muerta. Parecen durmientes salpicados de kétchup. Hay gente que duerme como si se muriera y viceversa. Otra clase de fotos, borrosas, me distrae.

—¿Y éstas?

—Son malas de cojones, lo sé. Pero las traje por si acaso. Las han sacado turistas que hacían el gilipollas por el Retiro antes del ataque, algunos incluso durante. No creo que sirvan para nada, están movidas…

—Ya… ¿Sabes lo que haremos?

La cara redonda del Gato se ilumina de esperanza:

—Lo que digas.

—Nos vamos al bar de la esquina. En casa no logro concentrarme y además se nos ha terminado la cerveza, querido Watson.


En el bar miro las fotos y consulto las declaraciones. De pronto está claro:

—¡El mimo! ¿Comprendes, Gato? ¡El jodido mimo!

—¿Qué mimo, Poe? Me temo que han sido demasiadas birras…

—Nunca son demasiadas. El mimo, joder. En cada uno de los ataques, algún testigo habla de un mimo que estaba haciendo su número inmediatamente antes de que empezaran los disparos, ¿no?

—¡Coño, es cierto! ¿Tú crees que el mimo es el asesino?

—No. Alguno de los supervivientes lo recordaría. Además, si miras los croquis, el que podría ser el mimo estaría al otro lado, en plena línea de fuego, pero no hay ningún mimo entre los muertos, ni entre los heridos…

—¡Entonces es el cómplice, cómo no lo vi antes! El jodío mimo reúne a la gente y la distrae, hasta que el otro empieza a matarlos… Gracias, Poe.

—No corras tanto, Gato. Aquí hay algo que no termina de cerrar…

—Pues no será este bar —interviene el camarero —Así acaben las birras y se me van echando leches, jodidos borrachos.

Hasta un policía como el Gato sabe reconocer la autoridad cuando se encuentra con ella. Tambaleando un poco salimos a la calle y ante su asombro, me niego a buscar otro bar. Tengo que ir a casa, para pensar un poco.

Cuando era más joven, mi idea del infierno era una residencia para ancianos. Ahora que tengo unos cuantos años más, creo que no están tan mal. Tal vez porque no llegaré a vivir en ninguna de ellas. Pero ésta en la que el profesor Martelli deja pasar los pocos años que le quedan parece un buen sitio para esperar a la muerte. Jardines amplios, enfermeras guapas y cordiales, y esa dosis de sol que se reserva para los sitios caros. Martelli es tan viejo que parece a punto de nacer de nuevo. Hay un momento en el que las arrugas se ablandan y lo gastado tiene pinta de nuevo, en el que todo viejo vuelve a ser un bebé.

—Me halaga que venga a verme — dice— Ya nadie se acuerda de mí.

—No sea modesto, Martelli. Hice tres llamadas preguntando por el mayor experto en mimos y las tres fuentes no dudaron en mencionarlo.

—No es gran mérito, joven. Ya nadie habla de los mimos. Mi enciclopedia definitiva de la Mímica espera desde hace cinco años a que la editorial se decida a publicarla. Ahora todo son estatuas vivientes, el viejo arte se ha perdido.

—No del todo, Martelli. Por lo menos queda un mimo en Madrid que sigue actuando. Y por lo que han dicho, es de los buenos.

El viejo reniega poniendo en duda lo que digo, y reniega otra vez cuando la mayoría del té de su taza cae al suelo a causa del temblor de sus manos.

—Maldito Parkinson. Espero que nunca le toque sufrirlo, joven. Ya no quedan mimos buenos, sólo imitadores mediocres.

—Pues el que le digo tiene talento. O eso dicen los testigos. Hace un número diferente, como si fuera un albañil levantando un muro interminable y cada ladrillo tiene un significado. Dicen que por momentos, cuando las hileras de ladrillos de aire están más altas, el mimo parece flotar en el aire…

El viejo se interesa, por fin. Entrecierra los ojos y murmura:

—“El albañil cósmico”. Hacía años que nadie intentaba ese número. A Marcel Marceau le fascinaba… Pero nunca pudo dominar esa técnica…

—Entonces no será difícil localizar al que la utiliza…

—¿Me convidaría un cigarrillo?

—¿Le permiten fumar?

—No. Por eso.

Le doy un cigarrillo y necesita seis intentos para embocarlo entre sus labios.

—Ya ve: me privan de todos placeres… salvo el de dejarme ir a mear solo.

