EL MITO Y LA FIGURA FEMENINA EN LA OBRA DE LOURDES ORTIZ

Maja Zovko
Universidad de Zadar



Resumen
A lo largo de los siglos los mitos clásicos y los episodios bíblicos han sido una gran fuente de inspiración para los escritores europeos quienes, dependiendo de la época, han querido reflejarlos y revivirlos con más o menos fidelidad o afán estético o descubrir el lado desconocido de las personalidades mitológicas representadas en ellos. En el siglo XX surge un especial interés por la vida interior de los grandes personajes ancestrales, siendo las mujeres de antaño, hasta entonces presentadas a través de las interpretaciones estereotipadas, protagonistas de las nuevas obras literarias. Lourdes Ortiz, en su colección de cuentos Voces de mujer (conocida también con el título Los motivos de Circe), descubre el alma femenina de los grandes personajes de la tradición clásica y judeocristiana como Eva, Circe, Penélope, Salomé y Betsabé. En una prosa cargada de lirismo, la escritora dota a las mujeres legendarias de voz propia, muestra la vulnerabilidad humana de estas heroínas y centra el discurso literario en un “yo” femenino necesitado de contar su historia desde su punto de vista. Este trabajo se propone profundizar en estos personajes de la obra de Lourdes Ortiz y compararlos con otras versiones literarias que se han hecho de ellos para mostrar, de este modo, cómo romper con la imagen esquematizada todavía persistente de estas protagonistas históricas.

Abstract
Throughout the centuries, the Hellenistic mythology and the Bible have been an important source of inspiration for European writers. Within their temporal and cultural context, the authors attempted to display and revive mythological stories, varying in their attachment to the original, their esthetical ambitions and their discovery of rather unknown features of the characters. During the 20th century, a special interest for the inner-life of the great ancestral heroes arose which turned the female characters –who up to the moment had been presented through stereotypical interpretations- into the protagonists of the new literature. Lourdes Ortiz, in her collection of short stories, Women’s Voices (Voces de mujer), also known as Circe’s Purposes (Los motivos de Circe), discovers the female main characters’ –Eve’s, Circe’s, Penelope’s, Salome’s y Bathsheba’s- souls in the Hellenistic-mythological and Judeo-Christian tradition. In a fully lyrical prose, the author provides the characters with an individual voice, shows the human vulnerability of her heroines and focuses the literary discourses on a female-self who feels an inner call for telling the story from her point of view. This article aims to emphasize these characters in Lourdes Ortiz’s work and to compare them with other literary adaptations of the same heroines. In conclusion it displays a possibility how to overcome the still persisting schematic image of these protagonists.



1. Introducción
A lo largo de la historia la literatura europea se ha hecho eco de los grandes relatos de la mitología clásica así como de la tradición judeocristiana, ofreciendo igualmente una nueva versión de los mitos y de los personajes que forman parte de ambas tradiciones. Los mitos, en un principio, se transmitían sólo de forma oral, lo cual les concedió una gran flexibilidad y libertad en cuanto a su interpretación. De este modo, se ha ido modificando paulatinamente su finalidad, que abarcaba tanto la explicación del origen del mundo como los comportamientos y las idiosincrasias paradigmáticas que servirían de guía y orientación en la sociedad antigua. Se trata de un tipo de explicación, según García Gual, “que luego el progreso racional puede mostrar que es insuficiente o fantástica, pero que ha servido en una época para domesticar, por así decir, a la medida del hombre en su entorno natural, confiriendo un sentido humano a procesos y causas que estaban más allá de la comprensión por otros medios que no fueran el relato mítico” (García Gual 1996: 16).

Si a esto añadimos la ambigüedad del relato mitológico y el constante uso de las metáforas se comprende aún más la variación en el tratamiento de un mito en la tradición literaria.

La forma de acercarse a la herencia mitológica cambiaba conforme con la época y su cosmovisión. Distan mucho las formas de revivir los mitos en las interpretaciones alegóricas en el anónimo Libro de Aleixandre o las obras históricas de Alfonso X respecto a la actitud de los hombres del Renacimiento. Si los hombres de la Edad Media se mostraban interesados por la “dimensión verídica de la literatura, o su ejemplaridad moral” más que por “su dimensión estética” (Cristóbal 2000: 36), los renacentistas albergaban intenciones de renovar “fervorosamente el cultivo del mito literario en su desnuda belleza y libre de todo aditamento o interpretación” (Cristóbal 2000: 37). El Barroco, por su parte, trae el tratamiento burlesco de los temas, “respondiendo al característico afán de novedad y superación con respecto a la sobriedad y equilibrio estético propio de la literatura renacentista (Cristóbal 2000: 39), así como el empeño de desplegar ante el lector toda una galería de personajes mitológicos con una pura intencionalidad ornamental y eruditita, siendo Góngora el gran modelo a seguir. El Neoclasicismo, por su parte, ofrece una amplia gama de las leyendas y las historias, y paralelamente a los temas clásicos, centra la atención en los relatos procedentes de la historia nacional y sus grandes protagonistas, como don Pelayo o Guzmán el Bueno. Esta tendencia de ampliar los temas de interés literario, a la vez que de tratar los motivos de la antigüedad, prosigue en el romanticismo. Es entonces cuando al hombre empiezan a preocuparle una serie de nuevos problemas existenciales, y los escritores se empeñan en “desmitificar” a los modelos de los antiguos clásicos, en descubrir nuevos ídolos donde antes no los había y desenmascarar a los héroes canónicamente establecidos, “poniendo al desnudo su materia común y mediocre, indigna de las cumbres olímpicas (Cristóbal 2000: 39).

Los escritores del siglo XX siguen con esta disposición de reinterpretar los mitos clásicos conforme con las preocupaciones del hombre moderno, destacando sobre todo el lado humano de los originales personajes mitológicos y buscando al mismo tiempo el sentido oculto detrás de los relatos ancestrales. Y es también en la producción de la literatura femenina en el siglo XX cuando surge en las escritoras la necesitad de volver la vista hacia sus hermanas del pasado. Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949) y Héléne Cixous en La risa de la Medusa (1975) profundizan en los orígenes de la desigualdad sexual y ofrecen una versión subvertida de los mitos clásicos. Como eco de estos ensayos teóricos, las escritoras cuestionan en sus obras las barbaridades y los pecados que se les atribuyen a las figuras femeninas en la mitología y dan voz a estas mujeres durante tanto tiempo silenciadas y sin derecho a contar su propia versión. De este modo, el interés se centra ahora en los personajes femeninos, tradicionalmente interpretados, en su mayoría, bajo un prisma de negatividad.

