CUNDINAMARCA

Jorge Gómez Jiménez



a María del Signore


“Bajo en un momento”, se oyó la voz de Marta al otro lado del auricular. Modesto colgó el teléfono y caminó hacia la esquina, hacia el puesto de periódicos. Luego fue a sentarse con el diario, encendió un cigarrillo y ordenó un chocolate caliente.

El cielo estaba gris y el olor a tierra mojada inundaba la calle. Modesto se acomodó un poco más la chaqueta tratando de recuperar algún vestigio de calor. Soplaban lenguas gélidas de viento y Modesto se impacientaba ante la tardanza de Marta. Lanzaba miradas alternativas entre la página de avisos del diario y la puerta del edificio de enfrente.

Dos niñas trataban infructuosamente de atrapar una mariposa que saltaba sobre las flores del pequeño jardín del restaurante. De entre ellas surgió, cual aparición, la figura menuda de Marta coronada por su rotunda cabellera.

Aun si no la conociera, Modesto habría podido hacerse una idea bastante acertada de su personalidad sólo con observarla en ese momento. Sonreía; no llevaba reloj; las mangas del suéter estaban recogidas en confusos dobleces; no usaba maquillaje; cuando intentó pasar entre las niñas y tuvo que bajar la cabeza, de una de sus orejas cayó un bolígrafo que recogió con rapidez gimnástica.

Modesto apagó el cigarrillo, a medio terminar, en el cenicero.

Acompañaron el saludo con un beso corto y cálido. El mesero acudió, presto, y después de unos minutos regresó con la orden: otro chocolate para la dama. Tal como Modesto esperaba, ella derramó un poco en la mesa; se disculpó despreocupada, de alguna manera, con una sonrisa.

—Pareces una niña —dijo Modesto mientras el mesero levantaba el vaso y enjugaba el líquido en un paño.

Un relámpago rasgó el cielo y las dos niñas corrieron con algarabía a una mesa donde dos señoras jóvenes tomaban café. Marta alargó las mangas del suéter hasta cubrir sus manos y se encogió de hombros un instante, sonriente. Parecía no tener manos.

—Qué ojeras enormes —advirtió Marta frotándose las mejillas con las mangas del suéter.

—Pasé mala noche —respondió Modesto.

Marta cruzó las piernas mientras miraba a las niñas. Modesto miró la hora; sus ojos repararon por un segundo en uno de los titulares del diario para olvidarlo al segundo siguiente.

—Ya ejecuté el plan —lanzó Modesto de pronto—. Anoche. O esta mañana, esta madrugada.

Marta volteó hacia Modesto, boquiabierta, con las cejas arqueadas y los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Sacó sus manos de las mangas y las puso sobre la mesa.

—¿Cómo?

—Esta madrugada. Por eso vine, vine a contarte, vine a buscarte.

Modesto trató en vano de esbozar una sonrisa sincera. Marta dejó de sonreír.

—Después de tanto tiempo... —dijo Marta, mirando la mancha de chocolate que formaba su propia nube sobre el mantel.

—Unos tres años —acotó él.

—¿Cómo fue?

—¿Cómo crees? —dijo Modesto encendiendo un segundo cigarrillo—. Mucho llanto, algo de súplica. Amenazas, también. Pero ya está terminado.

Marta sorbió un poco de chocolate y observó con desaliento el reflejo del tráfico en una ventana. No dijo nada. Modesto se impacientaba.

—Justamente por eso compré el diario, miraba los avisos en busca de un lugar donde podamos vivir.

—Nunca creí que en verdad lo harías —dijo Marta sin mirarlo.

Modesto soltó una gran bocanada de humo y pensó que por una vez no sabía cómo responderle a Marta. Las niñas empezaron a subir y bajar las escalinatas entre el restaurante y la acera.

—Pero lo hice —respondió Modesto intentando darle forma a la conversación—. Esta madrugada.

—Me voy a casar —cortó ella.