Se ríe sin dientes del chiste malo y lo acompaño sin ganas. Pero siempre he sido un bocas y no puedo callar:

—Yo, en su lugar, me aprovecharía del tembleque para que alguna de estas enfermeras guapas me llevara a mear…

Sonríe y algo cambia en su expresión de arrugas suavizadas.

—Es una buena idea, no sé cómo no se me ocurrió antes. Lo ayudaré en lo que pueda. Pero no espere demasiado. Llevo años fuera de circulación y quedan pocos maestros en activo. Tal vez alguno de ellos tal vez pueda decirle cómo localizar al que hace “ El albañil cósmico”. Pero mi ayuda tiene un precio…

—Pida. Sin exagerar, profesor, pero pida.

—Whisky. Del bueno. Un poco de whisky del bueno.

Asiento y me pongo de pie. Dos enfermeras inmaculadas y jóvenes se acercan y por algún motivo estúpido ruego que la morena no sea la encargada de llevar a mear al viejo. Me gusta, la morena.

—¿Para qué busca a ese mimo? —pregunta Martelli antes de que me aleje— ¿Quiere ofrecerle un contrato?

—Algo así. Un contrato muy largo.

Me cruzo con las enfermeras al alejarme. La morena ni siquiera me mira. La otra, una rubia a la fuerza con ojos impacientes, me sonríe prometedora. El mundo nunca gira como debiera. Pero gira.

Llevo cinco días sin beber y siguiendo pistas que acaban en vías muertas. En cualquier momento el loco del Retiro volverá a matar y a mí me importa una mierda. Pero me jode. Cada vez que hablo con el Gato lo veo más triste, pero no sé si siente pena por su carrera que se va por el retrete o por mi habilidad que considera perdida. En todo este tiempo no he pisado el bar de Lola y aunque vuelvo cada mañana por la residencia de Martelli, la enfermera morena sigue sin hacerme ni puto caso y la rubia ya me ha dado su teléfono. Necesito una cerveza. Puede que dos. Puede que más. Salgo a la calle y sigo un dédalo de barras amenazadas por el sonido de televisores que nadie mira. No me gusta beber de día en los bares. La gente que bebe como si repostara gasolina para un viaje demasiado largo que no les apetece emprender.

Me obsesionan los croquis de los ataques y el misterio de ese mimo del que nadie sabe nada. En las academias que me indicó Martelli y en otras a las que llegué casi por casualidad, los pocos que han oído hablar de la rutina de “El albañil cósmico” creían que era una especie de leyenda urbana, un bulo sobre el único número que el gran Marceau nunca pudo dominar. Pero en Madrid hay un tipo que lo domina. Y cuando lo hace, muere gente. A los heridos que pude entrevistar, cuando dejan de hablar del horror, se les ilumina la cara al hablar del mimo:

—Era como si cada ladrillo imaginario que pegaba fuera un poema irrepetible o una fotografía tan bella que no la puedes mirar dos veces sin quedarte ciega — me dijo una señora llena de tubos por todo el cuerpo y que respiraba con dificultad. Me dijo eso y sonreía.

No sé cómo he llegado al Retiro. Son casi las cuatro de la tarde y si no llevara dentro tantas cervezas, estaría asustado. Muy asustado. El loco ataca a esta hora. Camino entre las heridas verdes de una ciudad orgullosa de su gris perenne y me siento a esperar en un banco. Si el asesino quiere mi piel, que venga. No pienso moverme. No ocurre nada y tengo sed, así que busco un quiosco. Y en el centro de un camino, al doblar un recodo, lo veo. Un mimo.

Me acerco y comienza a trepar por una pared de cristal que sólo él ve. Paso de largo y me sigue, ofreciéndome flores, helados o un plátano de nada que pela meticulosamente. Me detengo y se rodea de objetos que no necesitan existir para ser reales. Miro alrededor y no hay casi nadie. Imito a un tipo que pega ladrillos y el mimo me mira sin comprender, pero me imita burlón y sé, sin duda alguna, que no es “El albañil cósmico” sino otro mimo tocapelotas. Me cerca de movimientos y tengo ganas de pegarle. Tengo muchas ganas de pegarle.

Entonces comprendo.