En lo que concierne a la literatura española, es imprescindible mencionar el caso de Lourdes Ortiz y sus cuentos dedicados a los personajes femeninos provenientes tanto de la Biblia como de la mitología antigua. Estos cuentos fueron reunidos por primera vez en 1988 junto al drama Cenicienta, luego reeditados bajo el título de Los motivos de Circe en 1991 con el drama Yudita incluido. La última colección de estos relatos, denominada Voces de mujer, será publicada en 2007. En estos cuentos, concebidos como una mirada a la vida interior de los personajes femeninos, la autora arroja luz sobre las personalidades de Eva, Circe, Penélope, Betsabé y Salomé[i], interpretadas habitualmente de forma estereotipada. La intención de la escritora es contar, a partir de un argumento extraído de la mitología y las leyendas judeocristianas y desde una perspectiva femenina, la historia humana de los personajes, si bien rompiendo los tabúes y los prejuicios creados a su alrededor.


1. Eva, la primera pecadora
Los manifiestos feministas así como los ensayos que indagan en las raíces de la desigualdad entre los sexos suelen remontarse al principio de los principios, es decir, acuden al episodio bíblico de la que fue considerada la primera mujer de la humanidad, Eva, para estudiar la posición subalterna de la mujer en el mundo occidental. La leyenda del Libro de Génesis según la cual Eva fue creada de la costilla de Adán, como su auxiliar, fue utilizada a lo largo de los siglos por los religiosos y los filósofos conservadores para testimoniar la superioridad del hombre y la situación sometida de la mujer en la sociedad. Es muy conocido el caso de fray Luis de León que, en su libro La perfecta casada, explica de la siguiente manera la función de la mujer:

Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer, dijo: “Hagámosle un ayudador semejante” (Gén., 2); de donde se entiende que el oficio natural de la mujer, y el fin para que Dios la crió, es para que sea ayudadora del marido, y no su calamidad y desventura; ayudadora, y no destruidora (León 1968: 41-42).

Eva, según la tradición cristiana, acepta a medias este papel de mujer pasiva y sumisa, e induce a su compañero, Adán, al pecado, persuadiéndole a comer una manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal en el Edén. Dios, enfurecido, no tanto por la inocencia y la debilidad del primer hombre como por la desobediencia de Eva, condena a esta primera mujer al eterno sufrimiento a la sombra de su dominante compañero[ii].

Pero además de la historia de la creación humana, hay otra que condicionó el estatus secundario de la mujer y su subalternancia en las relaciones con el hombre. Eva no es la única que se rebela contra las leyes celestiales. En la creencia hebraica existe otra mujer, la anterior compañera de Adán, Lilith, que se negó a someterse a un hombre y se marchó al Mar Rojo, donde engendró una estirpe de diablos (García Estébanez 1992: 14). La tradición judeocristiana culpa así al sexo femenino de ser el origen de todos los males y de la desaparición del paraíso terrenal. En este sentido no aporta novedades, puesto que a la mujer se le habían atribuido anteriormente las mismas características de transgresora del orden divino. También la mitología griega ofrece un episodio que testimonia la culpa femenina a través del mito de Pandora, responsable de que se esparcieran todos los males por el mundo, hasta entonces encerrados en una caja que poseía su marido, Epimeteo. Otra vez la curiosidad de la mujer, y su afán de ver y conocer, provoca el pecado cuyas consecuencias afectan a toda la sociedad, con lo cual se merece una posición inferior.

El psicoanálisis también ha recurrido a la leyenda cristiana sobre la primera pareja bíblica para tratar de explicar el origen de un tabú que se manifiesta a través del miedo que siente el hombre ante el peligro a lo desconocido. Bibiana degli Esposti, en su ensayo sobre el enigma femenino y los grandes personajes bíblicos, históricos y literarios, acude a la teoría de Freud para esclarecer un vínculo entre los sucesos de Adán y Eva y la relación actual entre hombre y mujer:

El lugar de Eva en el mito y en especial las “funestas” consecuencias que se atribuyen a sus relaciones con la serpiente, me dan pie para intercalar un párrafo del bello ensayo de Freud, titulado El tabú de la virginidad: “Allí donde el primitivo ha establecido un tabú es porque temía un peligro, y no puede negarse que en todos estos preceptos de asilamiento se manifiesta un temor fundamental a la mujer. Ese temor se basa en que la mujer es muy diferente del hombre, mostrándose siempre incomprensible, enigmática, singular y, por todo ello enigma. El hombre teme ser debilitado por la mujer, contagiarse de su femineidad y mostrarse luego incapaz de hazañas viriles. (…) En todo esto no hay ciertamente nada que no subsista aún entre nosotros” (Esposti 1997: 17).

Según esto, podemos entrever cómo la mujer se ha encontrado entonces en la misma posición subordinada que han erigido las civilizaciones europeas respecto a comunidades consideradas marginales precisamente por su condición de otredad, como por ejemplo los negros o los indios americanos. La poca exploración o la exploración sustentada en estereotipos heredados (“la perfecta casada”, su curiosidad y su tendencia a la mentira “por naturaleza”) y en lugares comunes (“el ángel del hogar”) ha ido convirtiendo a la mujer real en un espacio encasillado pero también desconocido, a quien se le ha tratado de imponer cierta pasividad (en contraste con el papel activo del hombre). Lo desconocido, por otro lado, se asocia a lo enigmático y contiene siempre un componente de peligro y amenaza por cuanto que alberga una parte “no visible”, “oscura”. Para no enfrentarse a dicho enigma, a dicho peligro, el hombre ha tratado de distintos modos de silenciar la voz misma de la mujer y de no contaminar los ámbitos que categóricamente han pertenecido a uno u a otro género. Pero es en la literatura, y especialmente en la literatura femenina, cuando esos ámbitos se han encontrado, es en la literatura donde al fin la mujer alcanza la “autoridad” de la palabra (pues antes sólo Adán poseía el “poder” de dar nombres a las cosas), habla desde su propia perspectiva, nos muestra otros matices de la historia, a veces insospechados, y da a conocer esos rincones que hasta entonces habían permanecido no visibles. Y en este sentido, Lourdes Ortiz aporta un yo femenino, también poseedor de la palabra, que se resiste a que se silencie su punto de vista.

En “Eva”, cuento que inaugura la colección de relatos Voces de mujer, la autora no pone de relieve la culpabilidad de la primera mujer, sino otras facetas como la de madre y la de una mujer dolorida que recuerda los momentos felices junto a Adán. Eva rememora los tiempos de “antes de la manzana”, cuando Adán no era solamente Adán, sino también una parte indiscernible de ella misma (Ortiz 2007: 88)[iii], cuando aún no había diferencia entre el nombre y lo nombrado, entre el sonido y el eco, tampoco entre los hombres y las mujeres. Y recuerda a un Adán diferente del Adán que tenía en sus ojos algo de la serpiente y con un ceño cuya “arruga fruncida sobre la frente fuera un sello de perplejidad y desazón, una señal de lucha y desafío; surco agrietado, bañado por unas gotas de sudor, por un latido acelerado del pulso; un estupor desconocido y una engañosa esperanza” (89). Es una Eva reflexiva que relaciona el paraíso del cual fue desterrada con la igualdad genérica, siendo ésta la condición para la felicidad femenina y la de la pareja. Si anteriormente se culpaba a Eva de ser causa de la desgracia humana por haber incitado a Adán a morder la manzana, en el cuento de Lourdes Ortiz se hace hincapié en el afán de Adán por ganar bienes materiales, expresado por la adquisición de la piel de leopardo, y la debilidad de Eva, quien acepta dicha piel, situación que marca el inicio de una relación con la destacada supremacía del hombre. A partir de este episodio Eva toma conciencia de su nueva posición frente a su compañero, tal como se desprende de la voz interior de la narradora-protagonista:

Tú diminuta de pronto, sumisa y agradecida, lamiendo casi la sangre de sus heridas, tú ya no igual a él, sino regalada y protegida por él que además te contemplaba de manera diferente —¿cómo llamar a esa distancia repentina entre los dos, a esa manera de situarse frente a ti y ante sí mismo, como su cuerpo entero fuera un estandarte, no ya parte de tu cuerpo, no piel de tu piel; (92)

La Eva de Lourdes Ortiz espera y anhela las victorias de Adán, habiendo perdido ya la suya; y que posa sus últimas esperanzas en su hijo, Abel, dulce, sereno y perdido en los sueños y en el goce, a diferencia de Caín, temerario y desafiante (93-94). Los dos hermanos se convierten de este modo en las encarnaciones del modelo femenino y masculino, siendo Abel la prolongación de Eva misma, carne de su carne y anhelo de su anhelo, “macho-hembra que asumía la síntesis de aquella primitiva unión, antes de nuevo de la manzana” (95). Por esta condición soñadora y sensible, el hijo pastor de la primera pareja humana es considerado infame por su hermano y es despreciado e ignorado por su padre, burlado como “Abel-mujercita” o “poeta inútil” (97). La unión entre la madre y el hijo se hace aún más fuerte a través de la palabra. Eva, al transmitirle a su hijo la verdad del paraíso, quiere volver a vivir a su lado el lugar de la palabra, cuando el tiempo no existía y Adán ponía nombres a las cosas. Con el asesinato de Abel a manos de su celoso hermano Caín, se refortalece la idea de la supremacía del hombre sustentada en la fuerza. Sin embargo, con ello no queda cerrada la puerta a la esperanza para la mujer, ya que la libertad sigue presente en el interior de Eva, en el vigor de su imaginación. Su fantasía se despliega cuando cierra los ojos y le parece oír el sonido ligero de la flauta de Abel y cuando dibuja el nombre de AVE[iv] que Adán le dio una vez; entonces se transporta otra vez al principio, “cuando el verbo era verbo, antes de la manzana” y cuando le parece que los patos “vuelven a cruzar los cielos y Adán, confundido con Abel, dice riendo AVE vuela… simplemente vuela” (100).

Como se puede colegir, Lourdes Ortiz somete el mito original a una idea concreta, en este caso la defensa de la igualdad genérica, lo transfigura y lo ornamenta con elementos ficticios que sirven para dar más veracidad y sentimiento a la voz interior de Eva, que es precisamente la voz que narra –desde su ángulo– el destierro del Paraíso y sus consecuencias. Con una prosa muy cuidada, la escritora hace aflorar los pensamientos y las emociones de la primera mujer, otorgando importancia a su voz y a su palabra, las principales fuerzas impulsoras de los personajes femeninos de Ortiz.

En el relato que sigue, dedicado a Circe, “la terrible diosa dotada de voz” (Homero 2009: 224), la escritora otra vez concede el protagonismo al alma femenina y de nuevo subvierte el mito con la finalidad de vislumbrar otro recoveco escondido en la historia ancestral.

2. Circe, “de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de voz”
Circe, hija de Helios y la oceánide Perseis, la diosa maga de la isla de Eea, famosa por haber convertido a los hombres de Odiseo en cerdos, es otra protagonista que toma la palabra dispuesta a quebrar el prejuicio creado alrededor de su personalidad. Homero la presentaba en la Odisea habitando en su suntuosa morada, rodeada de lobos montaraces y leones, todos víctimas de sus brebajes maléficos. Circe vive dedicada a tejer un gran telar y con la hermosa voz de su canto va seduciendo a los forasteros recién llegados a la isla. Odiseo logra, como es bien sabido, evitar el hechizo de la maga gracias a la intervención de Hermes, quien le dio un antídoto para paliar las propiedades mágicas de las pociones de la diosa. Circe, enamorada de Odiseo, convence a éste para que permanezca más tiempo en la isla de Eea con el fin de que él y sus marineros recobraran las fuerzas necesarias para seguir su viaje de vuelta a Ítaca; mas, en verdad, la diosa espera retenerle con sus muestras de cariño para siempre a su lado.

Esta historia de amor no correspondida entre el protagonista de la Odisea y la hija de Helios, fue también tema del poema largo de Lope de Vega titulado Circe, en el cual se describe a la hechicera como lasciva, engañosa, fingida, características que van acompañadas de la perfecta hermosura y la lujosa vestimenta de la diosa. Esta imagen negativa de Circe no sorprende, puesto que tradicionalmente se relacionaban con ella cualidades como la crueldad, la ambición o la hipocresía y a ella se le atribuía el asesinato de su primer marido, el rey de los sármatas, por el deseo de gobernar sola[v]. Sin embargo, Lope de Vega se percató también de los sentimientos de la diosa, aunque muchos de ellos no son precisamente nobles: en este poema la tristeza, los celos y la desesperación junto a la vanidad se apoderan del corazón de Circe, que se siente burlada, ella diosa, por un ser inferior, un hombre.

El mito de Circe ha suscitado el interés en los escritores del siglo XX, incitándoles a reinterpretar la historia de la mítica hechicera no solamente a nivel literario sino también como un fenómeno de la antigüedad cuya lectura simbólica se puede aplicar a la realidad de nuestros días para concedernos una respuesta a por qué las mujeres se han visto sometidas a la exclusión de la comunidad masculina. Por eso, Simone de Beauvoir va más allá de la mera reproducción del mito y en su ensayo El segundo sexo interpreta el comportamiento de Circe como el rechazo al mundo de los hombres por parte de una mujer no plenamente integrada que se venga, a través del hechizo, por este destierro de una parte de la sociedad:

La mujer no está plenamente integrada en el mundo de los hombres; como alteridad, se opone a ellos; es natural que utilice las fuerzas que posee, no para extender a través de la comunidad de los hombres y hacia el futuro dominio de la trascendencia; separada, opuesta, las utiliza para arrastrar a los varones a la soledad de la separación, a las tinieblas de la inmanencia. Es la sirena cuyos cantos arrojaban a los marineros contra los escollos; es Circe que transformaba a sus amantes en animales, la ondina que atrae al pescador al fondo de los estanques. El hombre preso de sus encantos ya no tiene voluntad, ni proyecto, ni futuro; ya no es un ciudadano, sino una carne esclava de sus deseos, ha sido expulsado de la comunidad, encerrado en el instante, zarandeado pasivamente de la tortura al placer, la maga perversa alza la pasión contra el deber, el momento presente contra la unidad del tiempo, retiene al viajero lejos de su hogar, derrama el olvido (De Beauvoir 2002: 253).

