LA AGONÍA DEL ÁNGEL

Antonio Tello



Todo ángel es terrible. Y, sin embargo, ay, los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé
quienes son ustedes…
Rainer María Rilke, Las elegías de Duino


A una hora imprecisa del alba, un golpe sordo me despertó. La brisa, que se embolsaba en la cortina con pretensión de bailarina, le daba a las hojas de la ventana esa impronta de falsa quietud que tienen las cosas recién movidas y dejaba en el aire un olor cálido y dulzón que entonces no pude identificar. Quise cerrar los ojos con la intención de volver al sueño, pero una súbita sucesión de imágenes, ideas, fragmentos de conversaciones pasadas y futuras y fugaces escenas de hechos que no coincidían con los recuerdos sino con la realidad de su acontecer, me lo impidió. Quizás es por esto que ahora me condenan, me dije y volví a pensar en el golpe que abrió la ventana. Sordo. Quiero decir un golpe apagado, sin estridencias, casi redondo de tan romo y muelle, cuyo eco parecía morir con una sensación de carne desgarrada. Quizás…

Con los ojos abiertos a la oscuridad miré otra vez la intrusión corpórea de la brisa trayendo ese olor que, aun casi diluido, evocaba los muchos gritos que llevaba dentro de mí. Gritos que alguna vez fueron voces humanas y que creí se perderían para siempre arrastrados por los torrentes que evacuan las heces de la ciudad. Ese rumor subterráneo que ascendía desde la calle como el zureo de miles de palomas atrayéndome hacia la ventana con imperiosa premura. Salí al balcón donde vi las plumas del pájaro que, supuse, había chocado contra la ventana. Quizás. Me dije quizás dejándome mojar por la lluvia tenue, sucia. Quizás, me repetí pensando en el golpe. Sintiendo su mórbida latencia atravesado por la visión del pájaro herido. O acaso enfermo, que busqué con la mirada.

A la luz cuajada del amanecer, los techos semejan la equívoca superficie bullente de un caldero donde hierven los sueños de las personas. Esos oscuros sueños orgánicos que depara el terror y que estallan sin estridencias viciando los cielos, mientras las sombras buscan refugio detrás de los muros ante el avance de la luz. Y como una sombra perfilada en su abandono, vi al pájaro, acaso herido, tal vez enfermo, en el techo de una iglesia, balanceándose de un lado a otro como un ángel borracho abrazado a la cruz que remataba la cúpula. Llorando por algo, me dije, que nunca llegaría a comprender. Su gemido era, ahora lo sabía, ese hosco rumor que emergía de las cloacas. Esa riada turbia que inundaba las calles, donde el hedor de la inmundicia se condensaba en una niebla baja y espesa sobre las cosas.

Supe que el pájaro no iba volar. Supe que sus alas estaban rotas. Más aún, que quizás no importaba que lo estuvieran, porque nunca fueron aptas y que él mismo, habitante natural de las jaulas, no lo supo hasta que intentó el vuelo. Herido por esta revelación corrí, acaso volé, por encima de los techos. Torpe vuelo sobre un hervor de sueños muertos para salvarlo. Para salvarme, mientras la lluvia se escurría por mi rostro camino de las alcantarillas dejándome en los labios un sabor a sangre.

Llegado al techo del templo, alcancé la cúpula y, como el resto de un eco, como la borra espuria de la visión que se extinguía, me abracé a la cruz. Al hierro que oxidaba la lluvia. Y fue entonces que recordé el olor de la carne lacerada. Los brotes de dolor que arranqué de tantas entrañas con la impunidad de un ángel exterminador. Inmune a los gritos. Indiferente a la condena de ese acto. A la imposibilidad de toda salvación. Supe que mi tiempo había acabado. Que quizás lo agoté el día, cuarenta años atrás, en que sucumbí al horror y profané las leyes de la vida. Igualmente supliqué. Incapaz de comprender mi destino, continúo suplicando. A una hora imprecisa del alba, un golpe sordo me despierta y sigo en la oscuridad.

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