Una de las niñas se cayó y empezó a llorar. La otra la ayudó a levantarse y fueron juntas a la mesa de las señoras jóvenes. La niña mostraba una pequeña herida en el codo. Marta miraba la escena con los labios entreabiertos.

—¿Perdón?

Marta volvió a mirar a Modesto a los ojos.

—Me voy a casar. Ya fijamos la fecha. El jueves de la semana pasada fijamos la fecha.

Modesto soltó el humo de repente e intentó nuevamente una sonrisa, pero sólo logró fruncir el ceño con extrañeza.

—¿El jueves? Pero si fue el jueves cuando fuimos al cine, llevabas ese mismo suéter. Esa noche llovió.

—Fue cuando llegué a casa. Él estaba esperándome y ya había hablado con mis padres.

—¿Tus padres? ¿Qué hacía allí tu papá? ¿No me dijiste que había dejado a tu mamá y se había ido a Cundinamarca?

Marta volvió a mirar a las niñas, que habían olvidado ya el pequeño accidente y jugaban alrededor de las señoras jóvenes.

—Era mentira —dijo con una voz muy baja, sin apartar sus ojos de las niñas.

Modesto estaba perplejo. Sentía cierta forma de asombro ante la escasa importancia que en ese momento parecía tener una mentira tan inusual.

—¿Con quién?

—Bonilla, el jefe del departamento —ahora sí miraba Marta, con las mejillas enrojecidas, a Modesto—. El próximo mes cumplimos tres años de novios.

Tres años. Días más días menos, recordaba Modesto, era el tiempo que tenía viéndose a escondidas con Marta. Para él era natural ocultarse, verse con ella de noche en sitios que no frecuentaría en circunstancias normales, para no toparse con algún conocido. Prudencia. Una centella de certezas atravesó el cerebro de Modesto: el ocultamiento era útil para él, pero no sólo para él. Ahora lo comprendía con los dientes apretados.

—Pero podremos seguir viéndonos —intentó él, con resignación.

—Me voy a casar —dijo ella en forma lapidaria.

Modesto acercó una mano hasta las de Marta, que había vuelto a mirar a las niñas. Ella tomó su mano entre las suyas, la apretó suavemente y de inmediato la soltó para frotarse de nuevo las mejillas.

—Además, vivir con un asesino.

—Pero no la maté —dijo él, esperando de manera absurda que fuera esa su tabla de salvación—. Esa parte del plan me pareció truculenta, excesiva. Peligrosa.

—De todas formas. Ella está ahora un poco como muerta, ¿no crees?

Modesto asintió sin convicción ante el lugar común. Acomodó lo que quedaba del cigarrillo en una pequeña resortera que formó con su pulgar y su índice y lo lanzó contra el piso. Las cenizas hicieron una suerte de fuegos artificiales antes de extinguirse.

—Pero podremos seguir viéndonos —insistió él, quedo.

Marta se terminó el chocolate, se puso de pie y acercó su rostro al de Modesto. Acarició su mejilla, le dio un pequeño beso en los labios y le dedicó una corta mirada que él quiso interpretar como afectuosa.

—Me voy a casar.

Dio un golpecito sobre la mesa y viró hacia la calle. Hizo un ademán a las niñas y éstas la despidieron divertidas. Modesto la observó cruzar a saltitos sobre los charcos que había dejado la lluvia de media tarde y sumergirse a través de la puerta del edificio de enfrente. El mesero había esperado que ella se perdiera de vista para acercarse a la mesa.

—La cuenta —dijo él.

Después de pagar se levantó y se dirigió al puesto de periódicos con la intención de devolver el diario. Le parecía una idiotez echarlo a la basura.

—Cundinamarca —se dijo. Al fin y al cabo, un lugar no era una mentira tan importante.

El frío arreciaba y unas gotas gruesas comenzaron a caer. Modesto no tenía paraguas y prefirió quedarse con el diario.

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