Es la marginación en la sociedad, el deber impuesto y el forzoso cumplimiento con una imagen ajena a sus deseos lo que impulsa a algunas mujeres a rebelarse contra todas las normas. De Beauvoir profundiza en la anterior idea y concluye que “la mujer que ejerce libremente sus encantos: aventurera, vampiresa, mujer fatal, sigue siendo un tipo inquietante. En la mala mujer de las películas de Hollywood pervive la imagen de Circe” (De Beauvoir 2002: 282).

En lo que concierne a la literatura, los poetas contemporáneos pretenden desmitificar a la heroína odiseaca, o, mejor dicho, destruir “la idea del monstruo femenino tan frecuente en las peripecias de héroe” (González Ovies 2003: 105) y ofrecen la imagen de una mujer solitaria, con miedo de amar más de una noche, ni siquiera a Ulises, siendo atraída únicamente por lo fugaz y la chispa, predilecciones que la llevarán a una abismal soledad, un vacío producido por su incapacidad de dar afecto, como en el caso de la poesía “Circe” del poeta nicaragüeño Claribel Alegría. En este poema, Circe, consciente de su fama de bruja y hechicera, confiesa que lo que ama es “el mar, la furia del mar, contra las rocas y sus acantilados tenebrosos” (González Ovies 2003: 105). Pasional y fiel a su destino que la impulsaba a jugar con los hombres, lamenta el retiro en su isla sepulcral, condenada a la soledad de sí misma y a la tediosa paz (González Ovies 2003: 106).

El español Miguel Florián, por su parte, ahonda aún más en esta idea del mito que gira en torno a las tres palabras clave: destino-abandono-memoria, siendo Circe la “quimera que construimos para amar en secreto, a escondidas. Es la proyección de la idealización, de aquello que, prohibido o perdido, nos seduce y fascina” (González Ovíes 2003: 106).

La evolución del personaje de la diosa de la isla de Eea en la literatura, que sufre la transformación de la caprichosa y cruel hechicera en una mujer dolorida y sola, encuentra el terreno apropiado en el cuento “Los motivos de Circe” de Lourdes Ortiz. Dicho relato se abre con una observación parecida a la del inicio del anteriormente analizado, “Eva”. Al igual que la primera mujer bíblica, Circe también pone de relieve algo animalesco que se percibe en la mirada de los hombres, una mirada, según ella, “torcida, agria” y caracterizada por “una lujuria siempre insatisfecha” (101). Nos damos cuenta de que las dos heroínas ponen en tela de juicio, ante todo, los “anhelos de posesión” (102) de los hombres como la principal causa para el inicio de la discriminación entre los géneros. Circe se detiene a observar las “sonrisas avarientas”, los “labios glotones” (102) de unos marineros deseantes de poseer oro, rebaños, mujeres dóciles que “han de quebrarse bajo el abrazo torpe y apresurado del macho que se encela” (102). Y es éste el motivo por el que los convierte en cerdos, “en pobres bestias acorraladas” (104), para desmenuzarlos mientras únicamente la noche mima sus sueños de riqueza y sus pobres triunfos guerreros, que les han hecho, trastornados por Marte, avariciosos y tenues en su pequeñez (cfr. 105).

Sin embargo, embebida en su soledad y en una nostalgia que nubla la tarde, Circe recordará al único hombre al que no fue capaz de someter a su voluntad, Ulises, quien la cautivó, al igual que Adán a Eva, con su “espíritu diestro en la palabra y en el juego” (107). Habiendo sido anteriormente calificada de maga, Circe quedará ella misma hechizada ante el poder oratorio del héroe de Ítaca, ante sus palabras con la cadencia convincente del aedo, ante “la potencia del verso templado, del retruécano, de la metáfora atrevida e inesperada” (108), incluso ante su mirada, ante sus ojos brillantes de pupilas glaucas (cfr. 108). No sus hazañas, ni su valor en la guerra, sino la forma de contar las historias de su largo viaje es lo que enamora a la solitaria diosa:

Ya no navegante, ya no viajero infatigable, sino poeta y narrador que se conmovía ente el giro inesperado de la frase, ante una anécdota trivial, que al ser contada y recontada una y otra vez, se iba adornando con pequeños matices, con una gracia inesperada, como si sus sentidos fueran despertando al placer del cuento inacabado, del relato imperecedero (…) (110)

Y es a través de la palabra, en el ámbito de la espiritualidad, donde la mujer disfruta de la igualdad con el hombre, donde su amor gana el respeto y las fuerzas. Sin embargo, después de un año, Ulises añora volver a su patria, pero no por el amor hacia su fiel Penélope, caracterizada –en contraste con Circe–, como “aquella mujer muda, pequeña, a la que casi no podía dar forma ni rostro”, sino por el miedo de perder algo que le pertenece, su esposa, y por “la necesidad de medir fuerzas, de retar” (116). Y con este deseo de volver a su hogar, Ulises, antes “el de linaje divino” (Homero 2009: 73), pasa a ser un humano más, y así “prefirió ser Nadie junto a una esposa complaciente y sumisa, [y] eligió ser simplemente hombre” (117).

En este cuento “cargado de imágenes líricas, sensoriales, intuitivas, imágenes emotivas que expresan algo más allá que puros conceptos” (Morgado en Ortiz 2007: 60), Lourdes Ortiz recrea, en todo su esplendor y belleza, la isla mediterránea como el marco idóneo para una historia de amor, pero que en otros tiempos y en un próximo futuro será la metáfora del aislamiento y la soledad de la divina Circe. Es aquélla una abrupta y solitaria isla desde la cual contempla “la insondable soledad azul y glauca del mar” (102) con la mirada dirigida hacia “la línea infinita del horizonte” (113), por la cual navega, entregado a sus numerosas hazañas, el “destructor de las ciudades”, “el muy astuto”, “Ulises, rico en ardides” (Homero 2009: 122-198).

La escritora establece una distancia respecto a la primera versión del mito y su propia interpretación de él. Si antes se estimaba la habilidad de la diosa en la manipulación y las artes del engaño, Lourdes Ortiz dota a Penélope de una capacidad intelectual que no se reduce tan sólo a urdir las artimañas y realizar sus caprichos, sino que se centra en el conocimiento íntimo y personal de adentrase en su mundo interior, reflexionar y contar las cosas con su propio criterio y su punto de vista. La palabra y la sabiduría relacionada con ella sirven para resaltar un aspecto positivo de la mujer casi olvidado en muchos de los relatos ancestrales, el del intelecto, poniéndolo en oposición con los animalescos afanes de los hombres como la necesidad de hacer guerras sin acudir al diálogo o ganar los bienes materiales. De este modo, la mujer conquista el terreno de la espiritualidad, que anteriormente se le había vetado y que en la expresión literaria encuentra su máximo esplendor.