Giro y me alejo unos pasos. Me detengo y vuelvo hacia el mimo, que redobla sus aspavientos y me sonríe con su boca pintada. Le dejo un billete de veinte en el suelo y él representa un asombro que es verdadero y ejecuta una reverencia. Cuando la culmina y endereza la espalda, le doy un golpe en la cara y cae. Me quito un sombrero imaginario, saludo y me voy.

El teléfono suena por la mañana y me sigue sorprendiendo que aún no lo hayan cortado. Es el Gato:

—Hice lo que dijiste. Como no funcione, tendré que pagarlo de mi bolsillo.

—Dedúcelo de algún soborno, Gato. Y no te preocupes. Funcionará.

Cuelgo y me estiro en la cama. El cuerpo desnudo de la enfermera morena se acurruca contra el mío. La veo dormir. No estuvo mal. Tampoco estuvo bien. A veces, cuando alguien no dice nada, es que no tiene nada que decir. Creo que el destino bebe Mahou. Tenía que haber llamado a la enfermera rubia.

El profesor Martelli me saluda jovial:

—Ya pensé que hoy no vendría. Es casi la hora de la siesta…

—Me retrasé por culpa del maldito albañil. ¿Quiere lo suyo?

Mira en todas las direcciones y asiente. Saco de la mochila un pequeño termo decorado con la estampa culona del Pato Donald, desenrosco la tapa y se lo acerco. El termo baila con violencia entre sus manos. Lo detengo con un gesto, coloco la pajita de plástico dentro del termo y la acerco a su boca. Sorbe.

—¡Ahh! Esto es vida. Sabe mucho mejor que el de ayer…

—Es mejor. Doce años, profesor. Y escocés legítimo.

—¿Qué celebramos?

—Que encontré al jodido albañil cósmico.

Se atraganta pero sigue bebiendo y me escucha:

—Fue fácil. Un anuncio en los diarios más importantes, solicitando un mimo excepcional para protagonizar un espectáculo por todo lo alto, con gira internacional. Se presentaron cientos, ¡Hasta un tipo en silla de ruedas!, ¿Lo puede creer? Pero al final supe que era él, cuando empezó a levantar un universo de aire, ladrillo a ladrillo. Es fascinante, ¿sabe? De verdad parece que flota…

—¡Tiene que darme sus datos, lo necesito para completar mi enciclopedia!

—Claro, profesor —digo y le alcanzo una carpeta que saco de la mochila.

Ve el contenido y palidece. Sigue pareciendo un bebé, pero un bebé muerto:

—Pero, pero…

—Son las víctimas, profesor, el público del “Albañil cósmico”. ¿Vio qué gestos? Ese horror no lo imita ni el mejor de los mimos.

Me devuelve la carpeta y le doy el termo. Esta vez no lo ayudo y tarda un buen rato en hacer coincidir la pajita con su boca:

—¿Cuándo lo supo?

—Hace dos días empecé a comprender. Fue en el Retiro. Un mimo me agobió con sus chorradas y tuve ganas de asesinarlo. Entonces me di cuenta de que era imposible que un tipo armado y dispuesto a matar indiscriminadamente, no se cargara al puto mimo. Imposible. Salvo que…, espere, que se le vuelca el whisky, así, así está mejor. Decía que la única posibilidad de que el asesino se cargara a todos los que estaban alrededor del mimo, pero no al mimo, era que quisiera matar al mimo y no lo consiguiera. Imaginé a un tipo armado con odio de años y una pistola, apuntando al mimo y vaciando el cargador. Pero el mimo seguía en pie, porque con un parkinson tan agudo como el suyo, la puntería se convierte en lotería, profesor Martelli. Una lotería mortal.

Asiente con la cabeza y baja el termo. Busca algo en el bolsillo.

—No se gaste, profesor. Está descargada. La enfermera morena, esa tan guapa, también revisó su cuarto, así que la otra pistola tampoco está disponible.

—Usted no entiende…

—Sí que entiendo, Martelli. He leído su enciclopedia y hablé con el mimo. Entiendo lo que supuso para usted ser el discípulo más brillante de Marceau y al mismo tiempo verse siempre relegado por el maestro. Por eso creó un número que ni siquiera él podía mejorar, lo deslumbró con “El albañil cósmico” y…cuando estaba a punto de presentarlo al público, se le declaró el parkinson. Tan joven y con temblores en las manos, ¿cuántos años tenía, profesor?

—Veintidós. Veintidós años y ya temblaba como ahora, ¿Se imagina a un mimo con parkinson? Marcel Marceau tampoco. Así que tuve que conformarme con seguir las trayectorias de otros, convertirme en un espectador en lugar de ser la estrella… ¿Sabe qué impidió que en todos estos años me pegara un tiro?