3. Penélope, la fidelidad conyugal
Penélope es uno de los pocos personajes femeninos provenientes de la cultura clásica que está rodeado de un áurea de fidelidad, bondad y prudencia. Su esposo, Ulises, “constituye lo que ciertos críticos contemporáneos llaman ‘discurso’ de la civilización occidental, (…), un arquetipo mítico que se desarrolla en la historia y la literatura” (Boitani 2001: 14). Penélope, en cambio, ha sido considerada como el paradigma de la esposa ideal, cuya fidelidad conyugal resiste a todo tipo de tentaciones. Sin embargo, la literatura no ha sido justa con el eco que se les ha concedido a los dos personajes. Basta con ver el largo listado de los escritos que le han dedicado algún interés al héroe de Ítaca en el siglo XX para entender la supremacía del protagonismo de Ulises. Piero Boitani resume en su libro La sombra de Ulises. Imágenes de un mito en la literatura occidental la trascendencia del famoso navegante en el mundo del arte:

Si desde el umbral del siglo XXI volvemos la vista atrás para contemplar el paso de los cien años recién transcurridos, veremos a Ulises navegar por los mares de todo el planeta con impresionante frecuencia. Limitándonos a la literatura occidental, y sin hurgar demasiado, cualquier lista de las versiones “puras” y “directas” de nuestro héroe correría el riesgo de convertirse en un catálogo semejante al cantado por el Leoprello de Mozart sobre las mujeres amadas por su amo, Don Giovanni. A grandes rasgos, en Italia nos quedaremos con los nombres de Pascoli, D´Annunzio, Gozzano, Saba, Savino, Cuasimodo, Primo Levi, Moravia y Luigi Dallapiccola; en Grecia, con los de Kavafis, Serefin y Katzanzakis; en Portugal, con Pessoa; en Francia, con Giraudoux, Gide, Giono, Valéry y René Char. En lengua española, el más representativo es Jorge Luis Borges. En inglés (de Gran Bretaña, Irlanda y América del Norte), tenemos desde Conrad, Joyce, Pound y Eliot hasta Robert Graves, Wallance Stevens, Robert Lowell, Tom Gunn y Eiléan Ni Chuilleanain… (Boitani 2001: 143).

El protagonista principal de la Odisea continúa estando presente en la obra de Walter Jens, Gerhard Hauptmann, Eyvidn Johanson, Kafka, Osip Mandelstam, Iosfic Bodskij, Benjamín Fondoianu, Elias Canetti, hecho que atestigua la fuerte atracción entre Ulises y los escritores europeos. Su esposa, sin embargo, permaneció a su sombra durante los siglos, aunque últimamente ha surgido la necesidad, sobre todo en las escritoras, de encontrar en el personaje de la leal tejedora algo más que una imagen plástica del ángel del hogar.

Homero presenta a Penélope con atributos como prudente o discreta, con el rostro empapado de llanto y con el ánimo afligido, pasando las noches entre dolores y los días enteros entre lágrimas (cfr. Homero 2009: 311 y 206). Su vida transcurre dentro del ámbito doméstico, siendo el oikos el único espacio reservado para las mujeres casadas. Jesús Ureña Bracero, en su estudio sobre la mujer y la discriminación en la sociedad griega, pone de relieve que las mujeres en la Antigua Grecia no tenían contacto con otros hombres que no fueran su esposo y los familiares. Son amas de casa por excelencia y es por eso lógico que las armas de la mujer en la mitología también surjan del interior del hogar, precisamente se trata de los tejidos y los venenos, como en el caso de Penélope, Clitemnestra o Medea. Sus salidas de la casa se reducen prácticamente sólo a las fiestas religiosas, importantes para su integración en la polis. Teniendo esto en cuenta, se desprende que el único destino posible para la mujer de la antigüedad clásica era casarse, pero ni siquiera en ese campo tenía libertad. La elección del futuro marido se confiaba a kyrios, su dueño o su representante, que se identificaba en la mayoría de los casos con el padre de la joven o, en su ausencia, el hermano mayor nacido del mismo padre, o bien el abuelo, dato que testimonia el papel de “perpetua menor de edad” de la mujer en la sociedad griega (Ureña Bracero 2002: 62). El poder sobre ella podía ejercerlo incluso su propio hijo. En el primer canto de la Odisea podemos leer las siguientes palabras de Telémaco dirigidas a su madre: “marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio” (Homero 2009: 58). En ausencia de su marido, sin el apoyo de su hijo ni de familiares, Penélope está condenada a sufrir la soledad absoluta, y, al mismo tiempo, su independencia está siendo amenazada por parte de los pretendientes que están gastando la fortuna de Ulises y también por el propio hijo, que le está reprochado su incapacidad para resolver la situación. La nostalgia de su marido se convierte en una necesitad de protección; ella reclama su presencia: “Si al menos viniera él y cuidara mi vida, mayor sería mi gloria y yo más bella, pero estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado contra mí” (Homero 2009: 313). Abandonada a su soledad, desprotegida por parte de la sociedad y de la propia familia, el único remedio que le resta a Penélope es acudir a varias artimañas y aguantar así la presión hasta la deseada vuelta de Ulises (de ahí su idea de tejer un sudario para Leartes, que desteje por las noches, cuyo fin significaría su decisión de un nuevo enlace matrimonial).

Como vemos, Penélope, a diferencia de otros personajes femeninos de la Odisea (Calipso, las sirenas o Circe), está caracterizada ante todo por su equilibrio y su capacidad intelectual, por eso la repetición del adjetivo “prudente”. No obstante, otras mujeres con las que se encuentra Ulises pertenecen a la esfera de los sentidos, ante las cuales, él, lejos de cumplir con la imagen de un esposo ejemplar, difícilmente resiste. En este sentido, dicha desigualdad de comportamiento entre ambos cónyuges ya en el texto original llama la atención. Los escritores y las escritoras del siglo XX decidieron resucitar al personaje de Penélope y ofrecer un nuevo aspecto de su perfil que antes no había sido explorado: no se la presenta tan sólo como la fiel esposa, como el trofeo que se le concede a Ulises como condecoración al sinfín de sus hazañas o como la hija de Ícaro, sino que es de destacar la firmeza de su carácter y su esfuerzo por mantener su propia independencia dentro del palacio.

La recreación de la historia de Penélope tuvo cabida en todos los géneros literarios, siendo la poesía la más receptiva para los temas mitológicos. En el terreno de la lírica es quizá Ana María Romero Yebra, con su poema El llanto de Penélope, la escritora que más ha vislumbrado los recovecos escondidos del alma de este personaje homérico, siguiendo el proceso de su madurez interior y el fortalecimiento de su carácter a medida que pasaba los años en soledad. La Penélope de Romero Yebra, al igual que las Eva y Circe de Lourdes Ortiz, no entiende el “afán de los hombres para arreglar problemas sin mediar la palabra, dejando que el sendero del dolor y de la muerte sustituya sus voces” (Romero Yebra 1998: 11). En las palabras de la protagonista de Romero Yebra, el valor no consiste en hacer la guerra, sino en quedarse solo, en arriesgar la vida dando hijos y saber manejar a los criados, sin que nadie advierta la opresión de la injusticia. A lo largo de dieciséis poemas que representan las dieciséis lágrimas de Penélope, observamos el proceso de crecimiento de este personaje odiseaco que no está dispuesto a ser “la sombra dolorida de un héroe” y que sigue adelante con valor a pesar de que la soledad persiste y de que ella misma se vaya marchitando lentamente y siga adelante, con la gris desesperanza, absorbida por las noches de insomnios y los celos por Nausícaa (Romero Yebra 1998: 11 y 27). Su decisión de no dar la mano a ninguno de los pretendientes no es fruto de su virtud, sino de su deseo de ser libre y poder elegir lo que quisiera (Romero Yebra 1998: 27). Francisca Aguirre, Luisa Castro, Tina Escaja, Alberto Vega en la literatura peninsular, y en Hispanoamérica el mencionado poeta nicaragüense, Claribel Alegría, Pastora Hernández (República Dominicana), Aída Toledo (Guatemala), Carmen Valle (Puerto Rico), Lourdes Vázquez (Puerto Rico) y Miriam Ventura (República Dominicana) también han querido desarticular en su poesía el discurso logocéntrico de Ulises, concediendo el protagonismo únicamente a su fiel esposa (cfr. Gentile 2008).

Igualmente, el teatro ha reconocido la importancia de la figura de Penélope. Teresa Marcial Lugo (Puerto Rico), la española Itziar Pascual y el caso más famoso de Antonio Buero Vallejo con su Tejedora de sueños han optado por adentrarse en el interior de la que fue considerada una mujer modélica (cfr. Gentile 2008). Si nos centramos en el último drama, nos encontramos con una Penélope deseante de hablar y contar su versión. La imagen de este personaje de Buero Vallejo dista mucho de su ejemplar proyección en la Odisea. Las frustraciones que se han acumulado durante años de soledad finalmente han dejado huella en su carácter. Consciente de ser considerada como una viuda trastornada que hila su tela mientras el país se arruina, sin ningún poder, ni tan siquiera entre sus esclavas, Penélope se refugia en el telar y lamenta que toda su vida ha sido destejer, bordar y soñar. De este modo, los bordados se convierten en las metáforas de sus sueños, bordados que hay que deshacer para conseguir esos sueños definitivamente algún día (cfr. Buero Vallejo 2005: 140, 143 y 160). El sufrimiento de Penélope culmina con la durante muchos años añorada vuelta de su marido que, ahora, le resulta incluso molesta. Penélope, ya enamorada de uno de sus pretendientes, Anfino, manda a callar a Ulises, le declara su odio y su desprecio calificándolo de cobarde y culpable de sus años de soledad, angustia y abandono.

Y por fin, en lo referente a la prosa, la recreación de la historia de Penélope ha encontrado su medio idóneo en la obra de Libia Brenda Castro Rojano (México), Esther Seligson (México), Rima de Vallbona (Costra Rica) y en el cuento de nuestra escritora, Lourdes Ortiz, titulado “Penélope” (cfr. Gentile 2008). En este relato, la autora sigue la misma línea narrativa iniciada en los dos anteriores. La voz interior de Penélope, expresada a través un narrador omnisciente, juega con las citas textuales extraídas de la Odisea y a partir de ellas construye su versión personalizada. El relato condensa los últimos momentos de la soledad de la fiel esposa, anhelante y bañada en nostalgia, así como su encuentro con el ya anciano Ulises disfrazado de mendigo. Nos hallamos otra vez con una Penélope recluida en la noble casa, tejiendo “una tela inacabable de deseos insatisfechos”, “un sudario de la propia carne” (122-123). Pasa el tiempo contemplando cómo se vence su cuerpo y recordando, recatada y triste, los cuentos del incansable narrador, “aquel diestro en embustes que rompió su doncellez y le hizo un hijo, ese hijo que ahora crece, como imagen del padre, frente a ella y que vuelva a recordarle una y otra vez quién es el amo” (123). Los hombres, en este caso los pretendientes, son representados como bárbaros que inundan la casa de un olor untuoso y turbio de sudor, pero, mientras tanto, Penélope permanece en silencio, siempre altiva, con el velo cubriéndole el rostro, disimulando y ocultando las arrugas (124-125). Al igual que las Penélopes de otros autores del siglo XX, la de Lourdes Ortiz enfoca su dolor y su rabia hacia las mujeres de las que gozó su amado esposo y, en particular, hacia Helena, la despreciada mujer a la que debe su desgracia, causante de todo su dolor, y también la que fortaleció su decisión de permanecer fiel a su marido, para “lavar la mancha que sobre su pueblo y sobre los suyos cayó desde que el adulterio trajera la desdicha a las tierras de Ítaca” (131). De nuevo el motivo de la fidelidad de Penélope no se explica a través del amor incondicional hacia su marido, sino mediante un fin superior: conservar la dignidad del propio pueblo.

El esperado encuentro con el esposo, después de las dos décadas de su ausencia, transcurre teñido de una decepción que se puede entrever incluso en el texto original de Homero. Lourdes Ortiz intercala los diálogos provenientes de la Odisea para dar más veracidad a su discurso. Varios elementos van acentuando la desilusión que envuelve a la tejedora: la acusación de Telémaco de ser una madre descastada, de ánimo cruel y el corazón más duro que una piedra, de evitar acercarse a su padre a su regreso, o las declaraciones de la propia Penélope justificando su confusión y admitiendo la crasa diferencia entre el Ulises que partió de Ítaca y el que ahora ha vuelto. Ello culmina en un encuentro marcado por la decepción, subrayada en la frase: “Veinte años esperando y ahora aquel anciano…” (132). Si bien la versión del poeta griego termina con un final feliz, el desenlace de la pareja en la obra de la escritora madrileña está abocado a la amargura, la tristeza aún más honda de la mítica mujer, que con el asentamiento definitivo de Ulises en el hogar dejará de existir y pasará a ser la sombra que trasiega en el cuarto de las mujeres. La historia de una divina e idílica Penélope se cierra con una Penélope que se lamenta, en aquella cama de olivo, de haber renunciado a los placeres carnales con sus pretendientes, cuyos fantasmas le devuelven el eco de un goce que ya no puede ser. Este triste final contiene la intencionalidad de Lourdes Ortiz de recrear el personaje de Penélope ya no bajo los rasgos de paciencia y ejemplaridad, sino como una mujer que prefiere anteponer sus propios deseos al papel que le ha sigo asignado y romper de esta manera con las ataduras que supone cumplir fielmente con la imagen señalada de la mujer sin derecho a su propia voz.