—¿La mala puntería?

—No sea cruel. Lo que me mantuvo vivo fue “El albañil cósmico”. ¡Nadie, ni siquiera Marcel, podía hacerlo!

—Hasta que alguien pudo.

—Hace dos años llegó ese chico, se sentó donde usted está ahora, y me aduló. Dijo que era periodista, que escribiría un libro sobre mí, titulado “El mimo que venció a Marceau”. Fingió ser torpe y nada interesado en la mímica. Y me convenció para que le contara el secreto de “El albañil cósmico”…

—Lo que usted no sabía era que el chico era un mimo excelente que representó esa farsa para arrancarle el secreto. ¿Cuándo se enteró?

—El chico dejó de venir hace meses, pero pensé que estaba escribiendo el libro. Un domingo, los nietos de otro viejo de la residencia comenzaron a hablar del mimo que habían visto en el Retiro. Yo estaba al lado y vi la admiración con que describían el número del albañil. Y comprendí que me había engañado.

—Y como no sabía dónde localizarlo, empezó a escaparse a la hora de la siesta para recorrer el Retiro en busca del tipo que le robó lo único especial que había tenido en su vida.

—¿Qué me ocurrirá?

—A su edad, y en su estado, no creo que lo entaleguen, Martelli. Pero mire esas fotos, es su público. Esos treinta y seis muertos lo van a estar mirando cada minuto que le quede de vida. ¿No es lo que quería?

—Si no me hubieran descargado la pistola… Me mataba ahora mismo.

—Ya. Y a otros cinco viejos que estuvieran cerca. Se me ocurre algo mejor.

Saco la bolsita de plástico de mi cazadora y le entrego el pequeño frasco lleno de píldoras celestes vigilando que mis dedos no toquen el cristal. Protejo mis manos con la bolsa, le quito el termo y limpio su superficie de huellas con una toallita húmeda de las que se usan para el culito de los bebés. Coloco el termo entre sus piernas.

—Ya tiene público para el último número. Si los de las fotos lo ven tratar de abrir el frasco y tomarse las pastillas con whisky, temblando todo el tiempo, seguro que se mean de risa. Usted decide. Y además, le he traído un regalito.

Hago un gesto y detrás de un árbol aparece el mimo. Se acerca con paso inseguro y trata de no mirar al viejo a los ojos. Titubea y tengo que empujarlo. Es más alto y fuerte que el mimo que golpeé en el Retiro, pero sabe que si hace falta lo obligaré a actuar. Empieza a colocar ladrillos inexistentes que pega con el cemento de las ilusiones, y su silueta me oculta el rostro del viejo pero no sus manos vacilantes, que luchan por abrir el frasco de pastillas. Lo consigue y atrapa unas cuantas. Sube la mano lentamente y sólo dos pastillas caen al suelo, como dos lágrimas celestes petrificadas. No lo veo tragarlas pero sí cómo levanta el termo con las dos manos, mientras el mimo, perdido ya el pudor y la culpa, edifica maravillas de espaldas a mí. La mano temblona baja y repite la operación. Me alejo unos pasos hacia la salida del jardín. El Gato espera fuera, para ser el primer policía en llegar y quitar de en medio las fotos del expediente.

Vuelvo a mirar al mimo y es cierto que parece flotar mientras Martelli repite por tercera vez el viaje zigzagueante de lágrimas petrificadas hasta su boca de bebé que no volverá a nacer.

El mimo se detiene en mitad de un movimiento.

Corro hacia él y le doy una rotunda patada en el culo. Vuelve a flotar.

—El espectáculo debe continuar —le digo.

Y camino hacia el edificio.

Antes de marcharme arreglo una cita con la enfermera rubia y a la morena no parece importarle.

El destino nunca se equivoca.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

me pregunto cómo es posible que, ante cuentos tan buenos como este, más de mil lectores que deben de pasar por aquí, no dejen ni un mísero comentario. celebremos las csas que merecen la pena.

barrilosh

Anónimo dijo...

Estos cuentos debían estar en el supermercado al lado del pan o la cerveza, y en las farmacias.
Es un placer leerte.

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ANONIMA dijo...

Es muy bueno. Aunque destile un huevo de testosterona(eso tampoco tiene por qué ser un defecto)