Si observamos la evolución de este personaje a través de sus expresiones literarias, nos percatamos de que algunos de los autores se detienen en su risa. Homero menciona la risa de Penélope ante el estornudo de su hijo, considerado como buen augurio en la antigua Grecia, la única muestra de su felicidad en esta extensa obra poética. Por esto sorprende la entrada en escena de Penélope en el drama de Buero Vallejo a través de su suave risa, que llega desde el templete: una risa penetrante, musical y misteriosa, plena de inmenso y contenido regocijo (Buero Vallejo 2005: 109) que, sin embargo, no deja de ser comentada por sus esclavas como algo extraño, como indicio de su locura. En la obra de Lourdes Ortiz, sin embargo, se aprecia una sonrisa de Coré apenas perceptible en los labios de Penélope, que envidia “la risa argentina de Circe” (129). Penélope, en su evolución literaria, ha recobrado su propia voz, pero no su propia felicidad, que aún le falta por ganarse hasta que se consiga romper con la vieja imagen de la mujer paciente pero sufrida y, al igual que Medusa de Hélène Cixous, sea hermosa y se ría. Por otro lado, es de señalar que la risa es igualmente un mecanismo de desinhibición, de liberación emocional, y es por ello que no oímos reír a una Penélope que vive enclaustrada en los muros del hogar, sumisa al vínculo matrimonial que siempre la atará a Ulises.

4. Betsabé y Salomé: los deseos de emancipación
Los cuentos que siguen, “Betsabé” y “Salomé”, dedicados a los dos personajes provenientes de la Biblia, son los que más subvierten las historias originales. Mientras que en los relatos analizados anteriormente la autora adjunta al argumento tradicional la voz de la protagonista, otorgando de esta manera una nueva perspectiva –desde el interior de una mujer– al discurso literario y rompiendo así con todo tipo de esquemas antes relacionados con los personajes mitológicos, en estos dos cuentos, y sobre todo en el dedicado a Betsabé, la autora añade una serie de datos que distorsionan en gran medida la primera versión contada en el Sagrado Libro.

El personaje de Betsabé aparece en el Antiguo Testamento en el Segundo Libro de Samuel, como la mujer de Urías el hitita, soldado en el ejército del rey David, quien, cuando la vio por primera vez bañándose desde su terraza, quedó impregnado de tal modo de su belleza que envió a su gente para que se la trajeran a sus habitaciones. Como consecuencia de este encuentro, Betsabé se quedó embarazada. Fracasado el intento de convencer a su marido de que se acostase con ella mientras todavía participaba en la guerra (idea que Urías rechazó puesto que su señor Joab, el capitán del ejército de David, dormía en las tiendas), el rey decide mandarle en primera línea, en el punto más duro en la batalla para que lo hirieran y muera. Después del fallecimiento del hitita, Betsabé y David formalizan su relación, pero con el mal augurio del profeta Natán –enviado por el Señor– de sufrir una serie de castigos por el crimen contra su soldado. El presagio se inicia ya con la muerte de su primogénito al séptimo día de su nacimiento y continúa con una serie de discordias entre los hermanos que terminan trágicamente: la violación de Tamar por parte de Amnón, el asesinato de Amnón a manos de su hermano Absalón y finalmente la muerte del éste. Así, el terreno va quedando libre para la coronación de Salomón, el último en la lista de sucesión del rey David.

La historia contada en la Biblia no ofrece muchos datos respecto al personaje de Betsabé, limitándose tan sólo a contar los hechos sucedidos al inicio de su relación con el rey David y sin vincular los acontecimientos posteriores acaecidos con este personaje femenino. La novedad en el cuento de Lourdes Ortiz es justamente la relación del primer encuentro entre la hermosa Betsabé y la tragedia encadenada, siendo esta mujer la principal manipuladora y artífice de todos los conflictos sucedidos en la familia, guiada por la necesidad de vengar la muerte de su marido y conseguir la llegada al trono de su hijo, Salomón. Lourdes Ortiz nos la presenta como la ganadora absoluta que contempla el mundo desde la azotea, que disfruta del perfume de la mirra y de la proximidad de la ceremonia de la coronación de su hijo. Ella se ríe, como si Lilith, “la vieja madre adúltera de todos los seres infernales riera a través de aquellos labios” (140). Mientras tanto, el decrépito rey da muestras de su perdida virilidad con una joven sunamita, que la misma Betsabé le envió para obtener su apoyo y asentimiento en el camino de su hijo hacia el poder y, a la vez, para burlarse de su debilidad y de su vejez. Se trata de una Betsabé poderosa, pero todavía dolida, que recuerda aquellos lejanos tiempos de guerra, cuando ella, al igual que Penélope, estaba sola, una “mujer sin varón y a la espera” (141). En su rostro se adivinan terrores, odios acumulados que tienen su fin con el entronamiento de Salomón, nacido para borrar la mancha familiar y para anular el crimen. Se establece un paralelismo entre la frustración del viejo y debilitado David con la muchacha sunamita y el frío que en otros tiempos sintió la joven Betsabé ante la avarienta mirada del monarca, condenada a “un destino no querido y a una apuesta por un futuro que sólo podría realizarse en el hijo” (142). Betsabé pronuncia su peculiar soliloquio cargado de maldiciones e ira contra el que le arrebató la felicidad junto a su primer marido. En su discurso pone en entredicho la heterosexualidad del rey, siendo, en su opinión, tan sólo su propio hijo, Absolón, y el hijo de Saúl, Jonatán, a los que amó verdaderamente. La frustración sexual acumulada durante años brota en odio hacia el monarca, pero erigido como portavoz de todas las mujeres que él trató sin ternura e ignorando su goce, que trató como sentina donde verter una simiente que habría de multiplicar su progenie, sin que llegara nunca a estar satisfecho, siendo únicamente Jonatán y Absolón quienes le podían devolver la calma (147).

Betsabé no oculta tampoco ser el motor principal de la violación de Tamar por parte de su hermano; es ella quien incita a Amnón a violentar a su hermana para luego contarle lo ocurrido a Absalón a sabiendas de que reaccionará con una venganza de sangre. También se hace responsable de que el hijo ambicioso del rey se acostara con sus diez concubinas preferidas, hecho que engrenda la semilla de la discordia entre los dos. Su victoria se realiza a través de Salomón, que a diferencia de su padre sabe amar y ser amado, que es carne de su propia carne y risa de su risa (154), siendo la risa de nuevo la metáfora del poder de la mujer.

Comparado con otros cuentos, observamos aquí un giro en el comportamiento del personaje femenino que no se centra ahora únicamente en el sufrido lamento. Betsabé es la mujer que toma el timón de su propia vida y la que se hace con la supremacía en el palacio, la única que subvierte su anterior papel de víctima en el de la posterior madre reina poderosa. A diferencia de Penélope, que a duras penas mantenía su espacio propio, la Betsabé de Lourdes Ortiz, gracias a su capacidad de seducción y su intelecto, logra trastornar el orden preestablecido y dar un paso más allá en la emancipación de la mujer.

En algunos aspectos el personaje de Salomé guarda parentesco con el de Betsabé, tratándose en ambos casos de mujeres que han reforzado su lado sensual y que lo utilizan para conseguir sus objetivos. Ninguna de las dos puede hacer alarde de la nobleza de sus sentimientos, pero las dos, cada cual a su manera, son víctimas de la reducción de la mujer a su mera faceta carnal. El personaje de Salomé, como es bien sabido, aparece en los Evangelios de San Marcos y San Mateo como la hija de Herodías, casada en segundas nupcias con su tío, el tetrarca de Galilea en Palestina, Herodes Antipas. Juzgado duramente como incestuoso por san Juan Bautista el matrimonio entre tío y sobrina, la madre de Salomé deseó acabar con la vida del profeta. Así es que azuzó a su hija a pedir, después de un insinuoso baile ante su padrastro, la cabeza de san Juan, la cual le fue traída en una bandeja de plata.

Dentro del arte, Salomé ha sido tradicionalmente presentada bajo su aspecto de seductora cruel y al mismo tiempo como una marioneta movida por los deseos de su madre. Sin embargo, a finales del siglo XIX, Óscar Wilde se percató de la independencia del carácter de Salomé, y la hizo la única responsable de la muerte del profeta como consecuencia de una obsesiva pasión por sus ojos. Ante la derrota de su habilidad conquistadora, Salomé reclama la cabeza del único hombre que no cayó rendido ante sus atractivos. La Salomé de Lourdes Ortiz, aunque obsesionada también con los ojos del profeta, actúa motivada por otras razones. La escritora madrileña también trastoca la original historia bíblica y presenta a su protagonista como una mujer independiente, de ninguna manera instigada por su madre, que no se deja arrastrar por una pasión no correspondida sino por la sed de conocimiento que vislumbra en la mirada de san Juan Bautista. “Nacida para el amor y la danza”, como ella misma lamenta, “educada para mecer los cuerpos de varón, para hacer enloquecer a reyes, saduceos y fariseos” (162), gracias al rechazo del profeta, se siente por primera vez no sólo una mujer sino una persona con identidad y nombre propio, Salomé, capaz de soñar y de pensar, de imaginar y de hablar. La luz de los ojos del único hombre que quedó indiferente ante sus encantos, la despoja de la hembra y la hacen igual a él y se convierte simbólicamente en un bautismo que le devolvía la sabiduría, ese pozo insondable que había ido aletargando desde la infancia en el harén de las mujeres, absorbida desde el comienzo por las acechanzas y los consejos de su madre; técnicas aprendidas concienzudamente, transmitidas de mujer a mujer: el celo, la añagaza; objeto de deseo, carne para ser adornada y luego entregada (162-163). Con un lenguaje poético cargado de las repeticiones referentes a los ojos de san Juan Bautista, Salomé despliega una serie de pensamientos, producto del cansancio hacia su papel de danzarina, cortesana y hetaira que culminan en el único macabro deseo: obtener para siempre los ojos del profeta, a través del poder de la palabra y el control del intelecto.

Con estos dos personajes Lourdes Ortiz concluye con su particular visión de los temas y los personajes femeninos mitológicos y bíblicos y resalta con ellos la necesidad de emancipación y el desarrollo intelectual que brota en ellos. Ya no se trata de mujeres pasivas, que se sumergen solitarias en el recuerdo y doloridas por sus momentos felices del pasado al lado de un hombre, lamentando su estado actual. Se trata de mujeres dispuestas a actuar contra el orden impuesto por los hombres y hacerse con el don de la palabra. En este sentido, la autora no quita a sus protagonistas la culpabilidad de las muertes acaecidas, al contrario, se la concede allí donde en los textos originales no la había, pero antes bien con el fin de expresar las dimensiones trágicas de sus propios destinos ambas se convierten en víctimas de su condición de mujer dentro de una sociedad que no las considera como personas. Se resalta, en suma, la voluntad de la mujer que habitaba en estas heroínas y su búsqueda de un espacio en el que la sabiduría y el poder no fuera un terreno únicamente reservado para los hombres.

5. Conlusiones
Este recorrido por las expresiones literarias de los míticos personajes femeninos a partir de los textos originales y siguiendo su evolución a lo largo de las distintas épocas, testimonia el desarrollo y la transformación de las primeras leyendas y de los prejuicios construidos alrededor de la mujer, anteriormente representada con rigor bajo dos arquetipos planos en relación con el cumplimiento de su rol preestablecido e impuesto. En consonancia con la tendencia marcada en el siglo XX, Lourdes Ortiz también se decide en su prosa por reinterpretar los mitos clásicos así como las historias bíblicas para subvertir sus argumentos originales y, sobre todo, sus puntos de vista. La autora concede el protagonismo a la mujer y al darle voz logra exteriorizar los sentimientos, frustraciones y deseos del mundo interior de estos personajes femeninos, considerados durante mucho tiempo como enigmáticos y, con ello, oscuros.

El discurso literario y las principales preocupaciones de las protagonistas, Eva, Circe, Penélope, Betsabé y Salomé, giran en torno a la capacidad oratoria e intelectual de estas mujeres, anhelantes de tomar la palabra y ganar con ella la sabiduría y la libertad. El proceso de emancipación a que aspiran se ve obstaculizado por la sociedad, e incluso por la propia familia, lo que las incita a revisar el orden social preestablecido desde una postura crítica y a reflexionar sobre su propia posición en la comunidad, en el hogar y en la pareja. Con la recreación del mundo mítico a través de un lenguaje poético lleno de ritmo, melodía y cromatismo así como mediante las evocaciones sensoriales (principalmente en el campo de los olores), Lourdes Ortiz otorga a la vez más belleza y atractivo al relato así como a sus protagonistas. Pero, al mismo tiempo, no renuncia a tomar conciencia sobre la posición de la mujer y a romper con los estereotipos atribuidos a unos personajes más ricos que una mera polarización entre buenos y malos a la que estuvieron sometidos durante los siglos.

Notas
[i] La colección de cuentos incluye también el personaje de Gioconda, el único que no proviene ni de la Biblia y ni de los mitos clásicos, y que, por lo tanto, no será analizado en este estudio.
[ii] Por eso Dios le dijo a la mujer: multiplicaré en gran manera los dolores de tus preñeces; con dolor darás a la luz los hijos, y tu deseo será para tu marido y él se enseñoreará de ti (Génesis 3:16). Y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará (Génesis 3:16).
[iii] Todas las citas provenientes de esta colección de cuentos serán indicadas solamente con el número de página.
[iv] “A lo largo de los siglos XII y XIII se creó en la incipientes literaturas de las lenguas románticas el tema de la oposición Ave/Eva o lo que es lo mismo entre María, la Nueva Eva dadora de vida, y Eva, madre de la estirpe humana introductora de la muerte tanto física como espiritual en forma de pecado” (Morgado, en Ortiz 2007: 100).
[v] Hay muchos más escritores que se han rendido al encanto de este personaje y que han recreado en sus obras la historia entre la diosa maga y el héroe de Ítaca. En la obra de Píndaro, en la Teogonía de Hesíodo, en los Argonautas de Apolunio de Rodas, en Circe de Corneille (cfr. Morgado N. en Ortiz 2007, 101).


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